-…Pidamos pues a Nuestro Señor que acoja en su seno el alma de nuestro hermano… - decía el sacerdote. Pero las dos, apenas lo oíamos...

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-…Pidamos pues a Nuestro Señor que acoja en su seno el alma de nuestro hermano… - decía el sacerdote. Pero las dos, apenas lo oíamos. Yo tenía veinticuatro años, mi hija apenas cinco, pero las dos ya sabíamos lo que era el dolor. Mi esposo acababa de morir. Me había casado muy joven, con diecinueve años, y embarazada de ella. No me había importado, Gerardo y yo éramos poco más que niños, pero nos queríamos, éramos felices… es cierto, él era un soñador con muchas mariposas en la cabeza. Siempre estaba convencido de que iba a encontrar el golpe de suerte que nos haría ricos, dejaríamos nuestro miserable cuartito realquilado y viviríamos como marqueses… pero mientras llegaba ese golpe de suerte, había que pagar el alquiler todos los meses, y la comida, y pañales. Gerardo nunca dejó de buscar, de estudiar, de intentar… pero nunca logró nada. Finalmente, harto de que sus sueños nunca cuajasen, se había suicidado. Aún no podía creerlo. No me hacía a la idea de que mi amor, se había esfumado. Mi pequeña hija, Gloria, al principio no dejó de preguntarme por qué se había ido papá. Dónde se había ido, cuándo volvería… tuve que explicarle que papá se había ido para siempre, que nos seguía queriendo, pero que cuando uno se moría, se iba para no volver… No le era fácil entenderlo, y hacía ya tres días que no hablaba. En su carita redonda, enmarcada por rizos rubios, como los míos, sólo había indiferencia. 

Ahí estábamos las dos, con ropa vieja teñida de negro, escuchando al cura, que decía sentirlo mucho. Una parte de mí se lo agradecía, otra estaba hastiada y asqueada de aquello. ¿Cómo lo iba a sentir, si ni lo conocía? ¿De qué me servía a mí su pésame, que me quedaba sola en el mundo, con una criatura, sin ninguna familia de quien tirar para poder salir adelante? ¿Cómo me las iba a apañar para atenderla y alimentarla? Hasta ahora, desde luego que había trabajado, era gracias a mi escaso sueldo y mis horas extras que vivíamos los tres, pero podía confiar en Gerardo para cuidar de ella… ahora, ¿quién la iba a cuidar mientras yo estuviera fuera desde las seis de la mañana a las ocho de la tarde? Eso, era lo que me importaba, no que Gerardo hubiera sido un chico excelente que se había ido demasiado pronto, eso ya lo sabía yo, no hacía falta que nadie me lo recordara… 

De pronto, una mano ancha y áspera, pero cálida, se posó en mi hombro, y me volví. Era Gualterio, mi suegro, y respingué del susto. Aquél hombre me odiaba. Yo le conocía desde los doce años, y, aunque en mi romántica mente adolescente yo había estado coladita por él, conforme fui creciendo, me enamoré de su hijo y él me despreciaba porque Gerardo había renunciado a la universidad por mí. Cuando me quedé en estado, abandonó los estudios para casarse conmigo "y mantenerme", aunque fuese yo quien lo mantuviese a él. Según mi suegro, su hijo podría haber sido abogado, o médico, o notario, de no haberme cruzado yo en su camino, así me lo había dicho a la cara en más de una ocasión. Por un lado, me chocaba verle allí y que se dirigiese a mí, por otro lado, yo sabía que aquél caro entierro salía de sus bolsillos… en cierta manera, era yo la que sobraba allí, según su modo de ver, pero no iba a dejar de asistir al entierro de mi esposo, por mucho que corriera a cargo de alguien que me detestaba. Por eso, me sorprendió su reacción. 

-Hola, Consuelo. – susurró. Y entonces, comprendí. Puede ser que yo no le cayese bien, pero si él había perdido a su hijo, yo había perdido a mi esposo, y mi hija, a su padre. Nos unía el mismo dolor. Gualterio era un hombre un poco anticuado, para él, ciertas cosas eran sagradas… no soportaba que nadie dijese tacos en la mesa, o las discusiones en Navidades, por ejemplo, y menos aún, en el funeral de un ser querido. Mientras éste durase, no diría una palabra contra mí. Se quedó de pie, junto a mí y mi hija. Tanteó con la mano, buscando la de la niña, y ella se la ofreció. Gloria conocía a su abuelo, y le quería, su padre solía llevarla a verle con frecuencia… puede que yo no le cayese bien, pero, paradójicamente, el fruto de mi embarazo, era la debilidad de su viejo corazón de piedra. 

