-¡Andrea! -¡PapĂ¡….! – El dr. Eric opinaba que el tiempo, no podĂ­a detenerse. Pero vaya si podĂ­a dilatarse, eso sĂ­. SĂ³lo asĂ­ se ...

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-¡Andrea!

-¡PapĂ¡….! – El dr. Eric opinaba que el tiempo, no podĂ­a detenerse. Pero vaya si podĂ­a dilatarse, eso sĂ­. SĂ³lo asĂ­ se entendĂ­a que tres segundos, pudiesen durar dos horas.


Tres semanas atrĂ¡s.

     El ambiente en el coche era ligeramente tenso. La joven mascaba chicle haciendo excesivo ruido, porque sabĂ­a que eso le molestaba, y Ă©l fingĂ­a no escucharlo y tarareaba la mĂºsica clĂ¡sica que sonaba, porque sabĂ­a que eso le molestaba a ella. El truco era aguantar lo mĂ¡s que podĂ­as, a fin de que el otro se quejase antes, y entonces poder protestar tĂº. Andrea sabĂ­a que su padre era paciente para muchas cosas, pero podĂ­a ser un verdadero maniĂ¡tico para otras, entre ellas el ruido, los modales o el desorden, de modo que bostezĂ³ exageradamente sin taparse la boca. El dr. Eric resoplĂ³ y frunciĂ³ el ceño. Se le estaba agotando el aguante, pero luchaba por contenerse. La chica pulsĂ³ su ordenador de pulsera y empezĂ³ a reproducir mĂºsica moderna a todo volumen.

     -¡Ya estĂ¡ bien, Andrea! ¡Deja de comportarte como una crĂ­a! – estallĂ³ su padre. 

     -¿QuĂ©? – se hizo ella la inocente – SĂ³lo he puesto mĂºsica, ¡estoy harta de ese ruido para viejales que te empeñas en poner! 

      -Este “ruido para viejales”, es ARTE, ¡creĂ­ haberte dicho que no querĂ­a volverte a ver oyendo esa basura!

     -¡Esta “basura” me gusta, tiene ritmo, es divertida, y habla de cosas que me interesan a mĂ­! ¡No como otros, que sĂ³lo saben hablar y hacer lo que es mejor para ellos, sin escuchar a los demĂ¡s!

        Eric se sintiĂ³ imbĂ©cil. Otra vez se habĂ­a dejado arrastrar al terreno de una niña de diecisĂ©is años. Se sintiĂ³ tentado a gritar, a regañarla, a decirle por enĂ©sima vez lo hartĂ­simo que estaba de su rebeldĂ­a, de su disconformidad constante, de sus ataques de rabia y de su inmadurez, ¿era incapaz de darse cuenta de que lo hacĂ­a todo por ella, por darle algo un poco mejor, por…? AparcĂ³ e intentĂ³ calmarse.

     -Andrea… Hija, sĂ© que estĂ¡s disgustada, pero…

     -¿”Sabes”? – interrumpiĂ³ ella - ¿TĂº “sabes” algo de cĂ³mo me siento yo? 

     -SĂ­, lo sĂ©, pero…

     -¡No, papĂ¡, no lo sabes! ¡Eso es lo peor! ¡Presumes que sabes algo de cĂ³mo soy yo, o cĂ³mo me siento, o cĂ³mo pienso… y no sabes nada! ¡Sigues pensando que soy una niña, que tengo diez años, y soy prĂ¡cticamente una mujer! ¡Tengo mis propias ideas, y tĂº no me conoces! ¡Deja de pensar que sabes cĂ³mo me siento! 

     -Andrea, te estĂ¡s pasando. – Eric levantĂ³ un dedo amonestador, pero la chica no se arredrĂ³.

     -¡Oh, perdĂ³n, me estoy pasando! ¡Me estoy pasando, yo! PapĂ¡, no he sido yo la que se ha empeñado en mudarse de golpe a otra ciudad, cambiar de instituto, de casa, y dejar atrĂ¡s a todos mis amigos, familia y la casa donde vivimos con mamĂ¡, ¡sĂ³lo por un poco mĂ¡s de maldito dinero! ¡Has sido tĂº quien ha hecho todo eso, asĂ­ que piensa quiĂ©n es aquĂ­ el que se estĂ¡ pasando!

     -¡Por favor, hija, hablas como si nos hubiĂ©ramos ido al otro lado del mundo! ¡EstĂ¡s a menos de cincuenta kilĂ³metros de tu antiguo barrio; en autobĂºs es poco mĂ¡s de media hora!

     La chica suspirĂ³.

    -No hay nada que hacer, papĂ¡. SĂ³lo ves tu razĂ³n. – El dr. Eric intentĂ³ hablarle de nuevo, pero la joven abriĂ³ la puerta del coche – No quiero llegar tarde el primer dĂ­a, hasta luego. 

     -¡No des un port…! – BLOM. Andrea le metiĂ³ tal meneo a la puerta, que la pegatina de “Piensa en mĂ­, papĂ¡” que llevaba en la guantera, se desprendiĂ³. Eric la recogiĂ³ y mirĂ³ la foto. Era de Andrea, de cuando tenĂ­a dos añitos, poco despuĂ©s de que Carla… Al doctor ya no le dolĂ­a –mucho – pensar en su mujer, pero en los Ăºltimos años, sobre todo en el Ăºltimo mes, no dejaba de torturarse pensando que ella, sin duda hubiera sido de capaz de manejar mucho mejor esta situaciĂ³n. 

      ColocĂ³ de nuevo la pegatina en su sitio y acariciĂ³ la foto. Todo era mĂ¡s sencillo cuando Andrea era asĂ­, pequeñita. Entonces Ă©l era su hĂ©roe. Su papĂ¡ lo sabĂ­a todo, sabĂ­a de nĂºmeros, sabĂ­a por quĂ© las nubes flotan y son blancas, sabĂ­a por quĂ© el aceite flota en el agua y no se mezcla con ella, sabĂ­a hacer cristales de sal en el agua y mĂºsica en las copas… lo sabĂ­a todo. ¿CuĂ¡ndo habĂ­a pasado de ser su hĂ©roe, a ser el enemigo pĂºblico nĂºmero uno? Eric no lo sabĂ­a, pero a partir de los once o doce años, su niña perfecta se habĂ­a vuelto contestona, malcarada, infeliz… todo le parecĂ­a poco o mal; se negaba a decir dĂ³nde iba cuando salĂ­a de casa y cada vez que Ă©l le preguntaba, ella se ponĂ­a a la defensiva. No obstante, todo habĂ­a sido mĂ¡s o menos controlable hasta el pasado verano. 

      Eric, profesor de MatemĂ¡ticas, FĂ­sica y QuĂ­mica, daba clase en un instituto bastante lejos de su pequeño piso. Para los dos, no estaba mal, pero Ă©l estaba harto de comerse atascos ida y vuelta dĂ­a tras dĂ­a, y mientras Andrea estuvo en bĂ¡sica, no le importĂ³ demasiado, porque ella estaba en un colegio cercano, se esperaban mutuamente y volvĂ­an charlando en el coche, pero hacĂ­a cosa de un par de años, cuando cambiĂ³ de instituto para estar con sus amigos del bloque, su rendimiento acadĂ©mico bajĂ³ desastrosamente; el año pasado estuvo a punto de repetir curso, sĂ³lo a base darle clases Ă©l mismo y hacerla estudiar muy duro habĂ­a logrado que salvase el año, pero Eric estaba harto de las amistades de su hija que tanto tiempo la hacĂ­an perder y de quiĂ©nes sĂ³lo aprendĂ­a a fumar, volver tarde, protestar y decir tacos, y tomĂ³ cartas en el asunto. En un instituto de las afueras, ya en zona de montaña, se quedĂ³ vacante un puesto de profesor, y Eric lo solicitĂ³ enseguida. ¿No le venĂ­a mal, tan lejos de su casa…? No, no le venĂ­a mal, porque se pensaba mudar. 

    Andrea, ocupada en estudiar para las recuperaciones, quejarse y protestar, no fue informada de nada, pero empezĂ³ a sospechar cuando su padre pareciĂ³ tomar por costumbre salir todas las mañanas un par de horas y llevarse el coche, pero para cuando se le ocurriĂ³ revisar el historial de internet y descubriĂ³ pĂ¡ginas y pĂ¡ginas de bĂºsqueda de vivienda, ya era demasiado tarde: su padre habĂ­a apalabrado una. Se trataba de una bonita y coqueta casita de dos plantas con jardĂ­n y sitio para hacer una piscina pequeña, situada a cosa de cinco minutos en coche del instituto donde ahora darĂ­a clases, y donde tambiĂ©n la habĂ­a matriculado a ella. Cuando la chica se enterĂ³ de todo, montĂ³ en cĂ³lera, pero su padre tomĂ³ la decisiĂ³n de no alterarse por nada, y durante varios dĂ­as, lo logrĂ³ y todo… pero finalmente, se le acabĂ³ la paciencia y las peleas fueron moneda corriente durante los dĂ­as previos a la mudanza, durante la misma y en los apenas dos dĂ­as que llevaban en la casa nueva. El doctor intentaba hacer comprender a su hija que ahora vivirĂ­a mĂ¡s cerca del instituto, que le pagaban mĂ¡s aquĂ­, que la zona era mĂ¡s limpia y bonita, el nivel acadĂ©mico mĂ¡s alto… pero Andrea le acusaba de haberle robado a sus amigos, su barrio, su vida y de tratarla como a una niña pequeña. No conseguĂ­a entenderla. OjalĂ¡ hubiera un modo de descifrarla, de llegar a ella…






                                                                      ***************************



     El dr. Eric recorrĂ­a el instituto, sabĂ­a que tenĂ­a que ver al jefe de estudios, d. Renato Homobono, pero no lograba encontrar su despacho, ¡se suponĂ­a que estaba en el tercer piso…! Desorientado, bajĂ³ de nuevo a recepciĂ³n y mirĂ³ por tercera vez el plano. Ya hacĂ­a rato que habĂ­a sonado la campana, y todo parecĂ­a desierto, pero entonces, entrĂ³ un joven con largo cabello rizado y una perilla cuadrada ligeramente larga. VestĂ­a vaqueros y camiseta de algĂºn infernal grupo de rock, y el doctor le abordĂ³.

