El sonido del metal al hundirse de golpe en la carne hasta atravesarla de parte a parte no es sencillo de olvidar. Una vez...

0 Comments

 


                El sonido del metal al hundirse de golpe en la carne hasta atravesarla de parte a parte no es sencillo de olvidar. Una vez oído parece quedarse dentro de las orejas como un parásito, agarrado allí donde sabe que causa dolor. Athan podía reconocerlo en cualquier parte, aún en medio de una tormenta, como ahora. Lo escuchó y un músculo de su cara se tensó ligeramente, como un amago de sonrisa que no llegó a surgir. A fin de cuentas, había que guardar las apariencias. Aquel sonido significaba que su esposa acababa de morir.

                «El fuerte prevalece y sólo él merece vivir», rezaba el credo de los Dementia. Si eran la casta dominante, los números uno entre los vampiros, no había sido por demostrar jamás piedad, sino por vivir siempre tomando, matando, violando, mutilando y humillando. Mediante un golpe de suerte o de estado, cualquiera puede llegar al primer lugar, pero conservarlo ya es otra cosa muy diferente. Para ello sólo cabe una estrategia: ser más salvaje, más temible, más brutal… que cualquiera de tus rivales o que todos ellos juntos. Sólo si te temen lo suficiente no te atacarán. Y el único modo de conseguir ese miedo, es estar dispuesto a torturar y matar no sólo a aquellos que consideras rivales, sino también a aquellos que deberían ser aliados, como a tus propios familiares. A aquellos a quienes simplemente se les ocurra pensar en ir a por ti. Matanzas preventivas. O venganzas ampliadas, esas eran las verdaderas herramientas del poder. Athan lo había aprendido antes de saber escribir su propio nombre, y puesto en práctica apenas en su adolescencia, cuando mató al marido de su hermana. Ya estaba fecundada y su marido no era un Dementia, así que, ¿por qué debería seguir ensuciando el nombre de la casta con su inmunda presencia? Ni siquiera se tomó la molestia de hablarlo con su hermana, si ella no tenía redaños para matarlo por sí misma, lo haría él. Para eso era el hijo varón y, por lo tanto, el heredero legítimo de la Casta, aunque fuera menor. Le atravesó el pecho con una de las puntiagudas barras de hierro que remataban la verja del jardín. Fue la primera vez que escuchó aquel sonido y todo lo que le rodeaba; el aliento cortándose, los pulmones silbando en un vano intento por llenarse, y al fin el corazón al detenerse para siempre. Con cierto humor, no pudo evitar pensar en lo fácil que había resultado. Mucho más de lo que fue lidiar con su hermana más tarde.

                Nunca era un poco imbécil y lloró durante más tiempo del necesario, lamentándose sin cesar durante varias noches. Al fin, casi una semana más tarde, cuando Athan se dirigía a su ataúd, encontró en él a su hermana Nunca, vestida sólo con el camisón. «Me has matado a mi hombre», susurró. Dejó caer una pierna por el borde del ataúd y dejó ver que no llevaba bragas. «¿Cómo piensas compensarme?». El joven se apartó los cabellos rubios, casi plateados, con un veloz movimiento y de inmediato hundió la cara entre los muslos de su hermana mayor. Una vez más se cumplía uno de los dichos más antiguos de la familia: «Sólo un Dementia puede amar a otro Dementia».

                Por lo que ahora Athan acababa de oír, su hija Alezeya acababa de hacer algo similar a lo que hiciera él con su cuñado, pero ella con su propia madre. A juzgar por el débil grito, su mujer debía estar ya casi muerta cuando la joven la tiró del tejado y cayó en la verja, donde se empaló con la reja, sólo así se explicaba que no hubiera volado. Los vampiros de otras castas no sabían comprender a los Dementia. Creían que podían darles cariño, que podían serles útiles y ganarse de ese modo su lealtad. Pero los Dementia sólo valoran la crueldad y la fuerza, así que sólo querrán a su lado a alguien fuerte y despiadado. La ternura es para consolar a los perdedores. Su mujer no lo había comprendido. Él la había ignorado y se había separado de ella después, llevándose a la niña que, claro está, era suya. Todo aquello en lo que colaborase un Dementia, pertenecía a los Dementia.

                Dos noches antes, su mujer se había presentado allí, diciendo que quería conocer a su hija. Bueno, pues no sólo la había conocido, sino que había tenido el honor de ser la primera muerte (los humanos no se contaban) de Alezeya.