Durante el oficio, intenté retener las lágrimas como buenamente pude, no quería que Gualterio me viera llorar… pero cuando bajaron el féretro al interior de la tierra, vi lágrimas deslizarse por sus mejillas, y ya no pude aguantar más. Me llevé la mano a los ojos y mis hombros se convulsionaron, y sólo pude tratar de no gemir en voz alta. Una vez más, la mano de mi suegro se posó en mi hombro. Me sentía tan miserablemente mal, que quise volver la cara y gritarle que se guardase su compasión, que no la necesitaba, no necesitaba nada suyo… pero la tristeza fue más fuerte, un sollozo mal contenido me quemó el pecho y prácticamente me dejé caer entre sus brazos paternales, que me apretaron. "Maldito viejo cabezota…" pensaba una parte de mí, "¿porqué nunca fuiste capaz de dar tu brazo a torcer conmigo? Si… si hubieras demostrado un poco de cariño hacia mí, sólo un poquito, quizá… quizás ahora Gerardo estaría vivo". 

Quizá Gualterio lo sabía, quizá era precisamente eso lo que se reprochaba, pero sin duda tenía que sentirse muy mal para abrazarme, o para consentir que yo lo abrazase. Fuera como fuese, al fin el oficio terminó. La chica de pompas fúnebres, una chica aún más joven que yo, apenas nos miró cuando se acercó a nosotros y murmuró algo como "mstidopésame". Parecía aburrida, asqueada de aquello. Se notaba que nuestro dolor le importaba un pimiento… y curiosamente, eso me hizo sentirme un poco mejor. Estaba harta de apariencias y de falsedades… la policía, los médicos, el sacerdote, todo el mundo diciéndome que lo sentían mucho, cuando yo sabía que les daba exactamente igual, porque ni le conocieron, ni le quisieron, ni le nada…. Di a las gracias a la joven con tanta sinceridad, que pareció sorprendida por un momento, pero enseguida se marchó con su rostro vacío de expresión. Parecía que ella también estuviera muerta. Muerta como yo, muertas por dentro. 

-¿Qué vais a hacer ahora, tú y la niña? – la voz de mi suegro, grave y pesada, me sacó de mis pensamientos. Gualterio me miraba desde sus ojos pequeños y oscuros, su narizota de pepino y su bigotón negro, a ambos lados de unos mofletes de perro pachón, que le daban aspecto de ir a morder de un momento a otro, pero que hoy, le hacían parecer un simple hombre abatido. 

-…Salir adelante. – quizá quedase algo pomposo, pero fue lo primero que me salió de la boca, ¿qué esperaba que fuésemos a hacer…? La dejaría en el colegio mientras yo trabajaba, por más que supiese que las horas de guardería, durante tanto tiempo, se comerían todo mi sueldo. O tal vez podría dejarle las llaves y que volviese sola del colegio, y dejarla en guardería sólo por la mañana… es cierto que Gloria sólo tenía cinco años, pero ya era bastante mayor para saber usar una llave, y sabía que no tenía que acercarse al fuego, ni jugar con cuchillos… 

-¿Porqué no venís a mi casa… las dos? Hasta que os arregléis. 

-¿Qué? – el ofrecimiento me pescó tan de sorpresa, que me puse a la defensiva. – Gualterio… no te voy a dar a mi hija. Sé que tienes dinero, sé que contigo tendría mejor futuro y todo lo que me quieras contar… pero es mi hija, y no voy a consentir que me separes de ella.

-Las dos. – recalcó. 

-¿Porqué?

-Consuelo… mi hijo, ha muerto. – le tembló ligeramente la voz, pero se recompuso enseguida – Se quitó la vida porque se sentía un inútil que no era capaz de sacar adelante a su mujer y a su hija. Si su último anhelo fue procuraros una vida mejor, yo quiero que al menos, tenga paz en eso. – Le miré con desconfianza. No me creía que Gualterio fuese a cambiar así, de golpe y porrazo, sus sentimientos hacia mí. Miró hacia mi hija y se agachó frente a ella. - ¿Estás enfadada, verdad? 

Gloria, que llevaba tres días sin hablar, que no había vertido una sola lágrima, y que cuando intentabas decirle algo desviaba la mirada, por primera vez desde la muerte de su padre, miró a los ojos a una persona. La pregunta pareció sorprenderla. Y sus enormes ojos azules se humedecieron cuando asintió con la cabeza. 