    -Buenos dĂ­as, hijo, perdona, ¿no sabrĂ¡s dĂ³nde estĂ¡ el despacho del jefe de estudios? – El joven sonriĂ³.

    -SĂ­, tengo alguna idea, ¿quiere que le acompañe? – Eric devolviĂ³ la sonrisa con infinito alivio y asintiĂ³, ¡quĂ© suerte! Lo mismo aquĂ©l chico era algĂºn gamberro y por eso conocĂ­a bien el despacho, pero fuera como fuese, a Ă©l le habĂ­a venido de perlas. El joven le guio por los pasillos hasta el tercer piso, pero por otras escaleras distintas a las que Ă©l habĂ­a usado, y llegaron frente al despacho. Le abriĂ³ la puerta. – DespuĂ©s de usted.

    -Gracias, ¿no sabes cuĂ¡ndo vendrĂ¡ Ă©l, verdad?

    -MĂ¡s bien sĂ­. – sonriĂ³ de nuevo, y ante el asombro del matemĂ¡tico, se quitĂ³ la cazadora vaquera y se colocĂ³ una bata blanca. – Justo ahora. Bienvenido, doctor Salcedo.

    Eric tuvo que acordarse de cerrar la boca. Ya le habĂ­an advertido que el jefe de estudios era un hombre joven, pero… pero… ¡Si no parecĂ­a mayor que los chicos! 

     -HarĂ© veintiĂºn años en octubre. – dijo el maestro, anticipĂ¡ndose a la pregunta de Eric. – Me llamo Renato, pero aquĂ­ todos me llaman Nato. Lo de “sr. Homobono”, no va mucho conmigo. Soy doctor en MatemĂ¡ticas y Ciencias exactas, en Medicina, en Humanidades y en QuĂ­mica. Hablo un par de idiomas, y ahora tambiĂ©n estudio MĂºsica. NacĂ­ con ventaja, eso es todo. Espero que se encuentre muy a gusto entre nosotros. 

     Eric sonriĂ³ y pasĂ³ a presentarse Ă©l. Doctor tambiĂ©n en MatemĂ¡ticas, licenciado en FĂ­sica y QuĂ­mica, autor de varios libros, de textos escolares… Nato le dio la bienvenida formalmente y le entregĂ³ su horario de clases y un mapa del centro para que no se extraviase.

    -Ya verĂ¡ que en dos dĂ­as, lo conoce todo. Le recuerdo que la Universidad y sus instalaciones, forman parte del complejo y estĂ¡n a su disposiciĂ³n: biblioteca, cafeterĂ­as… gimnasio incluso. – Eric asintiĂ³. SĂ³lo esperaba que Andrea se acostumbrase, ¡era todo precioso, tan bien equipado, tan moderno…! – Una cosa debo advertirle.

    -Diga. 

    -Parte del Instituto serĂ¡ puesto en obras dentro de pocas semanas, y he considerado mejor repartir los despachos y seminarios a principio de curso y no cuando la fecha se nos eche encima – Eric asintiĂ³, sĂ­, era lo mĂ¡s juicioso – A algunos profesores, he tenido que mezclarlos. Quiero decir que, durante el primer trimestre al menos, su despacho serĂ¡ compartido. ConfĂ­o en que no le moleste. 

    -¡Desde luego que no! ¿Con quiĂ©n…?

    -Con la señorita Dalia. Es profesora de Lengua y Literatura. 

    -…Ah. – Eric intentĂ³ seguir sonriendo, pero Nato se dio cuenta. 

   -Creo que mi decisiĂ³n, no acaba de ser su agrado. Lo lamento, el resto de profesores de ciencias hicieron sus grupos antes de que usted llegara, y… 

    -No es nada, no se preocupe, no tiene importancia. Es sĂ³lo que las letras puras, nunca han sido un ramo de mi simpatĂ­a… ¡pero no importa! – Eric se despidiĂ³ del Jefe de estudios, dispuesto a dirigirse a su primera clase, pero ya en la puerta, se volviĂ³. – Nato… ¿querrĂ¡, por favor, no decir por ahĂ­… acerca de mi error con usted? ¿Perdona que le llamase “hijo”?

     Nato soltĂ³ la sonrisa. 

    -CrĂ©ame: llevando esta melena y con mi modo de vestir, no es ni mucho menos lo peor que me han llamado. 






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     -Durante Ă©sta primera evaluaciĂ³n, descubriremos la mĂ©trica y nos ocuparemos de los aspectos tĂ©cnicos de los diferentes gĂ©neros literarios, lo que significa que no sĂ³lo nos dedicaremos a contar sĂ­labas, sino que escribiremos nuestros propios poemas, cuentos… ¡No pongĂ¡is esas caras, vais a ver que es muy divertido! Tened en cuenta que la literatura, es un arte, y como tal, en ella no hay respuestas equivocadas. TendrĂ©is que respetar algunas normas de mĂ©trica, de ortografĂ­a y gramĂ¡tica, sĂ­, pero de ahĂ­ para fuera, podrĂ©is escribir de lo que querĂ¡is. SĂ­, tambiĂ©n de lo que estĂ¡is pensando. Y os prevengo que lo leerĂ©is aquĂ­, frente a vuestros compañeros… Espero que eso, no os coarte para escribir de lo que gustĂ©is. – La señorita Irina perdiĂ³ de golpe la sonrisa – David, si lo que digo no te interesa, al menos hazme el favor de estarte calladito y quieto, ¿crees que podrĂ¡s?

    -¡Claro, profe! ¡Cuando mĂ¡s calladito y quieto me estoy, es despuĂ©s de pajearme! ¿Me deja que me pajee, profe? – soltĂ³ el que se llamaba a sĂ­ mismo “Dave” y la clase estallĂ³ en carcajadas. Ni siquiera Andrea pudo evitar reĂ­rse ante la burrada. La joven pensaba que dña. Irina le echarĂ­a fuera de clase, pero fingiĂ³ reĂ­rse tambiĂ©n y le contestĂ³:

    -David, si dependiera de mĂ­, me darĂ­a igual, pero no quiero que seas el hazmerreĂ­r de tus compañeras cuando vean la ridiculez que calzas. – todos los chicos estallaron en carcajadas sonoras - Aparte de que te moverĂ­as mucho hasta que lograses encontrĂ¡rtela. – Muchas de las chicas estaban completamente rojas, y se reĂ­an tapĂ¡ndose la boca – Por no mencionar que dudo mucho que te haya llegado la edad de tener erecciones, tu mamĂ¡ nos dijo que aĂºn usabas calzoncillos correctivos por si te escapaba el pipĂ­. – La clase era un carcajeo general, muchos chicos lloraban de risa y se agarraban la tripa. Mientras las risas cesaban, la srta. Irina se acercĂ³ al pupitre de David y le hablĂ³ en voz muy baja, sin dejar de sonreĂ­r – Hijo, tĂº vas mientras yo ya vengo de vuelta. Las burradas, te las guardas para los dĂ­as de fiesta. Otra “gracia” similar, y no te voy a poner en ridĂ­culo hablando, te vas a llevar una nota de expulsiĂ³n pegada a la cara del bofetĂ³n que te darĂ©. Y para empezar, tienes un punto menos en el prĂ³ximo examen que hagamos. Te lo dije el año pasado: Para chulina, la señorita Irina. 

     David agachĂ³ la cabeza, fastidiado, mientras sus condiscĂ­pulos paraban de reĂ­r. La intenciĂ³n de la maestra habĂ­a sido que sĂ³lo le oyera Ă©l, pero Andrea, sentada justo detrĂ¡s del chico, lo habĂ­a oĂ­do todo. Por un lado, sabĂ­a que le estaba muy bien empleado, pero por otro… “A papĂ¡ no le gustaban mis amigos del barrio… ¿y si aquĂ­ me echara a otros peores?”





                                                                *************************




     -¡Bienvenido! ¿El sr. Eric Salcedo? – preguntĂ³ una voz juvenil, y Eric la mirĂ³. Era una mujer joven, de cabello corto y moreno y ojos muy verdes. 

    -SĂ­, buenos dĂ­as. ¿La señorita Dalia?

    -SĂ­. Bueno, Dalia a secas. – la joven le ofrecio la mano y el doctor se la apretĂ³, y, para su sorpresa, la mujer devolviĂ³ el apretĂ³n con fuerza. – Parece que compartiremos despacho unos meses. 

    Eric asintiĂ³, elevando las cejas y sonriendo, y se sentĂ³ en su mesa. Era la hora posterior al recreo, tenĂ­a una hora libre, y falta le hacĂ­a, tenĂ­a que hacerse un buen esquema. La primera hora lectiva no habĂ­a estado mal, los chicos se habĂ­an mostrado un tanto sorprendidos de que empezase a dar clase de inmediato, nada mĂ¡s saludarles, sin darles un pequeño resumen de lo que serĂ­a el curso ni nada asĂ­… mal, mal, mal, sin duda estaban acostumbrados a “el primer dĂ­a no se hace nada”, y eso con Ă©l, no iba. Luego, llegaba Junio, el tiempo se echaba encima, y quedaba casi un tema y medio sin ver, no, no. Veamos… la siguiente hora, serĂ­a de Cuarto. TendrĂ­a que ver cĂ³mo iban los chicos y a partir de ahĂ­, empezar con los logaritmos. QuizĂ¡ serĂ­a mejor hacerles un pequeño examen de grado, sin importancia, para ver quĂ© nivel llevaban. Si Andrea no le hubiera distraĂ­do tanto en los Ăºltimos dĂ­as, podĂ­a haberlo llevado preparado. Bueno, aĂºn tenĂ­a una hora, tiempo mĂ¡s que suficiente para hacer exĂ¡menes de Cuarto y Quinto, que serĂ­an sus clases siguientes. Dicho y hecho, se puso de inmediato a teclear preguntas en el ordenador y a resolver ejercicios a toda velocidad. En cuanto los tuvo, sonriĂ³ y pulsĂ³ la peticiĂ³n de imprimir. 

    El gemido de la impresora le llegĂ³ de lejos, y apartĂ³ la cara del monitor. La impresora estaba en el otro extremo del despacho, donde estaba la mesa de la otra profesora. Vaya… tendrĂ­a que hablar con ella por fuerza. 