                La puerta del salón crujió levemente cuando alguien la abrió. Athan se volvió. Como él esperaba, era Alezeya. Una chiquilla radiante de unos veinte años, aunque aún seguía conservando el aspecto aniñado e infantil que tan astuto era tomar para las vampiresas. Nada amenazador, todo inocencia: rubia, de carita de porcelana, formas pequeñas y corta estatura. Hasta que uno miraba atentamente a aquellos ojos candorosos en los que se escondía el depredador, aunque para entonces ya era demasiado tarde.

                —Padre —sonrió, con las manos a la espalda—. Acabo de matar a mamá.

                Athan asintió y la llamó con los dedos. La vampiresa acudió dando saltitos. Su padre la agarró del cuello y apretó. Le hacía daño, él lo sabía, pero a los ojos de la pretendida adolescente afloró una mirada de lascivia tal que hubiera asqueado a muchos. Athan no estaba entre ellos.

                —Me has quitado a mi hembra —susurró—. ¿Cómo vas a compensarme?

                Antes de terminar de hablar, Alezeya ya le había echado mano al pantalón. Iba a ser su primera experiencia sexual completa, antes ya se había masturbado y había jugado con sus hermanastras y algún sirviente, pero su flor era para este momento. Para su padre, como debía ser. Nadie le daría mayor ni más completo placer que él, porque nadie la conocería ni comprendería como él. «Sólo un Dementia puede amar a otro Dementia».

 

En la actualidad.

                La mano arrugada, avejentada, del anciano, movió unos dedos ligeramente temblorosos, de uñas afiladas como garras y con cutículas crecidas hasta la mitad de las mismas. Con algún esfuerzo, alcanzó la copa de cristal. Esta, fina como un papel, contenía un curioso líquido de color entre rojo y morado oscuro, que brillaba y bailaba ligero en la copa, como si se tratara de agua. Sin duda alguna, tan fino líquido hubiera deseado ser llevado a una boquita de coral igualmente bella y delicada pero, como rara vez se ven cumplidos nuestros deseos, en su lugar fue conducida a unas fauces groseras y horrendas, de piel amarillenta salpicada de manchas de un color marronáceo sucio, reseca, surcada de arrugas amargas, labios inexistentes y por cuyas comisuras se escapaba de cuando en cuando una baba un tanto gris. Electra permaneció impasible ante el grotesco espectáculo. Zara no pudo evitar, en cambio, que un músculo de su cara temblase, presa del asco que sentía, e hizo lo posible por fijar la vista en la pechera y no en la cara de su padre.

                Desde la sentencia de Alezeya, Athan había decidido envejecer. Por cuestiones de luto, decía. Por respeto a la hija mayor que -todo el mundo lo sabía, y si no, ya se encargaba él de hacerlo saber- había sido la mejor y más meritoria de sus tres hijas.

                Mierdas.

                Zara y Electra sabían que Alezeya había sido la primogénita, la única nacida de matrimonio y no de seducción o rapto (y por lo tanto, legítima. No como ellas). Puede que hubiese sido el ojito derecho de Athan, salvaje, cruel, vengativa, avarienta… pero había dio a rebajarse nada menos que haciéndole una mamada a un miserable Chupacabras. Aquello había provocado no sólo su propia caída en desgracia, sino también la de su hijo Borja. El muchacho, el joven y atractivo nieto de Athan, tan prometedor, había sido públicamente humillado por las acciones de su madre (humillación más que merecida, pensaban Zara y Electra. Su madre había tenido la poquísima vergüenza de tratarse la lefa de un asqueroso paria y después, dar de mamar a su hijo con lo regurgitado. Lo raro es que Borja no se hubiese quedado ciego, canijo, o gilipollas). El líder de los Dementia ordenó entonces matar a aquel Chupacabras, aunque su nieto, deshonrado o no, había desaparecido. Cuando los cazadores que mandó en su busca volvieron con una urna de cenizas asegurando que eran del Chupacabras, Athan sabía ya que no era así. Que era Borja el que yacía pulverizado en el frasco. Sin embargo, decidió creérselo. En realidad era lo mejor.

                Sí, lo era. Alezeya estaba desterrada y, si sabía lo que le convenía, no volvería a ponerse delante de él, al menos hasta dentro de mucho tiempo. Borja, salpicado por la deshonra, no llegaría jamás a convertirse en líder de la casta; apenas lo hiciera efectivo, todos sus primos y aún los Mars Amantis (el brazo armado de los Dementia, siempre deseos de servir, siempre envidiando y convencidos de que ellos debían ser la primera casta) se le echarían encima y el chaval no duraría ni dos días. Era preferible que permaneciese en el olvido un tiempo y, ¿qué mejor escondite que convertido en cenizas y guardado en una urna? De todas maneras, había sido su estúpida presunción con aquella chiquilla medio Chupacabras lo que había causado que se removiera otra vez todo aquel jaleo. Así aprendería a tener la sesera y los pantalones en su sitio. Claro está que aquella decisión no habría sido del agrado del chico, pero, ¿qué más daba? A él, incinerado, nadie iba a pedirle su opinión. La urna estaba en los aposentos privados de Athan, dentro de la caja fuerte, y allí sólo podía oírle él. De momento. Ya era hora de que las cosas empezaran a cambiar y Borja se hiciera un hombre por sí mismo.