-No estás triste porque se haya ido papá. Estás enfadada con papá, porque se ha ido. – las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de mi hija, y yo misma me encontré asombrada. Ese pedazo de ladrillo que tenía por suegro, había comprendido el corazón de mi hija mejor que yo misma. – Gloria, cielo… papá se ha marchado, porque se ha muerto. Y esto es algo que debes entender: todos nos tenemos que morir algún día. Sería más justo que se muriese la gente mala primero, pero eso no se puede controlar. Papá no va a volver, y yo estoy triste, mamá está triste, tú estás triste… y todos estamos enfadados porque nos hemos quedado sin una persona a la que queremos mucho. Pero el que papá se haya ido, no significa que no nos quisiera. Es sólo, que era su hora… Puedes seguir enfadada, y sin hablar durante todo el tiempo que quieras. En serio, puedes. O puedes admitir que estás triste, como mamá y yo, llorar un rato, y luego recordar los buenos momentos que tuviste con papá, y seguir adelante…. Porque, por mucho rato que estés enfadada, eso no va a servir para que papá vuelva. Nada puede hacer que papá vuelva, cielo. Ni que estés enfadada, ni que te enrabietes, ni que seas muy buena, papá no va a volver… pero mamá está aquí, contigo. Y yo estoy aquí contigo. Y queremos que tú también estés con nosotros, porque nosotros también estamos tristes, y necesitamos que nos quieras… 

Si a mí me lo hubieran dicho, hubiera podido pensar que era ridículo decirle algo así a una criatura de cinco años… pero Gloria se echó a llorar a berridos desconsolados y se abrazó a Gualterio, llamándole "abuelito" entre sollozos y babeándole la chaqueta. Mi suegro la tomó en brazos y la levantó, arrullándola. Yo tuve que acordarme de cerrar la boca, porque la tenía abierta. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que el viejo corazón de piedra, tuviera tanta mano con los niños, y conociera tan bien a mi hija. Es obvio que, mientras yo trabajaba, él pasaba muchas horas con ella, y sabía tratarla. Yo sólo sabía que era una niña callada, apenas la veía unos pocos minutos al día, antes de acostarla…

-Gracias. – susurré. Gualterio sonrió con tristeza.

-No es la primera vez que consuelo a un niño por algo así. – y era cierto. Mi marido había perdido a su madre, poco más o menos con la misma edad con la que mi hija perdía a su padre. Después de aquello, pensé que… bueno, se trataba del bienestar de mi hija. Bien podía tragarme el orgullo e ir a su casa, como bien decía, "hasta que nos arreglásemos". 


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La casa de Gualterio era amplia, bonita, de dos pisos, seis habitaciones, y el desván, gran jardín, piscina… pero terriblemente desordenada. Desde que se quedara viudo, la casa no se enfrentaba a una limpieza en condiciones, sólo a "lavados de cara" más o menos regulares. Mi suegro, ya he dicho que tenía ideas anticuadas, y la concepción de la limpieza, pertenecía a ellas: cosas como lavar, fregar u ordenar, eran tareas que él consideraba femeninas y por lo tanto, no las hacía. Tres veces por semana le venía una mujer a limpiar y ocuparse de las coladas, y con frecuencia, cocinaba algo o hacía algún pastel. Que yo supiera, le pagaba bien… pero aún así, no habría dinero en el mundo para pagar el echar cara a semejante desorden. Era fin de semana, no vendría hasta el día siguiente, y la casa acusaba el haber tenido a Gualterio suelto durante dos días: una enorme pila de cacharros en la cocina, el lavaplatos repleto y abierto, sándwiches a medio comer en la encimera, ceniceros llenos de colillas, ropa desparramada, manchas de café en el suelo, migajas por todas partes, cojines tirados… se me cayó el alma a los pies. Parecía que hubiera pasado un ejército entero por aquélla casa, y no pude evitar pensar en nuestro cuartito realquilado… Gerardo era igual que su padre, incapaz de recoger nada, y yo tenía que hacer malabares para que todo estuviese más o menos presentable. Aquello era nuestro cuarto, elevando a la enésima potencia. 

-Disculpad el desorden. – dijo mi suegro al entrar. – Es fin de semana, mañana vendrá la asistenta.- Instintivamente, quise ir a la cocina y ponerme a fregar para cocinar algo, pero mi suegro me frenó - ¿Qué haces? Estaría bueno que te pusieses a limpiar un día… como hoy. Pediremos comida. 