    -Perdone – intentĂ³ sonreĂ­r – He mandado una cosita a la impresora, ¿serĂ­a tan amable de acercĂ¡rmela? 

     La mujer, que estaba leyendo un grueso volumen mientras comĂ­a pan y chocolate, asintiĂ³, tomĂ³ las hojas y se las acercĂ³ mientras las miraba. 

     -Esto… es un examen. 

     -Gran capacidad de observaciĂ³n. – dijo Eric. 

     -¿Ya estĂ¡ planeando los exĂ¡menes?

    -No. Es un examen para comprobar la capacidad de mis alumnos. 

    -¿Piensa ponerles un examen el primer dĂ­a? ¿Nada mĂ¡s volver de vacaciones?

   -SĂ­. – sonriĂ³ – AsĂ­ podrĂ© ver quĂ© nivel tienen los chicos. – Eric intentĂ³ tomar las hojas, pero ella separĂ³ la mano para leerlas.

    -DespuĂ©s de vacaciones, ninguno – sonriĂ³ ella – Hasta un alumno de sobresaliente sacarĂ¡ una nota pobre. ¿Para quĂ© curso es?

    -Ese, para Cuarto – contestĂ³ Eric tendiendo la mano hacia los papeles, pero ella no se los daba, seguĂ­a mirĂ¡ndolos mientras con la otra mano se llevaba a la boca el panecillo. - ¿PodrĂ­a…?

    -¿Cuarto? ¡Pero si ha puesto un ejercicio de cĂ¡lculo de lĂ­mites! ¡Se supone que eso, lo aprenden Ă©ste año! 

    -¡Es bueno que me dejen ver quĂ© capacidad de resoluciĂ³n tienen sobre problemas que no han visto antes!

    -¡Pero esto no es un problema, es una abstracciĂ³n! ¿CĂ³mo van a resolverlo si no lo han visto en su vida?

    -¡Pues… pensando! – contestĂ³ el doctor, como si fuera la cosa mĂ¡s normal de la Tierra. Y para Ă©l, la era. - ¿Me permite?

    -CĂ³mo no, tenga. – le dio las hojas. – Si saca mĂ¡s copias, dĂ­galo. – Eric asintiĂ³, pero pensĂ³ que serĂ­a mejor sacar el resto de copias cuando ella no estuviera. Y tuvo suerte, poco despuĂ©s, la mujer recogiĂ³ sus cosas, le saludĂ³ y se marchĂ³. El doctor sonriĂ³, ¡ahora podrĂ­a imprimir tranquilo! Dio la orden y oyĂ³ el ruido de la impresora. MirĂ³ el reloj. AĂºn le quedaba cerca de media hora, bien podĂ­a tomarse un cafetito, de modo que fue a la mĂ¡quina, se sacĂ³ un cafĂ© solo y volviĂ³. La impresora estaba silenciosa, ¡quĂ© bien, ya habĂ­a terminado!

    TomĂ³ un sorbo del cafĂ©, lo dejĂ³ en su mesa y fue a la impresora, pero allĂ­ habĂ­a sĂ³lo cuatro o cinco folios impresos. “¿QuĂ© sabotaje pretende hacerme Ă©sta maquinucha?” pensĂ³ el doctor. Se llevĂ³ los folios a su escritorio, y allĂ­ vio el mensaje del monitor: “La impresiĂ³n se ha cancelado. Problema con la impresora”. Eric aceptĂ³ el mensaje, y apareciĂ³ otro: “Recargue papel”. ¡AsĂ­ que era eso! Bueno, no importaba, tenĂ­a allĂ­ mismo un paquete de folios. Lo abriĂ³, y se dirigiĂ³ con Ă©l a la impresora. Era un modelo distinto a la suya. SoltĂ³ los folios y buscĂ³ la apertura. QuĂ© raro, parecĂ­a hecha de una sola pieza… pero no podĂ­a ser, ¿cĂ³mo iba a ser de una sola pieza? Veamos, ¿por dĂ³nde se alimentaba de papel? 

    Eric buscĂ³ y rebuscĂ³ por todo los lados del aparato, pero Ă©ste sĂ³lo parecĂ­a tener la bandeja de salida del papel, ninguna de entrada. ProbĂ³ a poner el papel en la bandeja de salida, pero no lo reconocĂ­a. TanteĂ³ con los dedos, la meneĂ³, buscĂ³ palancas, volviĂ³ a su ordenador, regresĂ³ a la impresora, buscĂ³ ranuras, pulsĂ³ botones, la empujĂ³, volviĂ³ al ordenador, consultĂ³ en google por el modelo de impresora, llegĂ³ a la conclusiĂ³n de que no tenĂ­an bien los drivers, los buscĂ³ y descargĂ³, los instalĂ³, reiniciĂ³ la impresora, reiniciĂ³ el sistema, probĂ³... y ante la repeticiĂ³n del error, perdiĂ³ la paciencia. 

     -¡EstĂºpido montĂ³n de chatarra cabezota, ¿quieres imprimir de una vez?! – le gritĂ³ a la impresora y le dio un manotazo en un lado, pero ni aĂºn asĂ­ hizo apariciĂ³n la bandeja de papel. ResoplĂ³ y al levantar la vista deseo que se le tragara la tierra. La señorita Dalia, apoyada en el vano de la puerta, le miraba y sonreĂ­a. 

     -¿Me permite? 

     -¡Adelante, a ver si usted tiene mĂ¡s suerte! ¡Esta impresora tiene que estar defectuosa, no sĂ© a quĂ© cabeza de bolo se le ocurre hacer una impresora sin entrada de papel, ¿es que esperan que uno se compre una impresora nueva cada…?! – y entonces, la señorita Dalia girĂ³ un lateral de la mĂ¡quina, y Ă©ste se abriĂ³, revelando un cajĂ³n vacĂ­o. La mujer lo cargĂ³ de papel, lo cerrĂ³, y la memoria del aparato hizo que recuperara la impresiĂ³n - …Funciona.  – Eric la hubiera besado. 

    -Todo tiene su truco. – sonriĂ³ ella. – El matemĂ¡tico se la quedĂ³ mirando mientras la impresora terminaba las copias, y Ă©l se bajaba de nuevo las mangas de la camisa que se habĂ­a arremangado durante su altercado con la tecnologĂ­a reprogrĂ¡fica. Ya las tenĂ­a todas y se disponĂ­a a marcharse a su clase, cuando la mujer le llamĂ³ – Doctor. – Ă©l se volviĂ³, y notĂ³ que la mujer casi parecĂ­a luchar consigo misma, pero hablĂ³ - ¿Ha visto… se ha dado cuenta de lo terriblemente frustrante que puede ser enfrentarse sin ayuda a un problema del que no sabes NADA? 

     Eric asintiĂ³ y mirĂ³ las copias que llevaba. 

    -SĂ­. Creo que tacharĂ© ese ejercicio. Y… creo tambiĂ©n que no lo harĂ© como un examen. Lo haremos como ejercicio de clase, en comĂºn. Les ayudarĂ©. – la sonrisa de la profesora de Literatura, hubiera podido iluminar una avenida – Gracias otra vez.  





                                                          ************************





     -…Es una insulsa ama de casa, que lo Ăºnico que ha hecho en su vida ha sido estudiar y casarse con una rata de biblioteca, y criar. Eso es todo lo que ha hecho. Bueno, y enchufar a sus hijitos, claro estĂ¡. – dijo David, mordiendo su bocadillo del recreo.

     -¿De veras? – PreguntĂ³ Andrea.

     -Claro que sĂ­. AĂºn estaban aquĂ­ el año pasado. Kostia el matĂ³n y RomĂ¡n el perfectĂ­simo. Siempre sacando las mejores notas, quĂ© casualidad. La que queda ahora es su hermana, Olivia la princesita relamida… ya estĂ¡ en Ăºltimo curso, menos mal. Ya verĂ¡s la hostia que va a pegarse en la Universidad, allĂ­ donde no tendrĂ¡ a su mamaĂ­ta para que le apruebe los exĂ¡menes, ni a su primĂ­simo para que la promocione los cursos. Entonces serĂ© yo el que se rĂ­a. 

      -Ay, ya te gustarĂ­a… - interrumpiĂ³ otro chico la conversaciĂ³n. Era mayor que ambos, aunque no mucho mĂ¡s alto, llenito, moreno, de nariz algo grande y cara traviesa. Llevaba un bocadillo mayor que el de David y ella juntos, y se sentĂ³ junto a Andrea sin esperar que nadie le invitara. 

      -LĂ¡rgate, Octavio. Vete con la Dulce, que es la Ăºnica que te aguanta. 

     -Pues ya me aguanta uno mĂ¡s que a ti, ¡envidioso! Te escueza o no te escueza, las notas que saca Olivia son de ella, ¿te jode que saque sobresalientes? ¡Estudia y sĂ¡calos tĂº! – David fue a contestar, pero el chico cambiĂ³ el foco para dirigirse a Andrea – Me llamo Viteto. Y los hijos de la señorita Irina son… como mis primos. Me he criado con ellos. Nunca les han regalado un punto, a ninguno. 

      -Ya. Eso es lo que dicen siempre de los hijos de los profes. – rebatiĂ³ Andrea. – Mi padre es profesor y es la primera vez que estudio donde Ă©l da clases, porque nunca ha querido que nadie me favorezca. 

     -¿Eso quiere decir que va a empezar a favorecerte ahora? – preguntĂ³ Viteto. 

     -¡No! ¡Ja, ojalĂ¡! ¡Pues no es rĂ­gido mi viejo ni nada…!

     - ¿Y si no te lo hacen a ti, porquĂ© te crees que sĂ­ se lo hacen a los demĂ¡s?

     -Bueno… es muy sospechoso pasar toda la educaciĂ³n sin suspender nunca nada, y que seas hijo de una maestra y del bibliotecario. 