                —Zara. Electra —la voz del líder de los Dementia era ronca y arrastrada, tan seca que a veces costaba trabajo entenderle —. Quiero que sepáis que habéis sido una decepción tan horrible para mí como lo fue vuestra hermana. Aunque ella, al menos, me dio unos cuantos años de orgullo. Vosotras, ni un solo día.

                —Padre, ¿qué hemos hecho tan mal para que nos trates así? —se lamentó Zara— ¡Nunca hemos dado motivo de escándalo, siempre te hemos obedecido!

                —Los perros también saben obedecer, y no me enorgullecería tener a perros por hijos. Nunca habéis tenido iniciativa, ni siquiera habéis dado un hijo a la casta.

                —No me gustan los hombres —arguyó Electra con voz hastiada, como quien está harto de explicar lo mismo una y otra vez.

                —No te pido que te gusten, sólo que cierres los ojos y abras las piernas, ¿tan difícil es? —el viejo sonrió de forma desagradable—. Antes parecía gustarte.

                Electra apretó el puño y su cara se contrajo en una tensión tan feroz que las venas del cuello parecieron a punto de reventarle. Su padre, pese a su aspecto avejentado, era más fuerte que ella, aunque no era eso lo que la frenaba, sino el saber que perdería para siempre su lugar en la casta si lo mataba delante de testigos.

                —Si mi señor padre desea un heredero, yo me quedaré en estado antes de un mes —prometió Zara con expresión ambiciosa. Jamás había deseado ser madre, pero si el traer una larva al mundo iba a granjearle el favor de su padre y a procurarle un puesto más elevado en la casta, estaba dispuesta a dejarse preñar de quintillizos si hacía falta.

                —No deseo un heredero, tengo ya uno. No te confundas, no te convertirás jamás en la madre del nuevo líder de la casta. Pero podrías darle un consejero. O un coñito para jugar —las vampiresas se miraron, confusas. Por un momento les invadió una cruel esperanza. ¿Y si padre, por el capricho de dejarse envejecer, se había vuelto loco y ya no era apto para dirigir la casta? Ellas, en tanto que mujeres, no podían hacerlo tampoco, pero podían mantener su locura en secreto hasta que tuvieran un hijo del que ser regentes. El anciano sonrió—. No pongáis esas caras de ansia, parecéis dos putas con una polla a medio palmo de las narices. Sé lo que estáis pensando y no, no me fallan las ideas. Borja sigue vivo. Sólo está cremado. Y ahora le voy a despertar.

                —Padre… pensad que ese chico nos cubrió de oprobio, ¿creéis prudente…? —Zara titubeó. Electra fue más directa.

                —¡Ese gilipollas endiosado es indigno de ser un Dementia, menos aún de optar a la sucesión! —gritó— ¡Demostró que no valía ni un escupitajo cuando se dejó derrotar por un Chupacabras después de liarse con una asquerosa mestiza! ¡Despiértalo y yo misma lo mataré delante de ti!

                El viejo lanzó la garra con la velocidad de una víbora. Electra ahogó un grito, pero el zarpazo ni la rozó. Para su sorpresa, la garra se hundió entre las piernas de su hermana.

                —¡Padre… me hacéis daño! —Zara protestó en un quejido no exento de lujuria. Los dedos, de uñas afiladas, de su padre, atravesaron su fino vestido hasta hundirse en la carne húmeda. Electra miró a su padre sin comprender.

                —Tú no me servirías, Electra. No estás menstruando —explicó su padre. El rostro pálido de la vampiresa fue ahora el que tembló ligeramente. Athan movió su mano con rapidez, brutalmente, dentro del cuerpo de Zara. Esta gritó, aunque al cabo gimió y se dejó llevar. Como decía su padre, cerró los ojos y abrió las piernas. Lo detestaba y tenía una figura horrenda, grotesca, pero, ¡ah, qué bien sabía dar placer! ¡Qué forma tan exquisita de destrozarla con las embestidas de su mano! Sus gemidos cambiaron de nuevo, esta vez a gritos de pasión, mientras sus manos se crispaban en los hombros del anciano. Las olas de gusto le hacían temblar las piernas y la bañaban en goces maravillosos, ¡ningún vampiro era capaz de encenderla así! ¡Ninguno!