Y así fue, pidió pollo asado a domicilio, con patatas, y medio despejó el salón para comer en él. En un principio, no pensaba poner ni servilletas, acostumbrado como está a limpiarse con lo primero que pesca a mano, sean los mantelitos de ganchillo que adornan el sofá, sea la manga de la camisa, o hasta una cortina, pero yo fui detrás de él, busqué papel de cocina y corté porciones, disponiéndolas en montoncitos, uno para cada uno. Comimos casi sin hablar, cada uno mirando al frente, perdidos en nuestros propios pensamientos… Gualterio se acercó el vaso de agua a la boca y se la llenó de agua para beber, un hilillo de agua le cayó de la comisura de la boca, y a mí se me escapó una sonrisa: Gerardo solía también hacer eso, no podía beber a sorbos, tenía que llenarse la boca entera. Y entonces mi hija se empezó a reír. Reía a carcajadas, y mientras reía, se echó a llorar. Reía y lloraba al mismo tiempo, mi suegro le preguntó qué le pasaba, y entre las carcajadas y los sollozos, logré entender de qué se acordaba… no hacía mucho, el verano pasado, su padre, harto de oírla quejarse del calor, se había llenado la boca de agua, y luego se había apretado de golpe las mejillas, con los puños, para soltar el agua como un aspersor y salpicarla. Yo misma empecé a reír mientras las lágrimas se me caían de los ojos e intentaba explicarle aquello a Gualterio, quien también se echó a reír, llevándose los dedos índice y pulgar a los ojos, para que no le viéramos llorar... y acabamos los tres abrazados en el sofá, contándonos cosas de Gerardo, riendo cada vez más, y llorando de vez en cuando. 

A partir de aquél momento, empezamos a hablar. La barrera pareció haberse roto, ya todos nos habíamos visto llorar, todos nos habíamos enfrentado a la idea de lo que había sucedido, y la tarde fue mucho más cómoda. Hablamos, mi hija jugó en el salón donde estábamos, e incluso jugamos los tres al parchís, hasta que Gloria tuvo que acostarse, a eso de las ocho. A pesar de saber que habían sido días agotadores para ella, ya el viernes había faltado al colegio, yo quería que mañana acudiese ya sin falta; era bueno para ella retomar sus rutinas lo antes posible, y Gualterio se mostró de acuerdo también.

-Mamá, ¿vamos a quedarnos aquí, en casa de Granpá? – mi hija, muy a menudo llamaba así a su abuelo, la palabreja se la había enseñado Gerardo, quien decía enseñarle inglés. 

-Pues… no lo sé, cielo. – mi suegro estaba delante, ayudándome a ponerle el pijama, y no me parecía bien contestar ni sí, ni no. 

-De momento, os vais a quedar unos días – intervino él. 

-Yo me quiero quedar aquí, mami… me quiero quedar siempre aquí, no quiero que nos marchemos… Granpá está solo… 

-No pienses en eso ahora, Gloria. Anda, procura pensar en cosas bonitas, y duérmete. – arropé a Gloria y le besé la frente, y Gualterio hizo lo propio. Mi hija le tomó de las manos y las juntó entre las suyas, cerrando los ojos. 

-¿Podemos rezar por papá? – preguntó Gloria con una vocecita ahogada. Mi suegro asintió y musitó con ella:

-"Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón. Cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos que me la guardan". – Me quedé un poco asombrada, pero no dije nada. Yo no soy especialmente creyente, nunca había enseñado a mi hija nada sobre religión, no estaba bautizada… simplemente esperaba que fuera lo bastante mayor para que ella misma decidiese en qué quería creer, si es quería creer en algo… pero de nuevo, mi suegro, me demostró que pasaba con ella más tiempo que yo, y se había tomado la libertad de enseñarla incluso a rezar. En otro momento, aquello me hubiera molestado profundamente… pero entonces, decidí tomármelo como una muestra de lo que se preocupaba por ella, aunque fuese pasando por encima de mí. Gloria me tendió la mano y yo se la apreté. Nos miró a ambos. Y sonrió, una pequeña sonrisa triste. Mi hija no era nada tonta, me dije. Ella sabía que era la primera vez que veía juntos a su madre y a su abuelo, e intuía que alguna razón debía haber para que no nos tratásemos… y fuese la que fuese, ella quería que dejara de existir, e intentaba hacernos comprender que nos quería a los dos, y quería tenernos a los dos, y a la vez, no un ratito el uno y un ratito la otra. 