     -¡Claro que sĂ­, es mucha casualidad! – apoyĂ³ David  - Seguro que su madre ha hecho que aprueben mĂ¡s de una vez con sus otros profes amiguitos. Debe tener callos en la lengua de tan… - David no llegĂ³ a acabar la frase. Viteto se incorporĂ³ y le metiĂ³ tal bofetĂ³n que le hizo escupir el trozo de bocadillo que tenĂ­a en la boca. Andrea se asustĂ³, David intentĂ³ defenderse, pero Viteto le metiĂ³ un empujĂ³n con desprecio. Lo bastante fuerte como para hacerle saber que no debĂ­a intentar devolver el golpe si no querĂ­a seguir cobrando, pero lo bastante desdeñoso para que supiera que no le iba a sacudir mĂ¡s. A no ser que se lo buscase. 

      -Delante de mĂ­, a la señorita Irina la tienes respeto. – mascullĂ³ el joven – Yo serĂ© tan cateado y repetidor como tĂº, ¡mĂ¡s que tĂº! Pero yo no me escudo en el “me tienen manĂ­iiiiiiiiia, la seño tiene favoriiiiiiiitos”. 

     -Eres un idiota y un abusĂ³n de mierda – se le encarĂ³ Andrea - ¡Vete! – Viteto retrocediĂ³. 

     -Me largo. Éste imbĂ©cil no se merece que me haga daño en la mano… pero tĂº no demuestras mucha inteligencia quedĂ¡ndote cerca de Ă©l, ¿quieres que te eche en cara cada examen que tĂº apruebes y el catee? 

     -Yo me quedo con quien quiero. Y no pienso quedarme con alguien que saca la mano tan alegremente. 

     -No, tĂº prefieres a los que insultan alegremente, ¡pues que te aproveche, niñata! – Viteto se largĂ³ sin mirar atrĂ¡s, y, viĂ©ndole lejos, David se engallĂ³. 

     -¡SĂ­, lĂ¡rgate! ¡No hace ninguna falta que vengas aquĂ­ a hacer el artĂ­culo de lo buenecitos que son tus amiguitos profes…! – MirĂ³ a Andrea – Porque estabas tĂº delante y no querĂ­a dar el espectĂ¡culo, que si no, le piso el cuello… a Ă©se lerdo un dĂ­a voy a ajustarle las cuentas. Y a la Irina tambiĂ©n. La prĂ³xima vez que se le ocurra reĂ­rse de mĂ­, me voy a levantar y le voy a dar tal bofetada a esa zorra… 

     -Claro que sĂ­, no tiene ningĂºn derecho a hablarte asĂ­, ¿quiĂ©n se ha creĂ­do que es? ¡Me revienta que los profesores se piensen que no tenemos derechos! ¡Mi padre hace igual! 

     -¡CĂ³mo te comprendo, Andrea! ¿Sabes que tenemos mucho en comĂºn…?



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     Los dĂ­as pasaron lentamente, y Eric se dio cuenta de que la señorita Dalia no era ninguna poetisa medio chiflada como Ă©l habĂ­a temido, sino una mujer muy simpĂ¡tica. Ella y la señorita Irina eran las profesoras de Lengua y Literatura mĂ¡s cabales que jamĂ¡s habĂ­a conocido, y Dalia por su parte, le hizo saber que Ă©l era el profesor de MatemĂ¡ticas mĂ¡s humano que habĂ­a visto, “la mayor parte de profesores de mates parecen pensar que su asignatura, es la Ăºnica que vale para algo de todo el temario, y que ellos son perfectos y no cometen errores jamĂ¡s”. Eric se rio cuando le dijo aquello, ¡pues sĂ­ que estaba Ă©l para hablar de infalibilidad en algo…! “Si algo sĂ©, es que estarĂ© aprendiendo hasta el dĂ­a que me muera. Ya lo Ăºnico que aspiro a entender, es a mi hija”. Dalia se mostrĂ³ interesada por eso, ella tenĂ­a intenciĂ³n de tener niños algĂºn dĂ­a, y Eric le explicĂ³ que desde que su hija ponĂ­a dos cifras en su edad, era mĂ¡s y mĂ¡s difĂ­cil entenderla; no parecĂ­a estar interesada en estudiar, ni en formarse, ni ser nada cuando fuese mayor… 

    -Un dĂ­a, tienes en tu casa a tu hija. – dijo Eric aquĂ©l jueves lluvioso de otoño, los dos en el despacho, tomando juntos el cafĂ© del recreo y compartiendo a medias el bollito de pan y el chocolate que habĂ­a traĂ­do ella, y el sĂ¡ndwich de queso y mortadela que habĂ­a traĂ­do Ă©l. – Y tu hija, oh, tu hija es una niña preciosa. Una niña estudiosa que a veces cecea un poco por que los dientes no le han salido todavĂ­a del todo. Una niña amable, dulce, que cuando te ve de lejos, deja todo y sale corriendo a tu encuentro, asĂ­ es tu hija un dĂ­a. Y al siguiente, esa niña ha desaparecido. Se ha ido para siempre, y de golpe, encuentras que en tu casa hay un ser extraño que ya no es tu niña, pero que tampoco es una mujer. Y se obstina en que la trates como una mujer, pero a veces exige ser tratada como una niña. Y hagas lo que hagas con ella, siempre te equivocas, porque la tratas como niña cuando ella quiere ser adulta, y cuando le hablas como a un adulto, resulta que quiere ser una niña…

    -¿Sabes? Creo que le das demasiadas vueltas a las cosas. – Eric la mirĂ³ sin comprender. – VerĂ¡s… tu hija te tiene cogido el pan debajo del brazo, y lo sabe. TĂº no sabes quiĂ©n es ella, pero ella sĂ­ sabe quiĂ©n eres tĂº: su papĂ¡. No su padre, sino “papĂ¡”. Siempre la vas a ayudar en todo, siempre vas a asumir tu culpa en todo lo que hace ELLA. No la dejas asumir consecuencias. 

    -Claro que no. – contestĂ³ con sencillez – Soy su padre, estoy precisamente para eso, para que no tenga que sufrirlas. 

    -¡AhĂ­ te equivocas! No serĂ­a sufrirlas, serĂ­a “asumirlas”. No presumas que si no estĂ¡s tĂº para velar por todo, ella va a sufrir. El verano pasado, cuando suspendiĂ³, ¿no te dijo ella que preferĂ­a repetir curso, en lugar de pasarse el verano estudiando? – Eric asintiĂ³, con la boca llena de pan y mortadela -  ¿Por quĂ© no la dejaste?

    -Pofque… - tragĂ³ - ¡Porque hubiera perdido un año de estudios!

    -Eric... En primera, ¿eso te parece realmente tan grave? Y en segundo lugar, ¿crees que eso, no lo habrĂ­a visto ella misma? ¿Crees que le hubiese gustado, siendo una adolescente como es, encontrarse de pronto en una clase llena de “niños”? ¿De “bebĂ©s”? – El matemĂ¡tico negĂ³ con la cabeza. – Claro que no. Lo hubiera detestado. Y puede que al principio te hubiera culpado a ti de eso, “debiste haberme obligado a estudiar, padre irresponsable, negligente”… pero entonces le hubieras dicho que eso era exactamente lo que ella querĂ­a hacer, y ahora sabĂ­a que sus actos, tenĂ­an consecuencias, y ella debĂ­a asumirlas. 

     El profesor se quedĂ³ pensativo. Con frecuencia se lo habĂ­an dicho, y lo habĂ­a pensado Ă©l: “mimas demasiado a esa niña… es hija Ăºnica, tĂº eres viudo y te vuelcas demasiado en ella… no le falta cariño, le sobra protecciĂ³n…”. Es posible que tuviesen razĂ³n, Ă©l siempre habĂ­a asumido que, al criarse sin su madre, le faltaba la mitad del amor que a los demĂ¡s niños, y por eso siempre habĂ­a intentado serlo todo para ella, estar con ella todo el tiempo y protegerla de todo. Él conocĂ­a a madres solteras que a veces salĂ­an solas, y no por ello desatendĂ­an a sus hijos. Él nunca se lo habĂ­a permitido a sĂ­ mismo, ni habĂ­a permitido a Andrea que cometiese prĂ¡cticamente ningĂºn error que Ă©l pudiera evitarle.

    -Mañana es viernes – dijo Dalia – SĂ© que los viernes por la tarde, le repasas a tu hija los deberes de la semana, le tomas las lecciones y le revisas la agenda. Y eso estaba muy bien cuando ella tenĂ­a ocho años, pero no cuando tiene diecisĂ©is. ¿Te gustarĂ­a salir conmigo mañana por la tarde, y decirle a tu hija que confĂ­as en ella para que lleve sus estudios al dĂ­a? 

    HacĂ­a catorce años que Eric no salĂ­a sin su hija, no digamos ya con una mujer. MirĂ³ a Dalia y casi por primera vez, fue consciente de lo mucho que le brillaba el pelo negro, de los grandes que tenĂ­a los ojos verdes y de lo vivo del color rojo con que se pintaba los labios. SonreĂ­a, le miraba ladeando la cabeza y enrollĂ¡ndose el dedo Ă­ndice en un mechĂ³n oscuro de su melena. El estĂ³mago le temblĂ³, un temblor agradable, y asintiĂ³. 





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      -PapĂ¡, en lugar de peinarte, ¿has considerado la opciĂ³n de sacarte brillo? – comentĂ³, con cierto veneno, Andrea cuando le vio peinarse el cabello gris. Es cierto que casi la mitad de la su cabeza estaba limpia de pelo, pero el que quedaba –como de la coronilla hacia atrĂ¡s-  era aĂºn abundante, y aunque fuera gris, era bonito. 

    -Muy graciosa. – contestĂ³ Ă©l y cerrĂ³ la puerta del baño antes de que su hija preguntase mĂ¡s. Se mirĂ³ al espejo y estuvo tentado de echarse hacia delante parte del cabello, o peinarse parte de lado para tapar algo mĂ¡s,… pero desechĂ³ la idea. Dalia estaba acostumbrada a verle tal como estaba, no habĂ­a razĂ³n para fingir lo que no estaba. Se habĂ­a puesto el traje marrĂ³n, la camisa blanca y la corbata de color rojo oscuro, y se trataba de un traje casi nuevo, sĂ³lo se lo habĂ­a puesto tres veces desde que lo comprĂ³, hacĂ­a dos años… y ademĂ¡s, era el Ăºnico cuya chaqueta no tenĂ­a coderas cosidas. Se puso la colonia cara, esa que le dio dinero a Andrea para que se la regalara a Ă©l mismo. Al echarse la colonia y recordar aquĂ©lla Navidad tan feliz con su hija, sintiĂ³ un poco de culpabilidad, pero enseguida la reprimiĂ³. SabĂ­a que aquello les vendrĂ­a bien a ambos, Andrea tenĂ­a que crecer para todo, y Ă©l tenĂ­a derecho tambiĂ©n a vivir como persona, ademĂ¡s de como padre. SaliĂ³ del baño y bajĂ³ al salĂ³n, donde Andrea decĂ­a que estudiaba, pero tenĂ­a puesto en la tele un programa musical.

     -¿QuĂ© tal estoy? – preguntĂ³. 

     -¿A dĂ³nde vas? – dijo ella por respuesta. 

     -Te lo dije anoche, he quedado con algunos compañeros. – sonriĂ³ – Iremos a tomar un cafĂ©, y quizĂ¡ cenemos, aunque no creo. 

      -¿Por quĂ© tĂº sĂ­ puedes salir, y yo tengo que quedarme estudiando? ¿No vas a ayudarme a repasar los ejercicios hoy? ¡Luego dirĂ¡s que es culpa mĂ­a si los tengo mal!

     -Andrea, acerca de eso, he estado pensando Ăºltimamente. – dijo Eric. – Y creo que tienes razĂ³n en parte. A veces, soy demasiado protector contigo; lo de usar la tarde del viernes para fiscalizar todo lo que haces durante la semana… ya eres demasiado mayor para eso, ¿no crees? – Andrea asintiĂ³, no del todo convencida – Por eso, he pensado, que voy a darte mayor libertad. Vas a llevar tĂº tus estudios del modo que tĂº creas mĂ¡s correcto. Si esta tarde prefieres salir, puedes hacerlo. 

     -¡Genial, papĂ¡! – Andrea saltĂ³ del sofĂ¡ y abrazĂ³ a su padre. 

     -¡…Siempre y cuando lleves todos los deberes hechos el lunes, eso sĂ­! 

     -¡No tendrĂ¡s queja, papĂ¡! – prometiĂ³ la chica y corriĂ³ por la escalera a arreglarse. Ni diez minutos despuĂ©s, bajĂ³. La verdad que aquĂ©lla falda, a Eric no le gustaba nada, pero al menos llevaba un jersey, amplio, pero jersey. - ¿QuĂ© tal estoy? 

    -¿¡A dĂ³nde vas?! – preguntĂ³ ahora el matemĂ¡tico. 

     -Mis amigos han quedado, y voy con ellos. – Eric le preguntĂ³ si ahora pensaba irse hasta su antiguo barrio, pero Andrea negĂ³ con una sonrisa – Mis amigos de aquĂ­. He hecho amigos aquĂ­. 

     -¡Cielo, cuĂ¡nto me alegro…! Me gustarĂ­a conocerlos, eso sĂ­, porque…

     -PapĂ¡… - amonestĂ³ la chica. 

     -Tienes razĂ³n, Andrea, “mĂ¡s libertad”, eso es lo que hemos quedado. Bueno… Yo no creo que vuelva muy tarde, seguramente a eso de las nueve estarĂ© aquĂ­, me gustarĂ­a que volvieras a eso de las diez… ¿y media? – extendiĂ³ la hora un poquito. Andrea dijo a todo que sĂ­, y saliĂ³ como un rayo, camino hacia el centro del pueblo. Eric cogiĂ³ el coche y se dirigiĂ³ a recorrer a Dalia, con el corazĂ³n dividido. Por un lado, sentĂ­a que lo que hacĂ­a estaba bien y que tanto Ă©l como su hija tenĂ­an derecho a crecer en todos los aspectos. Por otro, le parecĂ­a estar traicionando a su hija, a su fallecida esposa, a los padres de Ă©sta, y hasta a sĂ­ mismo. Pero cuando la señorita Dalia saliĂ³ de su casa con una falda casi tan corta como la que llevaba su hija, con una blusa negra de escote picudo que dejaba ver el canalillo, y cuando se metiĂ³ en el coche y el delicioso olor de su perfume le inundĂ³ la nariz, ya no lo pudo seguir pensando. 



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     El CafĂ© Royal era un lugarcito encantador. Eric no lo conocĂ­a, pero la señorita Dalia sĂ­, y le asegurĂ³ que ademĂ¡s de bonito, hacĂ­an unos cafĂ©s riquĂ­simos en Ă©l. Se sentaron en una de las mesas de esquina, en un rincĂ³n recogido y discreto. El local estaba apenas iluminado, la mayor parte de la luz procedĂ­a de pequeñas lamparitas que habĂ­a en cada mesa y que daban una luz indirecta, suave y atenuada. Suave jazz sonaba de fondo y Eric intentaba leer la carta, pero dos lamparitas verdes atraĂ­an constantemente su atenciĂ³n. Dalia no dejaba de mirarle, sentada junto a Ă©l, en la parte de sillĂ³n que daba al pasillo. 

     -¿Quieres pedir por mĂ­? – preguntĂ³ el matemĂ¡tico, y la mujer tomĂ³ la carta y la estudiĂ³. Ella la conocĂ­a, pero se preguntĂ³ quĂ© podrĂ­a gustarle mĂ¡s a Eric. Cuando eligiĂ³, en lugar de esperar al camarero, ella misma se levantĂ³ a pedir, y Eric no pudo evitar fijarse en que la faldita se le habĂ­a subido un poco por las piernas y en cĂ³mo se la estirĂ³ al levantarse; su cadera se movĂ­a de un modo sinuoso, como una serpiente. Cuando caminĂ³, sus piernas, caderas y nalgas se combinaron en un movimiento perfecto. Confusamente pensĂ³ que le gustarĂ­a encontrar una funciĂ³n, una tabla de valores que describiese tan espectaculares curvaturas… pero no lo logrĂ³. 

     La señorita Dalia volviĂ³ y se dio cuenta de cĂ³mo la miraba el profesor, y se le escapĂ³ una sonrisita apurada. A propĂ³sito o no, Eric habĂ­a apoyado el antebrazo sobre el cabecero del sillĂ³n, de modo que cuando ella retomĂ³ asiento a su lado, podrĂ­a parecer que estaban a punto de abrazarse. Segundo despuĂ©s, apareciĂ³ un camarero que dejĂ³ sendas copas frente a ellos y una bandeja con seis pastitas de mantequilla.

     -¿QuĂ© es esto, helado? – preguntĂ³ Eric apenas se marchĂ³ el camarero.

     -No, es lo que aquĂ­ llaman cafĂ© suizo. CafĂ©, leche condensada, chocolate, nata, virutas de chocolate, y un toquecito de licor. 

      Eric sorbiĂ³ de la pajita. Hasta ese momento, su mundo se habĂ­a compuesto, metafĂ³ricamente hablando, de lĂ­neas rectas dispuestas ordenadamente en una pulcra cuadrĂ­cula, pero apenas el aroma del cafĂ© le llegĂ³ a la nariz, notĂ³ que esas lĂ­neas rectas empezaban a ondularse, y enseguida a disponerse en cĂ­rculos, espirales y curvas sin fin que se cruzaban en una extraña armonĂ­a de divertido desorden. De repente, fueron los aromas y las sensaciones las que tomaron el mando; el olor amargo y denso del cafĂ© le bajĂ³ por la garganta y le quemĂ³ el pecho, dĂ¡ndole un calor delicioso mientras el amargor se quedaba en su boca y lo notaba en su paladar. Un “Hmmmmmmmmmmmm” largo, se le escapĂ³, ¡quĂ© cosa tan rica!

     -MĂ©zclalo – le aconsejĂ³ Dalia – MĂ©zclalo todo, y sabrĂ¡ aĂºn mejor. 

      Eric la mirĂ³ con desconcierto, ¿¿¿aĂºn mejor??? ObedeciĂ³, tomĂ³ la cucharilla larga y la introdujo en la copa… pero primero, probĂ³ un poquito de la nata con virutas de chocolate, ¡quĂ© delicia! ¡QuĂ© dulce estaba! Lo mezclĂ³ todo con cuidado de que no se cayera nada y probĂ³ de nuevo. Hubiera podido llorar de gusto. SaboreĂ³ el cafĂ© con los ojos cerrados, notando el delicioso cambio de sabores, el amargo del cafĂ©, el dulce de la leche condensada, la intensidad del chocolate, la suavidad de la nata, el picorcito del licor… Para un hombre acostumbrado a los cafĂ©s de mĂ¡quina y a la comida casera sin variaciones, aquello era el ParaĂ­so. Mientras saboreaba, mirĂ³ a Dalia. Ella tambiĂ©n tenĂ­a los ojos cerrados en una expresiĂ³n de placer, y Eric se dio cuenta de que no sĂ³lo era bonita, sino que le gustaba. Le gustaba cĂ³mo bebĂ­a cafĂ©, le gustaban los bocaditos minĂºsculos con los que comĂ­a pan y chocolate, le gustaba el sonido de su voz, su olor, el modo en que pasaba cinco minutos colocando todo perfectamente alineado antes de ponerse a hacer nada, y le gustaba cĂ³mo ella encontraba palabras siempre para todo. Antes de poderse dar cuenta, se habĂ­a arrimado mĂ¡s a ella, de nuevo el brazo en el reposacabezas del sillĂ³n, y su otra mano reptaba por la mesa, buscando las de ella. 

      Dalia se dio cuenta, y su estĂ³mago girĂ³. Ella tambiĂ©n lo querĂ­a, pero no esperaba que el honesto y rĂ­gido profesor de matemĂ¡ticas se lanzase de forma tan decidida. Se volviĂ³ hacia Ă©l, y en sus ojos de color verde grisĂ¡ceo, vio una sed de cariño muy elevada. DejĂ³ su copa en la mesa, y al hacerlo, rozĂ³ con los dedos la mano de Eric; por reflejo estuvo a punto de retirarse, pero el matemĂ¡tico la tomĂ³ con la suya. El corazĂ³n de Eric habĂ­a doblado su velocidad habitual, y sentĂ­a que era su deber decir algo.

     -Dalia… yo… me gustarĂ­a decirle… expresarle que… Estar con usted, me es en extremo agradable…

     -¿Intentas decirme que te gusto?

     -…Esa concisiĂ³n, tiene la belleza y a la vez la exactitud de una operaciĂ³n simplificada. – sonriĂ³ Eric. 

     -¡TĂº a mĂ­ tambiĂ©n! – las manos de ambos se apretaron y acariciaron mientras el matemĂ¡tico la atraĂ­a hacia sĂ­. Eric sentĂ­a su estĂ³mago girando, se morĂ­a de ganas de besarla, pero le daba timidez intentarlo; Dalia le acercĂ³ mĂ¡s la cara, mirando la sonrisa del doctor, y Ă©l, viendo que ella estaba completamente de acuerdo, la mirĂ³ a los ojos y  aĂºn se hizo esperar unos segundos para saborear la impaciencia, pero al fin cubriĂ³ la Ăºltima distancia y sus labios se apretaron contra los de ella. Fue breve como una chispa e igual de intenso. Los dos sonrieron y se frotaron por un momento mutuamente la nariz. Y entonces Dalia le tomĂ³ de la nuca y le atrajo con rapidez, como si temiera que Eric fuese a escaparse, y le plantĂ³ un beso largo en el que su lengua pidiĂ³ paso con urgencia. El matemĂ¡tico puso los ojos en blanco y la abrazĂ³ por la cintura, devolviendo el beso con pasiĂ³n. Su boca se dejĂ³ penetrar por la lengua de Dalia y su lengua le dio la bienvenida con suaves caricias hĂºmedas. Su beso sabĂ­a a cafĂ© y a pastas, y era tan dulce, tan intenso… La mano con que la mujer le abrazaba bajĂ³ descaradamente, le tomĂ³ la pierna y le hizo ponerla sobre las suyas para estar aĂºn mĂ¡s juntos, y empezĂ³ a acariciarle por el interior de los muslos. 

     -¡Por favor, señorita Dalia, ¿pero quĂ© hace?! – susurrĂ³ Eric, aprovechando para tomar aire. La maestra retirĂ³ la mano. 

      -¿Voy muy deprisa…?

      -¡No, digo que quĂ© haces parĂ¡ndote ahĂ­, mujer, sube…! – Eric le llevĂ³ la mano de nuevo a su muslo y la invitĂ³ a acariciar mĂ¡s arriba. Dalia sonriĂ³ con los labios entreabiertos y le mirĂ³ a los ojos mientras su mano tocaba el bulto candente que Eric tenĂ­a bajo el casto pantalĂ³n de pana sujeto con tirantes. FrotĂ³ y el matemĂ¡tico luchĂ³ por no cerrar los ojos de gusto, ¡quĂ© placer! La abrazĂ³ contra su pecho y suplicĂ³ en su oĂ­do que siguiera, que por favor no retirase la mano… “Voy a volver a casa con los calzoncillos empapados, pero me da igual, ¡me encanta!”, pensĂ³. DisfrutĂ³ de la dulce corriente que le recorrĂ­a la espalda cada vez que ella apretaba su virilidad, ¡quĂ© bueno! ¡HacĂ­a años que no sentĂ­a ese maravilloso cosquilleo picante! Mmmmh, sabĂ­a hacerlo, Dalia sabĂ­a hacerlo muuuuy bien, frotaba con cariño y apretaba ¡ah! Apretaba en la punta, y le daba mucho calor… La mujer le sonriĂ³ y le metiĂ³ una pastita en la boca. Eric supo para quĂ© - ¡Mmmmmmmmmmmmmmmmh… estĂ¡ deliciosa! ¡MĂ¡s!

     “QuĂ© guapĂ­simo estĂ¡ asĂ­, ¡estĂ¡ para comĂ©rselo!” pensĂ³ Dalia y le dio otro pastel. Mientras Eric ponĂ­a los ojos en blanco, ella le abriĂ³ la cremallera y le sacĂ³ el miembro de los pantalones. El matemĂ¡tico tosiĂ³ y la mirĂ³ casi con pavor. Dalia asintiĂ³ y una enorme sonrisa coronĂ³ el rostro del doctor. Se hizo un poco hacia abajo en el asiento para estar mĂ¡s cĂ³modo. SabĂ­a que nadie podĂ­a verles, el manejo lo llevaban bajo la mesa y el local estaba oscuro; el resto de parejas estaban a lo suyo, y era probable que alguna otra persona del local lo estuviera pasando tan bien como Ă©l, pero aun asĂ­, hacer algo semejante en un lugar pĂºblico le excitaba muchĂ­simo. Dalia empezĂ³ a frotarle la polla con una mano mientras se recostaba en su pecho. Eric la abrazĂ³ y se dejĂ³ llevar por las sensaciones, dulcĂ­simas sensaciones que le embriagaban. SabĂ­a que no aguantarĂ­a mucho, el cosquilleo celestial era demasiado fuerte, Ă©l llevaba demasiado tiempo sin sentirlo y Dalia le gustaba mucho, pero estaba dispuesto a disfrutar de esos minutos como si fueran los Ăºltimos.

      Dalia querĂ­a hacerle gozar y no le daba tregua, le frotaba deprisa, con ansia, y poniĂ©ndole esa sonrisa traviesa en su cara de muñeca. Le apretĂ³ por la punta y Eric pegĂ³ un brinco, ¡quĂ© gusto! “AhĂ­, por favor… por favor, Ă©se es el puntoo…” susurrĂ³ el matemĂ¡tico en el oĂ­do de Dalia y ella le besĂ³ la cara entre gemidos y obedeciĂ³. FrotĂ³ en el glande, notando las gotitas de humedad que se escapaban del miembro de Eric y que le hacĂ­an resbalar los dedos, y aumentĂ³ la velocidad. Eric la apretĂ³ con fuerza contra sĂ­, y aunque intentĂ³ no cerrar los ojos, estos se le cerraron de placer. Un picor travieso le mordĂ­a el glande y cuando ella lo acariciaba, hacĂ­a que las cosquillas aumentaran mĂ¡s y mĂ¡s. Su cuerpo se encogĂ­a, acalambrado de gusto, y notaba su bajo vientre arder de deseo. El picorcito simpĂ¡tico crecĂ­a y crecĂ­a, parecĂ­a hacer cĂ­rculos en su glande y sus testĂ­culos, expandirse por su vientre y todo su cuerpo. Llegaba al final, podĂ­a notarlo, podĂ­a sentir que el picor querĂ­a reventar. Con esfuerzo, logrĂ³ abrir los ojos para mirar a Dalia e intentĂ³ abrir la boca para susurrar que le llegaba, pero sĂ³lo pudo boquear. Dalia le entendiĂ³ y le besĂ³, para impedir que gimiera, y Eric se tensĂ³, ¡se corrĂ­a! Un placer increĂ­ble se expandiĂ³ en su miembro y le baĂ±Ă³ el cuerpo, recorriĂ³ su columna y le hizo temblar las piernas mientras el alma se escapaba entre ellas y sus manos se crispaban en los hombros de su compañera. 

     Dalia le besĂ³ la cara, la nariz… la sonrisa extasiada que Eric no podĂ­a abandonar. QuĂ© gusto… quĂ© placer… ¡quĂ© bienestar! Era deliciooooooso… Le pareciĂ³ que su brazo pesaba toneladas, pero aun asĂ­ logrĂ³ coger un par de servilletas de papel del servilletero y se limpiĂ³. Le daba vergĂ¼enza pensar que la mayor parte de su descarga habrĂ­a caĂ­do al suelo que para rematar la fiesta, era de moqueta, pero el placer habĂ­a sido tan dulce, que… si se lo hubieran dicho segundos antes, no habrĂ­a sido capaz de renunciar a Ă©l. La maestra no dejaba de hacerle mimos y Eric la besĂ³, un beso largo lleno por igual de cariño, que de gratitud.

     -¿Te apetece ir a mi casa? – preguntĂ³ en un susurro. Dalia asintiĂ³. 



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      -¡DĂ©jame respirar un poco…! – rio Andrea, colorada como un tomate, entre los brazos de David, que no dejaba de besarla. 

      -No puedo, ¡no puedo! Cuando te tengo asĂ­… - el chico era todo manos y boca. Andrea sabĂ­a por dĂ³nde paraba los viernes por la tarde, y no habĂ­a tenido mĂ¡s que ir a buscarle. David, que sabĂ­a que los viernes ella estaba “prisionera de su padre y los deberes”, se alegrĂ³ mucho de verla, y cuando se enterĂ³ que su padre habĂ­a salido, mĂ¡s aĂºn. Desde entonces, no habĂ­a dejado de insistir que fueran a su casa. – Venga… vamos a tu casa, estaremos mĂ¡s cĂ³modos allĂ­. 

      -No… no es buena idea. Mi padre seguro que llega pronto, ¿quĂ© diremos si estĂ¡s allĂ­?

      -Que estamos charlando y ya. Me portarĂ© bien, ¡venga! – David la besĂ³ de nuevo y Andrea siguiĂ³ poniendo excusas, pero al mismo tiempo, mientras paseaban, tomaron el camino de su casa. 





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     La casa de Eric era cĂ¡lida y acogedora. Pese a tener dos plantas y el trastero del Ă¡tico, en realidad no era muy grande, sĂ³lo tenĂ­a dos habitaciones; la principal era la de Eric, que tenĂ­a baño propio y que el profesor aprovechaba tambiĂ©n como despacho. Por la fuerza de la costumbre, el profesor tenĂ­a cama de dos plazas en ella, pese a los años que hacĂ­a que dormĂ­a solo, y apenas Dalia vio la cama, se descalzĂ³ y, como quien no quiere la cosa, se sentĂ³ en ella. 

      -¿En quĂ© lado duermes? – preguntĂ³, riendo. El matemĂ¡tico tampoco podĂ­a dejar de sonreĂ­r y le dijo que dormĂ­a en el lado de la ventana. Dalia se tumbĂ³ sobre ese y oliĂ³ la almohada – mmmmh… sĂ­, aquĂ­ huele a ti. 

     Mientras estaba de espaldas a Ă©l, Eric cerrĂ³ la puerta de la alcoba y se dirigiĂ³ a la cama. En los escasos pasos que separaban la puerta de la cama, se descalzĂ³ con los pies, se bajĂ³ los tirantes y se soltĂ³ la cremallera del pantalĂ³n. Dalia le sentĂ­a tras ella y no se moviĂ³, sĂ³lo sonriĂ³ por lo bajo. Eric, con la respiraciĂ³n acelerada y el pantalĂ³n flojo, se tumbĂ³ a su espalda y la abrazĂ³. Dalia emitiĂ³ un gemido adorable al notar el calor que emanaba del cuerpo de su compañero,  y le acariciĂ³ el brazo que Ă©l tenĂ­a en su cintura. Eric no acababa de creerse lo sucedido en el cafĂ©, y tampoco podĂ­a terminar de creer que tuviese a una mujer en su casa, tendida en su cama, y que estuviese a punto de hacer el amor con ella. No lo dijo, pero agradeciĂ³ la idea de haberse mudado hasta el infinito; en primera, porque asĂ­ la habĂ­a conocido. En segunda, porque aquĂ©lla ya no era la cama que en su dĂ­a compartiĂ³ con su mujer; es poco probable que hubiera sido de capaz de tener sexo con Dalia en la cama matrimonial. La profesora se volviĂ³ hacia Ă©l y le acariciĂ³ la cara con el dorso de los dedos mientras Eric perdĂ­a los suyos entre el cabello negro azulado de la mujer, y se besaron. La lengua del matemĂ¡tico fue la primera en atacar en Ă©sta ocasiĂ³n y lo hizo con decisiĂ³n, lamiendo los labios de Dalia para introducirse entre ellos deslizĂ¡ndose y buscando a su compañera, que saliĂ³ a su encuentro de inmediato, deseosa de jugar.

      Eric notĂ³ las manos de Dalia, cĂ¡lidas y acogedoras, introduciĂ©ndose bajo su pantalĂ³n suelto, sacĂ¡ndole de sitio la camisa, retirĂ¡ndole la camiseta interior y acariciando la sensible piel de la espalda y la cintura, y no pudo reprimir un escalofrĂ­o. Al doctor le hubiera gustado decirle que se sentĂ­a en la gloria con ella, que lo del CafĂ© habĂ­a sido bestial y que se habĂ­a sentido… frĂ¡gil. Pequeñito y mimado. Por primera vez en muchos años, alguien se preocupaba de darle mimitos a Ă©l, de consentirle, hacerle feliz y tenerle como a un caprichitos, y le gustaba muchĂ­simo mĂ¡s de lo que hubiera podido pensar nunca. De veras que querĂ­a decĂ­rselo. Pero sencillamente no podĂ­a, su boca estaba demasiado ocupada besando. Dalia le desabrochĂ³ la camisa y Ă©l mismo se apresurĂ³ a quitarse la horrible camiseta de tirantes que llevaba debajo, mientras interiormente agradecĂ­a haberse puesto al menos unos calzoncillos bĂ³xer decentes, en lugar de los horrendos calzoncillos largos que apenas apretaba el frĂ­o le gustaba llevar porque eran muy calentitos. Dalia se deshizo de la falda mientras Eric le desabrochaba la blusa, y apenas vio sus pechos cubiertos por el sostĂ©n negro, metiĂ³ su cara entre ellos y se extasiĂ³ en el calor y el dulce olor cĂ¡lido que desprendĂ­an. 

       Con esfuerzo, logrĂ³ Eric abrir la cama, y aĂºn con los pantalones en las rodillas, aun llevando Dalia las medias, se metieron bajo las mantas y se abrazaron. Dalia querĂ­a decirle lo deseable que era en su ternura, en su manera tan dulce de buscar cariño, pero pensĂ³ que la mejor manera de hacĂ©rselo saber, era dĂ¡ndole placer. TerminĂ³ de quitarse las medias y las bragas, y ambas prendas se perdieron por entre las sĂ¡banas, igual que la ropa interior de Eric; la maestra se deslizĂ³ bajo Ă©l, y notĂ³ el tremendo calor que nacĂ­a de entre las piernas de su compañero, a quien se le escapĂ³ una sonrisa extasiada al sentir la suavidad de la mujer bajo su cuerpo. El matemĂ¡tico se contoneĂ³ sobre ella, gozando de la sensaciĂ³n mientras se miraban a los ojos y se dedicaban mutuas sonrisas. Dalia le acariciĂ³ las piernas con los pies, y el cuerpo de Eric se acomodĂ³ solo. Un nuevo movimiento de caderas, y sus puños crispados se cerraron sobre la almohada y se mordiĂ³ el labio inferior. Estaba dentro de ella. 

       La piel rosada de Eric se baĂ±Ă³ de sudor en un momento y Dalia pareciĂ³ a punto de llorar de emociĂ³n al ver la cara de gusto del matemĂ¡tico. Le acariciĂ³ los costados, invitĂ¡ndole a moverse, pero Ă©l no podĂ­a hacerlo. Se irĂ­a si lo intentaba. TratĂ³ de normalizar su respiraciĂ³n y de contener el intenso placer que le quemaba el miembro y le cosquilleaba el bajo vientre. MirĂ³ a Dalia y vio la enorme sonrisa que ella le dedicaba, y la besĂ³, casi con furia. NotĂ³ que la excitaciĂ³n cedĂ­a ligeramente, se hacĂ­a algo mĂ¡s dĂ©bil y podĂ­a controlarla, y entonces empezĂ³ a moverse. 

      Dalia emitiĂ³ un gritito de placer, su interior hĂºmedo y apretado era frotado por la pasiĂ³n ardiente de Eric, llenĂ¡ndola de gozo. El doctor sabĂ­a que, pese a lo del CafĂ©, no serĂ­a capaz de resistir mucho, de modo que llevĂ³ su mano derecha a la boca de Dalia, invitĂ¡ndola a lamerle los dedos, lo que su compañera hizo con agrado; Eric le metiĂ³ el pulgar en la boca, ¡Dios… su boca estaba tan caliente como su coño! Cuando lo tuvo bien mojado, metiĂ³ la mano entre los cuerpos de ambos, y buscĂ³… 

      -¡Haaaah….! – sĂ­, ahĂ­ estaba. El clĂ­toris, el pequeño y suave clĂ­toris de Dalia. EmpezĂ³ a frotarlo con el pulgar mientras seguĂ­a moviĂ©ndose dentro de ella, con toda la calma que podĂ­a. La mujer le acariciaba la espalda en cosquillas deliciosas, bajando casi hasta las nalgas, y –sin querer o queriendo, Eric no lo sabĂ­a- no dejaba de apretarle dentro de su cuerpo. Su coño le daba apretones, le soltaba, le volvĂ­a a apretar, ¡quĂ© asombrosamente bueno era! Notaba que ella le abrazaba por dentro y por fuera, y cada abrazo le subĂ­a mĂ¡s la excitaciĂ³n, le llevaba a una sensaciĂ³n de frenesĂ­ desbocado que pronto no podrĂ­a controlar… pero ahora, ya no tenĂ­a importancia, porque ella estaba en el mismo punto. – Aah… ahĂ­… ahĂ­… ¡ahĂ­! 

     Dalia temblaba debajo de Ă©l, su feminidad complacida sin descanso por la polla de su compañero, su clĂ­toris cosquilleado con picardĂ­a por el dedo de Eric… El placer la recorrĂ­a en corrientes rĂ¡pidas y dulces, muy dulces, y los puntos sensibles de su sexo estaban ardiendo de gozo. El gusto la llenaba, iba a colmarla, iba a correrse en el dedo pulgar de Eric, y le mirĂ³ a los ojos para que se diera el gustazo de verlo. El doctor vio que Dalia abrĂ­a desmesuradamente los ojos, que su cara se abrĂ­a en una sonrisa… la mujer puso los ojos en blanco, gritĂ³ sonriendo y se estremeciĂ³ a golpes debajo de Ă©l, temblĂ³ y sus brazos acalambrados le apretaron contra ella. La besĂ³, anonadado de gozo y embistiĂ³ con rapidez. Al tercer empujĂ³n, un gemido ronco le vaciĂ³ el pecho y un placer dulcĂ­simo le hizo tiritar y sentirse en el cielo, derramarse tiernamente en medio de olas de gusto y alivio, de gemidos satisfechos y de maravillosa ternura. SĂ³lo entonces se dio cuenta que no habĂ­an usado protecciĂ³n de ningĂºn tipo y… Pero Dalia sollozĂ³ de gusto, estrechĂ¡ndole contra ella y haciĂ©ndole caricias, y ya no pensĂ³. SĂ³lo devolviĂ³ los abrazos. 




                                                               ************************





     -EstĂ¡ bien tu casa… ¿dĂ³nde duermes tĂº? – preguntĂ³ David, y Andrea le mirĂ³ con desconfianza - ¡SĂ³lo quiero ver tu cuarto! 

     -EstĂ¡ arriba. Puedo enseĂ±Ă¡rtelo si quieres, pero luego bajaremos enseguida, ¿vale? 

     -Si es muy pronto… me dijiste que tu padre pensaba volver a eso de las nueve, y apenas son las ocho.

      -Ya… pero no quiero que llegue a venir y nos pesque arriba. 

     -Bah, no seas tan crĂ­a, ¡tĂº ya eres mayor como para andar teniendo miedo de que papĂ¡ se entere de que has crecido! Si viene, le dirĂ© que soy tu novio, y ya estĂ¡. TendrĂ¡ que aceptarlo, tanto si le gusta como si no. A mĂ­ no me asusta decirle la verdad.

      Andrea sonriĂ³ y empezĂ³ a subir por la escalera. Esperaba que su padre no apareciese, pero si desgraciadamente llegaba, todo saldrĂ­a bien; David era un buen chico y la querĂ­a de verdad. Él subiĂ³ tras ella, abrazĂ¡ndola por los escalones y jugando, casi cada escalĂ³n paraban para besarse, hasta que el chico acabĂ³ llevĂ¡ndola prĂ¡cticamente en volandas. 





                                                        **********************



     -¿No te importa que sea mayor que tĂº? – susurrĂ³ Eric, aĂºn sobre Dalia, apoyado en los codos, mientras ella le acariciaba la cara y los hombros. TenĂ­a el cabello casi de punta de puro revuelto, estaba sudado y podĂ­a sentir que parte de su descarga habĂ­a manchado las sĂ¡banas, pero se sentĂ­a completamente feliz. 

      -¿Te importa a ti que tenga estrĂ­as en los muslos, que use tinte para taparme un par de raĂ­ces blancas del pelo o que no tenga el vientre liso? 

     -No – contestĂ³ enseguida. – Eres mi hada morena, me gustan las arruguitas que se te hacen en los ojos cuando te rĂ­es, tus muslos son el lugar mĂ¡s cĂ³modo del mundo, me gusta tu barriguita y me enloquece que tu pezĂ³n izquierdo estĂ© un poco mĂ¡s alto que el derecho. – Dalia se mirĂ³ los pechos, ¿era verdad? Ella nunca… - Yo sĂ­ me he fijado. Apenas se nota, es cosa de unos dos milĂ­metros… Si no te enfadas, te dirĂ© que me di cuenta en el despacho, un dĂ­a que llevabas la blusa blanca y el sostĂ©n de encaje debajo. 

     -¿Se transparenta?

     -Muy poquito, casi nada, te tiene que dar la luz de lado y fijarse mucho. – la maestra se rio. Vaya con el profesor formalito…

      -TĂº eres mi nubecita de algodĂ³n dulce. Eres rosado, blandito, suave… y todo dulzura. – Eric dejĂ³ escapar un suspiro y se inclinĂ³ para besarla una vez mĂ¡s. CreyĂ³ entonces oĂ­r algo en el pasillo, pero no le dio tiempo a darle importancia o no, porque entonces la puerta se abriĂ³, y vio en el vano a su hija succionĂ¡ndose las amĂ­gdalas con un chico. 

      -¡Andrea!

      -¡PapĂ¡….! – Dalia ahogĂ³ un grito. Andrea puso cara entre de asombro, terror y repulsiĂ³n. Eric abriĂ³ y cerrĂ³ la boca, incapaz de pronunciar palabra. Tres segundos. Aquello no durĂ³ mĂ¡s de tres segundos y Eric lo sabĂ­a, pero aquĂ©llos tres segundos duraron dos horas larguĂ­simas. De pronto, David echĂ³ a correr y rompiĂ³ el hechizo - ¡David! – le llamĂ³ su hija. 

     -¡Andrea, estĂ¡s castigada! – voceĂ³ Eric.

     -¿¡QuĂ©?! – se indignĂ³ la joven. – O sea, ¿QuĂ© tĂº traes mujeres a casa, y la que estĂ¡ castigada soy yo? ¡No es justo!

      -¡Hija, ¿quieres hacer el bendito favor de salir del cuarto?! ¡EspĂ©rame en el salĂ³n! – Andrea dio un portazo y Eric la oyĂ³ bajar las escaleras mientras Ă©l salĂ­a de la cama (“gracias a Dios que estĂ¡bamos arropados hasta el cuello, gracias al menos por eso” se decĂ­a) y se ponĂ­a el pijama y la bata a toda velocidad. Mientras se vestĂ­a, oyĂ³ un sonido ahogado y se volviĂ³ hacia la cama. Dalia, sentada en la cama, se tapaba la boca con la almohada y hacĂ­a esfuerzos sobrehumanos para no soltar la risa. Eric intentĂ³ balbucir alguna excusa… pero los nervios pudieran mĂ¡s: estallĂ³ en carcajadas como si llevara un año sin reĂ­rse. “Dios bendito, si Andrea me estĂ¡ oyendo reĂ­r desde abajo, y probablemente lo estĂ¡ oyendo, se pensarĂ¡ que estamos… o que me estoy riendo de ella, y… ¡pero esto es demasiado ridĂ­culo, no lo puedo evitar!”




                                                 *************************





      -Hablamos el lunes. – sonriĂ³ Dalia y saliĂ³ discretamente de la casa, saliendo por la cocina en lugar de por el pasillo principal del salĂ³n, donde estaba Andrea. Eric tomĂ³ aire, tomĂ³ paciencia, y tomĂ³ coraje, y entrĂ³ en el salĂ³n. Con restos de lĂ¡grimas en una cara de intenso enfado, abrazada a un cojĂ­n y viendo anuncios, su hija estaba sentada en el sofĂ¡ del salĂ³n. 

     -Bueno, Andrea… Creo que me debes una explicaciĂ³n.

      -PĂ¡rate ahĂ­, papĂ¡. ¿YO te debo una explicaciĂ³n? ¡No es a mĂ­ a quien han cogido encamado…!

    -Andrea, ojo con esa lengua, ¿quĂ© hacĂ­as con ese chico aquĂ­, quĂ© pretendĂ­ais hacer?

    -¡No seas hipĂ³crita, papĂ¡! ¡No, despuĂ©s de lo que… he tenido que ver! ¡No pretendas echarme en cara que yo fuese a hacer algo que tĂº sĂ­ que haces!

     -¡No me levantes la voz! – gritĂ³ Eric a pleno pulmĂ³n. 

     -¡Pues no la levantes tĂº! – chillĂ³ la chica - ¡Si yo tengo que darte explicaciones de mi vida, tĂº tienes mĂ¡s motivos para dĂ¡rmelas!

      Eric estuvo a punto de gritar de nuevo, pero exhalĂ³ el aire, intentando calmarse. Nunca en la vida le habĂ­a levantado la mano a Andrea, pero ahora mismo le daba la sensaciĂ³n de que la chica pretendĂ­a explorar los lĂ­mites de su tolerancia, o directamente le estaba retando a que le cruzara la cara, y Ă©l no querĂ­a que tal cosa sucediera. 

     -Andrea, no sĂ© si te has dado cuenta de que yo, tengo 48 años. 

     -¡Yo tengo diecisĂ©is, y ya no soy una niña! ¡Soy una mujer, y tĂº te empeñas en tratarme como si aĂºn tuviera tres! ¡Soy adulta, tomo mis decisiones, y vivo mi vida! 

     -¿Adulta? Muy bien, ¿quiĂ©n estĂ¡ gobernando ahora mismo, la derecha o la izquierda? 

     -¿Y eso que tiene que ver…?

     -¿CuĂ¡ndo fue la Ăºltima vez que fuiste a la compra?

     -¡E-eso es desviar la conversaciĂ³n, no tiene…!

    -¡A partir del lunes, dejarĂ¡s el instituto, y empezarĂ¡s a trabajar! ¡Antes de una semana, quiero que aportes dinero en casa!

     -¡Yo no… no puedo hacer tal cosa y tĂº lo sabes; hasta los dieciocho no puedo trabajar, pero…!

    -¡AjĂ¡! – cortĂ³ Eric – No sabes quiĂ©n gobierna porque aĂºn eres tan joven que piensas que eso, no te concierne todavĂ­a; no sabes llevar una economĂ­a ni una casa, no puedes trabajar, no puedes votar, no puedes viajar sola, ¡no puedes ni comprar una cerveza! ¡No tienes independencia en absolutamente ningĂºn Ă¡mbito; ni social, ni comercial, ni laboral, ni polĂ­tico! Andrea, ¡NO-eres-una-adulta! 

    -Pero… - la chica estaba a punto de llorar. 

    -Hija, no eres una niña, eso nadie lo discute. Pero tampoco eres una mujer adulta aĂºn. Y… crĂ©eme, no tengas tanta prisa por serlo. Ser adulto tiene sus ventajas, pero ahora mismo tĂº no sabes lo cĂ³moda que estĂ¡s, no sabes… no sabes lo bueno que es tener a alguien que cuide de ti. Ahora mismo, yo lo hago. TĂº no tienes que preocuparte mĂ¡s que de estudiar, todo lo demĂ¡s… soy yo quien lo hace. 

    -Pero, papĂ¡… ¡yo quiero mi libertad! – alegĂ³ Andrea. 

    -Andrea, eso que tĂº llamas “libertad”, no consiste en hacer constantemente lo que te dĂ© la gana. ¿Quieres libertad completa? Pues para ello, tendrĂ­as que solicitar la independencia de mĂ­. Y eso significarĂ­a, que serĂ­as tĂº misma quien se preocupara de mantenerse. TendrĂ­as que buscar empleo, vivienda, y ocuparte tĂº de hacer la casa, la compra… todo. Y entonces, sĂ­, podrĂ­as hacer lo que quisieras. En la hora libre que te quedarĂ­a despuĂ©s de salir de un trabajo agotador por el salario mĂ­nimo porque, ¿laboralmente, quĂ© sabes hacer? – Andrea se encogiĂ³ de hombros. La verdad es que nunca lo habĂ­a pensado. – La otra opciĂ³n, es que sigas viviendo conmigo hasta que termines tus estudios. Que escojas una carrera o un oficio a tu gusto, y vivas aquĂ­ hasta que te establezcas y puedas realmente vivir por tu cuenta. Como hace todo el mundo. Y de acuerdo que mientras vivas conmigo, siempre habrĂ¡ alguna que otra norma bĂ¡sica, pero conforme crezcas, se irĂ¡n haciendo menos. Me reitero en lo que dije esta tarde: voy a dejar de fiscalizar tus estudios por completo; si necesitas que te ayude, lo harĂ©, pero dejarĂ© que seas tĂº quien se planifique el tiempo como quieras, y si suspendes, tampoco me volverĂ© atrĂ¡s. SerĂ¡ tu responsabilidad, y tĂº serĂ¡s quien la lleve, para bien y para mal. 

     Andrea intentĂ³ mirarle, pero entonces le temblĂ³ la barbilla, se echĂ³ a llorar sin consuelo y se abrazĂ³ a su pecho. Eric la apretĂ³ contra Ă©l, y estuvo a punto de preguntar por quĂ© lloraba ahora, pero entonces se le encendiĂ³ la bombilla. 

     -Y David es un gilipollas que no se merece ni la suela que ensuciarĂ­as en aplastarle como el gusano que es. – OmitiĂ³ decirle a Andrea que ya hablarĂ­a con Ă©l, porque sabĂ­a que eso, la harĂ­a sentir como una niña. Pero en aquĂ©l momento, la chica sabĂ­a que lo harĂ­a. Y eso era exactamente lo que necesitaba.





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