(Lee aquí la primera parte)                 Todos los hospitales, y más en aquellas habitaciones en las que hay un enfermo que ya no sanar...

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 (Lee aquí la primera parte)




                Todos los hospitales, y más en aquellas habitaciones en las que hay un enfermo que ya no sanará, son ciertamente tristes. El que nos ocupa, situado en una cárcel, hubiera podido llevarse un premio a la depresión sin despeinarse. Las paredes eran de enlosado que, en su día, había sido blanco. Ahora los baldosines aparecían amarillentos y, en la zona del suelo, ligeramente marronáceos, sucios de miles de pies y humo de tabaco, cuando aún se podía fumar hasta en los hospitales. El goteo del suero estaba sujeto a una percha con grandes manchas de óxido. El lector de constantes vitales emitía un quejumbroso zumbido. Las sábanas entre las que se hallaba el moribundo olían a desinfectante industrial y estaban rígidas y ásperas. A pocos metros de la cama estaba la reja y, tras ella, el único enfermero que leía por cuarta vez la misma revista, con aire aburrido. Estaba ansioso porque llegara el cambio de guardia; a fin de cuentas, no iba a haber ningún cambio. El enfermo apenas estaba consciente, sólo algún gemido suelto escapaba de vez en cuando de su pecho. «Así reviente», pensó el enfermero.

                Qomar no tenía familia que pidiese por él un traslado a un hospital civil para que muriese fuera de la cárcel, aunque una organización humanitaria sí lo ha pedido. El juez lo había denegado, y después de eso, nadie había insistido. Para un tipo como aquél, el gesto de pedirlo ya era más de lo que merecía.

                El moribundo sufría. En medio de ensoñaciones delirantes, veía una y otra vez a los niños y a las familias que precisaban ayuda. Él no había querido aquello, claro que no. Él sólo había querido llenarse un poco los bolsillos, como hacía todo el mundo. Gerardo Qomar había entrado a trabajar a una fundación de prevención de riesgos muchos años antes. Después de demostrar su valía como vendedor y trepa dispuesto a todo por asegurarse un cargo jugoso, la empresa no sólo le había ascendido, también le permitió formar parte del consejo de administración. Su idea de hacer que la aseguradora se pasase a la construcción y vendieran la vivienda junto con la póliza, hizo ganar muchísimo dinero a la empresa. A él también, claro, pero, cuando vio que los gerentes de la constructora se quedaban parte de los beneficios para poner materiales de menor calidad, pensó en hacer lo mismo, ¿por qué no? De modo que muchas viviendas contrataron las pólizas y las primas pagadas no fueron a la aseguradora, sino al bolsillo de Qomar. No todas, claro. Sólo alguna aquí, otra allá… lo justo para que no cantara y se pudieran tomar por impagos normales. Todo le fue muy bien. Hasta la promoción American way of life.

                Se trató de una gran urbanización construida en un precioso vale, de chalecitos de dos plantas con desván, de entre tres y cinco habitaciones. Increíblemente baratos. Qomar, la voz de la inmobiliaria, apareció en periódicos, en un sinnúmero de anuncios televisivos dando su mensaje: «la vivienda no es cara, ¡la especulación es lo que la encarece!». Según decía, los compradores de aquellas viviendas estarían pagando sólo los materiales y mano de obra, no los yates de nadie. Naturalmente, aquello no era verdad. Los compradores sí que estaban pagando los yates, los viajes, las putas y la coca de todos los accionistas. A cambio, recibían casitas cuquísimas, pero no paredes de ladrillo, sino meros tabiques de yeso hueco, paredes interiores de corchopán y calidades similares. Las pólizas de seguros, que se vendían conjuntamente con la casa, eran gestionadas por el propio Qomar. Este se ocupó con todo cuidado de ellas, después de estrechar la mano a cada comprador, de tomar en brazos a cada niño pequeño y repartir besitos entre ellos. Ni una sola de las pólizas fue pagada, todas fueron echadas al bolsillo de Qomar. Este habló con los bancos, en realidad sí pretendía pagarlas, aunque después de meter el dinero en acciones y especulación, cobrar los intereses y utilizarlos como primer escalón para su campaña electoral, siguiente paso de su carrera. Las entidades bancarias, sabiendo que Qomar era una máquina de hacer dinero, accedieron. Le concedieron tres meses. Desgraciadamente, el otoño llegó antes.

                Llovió mucho aquel mes de septiembre. El más húmedo del último medio siglo, decían los diarios. Nadie pensó en eso. No ya el propio Qomar que, a fin de cuentas, no era su trabajo, sino ni siquiera los propios ingenieros, panda de inútiles. La urbanización estaba en un valle, ¿cómo pudieron obviar algo así? Pero lo hicieron. El valle se inundó, ¡todo! ¡Cuando el agua llegó a aquellas casas de yeso, algunas casi salieron flotando! Toda la urbanización quedó perdida, no se salvó ni una sola casa. Fue un milagro que, entre la riada de agua, barro y yeso, las muertes no llegaran ni a diez. O al menos por tal lo tomaron los medios; para Qomar hubiera sido mucho mejor que nadie hubiera salido con vida, así nadie habría reclamado tampoco. Pero no, claro, quedaron vivos. Y reclamaron a la constructora y al seguro. A los de la constructora les faltó tiempo para decir que el gestor era Qomar, para echarle la culpa de todo, ya que las pólizas no existían. El banco también se puso a cubierto diciendo que Qomar no había pagado las pólizas, que todo era culpa suya. Su nombre, antes asociado a honestidad, a intachable, a esperanza, ahora sólo era el de un estafador.

                Le llevaron a juicio, el país entero pedía su cabeza. Sus antiguos amigos, de quienes sabía tantas cosas y que tantos favores le debían, todos le dieron la espalda. Los mismos que antes se peleaban por salir junto a él en las fotos, ahora decían que en realidad siempre sospecharon de él. Miserables…

                Trató de usar subterfugios, de declararse insolvente, se gastó una millonada en abogados, intentó una condena pactada. Todo en vano. Fue condenado con el máximo rigor que permitía la ley, sus bienes embargados, sus cuentas retenidas… y después de eso, ya en la cárcel, su enfermedad. No obstante, lo que veía ahora de forma cada vez menos clara y en medio de su dolor generalizado, era la cara de los niños. Niños pequeños que habían pasado auténtico pánico al ver a sus padres, sus casas y todo lo que uno da por sentado, salir flotando y hundirse como un barquito de papel. Odiaba esa visión. Era consciente de que aquellas familias lo habían perdido todo. Las empresas habían podido medio salvarse al usarlo a él de chivo expiatorio, sin embargo, aquellas familias se habían visto en la calle y sin un céntimo de la noche a la mañana. Todos le echaban la culpa a él. Incluso la aseguradora perdió su credibilidad y quebró. Se perdieron miles de puestos de trabajo. El presidente de la compañía se tiró desde el décimo piso. Más culpa. Eso era lo único que veía a las puertas de la muerte, sólo culpa. Solo. Culpa.

 

                —¿Y por qué quieres concederle a esa joya de elemento la inmortalidad? — preguntó Zoran entre dos breves tragos de jerez. Su largo dedo índice acarició el borde de la copa a la vez que miraba a la mujer con cierta picardía en sus ojos verdeazulados. Katia se daba cuenta de aquel vampiro no parecía, no podía tener nada feo, ningún rasgo desagradable o de mala educación. Era el glamour hecho persona. Agarró la cruz que llevaba en el bolsillo, y eso le hizo recordar que era un ladrón de vida, un ser despreciable exactamente igual que Qomar.

                —Porque quiero que sufra — contestó —. Apenas ha pasado en la cárcel dieciocho meses, le han diagnosticado un cáncer incurable y se muere, ¡no va a cumplir ni dos años de condena! Quiero que viva y que sufra.

                —Pero, tarde o temprano, aprenderá a usar sus poderes vampíricos. Saldrá de prisión y morderá a la gente — su voz se extinguió suavemente cuando vio que ella sonreía y meneaba la cabeza — ¿No?

                —No. No si se le deseca — el vampiro no pudo evitar devolver la sonrisa.

                —Qué gatita tan mala — opinó con cierta admiración. Katia estuvo a punto de molestarse porque la tratase con esa confianza, sin embargo, se contuvo. «No lo hace con mala intención, ni pretende seducirte. Sabe que tienes la cruz y él está débil, no podría enfrentarse a ti ahora, no quiere provocarte. Es sólo que no puede evitar ser así… y eso es exactamente lo que el glamour quiere que piense». Echó mano al bolsillo. Al verle las intenciones, Zoran puso cara de verdadero terror — ¡No! — se calmó en parte — Por favor, otra vez no.

                —Ahórrate el encanto y las confianzas. Te desequé una vez y puedo volver a hacerlo. Limítate a cumplir lo que te mando y recuperarás tus libros, pero si intentas pasarte de listo, estarás de nuevo en forma de talla antes de poder decir «ajo».

                El vampiro inclinó dócilmente la cabeza y sonrió.

                —Prometido, seré bueno. Es sólo que no entiendo por qué no podemos ser amigos.

                —Esta noche te acercaré a la prisión en mi furgoneta — Katia ignoró la, en apariencia inocente, pregunta —. Sólo tendrás que entrar, morderle, y esperarme. Yo me ocuparé del resto. Saldremos de allí con él desecado, y después te llevaré al almacén donde están tus libros. A partir de ahí no quiero saber nada de ti. Si intentas algo contra mí, te mataré. ¿Está claro?

                Zoran, aún con Akenatón ronroneando sobre sus hombros, asintió. ¿Podía fiarse de la mujer? Siempre se había sentido satisfecho de pertenecer a los Semen Minervae, la casta de los vampiros cultos y estudiosos que vivían entre libros, llevando las crónicas familiares, la contabilidad, guardando los diarios y acumulando conocimientos. Sin embargo, en aquel momento, habría dado otro año más de desecación por pertenecer a otra casta más agresiva que pudiese oler las mentiras. «Si tengo alguna manera de recuperar mi biblioteca, es a través de ella», pensó. Claro que, por otro lado, estaba el asuntillo de morder a un enfermo terminal de cáncer. Durante miles de años se ha creído que los vampiros no podían morir de enfermedad alguna, hasta que llegó el sida, «la peste de la sangre», como lo llamaron muchos. No pocos vampiros habían terminado sus días envenenados al atacar a un enfermo. El cáncer no es que fuera tan grave, aunque también debilitaba y hacía enfermar a los vampiros, tanto más cuanto más avanzada estaba la enfermedad. Sin embargo, bastaba con morder a alguna otra persona para contrarrestar el mal. «Sin duda, me sentiré bastante mal durante un rato», se dijo el vampiro, «pero no será peor que estar desecado. En cuanto recobre mis libros, buscaré un donante, cualquiera servirá, y me sentiré como nuevo. No me importa un poco de malestar si, a cambio, recupero mi biblioteca. Eso es lo único que me importa, mis queridos libros. Está bien, y quizá darle una pequeña toba en la nariz a esta gatita traviesa que juega con cosas que le sobrepasan».

                —Acepto — asintió —. Pero quiero un Pacto de Sangre.

                Ahora fue Katia la que sonrió, seductora.

                —¿Acaso no te fías de mí?

                —¿Después de maldecirme durante diez años? Oh, claro, tengo muchas razones para confiar ciegamente en ti — devolvió la sonrisa —. Quiero recuperar lo que es mío por encima de todo, sin embargo, para tratar contigo, cazadora, necesito algún tipo de garantía. Y así tú también sabrás que no voy a traicionarte en modo alguno.

                Katia pareció pensativa. Un Pacto de Sangre era un rito poderoso. Cada uno ponía sus condiciones, se sellaba con sangre y, si el trato se rompía, todo lo conseguido por una u otra parte se perdía irremisiblemente. La mujer se quitó un adorno del cabello, flores montadas sobre un afiladísimo bastoncillo de madera lacada («Lleva una estaca portátil… tan horrible como fascinante» pensó Zoran), y se pinchó la palma de la mano con ella. Los ojos del vampiro, hambrientos, brillaron en rojo al ver manar el preciado líquido.

                —Juro con mi propia sangre que todo cuanto te he dicho es la absoluta verdad — dijo ella —. Ayúdame en mi propósito y juro asimismo que recuperarás tus libros intactos y no sufrirás el menor daño. A cambio, me prestas tu ayuda incondicional.

                El vampiro se giró ligeramente para ocultar el rostro, se mordió la palma de la mano y repitió a su vez:

                —Juro con mi propia sangre que te ofreceré mi ayuda hasta todos los extremos posibles siempre que mi vida no corra peligro para que logres tu propósito, y permaneceré a tu lado mientras precises de mí. Igualmente, yo tampoco te causaré el menor daño.

                Humana y vampiro se estrecharon la mano y mezclaron la sangre de ambos. Para Katia, el toque cálido y viscoso de la sangre de la criatura nocturna fue repulsivo, y le hizo desear lavarse las manos cuanto antes. Para Zoran, el tacto suave y deslizante de piel con sangre fue una caricia agradable hasta la sensualidad. Le recordó los años que llevaba sin sentir un cuerpo junto al suyo, sin alimentarse, sin Besar. Apenas la mujer se retiró a lavarse, él lamió la sangre mezclada de su mano. Sus ojos se cerraron de placer. Sangre humana, de mujer. Más aún de una enemiga que le había tenido preso diez años y ahora tenía que avenirse a hacer un trato con él, mmmh… deliciosa, exquisita.

 

 

 

                Zoran no podía dejar de sonreír. El cielo aparecía cuajado de estrellas, como un inmenso manto negro bordado de diamantes. El aire fresco de la noche le acariciaba las mejillas y le traía el perfume del mirto, el romero, la humedad de la tierra… ¡Madre Lilith! ¡Qué agradable era estar vivo!

                —¡Vamos! No te me encantes — le apremió la mujer. Zoran sonrió a modo de disculpa, aunque también por ella tenía un aspecto cómico. Cambió a murciélago y revoloteó hacia las ventanas del ala donde estaba situado el hospital de la prisión. No precisaba indicaciones; el olor a muerte le guiaba.

                En la puerta principal, un hombre solicitó entrar. Se trataba de un joven cura que mostró un certificado del Obispado y del juez, en los que se le autorizaba a dar los últimos óleos al moribundo. El guardia de la puerta, avisado de su llegada y poco inclinado a aguantar la chapa de un cura a aquellas horas, abrió la puerta y pasó aviso para que los demás guardias también abrieran las suyas. Katia, bajo el disfraz de cura con bigotito y todo, estaba tranquila. Lo Alto hacía las cosas bien en ese aspecto, tenía largos tentáculos en la Iglesia y la policía, jamás encontraba problemas a la hora de colarse en sitios.

               

                «Dos días. Menos, si tiene suerte», pensó Zoran al verle. El moribundo ya ni le veía, a duras penas se movía, estaba enflaquecido y llevaba la muerte pintada en la cara. «Al menos, podían haber sedado a este pobre diablo». De lejos, oyó que caía un cuerpo al suelo. Katia había inutilizado al enfermero del hospital y, según le había dicho, le sedaría para que no molestase hasta el siguiente turno. Venció su repugnancia y se inclinó sobre el cuello de Qomar.

               

                El enfermo fue vagamente consciente de que ya no estaba solo en el cuarto. De forma instintiva supo también que aquella presencia no era amistosa, y sintió deseos de gritar, pero no podía hacerlo. Sin fuerzas ni para mover un brazo, tuvo que dejar que su visitante, quien quiera que fuera, se acercara a él. Un pinchazo feroz en el cuello, como si le clavaran mil agujas, y una oleada de dolor agudo le recorrió el cuerpo. No era el dolor vago, constante y debilitador de su enfermedad. Era el dolor punzante de una descarga eléctrica, de algo que le hacía querer debatirse, luchar. La frustración era mayor precisamente por su incapacidad. A pesar de que no veía, le pareció que la oscuridad penetraba en su propio cerebro, que se extinguían los sonidos y las sensaciones. Supo que todo había terminado.

                ¿O acaso no?

                Sed.

                Maldita sea, tenía mucha, mucha sed. Jamás había sentido tanta. El suero le impedía tener hambre o sed, pero ahora le parecía que se abrasaba, necesitaba beber. No, agua no. Quería otra cosa. No sabía qué, no podía pensar, el dolor y la propia sed le aturdían.

 

                —¿Ya está? — preguntó Katia. Zoran, casi amarillo, asintió, incapaz de hablar, pues si lo hacía, vomitaría allí mismo. ¡Drácula maldito, qué asco! ¡Qué asco! Jamás había bebido algo tan horrible, tenía el sabor de la sangre podrida metido en la garganta, podía notar todo su organismo revolviéndose, aunque hizo lo que pudo por dominarse. «¡Es peor de lo que pensaba! Sé fuerte, Zoran, dentro de nada lo digerirás», trató de animarse.

                Katia colocó auriculares en las orejas del nuevo vapiro y puso el móvil frente a sus ojos vacíos. Qoram no podía ver las imágenes de la catástrofe que había arruinado a tantas familias y llevado varias vidas, ni su entrada a la audiencia donde fue declarado culpable, sin embargo, sí que lo oía todo. Oía la noticia, las declaraciones, y lo que era infinitamente peor y más detestaba: el llanto de los niños.

                «No, ese sonido no, ¡me destroza los oídos, no lo soporto!», pensó, aún inerte. Débil, moribundo, sin posibilidad de alimentarse y sin la menor idea de defenderse, fue una presa muy fácil para Katia. Su cuerpo quedó avejentado y se encogió ligeramente, rígido. Aunque para completar la desecación, precisaba la luz indirecta del sol.

                —¡Sácalo de aquí! ¡Vamos! — le apremió Katia, y Zoran se tambaleó, aunque logró tomar el cuerpo de Qoram («menos mal que no pesa nada») y sacarlo por entre las rejas de la ventana mientras ella regresaba a la salida. La mujer colocó al guardia sentado en su silla. El sedante que antes le inyectara le tendría hasta el día siguiente soñando con los angelitos, el siguiente cambio de guardia no sería hasta dentro de cuatro horas. Con paso ligero, pero sin apresurarse, hizo el camino de vuelta sin novedad. A las tres de la mañana y tratándose de un cura con todos los permisos en regla, nadie tenía motivos para comprobar nada, ni ganas de hacerlo.

                —¿Terminó lo suyo, padre? — le preguntó el de la puerta.

                —De momento, sí. Aunque lo mío, hijo, no termina nunca. — el guardia asintió y cerró la puerta tras el falso cura. Ya lejos de la vista, Katia se despegó el bigote que le picaba. Había dicho bien, su trabajo no terminaba jamás. Sabía que había creado un nuevo vampiro por orden de Lo Alto y la idea le causaba una profunda repulsión, era algo que iba en contra de todas sus convicciones. Sin embargo, no dejaba de ser justo. Ese cerdo había hecho mucho daño y se habría ido poco menos que de rositas después de solo unos cuantos meses de trena. Ahora iba a pasarse penando toda la Eternidad. «Una vez yo muera, nadie podrá liberarlo de la maldición. Se quedará desecado y sufriendo hasta el fin de los tiempos», pensó. Aun así, todo su ser se rebelaba contra aquella misión, ¡Lo Alto podría decir lo que quisiera, pero la habían obligado a liberar a un vampiro desecado y a crear a un nuevo! No le gustaba. No le gustaba nada.

                «Quizá sea el momento de dejar Lo Alto». Katia había conocido a otros antiguos agentes. Lo Alto no se ocupaba de ellos; bastaba con dejar de responder a tres mensajes para que la organización considerase que el agente deseaba abandonar y rompía todo contacto con ellos. Katia montó en el coche, donde le esperaba ya Zoran, y arrancó. El vampiro, en su asiento, se retorcía de dolor. Había cometido un error, un grave error, ahora se daba cuenta. ¡Pero tenía que aguantar! ¡Por sus libros! Por su parte, la mujer permanecía pensativa y aliviada porque todo hubiera salido bien, tanto, que ni siquiera se dio cuenta de lo malo que se estaba poniendo el vampiro, hasta que este le suplicó que parara la furgoneta.

                —¿Qué pa…? ¡Agh! — la mujer no pudo reprimir un grito de asco cuando Zoran abrió la puerta y vomitó sangre agusanada, ennegrecida. Cientos de gusanos de distintos tamaños empaparon la puerta, inundaron el suelo y parte del coche, retorciéndose en medio de un charco de sangre que olía a mierda — ¡Haz eso fuera, haz eso fuera!

                Zoran quiso decir que lo sentía, que no podía evitarlo, pero una arcada le estremeció de pies a cabeza. Otra violenta ola de color rojo oscuro salió de su boca, plagada de gusanos blanquecinos, algunos muy pequeños, otros hinchados y palpitantes. Ante la horrorizada mirada de Katia, Zoran empezó a avejentarse, se demacraba por segundos. En un momento perdió su atractivo ligeramente maduro para aparentar setenta, ochenta, noventa años. Sin embargo, lo realmente grave ocurría en el asiento de atrás: Qoram se recuperaba. Lentamente volvía a su estatura y parecía más joven, igual que Zoran más viejo.

                —¡Maldita sea, ¿qué te pasa?! — le zarandeó la mujer — ¡Contéstame, chupasangres de tercera! ¿Qué está pasando?

                —Creí que… podría soportarlo — gimió, agarrándose el vientre entre gemidos de dolor. Un gusano colgaba de su puntiaguda y arrugada barbilla, intentando trepar de nuevo hacia la boca —. Pero no puedo con ello.

                —¿Con qué? ¿No puedes con qué? ¡Contesta!

                —La sangre con cáncer… es un veneno para nosotros. Podemos soportarlo, nos enferma, aunque podemos con ello… casi siempre. Pero yo estoy muy débil, estaba demasiado débil después de… no pensé en ello. Al sufrir daño, el Pacto se rompe. La desecación se anulará — Katia volvió la mirada al asiento trasero. Quizá sólo fuera su imaginación, pero le pareció que Qoram ya parpadeaba — Necesito sangre… sangre sana.

                La mirada del anciano frágil, moribundo en que se había convertido Zoran era más explícita que cualquier discurso. Maldita fuera, ¡maldita fuera! Katia golpeó la guantera con los puños. Desesperadamente miró a su alrededor, forzó la vista. Nada. No había absolutamente nada cerca, ni animales, ni edificios, ni luces de población, ni un alma humana en al menos veinte kilómetros. Aún en el coche no llegarían a tiempo. Zoran moriría y la dejaría sola con un vampiro recién convertido, sediento y que la odiaba, en mitad de ningún sitio, donde nadie la oiría gritar. Sólo le quedaba una salida.

                —¡Muérdeme! — de un solo movimiento se arrancó el alzacuellos y se inclinó frente a Zoran. El anciano apenas podía hablar, aunque aun así le oyó musitar algo acerca de si estaba segura — ¡No te lo estoy pidiendo; te lo ordeno! ¡Muérdeme! ¡Ahora!

                Zoran simplemente dejó caer su cara sobre el cuello de la mujer, demasiado débil hasta para agarrarla. Su boca se pegó a la piel como una ventosa y, durante unos segundos, la mujer sólo sintió un leve chupeteo húmedo. Casi temió que el vampiro estuviese muerto ya, cuando sintió un ligerísimo cosquilleo que le puso la piel de gallina. Reprimió el impulso de encoger los hombros. Sin embargo, por más que lo intentó, lo que no pudo reprimir fue el pequeño gemido que escapó de su garganta.

                Zoran estaba convencido de que no lo contaba cuando ella le propuso morderle. Para él era la salvación, pero para ella era una locura. Aun así, la mujer le apremió para que lo hiciera. Estaba tan débil que temió no ser capaz. Sin embargo, sus colmillos encontraron el camino ellos solos con una facilidad abrumadora, amén de con una suavidad deliciosa. Suavidad. Así podría describirse toda la experiencia. Zoran llevaba una década larga de hambre, coronada con un largo trago de sangre venenosa; cualquiera podía pensar que un primer contacto con un nuevo donante sería sediento, salvaje, pero no fue así. Fue dulce y tranquilo, suave. Con toda ternura, sus colmillos crecieron contra la piel tibia de Katia, sintieron el delicado golpecito del pulso bajo ella, y se hundieron deslizándose limpiamente y sin dolor. Con un beso, la sangre fluyó hacia la garganta del vampiro. Espesa, deliciosa, devolviéndole la vida y la salud al tiempo, en medio del sabor más exquisito que él fuera capaz de recordar. Ni la primera vez que la probó le resultó tan deliciosa. Sin duda era por el hambre y la necesidad, pensó, pero fuera como fuese, su Beso se hizo tierno y cariñoso, sus labios y lengua acariciaron la piel a la vez que se alimentaba de ella.

                ¿Qué era aquello? Aquella sensación… esa calidez maravillosa que comenzaba en su cuello, que la hacía estremecer hasta las orejas y le aflojaba los huesos, ¿qué era? Katia lo ignoraba. Intentaba pensar con frialdad, recordar lo asqueroso de la situación, recordar que ella era una cazadora. Y no podía. Luchaba por controlar su cara y que no se le escaparan las sonrisas de gusto, sólo eso ya era bastante duro. Sus manos, apoyadas en la pierna de Zoran, le fallaron cuando sus articulaciones parecieron volverse mantequilla tibia. En medio de un gemido derrotado, estuvo a punto de caer. Zoran la tomó en sus brazos con una pequeña risa traviesa, y depositó la cabeza de la mujer en sus muslos, acariciándole el cabello castaño rojizo.

                Katia jadeaba. Tenía las mejillas muy coloradas y temblaba como un flan, con la respiración alterada. Como si le hubieran hecho cosquillas durante mucho rato y acabaran de parar. O como una chica que acabara de recibir una emoción intensa por primera vez, su primer beso con lengua, sus primeras caricias, y estas hubieran superado todas sus expectativas. Miró hacia arriba. Zoran se limpió la boca con la mano, llevándose a los labios los restos de la sangre que acababa de beber de ella. Recogió entre sus dedos también al gusano gordo, rosado, que había tenía pegado a la barbilla. Lo miró y negó con la cabeza, como regañando a un niño travieso. Después lo estrujó entre sus dedos con una maligna sonrisa de satisfacción.

                La mujer sintió ganas de llorar. Zoran la miró. Una mirada cariñosa, y le acarició ahora las mejillas. Katia notó que su barbilla temblaba de autocompasión. Aunque cuando la luz de una linterna iluminó despiadadamente el interior del coche, aquella emoción desapareció. En su lugar, llegó la ira.

                —¿Se puede saber qué hacen aquí? — el policía lo ignoraba, pero aquellas fueron sus últimas palabras. Katia se irguió, se lanzó hacia fuera y derribó al policía para enseguida alzarle del cuello, sus manos apretando la garganta, mientras el hombre pataleaba desesperado, con los ojos más abiertos cada vez, y la cara más y más morada.

                —¡¿No podías haber aparecido un minuto antes?! — rugió la mujer. Apretó la garganta con las dos manos, dando rienda suelta a su cólera; el apretón era satisfactorio en grado sumo y se dejó llevar por la sensación hasta que el hombre gorgoteó, sus piernas dieron una última sacudida y al fin quedó inerte. Katia apretó más aún, hasta que se oyó un aterrador crujido que indicó que las cervicales del infeliz habían sido trituradas. La mujer dejó caer el cuerpo y al fin rompió a llorar, de rodillas sobre el suelo de tierra.

                —¿Se te ha pasado ya? — la voz de Zoran era amistosa, cordial. No tenía nada de ironía.

                —No me toques — contestó ella pese a todo. —. Me has convertido en lo que más odiaba. Si no fuera porque mi muerte liberaría a Qoram, ahora mismo me suicidaría.

                Zoran se acuclilló junto a ella, con la mano en su hombro.

                —Fue tu decisión, y fue una decisión dura, aunque necesaria. Escucha… en primera, has evitado que ese hombre salga de la maldición, como tú querías. En segunda, no eres una vampiresa. Todavía no — la mujer le miró, esperanzada, y Zoran le dedicó una sonrisa de inusitada bondad —. Como muchos cazadores, hay extremos del mundo vampírico que desconoces. No basta con un solo mordisquito para convertir a nadie, es preciso beber mucha sangre de una vez, o varios Besos a lo largo de otras tantas noches para conseguir la conversión. Con lo que he bebido de ti, durante los próximos días te sentirás algo débil en las horas diurnas, serás fotosensible y tendrás mucha sed, mientras que por las noches te sentirás en plena forma… como acabamos de ver. Pero si no vuelvo a morderte, en cuestión de algunos días tu cuerpo repondrá sangre y volverás a la normalidad.

                —¿De veras? — La voz de Katia le salió algo más aguda de lo que pretendía. No podía evitarlo. Si eso era verdad, la salvaba de un destino espantoso.

                —De veras. Tú misma lo comprobarás en menos de una semana. Anda — se alzó y le tendió la mano para ayudarla a ponerse en pie a su vez —. Te estoy muy agradecido por haberme salvado la vida.

                Katia y él subieron de nuevo al coche y se alejaron de allí. Sólo mucho más tarde recordó ella que había asesinado a un policía con las manos desnudas, aunque lo que más le sorprendió no fue el haberlo olvidado, sino el nulo remordimiento que sentía. Le parecía tan carente de importancia como haber aplastado una cucaracha.

               

                Cuando hablamos de un proceso de deshumanización como el vampirismo, éste rara vez ocurre de golpe. Como bien decía Zoran, eran precisos varios bocados, se trataba de algo que podía durar varios días o semanas. Cuando se trata de un cambio en el carácter humano, también sucede así. Una persona rara vez toma la determinación de pensar en uno mismo antes que en otros, de ser egoísta, de la noche a la mañana, sino que son años de favores no devueltos, de peticiones intempestivas, y de ingratitud lo que motiva ese cambio, que suele estar marcado por un definitivo gesto de despotismo que hace saltar lo que se llama «la gota que colma el vaso». En el caso de Katia, también sucedió así.

 

                Cada vez que dejaba una nueva carga en el coche, se le escapaba una sonrisa. Zoran llevaba ya seis viajes y no sólo no parecía cansado, sino lleno de energía y excitación como un niño en la mañana de Reyes. Katia había conservado sus libros en un trastero de alquiler. Cuando el vampiro los vio de nuevo, le brillaron los ojos. De inmediato procedió a tomarlos en brazos y meterlos en la parte trasera de la furgoneta, cargando tantos como era capaz de llevar. Tenía las mejillas sonrosadas, la respiración alterada y los cabellos ligeramente en desorden, pero no podía dejar de sonreír, a la vez que sus ojos verdeazulados chispeaban de alegría y agradecimiento cada vez que la miraba. Parecía que acabase de salir de un apresurado magreo a escondidas que de un polvoriento almacén lleno de libros, tal era su cara de felicidad. Katia no dejaba de preguntarse si sería un efecto secundario de la mordedura, pero el caso era que no podía evitar que le cayera simpático. Incluso le estaba inspirando cierta ternura verle así, acariciando y hasta besando alguno de los volúmenes que sacaba del trastero. Sabía que era un vampiro, sin embargo, ¿era realmente peligrosa una criatura como él, preocupada sólo de los libros?

                «Soy un Semen Minervae», había dicho durante el viaje al almacén. «Mi propósito es acumular saber y protegerlo, cuidar de que pase a las siguientes generaciones. La función de mi casta es la biblioteconomía y documentación. Nos dedicamos a escribir, copiar y conservar las crónicas de las otras castas, los grupos familiares, los vampiros especialmente influyentes… Llevamos también la contabilidad y sus archivos, administramos sus papeles e investigamos todas las ramas del Arte y el Saber. Naturalmente que precisamos alimentarnos, pero no somos bestias sanguinarias como los Sensualita o los salvajes Dementia». A la mujer, todo aquello le pillaba de nuevas, ¿castas? ¿Grupos familiares? ¿Diferentes caracteres entre los vampiros? Para ella todo eso era chino, jamás se le hubiese ocurrido pensar que los vampiros tuvieran una estructura, siempre había pensado que eran meros depredadores solitarios y recelosos, no que tuvieran una sociedad dividida en una fuerte estructura jerárquica.

                «¿Cuántas son las cosas que no sé?» pensó, al volante de la furgoneta, esperando pacientemente el regreso de Zoran. «¿Sabe algo de esto Lo Alto o piensan, como yo, que los vampiros son criaturas que actúan por separado? Zoran podría ayudarnos muchísimo a conocer las estructuras vampíricas y saber cómo vencerlas, ¡él mismo no parece sentir simpatía por esos tales Dementia! ¿Por qué no pedirle ayuda? ¿No he hecho yo misma un trato con él? ¿Por qué no llevarlo más allá?» Como si la hubieran oído, un aparato similar al que había en su alcoba sonó, y soltó un pedazo de papel.

                «K, informe», pedía Lo Alto. La mujer conectó el micrófono.

                —Objetivo conseguido — contestó —. Desecado. El Penitente está recogiendo sus libros.

                «Enciérrelo en el almacén tan pronto pueda y aplique el protocolo Auto de fe». Katia titubeó. Hasta la fecha, le gustasen o no, jamás había desobedecido una orden de Lo Alto. Sin embargo, el Auto de fe implicaba destruir el almacén con Zoran dentro. Quemarle vivo.

                —Negativo. Hice con él un Pacto de sangre, juré respetar sus libros y su vida — contestó. La respuesta impresa no fue inmediata, tardó un poco en llegar.

                «¿Se ha rebajado a hacer un Pacto de sangre con un vampiro?»

                Katia estuvo a punto de justificarse, aunque recordó la conversación anterior que mantuviera con Lo Alto.

                —Usted dijo que no tenía límites de negociación. Que cualquier medio era bueno.

                «Sí, pero un Pacto de sangre es inmoral en sí mismo. Eso no es negociación, es degradación. Esa torpeza suya, K, nos impedirá acabar con ese vampiro esta misma noche»

                —Lo comprendo, no obstante, hemos desecado al otro como me pidieron. Tan pronto como salga el sol, quedará reducido a una estatuilla de madera — de nuevo no hubo respuesta —. ¿Me oyen?      

                «Perfectamente, K. Y lo que ha hecho es simplemente su obligación, recuérdelo. Si espera una felicitación, no va a producirse. Esperamos que comprenda, como todos nuestros agentes, que no está haciendo nada fuera de lo común por lo que se merezca una palmadita en la espalda, sino sólo aquello por lo que se le paga. Su dedicación y el librar a la Humanidad de esas aberraciones impías debe ser recompensa sobrada».

                —Entiendo — reflexionó antes de continuar —. Hay algo más.

                «¿Ha cometido otro error, K?» Katia luchó por contener la ira. Así era Lo Alto. Jamás había un simple «bien» en los mensajes, daba igual lo eficiente o letal que fuera, daban igual los riesgos que había corrido o la excelencia de los resultados obtenidos, todo lo que hacía siempre era su obligación, pero siempre estaban a punto para reprochar y quejarse; hacías un millón de cosas impecables, cometías un ligero descuido, y lo que era tenido en cuenta era el descuido, que era tratado como algo imperdonable. La mujer optó por dar la información de un modo no exacto del todo, a fin de poder medir las consecuencias.

                —El vampiro… morder a un enfermo terminal de cáncer le envenenó. Si hubiera muerto, el Pacto de sangre se hubiese roto. Un policía tuvo la desgracia de pasar por allí, y le mordió para curarse. Me ha asegurado que eso sólo le ocasionará debilidad durante algunos días, pero que no se convertirá en vampiro; no bebió lo suficiente de él.

                «K, ese policía debe ser eliminado. Búsquelo y mátelo». Katia se sorprendió menos de lo que hubiera esperado.

                —Alto, ese hombre sigue siendo humano — arguyó —. No es un vampiro y no llegará a serlo.

                «Desde luego que no, porque usted impedirá que eso suceda. Debe matarlo esta misma noche». La mujer no había discutido las órdenes de Lo Alto hasta ese momento. Sin embargo, aquella noche lo hizo por segunda vez.

                —¿Por qué? Ese hombre no sabe morder ni atacar, ni hará daño a nadie, ¡no es una amenaza!

                «K, lo que sea o no una amenaza lo juzga Lo Alto y no usted. Y desde luego, mucho menos lo hará una aberración satánica como un vampiro. Es usted una agente valiosa, queremos que continúe con nosotros, pero jamás pierda de vista esto: es usted una subordinada, una mercenaria, el brazo ejecutor de una mente. Y al igual que sus brazos no piden razones a su cerebro, usted tampoco debe hacerlo. Ese hombre ha sido mordido por culpa de su estúpido error al rebajarse a hacer un Pacto de sangre. Es justo ahora que sea usted quien lo elimine para que aprenda cuáles son las consecuencias de relajarse en el trato con esas criaturas. Si no hubiera permitido que la arrastrase a ese repulsivo contubernio, ese hombre no hubiera sido mordido, sino que el vampiro hubiera muerto envenenado y Qomar seguiría desecado, que era exactamente lo que buscábamos. Su traición (sí, ante la indignación de Katia se dio cuenta de que a un Pacto de sangre lo consideraban una traición) nos ha estropeado un plan perfecto. Encárguese de arreglarlo».

                —Alto, si… si me hubieran dicho… ¡me dijeron que no tenía límites de negociación! ¿Por qué no me pusieron en antecedentes de que eso era lo que querían? — Insistió. Espero y llamó de nuevo varias veces. La pequeña impresora ya no emitió más papel —. Hijos de puta.

                La verdad que lo dijo para comprobar si aún estaban ahí y picaban con el exabrupto. No obstante, si permanecían a la escucha, no dieron muestras de ello. Por si acaso, no se atrevió a decir en voz alta su siguiente pensamiento: «¿Qué se supone que he de hacer? ¿Suicidarme como un samurái?». De pronto, la atmósfera dentro de la furgoneta le pareció asfixiante, salió de ella dando un portazo y caminó hacia la parte trasera de la misma. En ella se amontonaban libros de todas clases, desde clásicos de la literatura a manuales universitarios, pasando por crónicas y diarios de vampiros. Se sentó junto al portón abierto, apoyada en la rueda. Pensó.

                «A fin de cuentas, el policía está muerto. A mí esto se me pasará en unos días, no puede mentirme habiendo hecho un Pacto». Visto así, en realidad no había tal problema. Sólo tenía que esperar una semanita, y…

                ¿Qué?

                ¿Por qué?

                ¿Por qué iba a querer esperar unos días, callarse y seguir trabajando para Lo Alto, si ya sabía hasta dónde eran capaces de llegar y a qué la obligaban sólo por tener razón y quedar por encima? La insultaban por llevar a cabo un juramento limpio, la acusaban a ella de traición por un error causado por sus propias instrucciones, la obligaban a matar a un inocente sin necesidad de ello, ¿y el único deseo de Katia era seguir siendo buenecita, quedarse callada y trabajar duro para ellos? Ella era la primera que detestaba a los vampiros. Cuando su madre les abandonó para irse con uno, la odió, aunque más tarde supo que no había sido por completo culpa de la mujer: el vampiro la sedujo e hipnotizó. Sin embargo, una parte de ella siguió odiándola. Ni siquiera cuando, años después, logró encontrarles y los quemó vivos, llegó a perdonarla del todo. Después de aquello, la juzgaron y encarcelaron y el mundo se olvidó de ella hasta que Lo Alto, por mediación de uno de los médicos, la sacó de allí y la reclutó como cazadora. De no ser por ellos, aún seguiría en la celda blanca, comiendo purés tres veces al día con cubiertos de plástico. Que tenía cosas que agradecer a Lo Alto, lo sabía.

                Que la utilizaban como a un revólver sin preocuparse lo más mínimo de sus emociones, sin darle nunca explicaciones y alimentando en ella el pensamiento de que era un instrumento mediocre y sólo un escalón por encima de sus víctimas, lo sabía también.

 

                Zoran no podía sentirse más feliz, y no sólo por recobrar sus amados libros, aunque hay que admitir que sí era lo que más peso en su buen ánimo. La otra razón que le hacía sentir dichoso era el delicioso Beso que le había propinado a Katia. Para un vampiro que había pasado tantos años en ayunas, morder a un enfermo no había sido precisamente apetecible, sin embargo, el Beso a Katia había sido tan delicioso, tan exquisito, que volvería a morder a diez enfermos si a cambio podía darle otro Besito a ella. Para el vampiro no había implicado sólo sabor, también placer físico. El Beso no sólo colmaba el hambre, además producía una intensa, deliciosa excitación sexual. Mmmmmmmmmh… cada vez que lo recordaba, un dulce y travieso hormigueo cosquilleaba todo su bajo vientre y removía con dulzura su virilidad. No lo suficiente como para que se notara bajo el pantalón (menos mal, sería muy embarazoso), pero sí para hincharla parcialmente, para despertarle ganas a la vez que le comunicaba un calorcito suave y excitante que producía un gran bienestar en todo su cuerpo.

                La mera verdad era que había desconfiado de ella aún mediando el Pacto. Había temido que ella tuviera un as en la manga y, pese a todo, le dejase morir. Sin embargo, Katia había resultado ser de fiar. Era una lástima que estuviera tan confundida y hubiese llegado a ser una cazadora. Una mujer como ella sería idónea para tenerla entre las filas de los vampiros. Sería una guardaespaldas perfecta. Por segunda vez en su existencia, pensó en lo bueno que sería pertenecer a otra casta. Si fuera un Sensualita, sabría seducirla; si fuera un Mars Amantis tendría con ella más en común. Sin embargo, cuando la vio sentada en el suelo, con expresión entre fastidiada y pensativa, sonrió. «Bueno… cuando hablamos de atravesar una montaña, nadie pensaría en hacerlo con un chorrito de agua, pero todos los manantiales lo logran».

                —Sólo un viaje o dos más, y habré terminado — anunció —. Después, si eres tan amable de acercarme a la tienda de Sabas será suficiente y te libraré de mí para siempre. A menos que aún te pueda ser útil en algo más — la mujer alzó la cara y le miró con ojos tristes —. ¿Te puedo ser útil en algo más?

                Katia titubeó. Sabía que tenía que decir que no, meterle en la furgoneta, llevarle donde Sabas y librarse de él. Lo máximo que quizá debía permitirse era prevenirle de que Lo Alto le tenía identificado, que sabían que era un blanco relativamente fácil e irían a por él, que desapareciese cuanto antes. Aún así, había muchas cosas en las que el vampiro le podía ser útil, cosas que deseaba saber y que Lo Alto siempre le había regateado. Ciertamente, no sucedería nada grave si preguntaba una o dos.

                —Hay alguien que quiero saber — admitió —. En realidad es una tontería, pero, ¿todos los vampiros bebéis alcohol?

                —¡Oh, claro que no! — sonrió Zoran —. La mayoría de las castas lo hacemos, aunque no todas, ni de la misma manera. Suelen gustarnos los licores finos y viejos, y los tomamos puros, no somos dados a mezclar con agua ni mucho menos con bebidas azucaradas. La cerveza no tiene adeptos más que entre los infelices Chupacabras. En cambio, los Sensualita no probarán otra cosa que champán de calidad o vinos muy caros; ofréceles jerez de cocina y te lo escupirán a la cara. Y desde luego, los Dementia jamás se rebajarán a tomar un licor fabricado por humanos, lo llamarían degradante.

                Katia sintió ganas de llorar. Si no tuviera delante al vampiro, si estuviera sola en su casa, puede que lo hubiera hecho. Cuatro frases bastaban para darse cuenta de que apenas si sabía algo de los vampiros, ¡en realidad no sabía nada de ellos! Hasta aquella noche, había ignorado por completo qué eran las castas, ni sabía cuántas había ni quiénes eran los Chupacabras, los Sensualita o Dementia. «No los conozco, y sin embargo los odio. He dedicado toda mi vida a perseguirlos y destruirlos sólo porque mi madre nos traicionó y se fugó con uno». Aquello le recordó que aún tenía, cerrada y sin usar, la casa de su padre. Podía servir de momento como refugio para…

                —¿Te encuentras bien? — preguntó Zoran. Había amabilidad en su voz. Por primera vez se le ocurrió pensar que quizá no era fingida ni una táctica de seducción, sino simple amabilidad.

                —Sí — aseguró, aunque distaba mucho de ser cierto —. Vamos, te ayudo con ese último viaje.

 

                El almacén quedó vacío de libros. Cerca de él, unas huellas de neumáticos delataban que un vehículo se marchó con un peso muy superior al que vino. La reja metálica que cerraba el trastero tenía una pintada en letras inclinadas, puro capricho de Zoran. «Siempre he querido hacer esto, desde que lo leí», dijo, y Katia, que entendió la referencia, se lo permitió: «Viva Yog-Sothoth». La puerta tenía también una pequeña ventanilla con dos barrotes para ver el interior, por la que entraba el sol. Si alguien se hubiese acercado al almacén y fuese una persona sensible, hubiera podido oír lamentos y desgraciadas quejas de alguien que pedía piedad, rogando que le dejaran morir. Si ese alguien se hubiera acercado a la ventanita, hubiera visto algo muy extraño: un cuerpo humano vestido con camisón de hospital, pero tan avejentado y encogido, que parecía madera seca. Abría la boca en un grito mudo y alzaba las manos en súplica. Su tamaño se iba reduciendo paulatinamente. El amanecer se acercaba, y un rayo de luz lamía lentamente la puerta metálica, acercándose más y más a la diminuta ventana. Claro está, no había nadie por allí, nadie podía oír nada. Pero si hubiese habido alguien, sin duda se le hubiesen puesto los pelos de punta al oír cómo aumentaban los gritos de dolor, llenos de desesperación. Y el sol se seguía acercando.

 

                El cielo se volvía rojo y rosado hacia el este, anunciando el amanecer en un hermoso degradado de colores. Katia había pensado que quizá su piel humearía o sentiría horror ante la luz. O al menos, que le picaría el cuerpo, que tendría alguna incomodidad. Sin embargo, nada sucedía.

                —Si estás esperando convertirte en cenizas, bueno, no quiero desilusionarte, pero no va a suceder. Ya te lo he dicho, no eres lo suficientemente vampiro como para eso — la voz de Zoran, algo sarcástica, le llegó desde la zona más oscura de la habitación. El vampiro se había encerrado en el armario empotrado, ubicación que no parecía agradarle por completo, aunque con la que, de momento, debía conformarse —. No obstante, yo sí lo soy. Te agradecería que bajaras las persianas.

                Katia torció el gesto, pero obedeció «A fin de cuentas, ahora él es mi contacto con el mundo vampírico. Si me quedo sin él, estaré perdida. Será volver de nuevo a investigar por mi cuenta, y sin saber si persigo a una presa importante o a un pobre infeliz. Ahora sé que hay vampiros más importantes que otros. No puedo permitirme perderle». La mujer estaba decidida a dejar Lo Alto. Eso significaba perder contactos e ingresos, pues la organización pagaba generosamente por cada objetivo conseguido. Sin embargo, estaba harta de su modo de actuar y portarse con ella. Tenía ahorros y bienes que podía convertir en dinero. Aunque tuviese que moderar su nivel de vida, no se quedaría en la calle. Lo único que la preocupaba, es si Lo Alto iría a buscarla. Que ella supiera, no actuaban así, cuando un agente dejaba de informar sencillamente lo olvidaban. Aún así, Katia prefería no correr riesgos. Por eso, después de recoger los libros había ido a su casa, tomado un poco de ropa y a su gato y después salido huyendo. La vieja casa de su padre no estaba muy lejos, pero era lo suficientemente discreta y desconocida para que nadie la buscase allí.

                La casita era en realidad poco más que una choza de piedra de dos habitaciones, aunque era bastante cómoda por dentro, ella misma se había ocupado de eso. La habitación principal era la que antaño había pertenecido a su padre (su madre no pasó allí el tiempo suficiente como para que ella se habituara a verlo como la habitación de matrimonio. Siempre recordaba a su padre solo), y la pequeña era en la que había dormido ella. Tras la muerte de su padre, la mujer había cerrado la casa y puesto la propiedad a nombre de un primo lejano que aún vivía en Rumanía. Desde entonces, la mujer había entrado en la casa apenas un par de veces, siempre pensando en ella como en un refugio cómodo. Lo bastante cercano a su vivienda habitual como para comprobar si ocurría algo en ella, y a la vez lo bastante lejano como para hacerla sentir a salvo. En otra ocasión anterior sí lo había resultado, de acuerdo, pero, ¿serviría también contra Lo Alto?    

—Si quieres seguir mi consejo descansa un poco — la voz que llegó del armario era ya lenta y perezosa —. Tiéndete en la cama. Aprovecha tú que puedes.

                Era una oferta tentadora. Llevaba toda la noche sin dormir, después un duro trabajo, horas en estado de agitación y nervios, a punto de ver por los suelos todo su plan, de ser mordida y de tomar la decisión de abandonar una organización poderosa… y quién sabe si de decir adiós a toda su vida. Sin embargo, Katia sintió cierta aprensión ante la idea de tumbarse en la cama de su padre y dormir allí. El pensamiento de que alguien entrase y la pescase dormida, indefensa, la aterraba. Con un golpe seco, abrió la puerta del armario.

                —Hazme sitio — dijo solo. Zoran sonrió a la vez que tomó a Akenatón de su lado y lo tumbó en su pecho, para dejarle ese sitio a ella. El armario empotrado era grande, profundo, cabían los dos sin problemas. Katia cerró la puerta y echó el cierre por dentro.

                —Me agrada tanto que prefieras dormir aquí, a cambio de disfrutar de mi compañía — sonrió el vampiro.

                —Menos ironías, tío — rezongó ella, a la vez que le daba la espalda —. Ahora mismo, el lugar más seguro de la casa, el más seguro que puedo conseguir, es este armario ropero. Aunque sea junto a un vampiro redicho y un gato chaquetero.

                —Vamos, Akenatón no es ningún chaquetero. Cariño, no la escuches — dijo, dirigiéndose al gato —. Simplemente, él elige sus afectos. Como todo el mundo — La mujer resopló e intentó acomodarse. El suelo del armario estaba forrado de gruesas mantas de invierno, así que era relativamente blando y cálido. Zoran emitió un hondo suspiro de placer —. Nunca creí que mi primer sueño después de ser desecado sería así. Tan literario y romántico.

                —¿Qué quieres decir con eso de romántico?

                —No te enfades, no me refiero a nada amoroso — sonrió —. Me refiero a romántico en un sentido novelesco. Esto me recuerda al cuento del Gato negro de Poe, aunque más concretamente a su adaptación cinematográfica. En ella, los amantes son emparedados por el marido de ella, borracho y celoso quien, sin querer, mete en la tumba también al gato negro de su mujer, y son sus maullidos los que hacen que al fin sea descubierto — a Katia, la idea de que Lo Alto entrase en su casa ahora y Akenaton decidiese ponerse a maullar, no le parecía agradable en absoluto. Zoran siguió hablando —. Es romántico, ¿no te parece? Emparedado junto a tu amante por toda la Eternidad… No habría gran cosa que hacer para matar el tiempo, ¿verdad? Sólo una.

                La mujer se volvió, incrédula. Pero lo que vio en los ojos del vampiro no dejó lugar a dudas. Sí, se le estaba insinuando.

                —Zoran… duérmete — El vampiro sonrió, travieso y tuvo el buen juicio de no añadir nada más. Katia negó con la cabeza, todavía sin creerlo del todo mientras trataba de acomodar la cabeza sobre el brazo. «Supongo que se deberá a haber pasado diez años sin poder ni rascarse, cualquiera estaría desesperado. Pero ya tiene que estarlo MUCHO para proponérmelo a mí».

                La mujer se revolvió, incómoda. Aunque no se trataba de una incomodidad de cuerpo. Junto a ella, Zoran respiró acompasadamente varias veces, exhaló una honda expiración y finalmente se quedó en absoluto silencio. Katia se volvió hacia él. Completamente inmóvil, sin respiración ni temperatura, cualquiera hubiera podido tomar a Zoran por un cadáver. Sólo el color que animaba sus mejillas desmentía esa impresión. La mujer sabía que había entrado en su fase letárgica, momento en el que recuperaba sus fuerzas y estaba por completo indefenso. Por lo que le había contado, un vampiro entra en letargo a voluntad, aunque no sale de ese estado con la misma facilidad; necesita que el sol se haya ido o al menos esté atardeciendo.

                «Cuando descansamos fuera de nuestro ataúd» le había dicho explicado aquella madrugada, «solemos escondernos como los osos u otros animales que hibernan: en escondites que sean discretos y de difícil acceso para nuestros enemigos. Naturalmente, también lo hacemos solos. En el letargo somos vulnerables, ni siquiera tenemos idea de lo que pasa a nuestro alrededor. Cualquiera podría venir para hacernos daño. En nuestros escondites entramos sólo nosotros y basta».

                Según eso, Zoran tenía que sentir confianza hacia ella. De lo contrario, no le habría permitido compartir sueño con él. «Sí, claro, ¡que pruebe a impedirme algo en mi propia casa!», se dijo. No obstante, no se libraba de la molesta sensación de que el vampiro pretendía abrirle paso hacia su mundo, hacia el vampirismo. Algo que la mujer no podía decidir si le asqueaba, despertaba su curiosidad o le desagradaba.

                «He dedicado toda mi vida a luchar contra vampiros. Siempre lo he mantenido en secreto, convencida de que nadie podría entenderlo. Claro que nunca he tenido un solo amigo de verdad. Igual que yo no me daba a la gente y que jamás me entregué a nadie, tampoco nadie se ha entregado nunca a mí». Decir que Katia añoraba una existencia compartida sería demasiado decir. Sin embargo, sí que había deseado en alguna ocasión estar con alguien o poder confiar en alguna persona. O que alguien confiase en ella. Después de lo de su madre se había acostumbrado a no esperar nada de los seres humanos, porque, si tu propia madre traiciona a tu padre, os abandona e intenta alimentarse de vosotros después, ¿qué te queda para fiarte de nadie? El que ahora un vampiro, un representante de una raza de criaturas a las que odiaba, demostrase confianza en ella, rompía todos sus esquemas. Por favor, si hasta su propio gato había confiado más en un vampiro que en ella. Y un humano podía verse seducido por el glamour, pero un gato, no. Akenatón daba su cariño porque le daba la gana.

                La mujer se tumbó mirando a Zoran. El vampiro parecía sonreír aún en su estado, como si soñase con cosas agradables, aunque -siempre según lo que él le había contado- no había sueños en el letargo, estos se producían en el lapso de tiempo que transcurría entre la fase letárgica y el despertar, desde que el sol comenzaba a declinar hasta que el vampiro finalmente despertaba. Aún así, Zoran sonreía. Y a Katia le sorprendió darse cuenta de que le encontraba atractivo. «Estoy muy cansada, no hay duda», se obligó a pensar y cerró los ojos. De haberlos tenido abiertos, hubiera visto que la sonrisa de Zoran se acentuó ligeramente cuando le rozó.

 

                Zoran sabía lo que se hacía. Katia le gustaba y él sabía que le sería muy útil. Aunque le apetecía jugar con ella en un sentido sexual, también sentía vivos deseos de hacerlo en un sentido más canalla. Que, después de todas las que ella le había hecho pasar, juzgaba que tenía sobrado derecho a ello. El hecho de haber estado pensando en ella durante los últimos diez años ininterrumpidamente nublaba parte de su juicio, y él lo sabía, aunque, aun así, la deseaba ferozmente. En parte por darse la revancha. En parte porque eso de sentirse dominado y pasar un poco de miedo, había notado que le gustaba. Desde el momento en que ella le acarició la espalda casi hasta el culo aún estando él en forma de talla, había deseado más y más de aquella caricia. Como vampiro estudioso puede que no hubiera tenido una vida sexual tan activa como los vampiros de otras castas, pero la había tenido, y sabía que el roce de la mano de Katia le había proporcionado mayores emociones que relaciones completas con otras mujeres. Quería más.

                El día es largo y, cuando estás en un armario que, por ancho que sea, no fue concebido para albergar a dos personas, en algún momento tendrás que darte la vuelta y acabarás apretándote con tu compañero. Así, no es extraño que Katia se descubriera una o dos veces casi pegada al cuerpo de Zoran. Tampoco le dio gran importancia cuando notó que él, todavía dormido pero salido ya del letargo, se daba la vuelta sobre las mantas y se acurrucaba contra ella, hasta pasarle el brazo por la cintura. El que ella no protestara, le pareció al vampiro buena señal, aunque no pasó más allá. Conscientemente. Porque, inconscientemente y sin que pudiera evitarlo, por primera vez en largos, muy largos años, notó el vampiro que su pantalón negro se quedaba estrecho para lo que había en él. No había pretendido que sucediera, pero el calor que desprendía el cuerpo de la mujer era tan agradable y producía una sensación tan dulce que la creía ya olvidada. No se movió. Sabía que, si lo hacía, Katia se daría cuenta de su estado. Sin duda lo consideraría una grosería. Tendría razón, claro, pero ¿qué podía hacer él? A pesar de su edad, era un vampiro saludable y en forma, era normal aquella reacción cuando le daban calorcito blando y suave en esa zona. Más aún si lo daba una mujer fuerte, deseable, y un poco peligrosa. Su fantasía se puso a actuar sin que él pudiera detenerla, no en vano era escritor y ferviente lector. Imaginó que Katia se volvía de golpe y le abofeteaba. Mmmh… eso le gustaría. También podía arrancarle la camisa, verse dominada a la vez por la lujuria y su incipiente Sed, así que tendría que lanzarse a morderle al tiempo que le montaba, mientras él suplicaba débilmente que por favor no le hiciera daño. Aunque sus ojos dirían que no se privase en hacérselo si ese era su capricho, claro.

                Es fácil comprender que aquellas fantasías le resultaban en extremo agradables, aunque no contribuían en absoluto a calmar su estado, sino más bien a pronunciarlo.

                «Se le está… ¿se está poniendo duro?» Katia notaba una presión contra sus nalgas, dura y caliente, que no dejaba de aumentar. La respiración del vampiro delataba que no estaba en fase letárgica, sin embargo, parecía dormido aún. Si era así, en realidad no tenía la culpa de estar así. Caray, ella no era ninguna monja clarisa, había tenido relaciones, sabía que las erecciones espontáneas eran habituales. Aún así, algo le decía que el vampiro no estaba dormido, y que, si tenía aquella trempada, no era en absoluto por reflejo, sino porque estaba pensando cositas que no debía. Curiosamente, el llegar a esa conclusión no le provocaba la reacción de rechazo que ella misma hubiera esperado como habitual. Sus reacciones podían dividirse en lo siguiente:

                1 Será guarro, chupasangres, violador, lo mato, lo mato, lo mato.

                2 Le gusto, ¿cómo puedo aprovecharme de ello?

             3 Mmmmmmh… me gusta esa calidez de su polla, debería acomodarme para tenerla justo en medio de mi culo.

                Katia era la primera sorprendida por el pensamiento número tres. Sin embargo, por raro que parezca, era el número dos el que mayor estupefacción acusaba en ella. La mujer siempre había sido agresiva, aunque no artera. Sabía que era atractiva y no tenía reparos en usar su atractivo para tratar de conseguir lo que quería, pero el pensar deliberadamente y a largo plazo en ese provecho era algo que le pillaba de nuevas. «Es el beso del vampiro» se dijo. «Aunque no sea suficiente para convertirme, sí lo es para volverme más salvaje. Más fría y calculadora.» Katia sabía que aquello era una oportunidad magnífica. Zoran podía contarle todo acerca de los vampiros, todo lo que quisiera saber sin callarse nada por prudencia o supervivencia, sólo dominándole con sexo. Gracias a un carácter semivampírico, podría derrotar a muchos de ellos. Quién sabe si darles un golpe mortal, definitivo. Zoran le había hablado del sistema de castas y de cómo los Dementia eran los peores de todos, lo más endogámicos y crueles. Su desprecio hacia la raza humana era legendario y no había casta que no los odiara. Iría a por ellos. Con la sociedad de los vampiros descabeza, privada de su casta principal, sin duda se originaría una guerra civil entre ellos, caerían a montones. «Y todo a cambio de darme un revolcón o dos con esta rata de biblioteca. Vale la pena intentarlo».

 

                Si el corazón de Zoran aún corriese el riesgo de detenerse, sin duda lo habría hecho cuando notó que Katia restregaba su trasero contra él. Primero, sólo hasta hacer encajar su erección entre sus nalgas. Enseguida para frotarse intencionadamente. La sensación de calor se vio superada por el estremecedor cosquilleo que le invadió cuando ella le dio el primer apretón entre su culo. La poderosa sensación de placer le hizo temblar como una hoja, ¡era demasiado agradable después de tanto tiempo! Un gemido suave, imposible de contener, se escapó de su pecho.

                —Así que no estás dormido, ¿eh? — si la voz de Katia fuera amenazante, lo hubiera considerado normal y simplemente hubiera sonreído. En lugar de ello, las palabras de la mujer chorreaban sensualidad caliente y pegajosa como las tortitas el jarabe; eso le sobresaltó, le puso en alerta, ¿a qué venía de golpe ese tono?

                —Katia, ¿te encuentras bien?

                —No tanto como tú dentro de nada — la mujer se volvió y le abrazó a la vez con brazos y piernas. Hizo ademán de besarle. Zoran se retiró con una sonrisa de apuro, pero firmemente.

                —Katia, ese mordisco que te di ha podido afectarte, de acuerdo, pero no tanto — asombrada ante la negativa, la mujer se lo tomó como un insulto. Su rostro se contrajo en una máscara de ira de la que ella misma no era consciente, pero el vampiro, que la tenía delante, sí —. O tal vez sí.

                —Los dos sabemos que te gusto — replicó con voz cavernosa, sedienta —. Si me obligas a rebajarme con insistencias, será mucho peor — ante los ojos asustado de Zoran, la mujer se le lanzó a la boca, pero enseguida sus labios bajaron por su cuello en un beso cálido que casi en el acto sorbió la piel y mordió. Sin sacar nada. Los dientes humanos, inmaduros, de Katia, no podían atravesar la piel del vampiro, aunque lo intentaron con suficiente pasión. Zoran ahogó un quejido, llevándose la mano al cuello. Pero sólo logró acariciar los cabellos de Katia. Esta, en medio de un gemido impaciente, agarró la camisa de su compañero y tiró de ella sin miramientos. Varios botones saltaron por el aire, sobresaltando a Akenatón, que trepó a uno de los estantes superiores del armario, pero que hicieron que Zoran creyese derretirse de ganas.

                —No… — titubeó, en medio de una sonrisa que no pudo reprimir —. Por favor, no me hagas daño.

                Katia devolvió la sonrisa. Así que eso es lo que te gusta, viejo vicioso. Perfecto. Le agarró del cuello con ambas manos y apretó ligeramente.

                —Te haré daño si se me antoja, no lo olvides — susurró. Zoran no pudo conservar los ojos abiertos, ¡era excesivo, después de tantos años! —. Pero si te portas bien y eres obediente… no garantizo nada, pero será menos probable que lo haga.

                Se lanzó a su pecho. Zoran ahogó un grito cuando sintió uno de sus pezones absorbido por una boca candente. Trató de abrazarla. En medio de un rugido, Katia le separó las manos de su cuerpo. El vampiro conservó los brazos en cruz y se dejó hacer, todo sonrisas y asentimientos de cabeza. La mujer le lamió el pecho, gimiendo, encantada con el fino vello oscuro que lo cubría. La mano derecha de la mujer se paseó a placer por el cuerpo del vampiro, hasta llegar al bulto que le hacía el pantalón. Un poderoso temblor atacó a Zoran, a la vez que una expresión de dulce abandono se abría en su rostro.

                —Piedad — gimió, las manos apretadas en sendos puños. Luchando por no abrazarla —. Ten piedad… aunque parezca más joven, en el fondo sólo soy un pobre anciano — la mujer jadeó. Aquello la excitaba también a ella y, o fingía muy bien, o no se molestaba en disimularlo.

                —Un pobre anciano vampiro — replicó ella —. Un pobre anciano asesino que se ha alimentado de mí y va a pagar por ello.

                Acarició y apretó su virilidad a través de las ropas, con fuerza, haciendo que Zoran emitiese un pequeño quejido de dolor, aunque en su cara aún permanecía la sonrisa. «Sí… úsame, domíname». El vampiro, nacido en una época muy lejana aún de cualquier liberación femenina, estaba acostumbrado a tener que ser siempre él quien llevase la voz cantante en el sexo. Jamás se había encontrado con ninguna mujer tan decidida ni agresiva como Katia, ¡le encantaba! Si, a cambio de tenerla, debía soportar algún dolor estaba dispuesto a ello.

                La mujer, aún con la boca pegada a su pecho y su cuello, le desabrochó los pantalones a la búsqueda del plato fuerte. Las caderas de Zoran se movían solas. Cuando notó la mano, algo fría, de Katia en su erección, suspiró. Él mismo le ayudó a bajarle las ropas, algo temeroso de que ella se lo impidiese de nuevo, sin embargo, Katia estaba demasiado ocupada mirando su entrepierna y desabrochando su propio pantalón como para ponerle pegas a nada. Mientras con una mano acariciaba la polla erecta del vampiro, con la otra se bajó los pantalones hasta las rodillas, lo justo para poder continuar. En el acto, le montó.

                Un hondo grito de placer nació en las entrañas del vampiro cuando su polla se deslizó hasta el fondo de un solo viaje en aquella cavidad estrecha, ardiente y apretada, que le quemó como mantequilla derretida. Se sintió flotar, le pareció que él también se fundía, ¡qué placer! ¡Aquella sensación exquisita que él casi había olvidado! ¡Era incluso mejor que Besar! Su polla era abrazada y apretada por un delicioso sinfín de curvas húmedas, de relieves acariciadores que parecían saber dónde encontrar sus puntos más vulnerables y capaces de provocar los escalofríos más irresistibles.  Sin la menor incomodidad, notó que la dulce calidez que le atenazaba y tiraba de él en palpitaciones exquisitas, era demasiado fuerte para él. El placer le vencía, no podía detenerlo, noooh… Apenas un suave empellón de sus caderas y la presa que contenía diez años de desecación y muchos más de abstinencia, se desbordó entre sus piernas en un mar de cosquillas, dentro de la irresistible rajita de Katia.

                —¿Ya? — Katia estaba poco menos que indignada. Sin embargo, Zoran se sentía demasiado exultante, demasiado feliz para preocuparse por nada. Había sido el medio minuto más agradable de los últimos cuarenta años. Con esfuerzo, el vampiro le sonrió y le mandó un besito sólo moviendo los labios.

                —Katia, mi querida leona — musitó —. Te aseguro que no es culpa mía. Cualquier ente humano o divino al que permitas acceder a tu cuerpo, al que le brindes tu pasión, te garantizo que no será capaz de aguantar tus ataques amorosos más allá de unos segundos. Eres demasiado apetecible, irradias tanta sensualidad salvaje y lo que hay entre tus piernas es tan dulce y confortable, que es inútil tratar de presentar resistencia. La única opción viable es rendirse y admitirlo. Te adoro.

                Por un segundo, Katia estuvo a punto de sonreír. Era lo más bonito que nadie en toda su vida le había dicho. Al instante, sus entrañas insatisfechas pensaron por ella.

                —¡Yo a ti no, viejo chupasangres! — se alzó de la entrepierna de Zoran, pataleando para librarse por completo de los pantalones. Un espeso goterón blanco de jugos mezclados, aún caliente, cayó sobre el vientre desnudo del vampiro. A este le pareció tremendamente atrevido, al punto que un travieso cosquilleo zumbó en su polla otra vez. Aunque no tuvo tiempo de recrearse en aquella sensación, porque Katia se sentó de nuevo, pero esta vez en su cara.

                Zoran tomó aire por la sorpresa, y le vino bien. Al momento tenía la cara hundida en un lugar que quizá otro cualquiera hubiera llamado «coño», pero al que él sólo podía referirse como «Paraíso». ¡Jamás había hecho algo así! Recordó que había leído acerca de esa práctica en algunos libros orientales o en ejemplares prohibidos de Cuentos Inmorales, sin embargo, nunca, jamás, lo había hecho ni se había atrevido a soñar algo así. ¡Qué maravilla! Su larga nariz estaba inundada del aroma cálido y salado de hembra lasciva, su boca besaba la intimidad de la mujer, sus mejillas estaban aprisionadas entre los muslos tórridos de Katia, podía notarlas húmedas de los jugos del placer que se escapaban de aquella rajita en la que jugueteaba su lengua. Y, oh, su lengua era feliz, ¡muy feliz! Chapoteaba y nadaba, exploraba aquella cueva llena de recovecos maravilloso, y cada punto provocaba un gemido distinto en Katia.

                La mujer era incapaz de explicar qué la pasaba. Sabía que había empezado ese juego con el propósito de tener a Zoran como aliado, aprovecharse de él, mas no esperaba que el sexo con el vampiro fuese tan agradable. Y menos aún esperaba que ella misma fuese a desbocarse de tal modo. Sí, ella era alegre en el sexo, era liberal, ¡pero no una fiera! Sin embargo… sin embargo, ¡no podía evitar alegrarse por serlo! La lengua de Zoran parecía un tentáculo inteligente, un animalillo travieso explorando su interior, era como si gozara tanto como ella. Katia temía que el vampiro la hubiese mentido, que sí fuese a convertirse en una criatura como él a pesar de todo y ese salvajismo fuese un síntoma… ¡hah, aunque si era así, ya no se veía capaz de renunciar a ello! ¡Era delicioso! Un placer pícaro y cosquilleante se extendía desde el fondo de su coño por todo su cuerpo, le provocaba picores en su bajo vientre, le zumbaba en las nalgas y le recorría la columna hasta encogerle el cuello y ponerle duros los pezones. La mujer no pudo resistir la quemazón que sentía en ellos; de golpe se abrió la blusa y se bajó el sostén. Sus tetas bailaron un segundo, y la mujer las apretó con fuerza.

                —¡Sigue chupando! ¡Así! — exigió. Zoran obedeció. Las manos del vampiro no resistieron más. Se pegaron primero a los muslos de su compañera, enseguida a las nalgas tibias y temblorosas. Katia rio, ¡no podía aguantar más, ya no podía! La lengua de Zoran le presionaba en un punto delicioso, una zona en la que sentía más cosquillas aún y estas eran más dulces, más intensas… Una mezcla entre grito y gemido salió de su pecho a la vez que todo su cuerpo tembló, ¡qué gusto! ¡SÍ! ¡Qué gustooo…! ¡Ah, qué deliciosa sensación de saciedad, qué dulcísimas olas de placer nacieron en la pared de su coño y se expandieron como ráfagas de calor por su cuerpo, dejándola agotada y satisfecha! Jadeó.

                ¡Mmmmmh…! Zoran rebañó con la lengua, moviéndola en círculos dentro de ella, extasiado de gozo y asombro al sentir las contracciones del orgasmo apretar su lengua y dar tironcitos de ella. En medio de los gemidos, el vampiro pensó ahora que le daba un poco de pena no haber aguantado más, ¡quería sentir esos apretoncitos tan dulces en su polla!

                Katia jadeaba, aún sentada sobre la cara de Zoran, convencida de que sus piernas no la aguantarían si intentaba levantarse. «Me da igual convertirme en vampiro, pero no pienso perder a este», se dijo. «Es un chupasangres, me ha mordido, sí, aunque a cambio no sólo va a darme mucha información. También mucho placer». Sintió su culo masajeado. Zoran le sacó la lengua con un cosquilleo delicioso, el vampiro no protestaba lo más mínimo por verse aún ahí abajo. Es más, parecía encontrarse en la gloria, gimiendo quedamente, sobándole el culo y repartiendo besitos suaves. Apenas Katia hizo ademán de levantarse, él emitió un pequeño quejido de protesta.

                —¿Estás seguro de que no me convertiré en vampiro? — preguntó ella poco después, tendida a su lado.

                —A no ser que te muerda unas cuantas veces más, no. Sin embargo — la expresión relajada de Katia se avivó —, si tú llegases a beber mi sangre, el proceso se aceleraría, se haría irreversible.

                —¿Por qué iba yo a beber tu sangre? — contestó ella, calmada otra vez. Zoran sonrió ante el gesto de repulsión de su… quizá decir compañera fuera tan excesivo como cazadora. La segunda palabra no era adecuada ya, pero tampoco lo era aún la primera.

                —Katia, eres demasiado lista como para no darte cuenta de que ha bastado un mordisquito de compasión por salvarme la vida, para convertirte en una leona implacable sedienta de sexo. Me has mordido incluso, de hecho — le recordó —. Sólo tu dentadura humana y quizás una pizca de sentido común han impedido que me hieras hasta hacerme sangrar. Cosa que he de decir que no sólo no me habría importado, sino que me habría encan…

                —Al grano, fósil pervertido.

                —Pasaré por alto eso de fósil — Zoran parecía ligeramente ofendido. En su aspecto actual, no aparentaba más de unos cuarenta y cinco o cincuenta —. Lo que quiero decir es que no ha pasado esta vez. Pero pasará — sonrió, malicioso —. Tú me morderás a mí, no podrás evitarlo, beberás mi sangre, y cuando eso ocurra… el Cambio será inevitable.

                Katia puso cara de horror. Con aquello no había contado. Su idea era seducir a Zoran, no verse seducida ella. El vampiro le acarició suavemente la cintura hasta llegar a las tetas. Allí le palmeó el pecho con ternura, como para confortarla.

                —No te preocupes. Al fin y al cabo, bastará con que controles tu lujuria y no abuses de mí.

                La mujer notó que la mano de Zoran quemaba en su pecho. Se dio cuenta de cuánta falsedad había en sus palabras. En ese momento, ella no deseaba, ANSIABA que él le apretara las tetas, le pellizcara los pezones y los retorciese sin piedad. Su sexo, un segundo antes calmado, ahora picaba en un ardor hormigueante que exigía ser saciado en el acto. Un suspiro se le escapó a la vez que retiró, con visible esfuerzo, la mano del vampiro. Zoran se rio. Primero entre dientes, y enseguida a carcajadas, sin cortarse un pelo. Katia pegó un salto y salió del armario tal como estaba, descalza y medio desnuda, con la blusa abierta, mientras Zoran no paraba de reír. Y podía hacerlo. El vampiro sabía de sobra que ella había pretendido aprovecharse de él, ¿creía que vivir más de doscientos años no daba un plus de largueza?

                Katia se sintió indignada, rabiosa, picada en lo más vivo. Le encantaba engañar a la gente, pero no soportaba que la engañada fuera ella. La risa de Zoran le escocía como sal en una herida. Recordó lo que él dijera al principio del polvo, «por favor, no me hagas daño». Que no le hiciera daño, ¿eh? ¿Que no le hiciera daño? ¡Iba a ver lo que era hacer daño!

                Zoran estaba en lo mejor de la risa cuando Katia se volvió hacia él. Con un bufido de gato, la mujer saltó de cabeza al interior del armario. El vampiro gritó por igual de asombro que de pánico. Akenatón, por su parte, decidió salir del armario con la misma velocidad.

                —¡AH! ¡Katia, no! ¡No! ¡Gatita mala! ¡Ay! Haaah… ¡au! ¡Trátame con delicadezaaaaah… ay! — Zoran mezclaba gemidos con súplicas. Katia sólo rugía y gruñía. Akenatón se acomodó en la cama, de espaldas al armario. Si alguien se hubiera fijado en él, hubiera creído ver que negaba con la cabeza. Aunque tal cosa era imposible, claro, ¿cómo iba a hacer algo así un gato?

 

 

 

                —¿Y bien? — la voz sonaba metálica, inhumana. Igual que el resto de voces que contestaban.

                —El policía del que habló está muerto. Ha obedecido.

                —Sin embargo, se ha marchado. Volvió a su casa, cogió algunas cosas y se marchó.

                —¿Y qué? — dijo de nuevo la segunda voz —. Mientras no deje pistas, puede tomar cianuro si quiere.

                —Queda ese Semen Minervae — la primera voz retomó la palabra, haciendo un sonido de desprecio que, al no poder se transcrito por la máquina que deformaba la voz, fue anunciado como «intraducible».

                —Intraducible. Un Semen Minervae solo, con diez años de retraso en todos los asuntos, y sin nadie a quien ofrecer sus servicios, ¿qué destino le queda? Se cobijará en algún desván medio en ruinas a leer sus libros, esperando pacientemente que aparezca alguien de su casta a quien poder pegarse como una garrapata. No es una amenaza.

                —¿Y qué haremos con nuestro nuevo contable? Está desecado en ese almacén sin saber qué le sucede.

                —Es pronto. Nadie va a entrar en ese almacén al menos en cinco años, ese es el contrato. Dejémosle allí al menos tres o cuatro.

                —Se volverá loco — adujo otra voz.

                —¿Acaso se volvió loco el ratón de biblioteca?

                —Él ya era un vampiro, conocía su condición, sabía qué le había sucedido.

                —Qomar también lo es ahora — insistió la primera voz —. Su mente es despiadada y cruel, nos hará ganar mucho dinero. Pero si no va a resistir ni siquiera un par de años desecado, es indudable que nos habremos equivocado con él. Se quedará oculto hasta que yo juzgue que es seguro ir a buscarlo.

                Un incómodo silencio siguió a estas palabras. Era indudable que la jefatura estaba concedida, aunque la aceptación de la misma no parecía algo consentido de buena gana. Otra voz insistió:

                —¿Y la mujer humana? ¿Por qué no investigamos sobre ella, ya que ha dejado de golpe de informar? La política de olvidarnos de los agentes sólo porque dejen de informar, no me parece…

                —Es una simple humana — interrumpió la primera voz. Las voces metálicas carecían de inflexiones para poder mostrar desdén, pero era indudable que, de haber podido, lo habría marcado —. Ella, y el resto de agentes humanos, están sujetos al tiempo, a la enfermedad, al agotamiento, a la muerte. ¿Por qué gastar nuestros valiosos recursos en ocuparnos de qué puede haberle pasado a una criatura tan inferior? ¿Acaso la serpiente se preocupa de lo que le suceda a una babosa? — Otra voz intentó añadir algo más, y la primera le cortó —. Nos sirvió hasta ese momento. Ahora ya no lo hace. Lo más probable es que nuestra decisión de matar al policía la haya asqueado, y a la vez tenga miedo de lo que pueda sucederle a consecuencia del Pacto de sangre, y ha preferido quitarse de en medio ella misma. Decreto que no volveremos a ocuparnos de ella.

                El resto de voces metálicas mostraron su acuerdo.

                —Somos una casta pequeña aún — siguió hablando el primero —. Nuestros propios familiares nos dieron la espalda. Nos dijeron que éramos débiles, que no éramos dignos, que éramos prescindibles. Que éramos el precio que se podía pagar, y nos dieron de lado o nos dejaron morir. ¿Cuál va a ser nuestra respuesta?

                —¡Volver más fuertes! ¡Y someterles! — el coro fue unánime y la potencia, aumentada.

                —¿Quiénes somos para conseguirlo?

                —¡Viperae Digitalis! — corearon. Luego cortaron la comunicación. El dueño de la primera voz, en su refugio, comprobó que todos habían salido antes de permitirse una sonrisa. Aquellos pobres ineptos estaban llenos de rencor porque mamá les había negado un coágulo más, o porque una chica se había reído de ellos y mandado a tomar vientos. Sólo un par de ellos merecían realmente la pena, pero todos tenían ganas de hacer sus propias reglas, y eso le bastaba. Si alguien sabía lo que era sufrir, morir mordido por ratas y calcinado por el sol, era él. Si alguien sabía lo que era que su propia madre se hubiera rebajado y él pagase por sus faltas, era él. Si alguien sabía lo que era ser dado de lado por tu propia casta y traicionado por su madre, era él. Se había pasado muchos años convertido en cenizas, en la repisa de la chimenea de uno de los jefes de su antigua casta, sin que nadie se preocupara por investigar su muerte, sin que nadie hiciera preguntas, siendo despreciado y ninguneado. Ahora iba a tener su venganza.

               

               

 



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