Nos quedamos con ella hasta que el sueño la rindió, mirando cómo se quedaba dormida. Era algo que yo hacía todas las noches, pues era el único momento en que estaba con ella, así que la acostaba y permanecía a su lado, tomándola de la mano, hasta que se dormía. Con frecuencia, fingía dormir y abría los ojos de golpe, sólo para ver si yo seguía allí, y sonreía cuando se daba cuenta de que no me había ido… pero esa noche, no hizo ningún amago, se durmió enseguida. La pobrecita tenía que estar rota de cansancio, vaya días había pasado… En silencio, salimos de su cuarto y bajamos de nuevo al salón. 

-Yo también debería acostarme ya… me levanto a las seis, y estoy que me caigo.

-¿No te dan ningún día por fallecimiento de un familiar directo? – me preguntó Gualterio, y negué con la cabeza. 

-Teóricamente, lo dan… pero me dieron a entender que si me cogía el único día libre que dan, me podía coger todos los demás, porque me echarían a la calle. 

-Pues que te echen, que lo intenten. Consuelo, tengo muy buenos abogados, si intentan echarte, les pediremos una indemnización que les hará pedir clemencia. 

-Eres muy amable – y era sincera, porque lo estaba siendo. Por primera vez desde que me quedé en estado, era muy amable – pero debo ir de todos modos. Yo también necesito recuperar mi rutina. 

-Consuelo… sé que eres una mujer orgullosa e independiente. Pero, sinceramente, creo que debes dejar ese trabajo. 

-¿Perdón?

-Mira a tu hija, Consuelo, te necesita… y necesita un hogar, no un cuarto realquilado de una única habitación, con sus padres tras un biombo. Necesita estabilidad, necesita un sitio para ella sola, donde pueda tener juguetes, poner libros, tener un sitio para estudiar… y a su madre. Por encima de todo, necesita a su madre. 

-Gualterio, eso lo sé, pero antes que a su madre, necesita comer. Y para comer, es preciso que yo trabaje. 

-Si vivís conmigo, no. – empecé a negar con la cabeza. Vivir allí unos días, tenía pase, pero… mudarnos allí… ¿con el hombre que llevaba casi seis años odiándome….? – Consuelo, sé razonable. Conmigo, no os faltará de nada, ni a ti, ni a la niña. Desde luego que puedes seguir trabajando, yo estaré para cuidarla, pero, pudiendo tener a su madre, ¿crees que eso, es lo más aconsejable? – de nuevo intenté meter baza, pero me tomó de las manos y continuó – Sé que no he sido la mejor persona del mundo, lo sé…. Pero ya he perdido a mi hijo por mi cabezonería. No quiero perderos también a vosotras dos. Consuelo, te conozco desde que no eras mucho mayor que tu hija, venías a jugar con Gerardo cuando aún creías en los Reyes Magos… me enfadé mucho cuando sucedió aquello… pero no te odio, créeme. Sé que te dije muchas veces que, de no haber sido por ti, mi hijo podría haber sido esto o aquello,… pero también tú podrías haber sido abogado como querías, y no lo lograste por tu embarazo, ahora puedes serlo. Puedes estudiar, y cuidar de tu hija como se merece.

Tenía los ojos húmedos oyéndole decir eso. Quería guardarle rencor, quería hacerle daño, quería devolverle todo el dolor y la impotencia que me había hecho sentir durante años… pero no pude. Me estaba pidiendo perdón, me estaba pidiendo una segunda oportunidad, y yo mejor que nadie sabía que Gualterio no era hombre que andase pidiendo cosas semejantes. Por primera vez desde mi adolescencia, recordé porqué me había encaprichado de él en mi niñez: porque era bueno. Porque detrás de aquélla cara de perro bull-dog y sus maneras cascarrabias y gruñonas, había un corazón de oro. Me sentí un poco como debió haberse sentido mi hija esa misma mañana, y me eché en sus brazos sollozando. Le oí sonreír y me apretó contra su pecho. 

-Cuando mañana, tu hija te vea en casa, preparándole el desayuno, y le digas que no vais a iros, que tú no te vas a ir, que la vas a despertar por las mañanas e irás a buscarla al colegio por las tardes... Hasta en Cuba oirán sus gritos de alegría. – sonrió Gualterio, de nuevo sentados los dos en el salón, y asentí. – Era lo que siempre me decía. Cuando tenías vacaciones, siempre estaba contenta, pero cuando volvías a trabajar, se ponía mustia. Decía que sólo tenía mamá por las noches. – Suspiré. Yo también tenía esa sensación con ella, sólo la veía dormida, sólo algún domingo podía jugar y disfrutar de ella… apenas podía creer que todo fuese a cambiar. Y todo, gracias a Gualterio. 

-Ojalá hubiera un modo de agradecerte lo que estás haciendo por nosotras… - musité. Mi suegro sonrió, e hizo un vago gesto de indiferencia con la mano, y apoyó el brazo en mis hombros. 

-¿Sabes que mi hijo, tenía celos de mí? – le miré, inquisitiva – Sí, él decía que tú, en realidad, estabas enamorada de mí. 

-Oh, vamos… lo estuve, cuando era niña. Fue hace mucho, mucho tiempo. 

-"Mucho, mucho tiempo…", cualquiera diría que tienes cincuenta años oyéndote hablar así, y esa es mi edad, no la tuya. – sonrió, y le devolví la sonrisa, recostándome ligeramente sobre él. Me sentía muy a gusto. Esa noche, no tenía prisas, ni preocupaciones de ningún tipo. No tenía que pensar en levantarme dentro de seis horas para trabajar como una esclava en un supermercado, haciendo de cajera, reponedora, limpiadora, contable… durante unas doce horas, haciendo el trabajo de cuatro personas, por el sueldo de menos de una, y perdiéndome a mi niña. Eso, se había acabado, ahora Gualterio cuidaba de nosotras. 

-Supongo que… me dabas estabilidad. Tranquilidad. Eras guapo, eso hay que decirlo… o por lo menos, a mí me parecías guapo. Siempre de traje, y con el abrigo negro largo y el sombrero, y la cartera… y siempre hablando de cosas importantes, de negocios, de compras y ventas… me fascinabas. Eras el mundo adulto mágico y privilegiado que yo soñaba. Y que nunca tuve. – recordando mi niñez, mi adolescencia en aquélla casa a la que iba con tanta frecuencia a jugar, me había recostado más aún en su pecho, y Gualterio me tenía agarrada de los hombros, y me besó la frente. Fue algo completamente natural, un reflejo… pero mi estómago giró, y mis rodillas temblaron. Me asusté. 

-Ahora, lo podrás tener, si lo deseas. Alguien tiene que seguir con mi negocio, me vendría bien que fueras tú… para cuando yo no esté. 

-¡No digas eso, por favor…! – me medio giré, apoyándome en su pecho, para mirarle a los ojos. – No hables de eso. Hoy no. – Quizá mi reacción fue algo vehemente, pero si segundos antes, la reacción de mi cuerpo me había asustado, ahora sus palabras me habían horrorizado. Apenas le tenía conmigo, y ya me hacía pensar en perderle… por Dios, todo menos eso. Gualterio me tomó la cara entre sus manos, anchas y algo ásperas, pero tan cálidas… en sus ojos había una mirada extraña. 

-Tranquila… - susurró. Acercó mi cara a la suya, muy lentamente, y vi que quería besarme de nuevo la frente, para confortarme, pero sus manos elevaban mi rostro, sus ojos miraron mi boca, como si lo desease, pero estuviese luchando ferozmente contra ello. Quería, y no quería. Y todavía no sé cómo, pero mi cara avanzó sola, y mi boca se posó sobre la suya. No cerramos los ojos. Fue un beso seco, sin lengua, sólo juntamos los labios, mirándonos a los ojos, preguntándonos el uno al otro qué estábamos haciendo, cómo habíamos llegado a aquello, en qué estábamos pensando… lentamente, nos separamos. Alguno de los dos podría haber dicho algo. Los dos estábamos tristes, los dos acabábamos de perder a alguien muy querido, los dos estábamos confusos, era "normal" que buscásemos consuelo donde buenamente lo pudiéramos hallar. Hubiera bastado una risa, un "lo siento", un "no sé qué ha pasado, no volverá a suceder…". Pero no fuimos capaces. Nos quedamos allí, mirándonos, con las caras a menos de un centímetro, mis manos temblándome sobre sus hombros, las suyas en mi cintura, y tan sorprendidos que apenas podíamos respirar… y nos lanzamos el uno contra el otro. 

Agarré la cara de Gualterio y le besé, metiendo mi lengua en su boca, notando su gemido de deliciosa sorpresa al sentir mi lengua acariciar la suya, y sus manos apretaron mis nalgas, subiendo a trompicones la falda de mi vestido negro, buscando la piel, mientras yo llevaba mis manos a mi espalda, para desabrochar el vestido… el vestido del funeral. Lo saqué por las mangas, y casi me arranqué el sujetador para liberar mis pechos, y Gualterio se abrazó a mí, metiendo su cara entre mis tetas como un desesperado, tumbándome bajo él en el sofá, jadeando como dos animales, frotándonos con ansia, como si en lugar de querer sexo, lo necesitásemos, lo precisáramos para seguir viviendo, y llevásemos sin ello demasiado tiempo… 

Gualterio tiró de mi vestido, mientras chupaba mis pezones y los mordía sin piedad, haciéndome dar gritos que no podía contener aunque lo intentaba… mi hija no podía oírnos, no desde el piso de arriba y con su puerta y la del salón y el pasillo cerradas, pero aún así, no quería gritar fuerte… nunca había gritado teniendo sexo, recordé, nunca había podido… hasta ahora. Gualterio tiró de su camisa, haciendo saltar botones para arrancársela, y se dejó caer sobre mí, su pecho, peludo y ardiente, sobre el mío, me hizo ver las estrellas de gozo, ¡qué maravilla tener un hombre sobre mí…! Hacía más de dos meses que Gerardo ni siquiera me tocaba, yo intentaba abrazarlo y él me rehuía… le abracé con fuerza, apretándome contra él, llorando de pura alegría, agarrando sus hombros hasta que se me acalambraron los brazos, mientras sentía mi sexo desbordarse de jugos, y su virilidad, aún presa en sus pantalones, se frotaba contra mí, clavándose en mi vientre y en mi monte de Venus a cada embestida furiosa… 

Apañándose para hacerlo sin despegarse de mi abrazo, Gualterio se soltó los pantalones y se los bajó lo justo para liberar su hombría, haciendo a un lado mis bragas al mismo tiempo, y tanteó, dando golpes de cadera, orientándose por el calor que desprendía mi sexo, y noté la cabeza de su pene, redonda y enorme al tacto, justo en la entrada de mi cuerpo.

-¡Ahí….! Ahí, ahí… - susurré, temblorosa, Gualterio me sonrió y empujó de golpe. Mi grito me vació el pecho de aire y temblé de la cabeza a los pies, a los dedos de mis pies, que se encogían de gusto, mientras mis piernas se elevaban y mi cuerpo daba convulsiones, mientras un placer maravilloso se expandía desde mi clítoris titilante hasta mi nuca, y unas olas deliciosas recorrieron mi cuerpo en caricias… llevaba tanto tiempo sin sexo y estaba tan excitada, que me había corrido nada más metérmela. Mis caderas se movían en círculos, todo mi cuerpo parecía bailar bajo el suyo, embriagado de placer, mientras gemía en ronroneos, y Gualterio me besó, metiendo su lengua en mi boca, explorándome, acariciando las mejillas, y yo ponía los ojos en blanco… 

Mi compañero empezó a bombear, él también quería quedarse satisfecho. Embestía sin piedad, mientras yo gemía, y mi placer subía de nuevo, animado por las caricias enloquecedoras que hacía su miembro en mi interior. "¿Qué clase de zorra soy yo…?" - pensaba, confundida de placer - "El cuerpo de mi marido no lleva ni doce horas bajo tierra, y yo me estoy tirando a su padre… aaah, joder, qué bien lo hace, no pares, Gualterio, no pares….". Quería decírselo, pero no podía, si abría la boca, gritaría como una loca, ¡nunca me había sentido así! Me acababa de correr, y estaba a punto de hacerlo de nuevo, y Gualterio se movía como un animal encima de mí, mirándome a los ojos, y yo no podía ver en ellos ni una pizca de vergüenza o arrepentimiento, sólo placer, lujuria, ganas, hambre… de nuevo le aprisioné contra mí, con brazos y piernas, sintiendo que el orgasmo me atacaba de nuevo, y quería sentirlo mientras él me aplastaba con su peso, quería ahogarme debajo de él, quería quedarme inconsciente de placer mientras le mordía los hombros y le arañaba la espalda… ¡SÍIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII….! Por un instante, no vi nada, mis ojos estaban abiertos, pero no veían, mientras un placer inenarrable estalló en mi sexo, contrajo mi vagina y exprimió su polla, mis caderas dieron convulsiones, y mi ano se cerraba en espasmos, todo mi cuerpo brincaba sin poder contenerse, el sudor de Gualterio, salado y caliente, me bañaba el cuerpo y podía lamerlo en sus hombros, y su semen, espeso y tórrido, se derramó en mis entrañas.

Gualterio jadeaba sobre mí. Su pecho golpeaba el mío, y sus brazos me apresaban. Uno de ellos, bajó hasta las nalgas y las acarició, apretándolas, intentando introducirse entre ellas y el sofá, para tocar más adentro… sonreí y me levanté ligeramente, para dejarle sitio. Me devolvió la sonrisa, y metió la mano, apretando, sobándome…


****************


-"Ave María, llena eres de gracia, bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén". – tomé aire. Siempre rezaba de corrido, como me había enseñado Granpá. - ¿De verdad crees que con eso, van a picar más…?

-Claro que sí, es un truco que no falla nunca. – Mi abuelo, sentado a mi lado en la barca, observaba su anzuelo con expresión entendida. Tiene una cara graciosa, con esos mofletotes de perro pachón y su bigotón negro, y su pelo negro todavía. Hacía mucho frío en esa mañana de Noviembre en la que habíamos salido a pescar truchas. A mí también me gustaba pescar, Granpá me había enseñado siendo muy pequeña, igual que a cazar. Su negocio consiste en compra y venta a mayoristas de accesorios para esos dos deportes, y estaba bien situado. A quien no le gustaba mucho el asunto, era a mi madre, por eso nos esperaba en la orilla, bien abrigada, junto a la fogata, leyendo y echándonos un ojo de vez en cuando; lista para hacer la comida en cuanto trajésemos algo que comer, pero decía que no le gustaba ver a los pobres peces asfixiándose en el fondo del bote. Mi abuelo la miró y la saludó con la mano, y ella devolvió el saludo. Luego me miró a mí, y me agarró de los hombros, apretándome contra él. – Sabes… siempre te digo que tu madre, no sabe lo que se pierde, que es bueno saber que lo que comemos, y lo que nos da de comer, cuesta un esfuerzo y un dolor… pero hoy, me alegro que no haya venido. 

-¿Porqué, Granpá?

-Bueno,… tengo que contarte algo, hija. Yo sé que quieres mucho a tu madre, que siempre has hablado con ella de todo lo que has querido… pero sé que los secretos, me los cuentas a mí. Por eso, yo voy a contarte también un secreto. Tu madre piensa que eres demasiado joven, pero tienes ya doce años, casi trece. Y eres una niña lista, siempre lo has sido. Yo creo que ya eres bastante mayor para saberlo. 

-¿Saber… el qué?

-Gloria… cuando tu madre se quedó viuda… era una mujer muy joven, y guapa. ¿No te extraña que nunca se haya casado de nuevo? 

-Ay, Granpá… - suspiré. Mi abuelo me miró con cara de no entender, y sonreí - ¿Porqué todo el mundo cree que no me entero de nada?

-¿Quieres decir?

-Tienes razón, ya tengo edad para saber cosas… entre ellas, que mi abuelo y mi padre, son la misma persona. 

-Bueno, no, hija… tú, tuviste un padre, y tu padre…

-Mi padre, se mató. También lo sé, aunque no me lo contarais, sé que se suicidó. – recordar aquello, ponía triste al abuelo, pero yo ya no recordaba qué había sentido por mi padre biológico – Yo casi no me acuerdo de él… hasta de cuando era muy pequeña, mis recuerdos son siempre contigo. Supongo que mi padre fue muy bueno, porque era hijo tuyo… pero quien ha estado conmigo y con mamá, has sido tú. Tú nos has cuidado, nos has querido y me has educado a mí, y eres el novio secreto de mi madre… creo que eso, hace que seas bastante padre mío, aunque además seas mi abuelo. – Granpá se me quedó mirando con la misma cara de no entender, y resumí – Que sé que mamá y tú os estáis acostando. No me importa. 

Mi abuelo se puso rojo, muy rojo, y no pude evitar reírme, porque nunca se me había ocurrido que un mayor se pudiera poner colorado, y también él empezó a reírse, pero entonces, mi caña se dobló. 

-¡Han picado! ¡Tenías razón, han picado!

-¡Que no se te escape, tira con fuerza, recoge sedal… eso es, tira! 

….Miré a mi nieta, mientras ella misma seguía mis instrucciones, tirando de la caña con la lengua fuera, imitando lo que me veía hacer a mí cuando picaban… Gerardo nunca había querido venir de pesca conmigo. Nunca había querido hacer nada conmigo. En vida, le ofrecí mi ayuda muchas veces, pero siempre la rechazó, y bien sabe Dios que sentía su muerte de todo corazón… pero su desaparición de éste mundo, me había dado a mí la familia que siempre había soñado.


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7 comentarios:

  1. Una historia preciosa. Quitas la parte erótica y es igual de bonita. Felicidades.

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  2. Gracias por leerlo y comentarlo, me alegra mucho que te haya gustado. En cierta manera, es lo que pretendo, hacer relatos que sean buenos aún sin erotismo.... "los únicos relatos que leerás DOS veces" XD

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  4. Jejeje, bueno, quien dice dos, dice veintidos, que yo no pongo límites... :D

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  5. Muy verídico el relato del suegro y la nuera

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