                El sonido de chapoteo se hacía más grotesco conforme el viejo aumentaba la velocidad de su mano, sus dedos taladrando sin compasión el coño de su propia hija. Zara echó hacia atrás la cabeza, los ojos abiertos, pero vacíos, totalmente en blanco. Tiritó, su voz convertida en un tartamudeo estúpido, su sonrisa embobada y babeante. Gritó. Un grito borracho de placer, ebrio de alegría, a la vez que un delicioso golpe eléctrico la estremecía de pies a cabeza. Una ola de fuego abrasador la golpeaba una y otra vez hasta dejarla satisfecha. Sudada, temblorosa e incapaz de articular palabra, sólo de emitir gemidos temblorosos, cayó al suelo en medio de un espeso cuajarón de sangre menstruas que se había deslizado entre sus piernas y que empapaba su delicado vestido, convertido en un harapo.

                Su padre apenas la miró, sólo comprobó que tenía la mano empapada en sangre y flujos hasta la muñeca, de donde le goteaba y se escurría por el interior del traje. Electra estaba tan asqueada que apenas pudo reaccionar. Nunca había sentido una gran simpatía hacia Zara, pero ahora directamente la despreciaba, ¡qué manera de perder el control por el coño! ¡Qué asco le daba! La vampiresa más joven seguía tirada en el suelo, temblando, sonriendo con la lengua fuera y balbuciendo como una imbécil: «Máz… máz…»

                Athan se encerró en su alcoba y se dirigió a la caja fuerte con la mano izquierda, que era la limpia. La abrió. Frente a sí tenía la urna de mármol negro en la que había ocultado a su heredero. Habían pasado ya cerca de diez años desde todo aquello. Para los vampiros, esa cantidad de tiempo no era excesiva, no bastaría para que hubieran olvidado el escándalo, pero sí para que nadie esperara que Borja pudiera regresar.

                —¡Padre! —la voz de Electra sonó en la antecámara, a la vez que la vampiresa luchaba contra la puerta, la aporreaba e intentaba entrar —¡No lo resucites! ¿Me oyes? ¡Lo mataré si lo haces! ¡Ese niñato no pasará sobre mí! ¡Tendrás una guerra civil si le vuelves a la vida!

                Qué estúpida. Tantos años, y todavía no le conocía. El anciano puso la urna en el suelo. Con gesto ceremonioso, la destapó. Dirigió su mano al interior… pero antes, dio un intenso lametón a la sangre que le empapaba la palma. A continuación, hundió la mano en las cenizas hasta la muñeca.

 

                —¡Tú, ayúdame de alguna manera, zorra estúpida! —gritó Electra a su hermana. Zara, había logrado incorporarse, aunque aún seguía sentada en el suelo sobre un charco de sangre y flujo, algo avergonzada. Pero satisfecha. Mientras su hermana mayor se despellejaba los nudillos dando puñetazos a la puerta, ella sería la artífice del regreso del heredero gracias a su sangre. Casi como ser su segunda madre. Ya se encargaría ella de que ni Borja, ni Padre, lo olvidaran. —¡Padre, escúchame! ¡No puedes hacerle esto a la casta, no puedes dejar que la herede un niñato imbécil! ¡Pa…!

                El grito de Electra murió en su garganta cuando la puerta se abrió y por ella se asomó Athan. Joven. No tanto como ellas, pero había perdido todo su aspecto avejentado. Sus cabellos eran de nuevo rubio plateados, abundantes y llenos de brillo. Sus ojos azules habían vuelto a la vida. Todo su cuerpo parecía de nuevo fuerte y vigoroso, como cuando compartía la casta y la cama con Alezeya.

                —Electra, estoy harto de decirte que no me gusta que te comportes como una rabalera. No es propio de una señorita Dementia andar gritando ni golpeando puertas.

                —¿Dónde está? ¿Qué has hecho con él, dónde le has escondido? —Athan no movió un músculo ni amenazó a su hija de ningún modo. Sólo la miró. Y Electra retrocedió un paso, agachando levemente la cabeza.

                —Eso es algo que no debe importaros. Vuestra posición no ha cambiado. Borja no está aquí, pero está. Recuperará su puesto cuando esté preparado. Ni un segundo más tarde, pero tampoco un segundo antes. Podéis iros —Zara quiso decir algo, dejar bien sentado que su posición sí debería cambiar, sin su sangre no… pero Athan recalcó—. Podéis iros.

                Cuando padre repetía «podéis iros» en realidad quería decir «aprovechad que os permito que os marchéis ahora. Si he de decirlo una tercera vez, vais a lamentarlo», de modo que Electra salió de allí y Zara gateó hasta que logró levantarse y abandonar la antecámara de su padre.



You may also like

No hay comentarios: