-¡NO! ¡¿Pero quĂ© he hecho, Dios mĂ­o, quĂ© es lo que he hecho…?! -VirguerĂ­as, Thais… verdaderas maravillas… Colonia ba...

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-¡NO! ¡¿Pero quĂ© he hecho, Dios mĂ­o, quĂ© es lo que he hecho…?!

-VirguerĂ­as, Thais… verdaderas maravillas…





Colonia barata y alcanfor… y un poco a humo de cigarrillos, ese era su olor. Jean Fidel era mi jefe, abogado de cierta fama, especializado en representar a la acusaciĂ³n particular. Aunque tambiĂ©n era un gran defensor, sĂ³lo raramente aceptaba casos de defensa, lo suyo era acusar y destrozar defensas… y si podĂ­a ser, tambiĂ©n a las personas. En realidad se llamaba Juan, pero desde siempre le habĂ­an llamado Jean porque su madre era francesa, y Ă©l mismo insistĂ­a en ser llamado asĂ­ fuera de la audiencia, incluso por sus trabajadores, entre los que yo me contaba. Lo de "señor Fidel", se quedaba sĂ³lo para los juicios.

No tenĂ­a pasantes masculinos, ni secretarios, todo Ă©ramos chicas, y casi la Ăºnica cosa que se podĂ­a decir a favor de Jean en ese aspecto, era su sinceridad: no se ocultaba. No es que Ă©l hiciese de menos a las chicas que no le reĂ­an las gracias o que exigiese intimidad de alcoba para conservar el empleo, ni siquiera daba trato de favor a aquĂ©llas que sĂ­ le concedĂ­an sus deseos… lo que le gustaba, era la sensaciĂ³n de la caza. El tener un lugar de trabajo lleno de chicas bonitas a las que tiraba los trastos de forma puramente sexual, sin demasiada cortesĂ­a y en ocasiones, hasta de forma ciertamente patĂ©tica, era lo que le encantaba. Que yo supiera, del trabajo se habĂ­a acostado sĂ³lo con dos o tres, y ninguna de ellas seguĂ­a ya allĂ­. Una se habĂ­a casado y habĂ­a decidido dejar de trabajar, otra habĂ­a formado su propio despacho de abogados y la tercera se habĂ­a metido en polĂ­tica. Todas ellas seguĂ­an manteniendo con Ă©l una amistad, o cuando menos, le respetaban. El señor Fidel era un gran profesional, pese a su poca profesionalidad con sus ayudantes. No obstante, aunque no se acostase con nosotras, le gustaba el tonteo.

HabĂ­a quien se lo consentĂ­a, quien se reĂ­a porque Ă©l la despidiese de un azotito en el culo… habĂ­a quien no se lo consentĂ­a, quien le llamaba constantemente "señor Fidel" en lugar de Jean, quien le exigĂ­a que fuese mĂ¡s profesional… ambas cosas le encantaban. Y quizĂ¡ la segunda mĂ¡s que la primera, porque le daba ocasiĂ³n de insistir y luchar. De haberlo sabido entonces como lo sĂ© ahora, sin duda hubiera usado otra estrategia, pero cuando entrĂ© a trabajar con Ă©l como su secretaria no lo sabĂ­a, y por eso me puse a la defensiva.

-Por favor, no se lo tome a mal… - me sonriĂ³ cuando, la primera vez que le entreguĂ© unos informes y vio que estaba todo perfecto, me despachĂ³ dĂ¡ndome juguetonamente con la carpeta en el trasero y yo brinquĂ© ahogando un grito y le preguntĂ© "¿¡quĂ© hace?!". – Siempre trato asĂ­ a mis chicas. A todas. Soy un hombre cariñoso…

"Habla de nosotras como si fuera un chulo o cosa asĂ­…", pensĂ©, y salĂ­, o escapĂ© de su despacho tapĂ¡ndome el culo con la carpeta vacĂ­a. En los dĂ­as sucesivos procurĂ© no acercarme mucho a Ă©l, pero vi que decĂ­a la verdad: no es que me hubiera cogido a mĂ­, es que a todas nos trataba igual. A todas nos decĂ­a picardĂ­as, con todas se propasaba. Me extrañaba que ninguna le hubiera denunciado por acoso, Ă©se hombre parecĂ­a conducirse como si tuviera un harĂ©n propio… pero enseguida mis compañeras me contaron que era inĂºtil.

-Una intentĂ³ denunciarle una vez. Lo hizo, de hecho, contĂ³ todo lo que hacĂ­a. Le llevĂ³ a juicio. Y Jean logrĂ³ que la declararan culpable por acoso a ella. Ă‰l, quedĂ³ como un hombre sociable y expansivo que simplemente trataba a sus trabajadoras con afabilidad y fomentaba un ambiente de trabajo desenfadado y ameno, y ella, como alguien que habĂ­a malinterpretado su comportamiento, que habĂ­a intentado seducir al jefe para medrar, y cuando no lo logrĂ³, intentĂ³ destruirle. Ella tuvo que indemnizarle, perdiĂ³ su puesto, su credibilidad… Si no estĂ¡s dispuesta a aguantarle tal cual es, mejor bĂºscate otro empleo. No te lo impedirĂ¡ y ademĂ¡s te darĂ¡ buenas referencias, pero no intentes nada contra Ă©l, llevas todas las de perder… Jean lograrĂ­a condenar a la silla elĂ©ctrica a la Madre Teresa.

Y tenĂ­an razĂ³n. Y por eso habĂ­a querido trabajar con Ă©l, sabĂ­a que era de lo mejorcito del paĂ­s, trabajar con Ă©l era una buena recomendaciĂ³n para cualquiera, despuĂ©s de eso, no tendrĂ­a problema en abrir mi propio despacho o trabajar para quien me diera la gana… pero tenĂ­a que aguantar un año por lo menos, o dos, para que quedase como experiencia a poner en el currĂ­culum. No tendrĂ­a ningĂºn valor haber trabajado con Ă©l por tres meses. AsĂ­ que sĂ³lo me quedaba aguantar o volver a hacer trabajitos administrativos y no llegar nunca a ser una abogada de verdad.

Y aquĂ­, llegamos a lo peor. Eso de aguantar, no me seducĂ­a, pero podĂ­a lograrlo. Lo peor, era mi desventaja. Mi problema. Siempre he sido tĂ­mida y poco sociable precisamente por eso. Cuando era niña no me importaba, entonces no habĂ­a que tener miedo, todo era divertido… pero cuando lleguĂ© a la adolescencia, las cosas empezaron a cambiar. Entonces, tuve que tener cuidado. No debĂ­a… si iba de discotecas, me ponĂ­a en severo peligro, porque no serĂ­a capaz de aguantar, de dominarme, de controlar a mi propio cuerpo. Evitaba las fiestas, los excesos y las juergas. Cuando salĂ­a con mis escasas amigas, la fiesta se terminaba para mĂ­ apenas ellas proponĂ­an ir de bailoteo o cosa similar. Mis salidas eran al cine y hablar, y poco mĂ¡s. Con el tiempo, y por cada vez que fracasaba, me habĂ­a ido volviendo mĂ¡s y mĂ¡s introvertida. HabĂ­a tenido sĂ³lo un novio en toda mi vida, y fui yo quien le dejĂ©, porque no podĂ­a salir con Ă©l a casi ningĂºn sitio. Él querĂ­a ir a cenar y eso podĂ­a hacerlo… pero en el restaurante habĂ­a despuĂ©s mĂºsica en directo, y eso no podĂ­a soportarlo.

Si accidentalmente Jean, o alguien, se enteraba de mi rareza… serĂ­a mi ruina, no podĂ­a permitirlo. Y Jean tenĂ­a el vicio de invitarnos a todas a tomar lo que fuese cada vez que ganaba un caso. Naturalmente, me neguĂ©. Me negaba siempre, siempre ponĂ­a excusas. Que mi madre estaba enferma… que tenĂ­a que ir a la compra… que me iba a llegar un paquete y tenĂ­a que estar en casa… Mis negativas sĂ³lo tenĂ­an un efecto: cicatear a Jean mĂ¡s y mĂ¡s. Mi reticencia hizo que se interesase por mĂ­ mĂ¡s que por cualquier otra chica, yo me convertĂ­ en la plaza que deseaba tomar por encima de todo, para Ă©l era impensable tener una mujer guapa en la oficina y que Ă©sta se negase taxativamente a reĂ­rle las gracias, a juntarse con los demĂ¡s, y a considerar divertida la caza. El resto de chicas, cuando se negaban a dejarse tocar, era siempre con una sonrisa, con un comentario divertido… un: "Jean, esa camisa pronto va a parecer el chaleco si sigue usted alargando las manos…"; "Los ojos, los tengo un poco mĂ¡s arriba, ¿sabe?", y todo dicho siempre con picardĂ­a, con humor. Yo no entraba en Ă©se juego, yo directamente escapaba, incĂ³moda y avergonzada.

En cierta ocasiĂ³n estaba dictĂ¡ndome una carta. Yo estaba sentada frente a Ă©l, con el bloc en las rodillas, las piernas cruzadas para llegar mejor sin doblarme demasiado, y no dejaba de estirarme de la falda, a pesar de que casi me llegaba a los tobillos, porque notaba que Ă©l me miraba. Finalmente, dejĂ³ de dictar. Yo esperĂ©, con el boli pegado al papel, hasta que no aguantĂ© mĂ¡s y alcĂ© la mirada. El señor Fidel me miraba con sus ojos oscuros y pĂ­caros, y me encontrĂ© mirĂ¡ndole con atenciĂ³n sin darme cuenta. Era ciertamente atractivo. TenĂ­a el pelo negro muy abundante, peinado ligeramente hacia arriba, dĂ¡ndole aspecto de erizo aseado. Una cara simpĂ¡tica, donde destacaban los ojos tan negros como su cabello, brillantes y llenos de malicia, que hacĂ­an pensar en chistes verdes… que de hecho, parecĂ­an decir "SĂ­, no es una impresiĂ³n tuya, realmente te estoy desnudando con la mirada… y me encantarĂ­a hacerlo tambiĂ©n con las manos". Una nariz recta y bien delineada, aunque graciosamente gordita, y una boca cuya sonrisa prĂ¡cticamente permanente le hacĂ­a aparecer graciosos hoyuelos en las mejillas. Era muy alto, altĂ­simo, de hombros anchos, piernas muy largas y cuerpo delgado, pero no flaco. AdemĂ¡s, se vestĂ­a bien, solĂ­a llevar traje terno y el chaleco le hacĂ­a un talle francamente tentador, los pantalones le marcaban tan deliciosamente las nalgas… mentirĂ­a si no admitiera que era un hombre deseable, aunque para mĂ­ fuese un baboso obsesionado con el sexo. Si un hombre como Ă©l podĂ­a querer algo de mĂ­, pensĂ©, serĂ­a sĂ³lo para apuntarse el tanto o por morbo. Tras unos larguĂ­simos minutos, por fin hablĂ³:

-TĂº no eres divertida. – sonriĂ³, y no supe quĂ© decir, sĂ³lo me sentĂ­ indignada. – No te ofendas, no todo el mundo es divertido, cada quien es como es… lo que quiero decir es que no eres divertida no porque seas aburrida, sino porque pareces ocultarte. MĂ­rate. Llevas una falda que te llega mĂ¡s abajo de las rodillas, y aĂºn asĂ­ no dejas de estirĂ¡rtela. Una blusa gris cerrada hasta el cuello, y encima un lacito en Ă©l, para evitar que se suelte ni un botĂ³n, y ademĂ¡s, la chaqueta. Llevas unos zapatos planos que parecen barcas, y toda tu ropa es pardusca. Y el pelo corto. No digo que no vistas con discreciĂ³n, he conocido a muchas mujeres que preferĂ­an vestir discretamente, pero aĂºn asĂ­, se sentĂ­an elegantes y guapas a su manera, porque se arreglaban para ellas mismas… tĂº no. – sonriĂ³ mĂ¡s, como si acabara de comprender un chiste muy divertido – TĂº no te sientes bien con esas ropas, ni cĂ³moda, ni nada… sĂ³lo las usas para ocultarte. De algĂºn modo, te sirven como una barrera detrĂ¡s de la cual puedes esconderte. SĂ³lo te faltan las gafas, estoy seguro que lamentas no tener que llevar gafas, porque entonces podrĂ­as usar unas lentes enormes que te cubrieran media cara y que llevases sujetas al cuello con una cadenita… entonces, seguro que nadie se acercarĂ­a a ti, ¿verdad?

SentĂ­ que mi cara ardĂ­a. Me hubiera gustado poder decirle que se metiera en su vida, que me dictara su maldita carta y me dejara en paz, pero no pude. El señor Fidel se levantĂ³ de su silla y apoyĂ³ las manos en los reposabrazos de la mĂ­a. AcercĂ³ su nariz a mi rostro y el olor a mentol de su aliento me baĂ±Ă³ la cara.

-Soy el primer hombre que se acerca a ti en mucho tiempo. – no era una pregunta. – Y eso te incomoda. PreferirĂ­as que te dejara en paz, preferirĂ­as que todo el mundo te dejara en paz, meterte en tu caparazĂ³n y no tener que volver nunca a hablar con nadie… Lo siento, señorita, eso no se puede. Thais – Ă©se era mi nombre – Si quieres ser abogado algĂºn dĂ­a, no puedes esperar que la gente no te mire, o que sĂ³lo les presentes documentos y se queden convencidos, o no hablar con la gente. Necesitas a la fuerza hablar. Y no sĂ³lo hablar, sino convencer. Apabullar. Manipular. Y eso, no se consigue encerrĂ¡ndote en ti misma. Tienes que salir y plantar cara, como lo hacen las demĂ¡s. Cuando les doy un azote y ellas se molestan, podrĂ­an devolverme un bofetĂ³n… pero eso, en la audiencia, no podrĂ¡n hacerlo. Tienen que vencer al contrario con la palabra, aunque sepan positivamente que defienden una causa perdida o a un miserable, o que acusan a alguien que tiene razĂ³n. No pueden abofetear al contrario, o decir "señor juez, mire a Ă©ste…". Tienen que rebatirle conservando la calma. Te parecerĂ¡ una tonterĂ­a, pero si ya estĂ¡n templadas de tratar con un manos largas como yo, conservarĂ¡n la calma frente a lo que sea. Y tĂº tienes que hacerlo tambiĂ©n. No quiero volver a verte esconder la cabeza como una tortuga, eres una chica valiente, no un animalito asustado.

No supe quĂ© decir. La verdad es que casi nunca sabĂ­a quĂ© decir. En un intento de forzarme a reaccionar, alargĂ³ la mano y la puso sobre mi pecho. AhoguĂ© un grito.

-¡Por favor…! – susurrĂ©.

-En un juicio, cuando presenten una prueba que te haga correr peligro, no podrĂ¡s decir "por favor"… tendrĂ¡s que rebatirla. – sonriĂ³, sin mover su mano de mi pecho. – Dime algo que me haga retirar la mano.

-Le… puedo denunciar por acoso si no quita la mano… - musitĂ©.

-No, no puedes contestar a un ataque directo con una vaga amenaza que sabes que no podrĂ¡s llevar a cabo. EstĂ¡s permitiendo que mi mano sea quien piense por ti. EstĂ¡s tan ocupada pensando en librarte de mi mano, que no piensas claramente, sĂ³lo quieres defenderte… no te defiendas, ataca. – Le mirĂ© con los ojos hĂºmedos. – Antes que lo hagas… no insultes. No puedes insultar a un abogado porque te ataque, tienes que contraatacar en el terreno de la dialĂ©ctica. SĂ© mordaz. Estoy intentando ponerte en un aprieto, rebajarte, humillarte con mi acoso… anĂºlame. Ponme en ridĂ­culo. Haz que me retire.

-Si… si estĂ¡ intentando tomarme el pulso, no sabe usted nada de anatomĂ­a… el corazĂ³n, estĂ¡ en el otro lado… - habĂ­a tartamudeado y tenĂ­a la voz ahogada por el llanto que me producĂ­a la impotencia. Pero Jean sonriĂ³.

-Un poco burdo, pero no estĂ¡ nada mal para ser la primera vez. – retirĂ³ la mano lentamente. - ¿Ya lo ves? Puedes hacerlo. Y DEBES hacerlo. Tienes que aprender a atacarme con seguridad, y llegarĂ¡ el dĂ­a en que podrĂ¡s esquivarme, te adelantarĂ¡s a mĂ­ y no dejarĂ¡s que te toque. Y cuando te diga algo irĂ³nico, me contestarĂ¡s con el sarcasmo y me harĂ¡s callar. Thais, sĂ© bien cuĂ¡ndo una chica va a ser una abogada buena, y cuando va a ser excepcional, y tĂº eres del segundo grupo, porque has sacado las mejores notas y tienes talento… pero persistes en esconderte, y eso no podemos permitirlo. Voy a conseguir sacarte del caparazĂ³n en el que te has metido, y me lo agradecerĂ¡s. Por de pronto, no quiero verte encogida. Si te gusta llevar esas ropas, adelante, pero quiero verte andar erguida, alzar la cabeza y sacar el pecho. Quiero que cuando pases frente a un espejo, o a un escaparate, te mires en Ă©l y aprecies lo guapa que eres, y lo buena que estĂ¡s. Quiero que te convenzas de que eres hermosa y seductora, porque si tĂº lo crees, lo creerĂ¡n los demĂ¡s, y si cuando salgas ante un jurado estos ven una mujer guapa y segura de sĂ­, les caerĂ¡s mĂ¡s simpĂ¡tica y serĂ¡n mĂ¡s propensos a creerte que si ven a una criatura que no cree en sĂ­ misma y se tiene miedo.

TenĂ­a razĂ³n, tenĂ­a mucha razĂ³n. AsentĂ­. Me sentĂ­a sucia por su contacto, abusada… y al mismo tiempo, sin embargo, un poco tonta, y hasta ligeramente excitada. Ahora empezaba a entender el juego de Jean. No se trataba sĂ³lo de la caza, del tonteo, de meter mano a sus chicas, sino de un entrenamiento. Una puesta a prueba. En los dĂ­as sucesivos, me fijĂ© que las chicas que llevaban mĂ¡s tiempo con Ă©l eran efectivamente mĂ¡s seguras, y a muchas no llegaba ya a tocarlas. No porque no lo intentara, sino porque ellas se anticipaban a Ă©l. El señor Fidel fingĂ­a que iba a echarles el brazo por los hombros, pero bajaba descaradamente por la espalda hasta las nalgas… y ellas le detenĂ­an la mano en el aire con una sonrisa que Ă©l les devolvĂ­a. Y las miraba con orgullo, porque habĂ­an aprendido. SĂ³lo las chicas muy nuevas como yo, o las inseguras de sĂ­ mismas, no eran capaces de leerle asĂ­ las ideas y protegerse antes de que fuese necesario contestarle. Y me di cuenta que no querĂ­a ser una bobita que se limitase a ponerse colorada y a saltar como un minino asustado cada vez que le viese acercarse a mĂ­, sino que querĂ­a ser segura y capaz como mis compañeras.

Pasaron los dĂ­as y empecĂ© a esforzarme. Me miraba al espejo y me daba cuenta que no me gustaba lo que veĂ­a en Ă©l, y cambiĂ© todo mi vestuario. "Por usar unas faldas de chica y no de momia, no va a pasar nada malo…" pensĂ©. AĂºn no sabĂ­a cuĂ¡nto me equivocaba, pero usando faldas que dejaban que se vieran mis rodillas, blusas en las que podĂ­a llevar desabrochado el primer botĂ³n, y zapatos coquetos, me sentĂ­a mucho mejor, mĂ¡s risueña y atractiva. La mujer que ahora me devolvĂ­a la mirada desde el espejo era una criatura mucho mĂ¡s segura de sĂ­ misma, mĂ¡s atrevida… por lo menos, ya parecĂ­a tener treinta y dos, y no cincuenta y dos, aunque yo siguiera siendo la misma tĂ­mida de siempre, aterrada por lo que pudiera suceder si alguien descubrĂ­a mi debilidad. Pero… eso no tenĂ­a porquĂ© suceder, ¿verdad?

-Bueno, se acabĂ³ la jornada, ¡fiestaaa! – gritĂ³ el señor Fidel aquĂ©lla tarde de viernes, y por un momento, sonreĂ­, pero al segundo siguiente me aterrĂ©, porque me di cuenta de lo que pretendĂ­a. No hablaba de irse de fiesta por ahĂ­, sino de montarla… en la propia oficina. Ante mis ojos, mis compañeras empezaron a juntar mesas a una velocidad endiablada, a sacar comida y aperitivos de cajitas y botellas de champagne, refrescos, copas y vasos de plĂ¡stico. Yo estaba tan aturdida que apenas podĂ­a reaccionar… ¡nadie me habĂ­a dicho nada! Con disimulo, intentĂ© tomar mi abrigo y marcharme, pero al darme la vuelta, me encontrĂ© la pechera de un traje con olor a colonia barata y alcanfor, y al mirar hacia arriba la sonrisita irĂ³nica de mi jefe. – Y… ¿a dĂ³nde te imaginas que vas?
-Eeeh… ¿a mi casa? – probĂ© suerte – Es que… yo no sabĂ­a nada de… de esto, y lo cierto es que hoy no puedo, ten-tengo que llegar pronto a casa…

-…Porque tu madre estĂ¡ enferma, ¿verdad?

-¡Exacto!

-Thais, he llamado a tu madre esta mañana y ademĂ¡s de gozar de perfecta salud, ni siquiera estĂ¡ en la ciudad. – sonriĂ³.

-Es mi padre quien estĂ¡ enfermo.

-Tu padre muriĂ³ hace tres años.

-Tengo que recoger a mi sobrina del colegio.

-Hoy no es dĂ­a lectivo.

-¡Estoy menstruando!

-¡A verlo!

-¡Protesto! ¡Mi vida privada no es de la incumbencia de mi jefe!

-¡No se acepta! Puede que no lo sea fuera de la oficina, pero es totalmente de mi incumbencia dentro de ella, por eso he decidido celebrar la Ăºltima victoria aquĂ­, y por eso pedĂ­ que nadie te dijera nada, para que Ă©sta vez, no puedas escaquearte. – luciĂ³ su particular sonrisa de victoria, de "quĂ© listĂ­simo soy"… y me fastidiaba reconocerlo, pero tenĂ­a razĂ³n. QuĂ© tipo, cĂ³mo sabĂ­a acorralar, no me extraña que no hubiera letrado, ni fiscal ni defensor, que no le temiera como a la peste.

-Tengo que quedarme, ¿verdad? – El señor Fidel asintiĂ³ con la cabeza, sin dejar de sonreĂ­r con picardĂ­a.

-Por lo menos, un par de horas. – sentenciĂ³ – QuĂ© menos para no ser grosera, dado que en parte Ă©sta fiesta estĂ¡ dedicada a ti.

-¿A mĂ­….? – Eso sĂ­ que me cogĂ­a de sorpresa. Yo sabĂ­a que la semana pasada Jean habĂ­a logrado aumentar la pena de cinco años a doce, ademĂ¡s de la restituciĂ³n Ă­ntegra de los bienes no declarados, mĂ¡s los intereses correspondientes, a un tipo que habĂ­a defraudado a Hacienda todo lo que habĂ­a querido durante años. Representaba a la amante despechada del defraudador, quien se consideraba severamente ofendida por Ă©l porque le habĂ­a dado palabra de matrimonio y despuĂ©s se habĂ­a ido con otra… un inspector de Hacienda, un tal Carvallo, habĂ­a tenido la amabilidad de facilitarnos todos los informes que nos habĂ­an hecho falta, y el señor Fidel habĂ­a destrozado todos los alegatos de la defensa, apuntĂ¡ndose un buen tanto… estaba incluso pensando en presentarse para concejal, pero esa es otra historia. Eso, es lo que yo sabĂ­a. ¿QuĂ© razĂ³n tenĂ­a nadie para darme una fiesta a mĂ­…?

-Hoy hace seis meses que entraste a trabajar para mĂ­. – me explicĂ³. Y no pude evitarlo, sonreĂ­ y notĂ© que mi cara desprendĂ­a calor. Me hizo ilusiĂ³n que se acordara de algo asĂ­, cuando ni yo misma me acordaba.

-EstĂ¡ bien… supongo que puedo quedarme un ratito… - susurrĂ© – Señor Fidel, ha sido…

-Jean, por favor.

-Jean. – me corregĂ­ – Ha sido usted muy amable al pensar en mĂ­, se lo agradezco mucho. – mi jefe sonriĂ³ e hizo ademĂ¡n de darme dos besos. – Pero no tanto. – contestĂ© de inmediato con una sonrisa. Jean se riĂ³ alegremente, yo estaba aprendiendo muy deprisa.

La pequeña fiesta transcurrĂ­a con normalidad, simplemente hablando entre nosotros, haciendo chistes, comiendo y bebiendo un poquito… nada de pasarse, y debo reconocer que me sentĂ­a muy a gusto. No querĂ­a que algo asĂ­ sucediera, pero lo cierto es que el señor Fidel me estaba empezando a gustar. No seriamente, desde luego, no es que quisiese acostarme con Ă©l… pero me gustaba su persona, su forma de pensar, su manera de unir sus ganas de gamberreo y caza de sexos al trabajo. AquĂ©lla noche notĂ© que me miraba mucho. Hablaba con todas, bromeaba con todas, incluso con los novios de aquĂ©llas que los habĂ­an traĂ­do… pero a mĂ­ no me dejaba ni a sol ni a sombra, y sentĂ­a su mirada casi constantemente. Cuando en alguna ocasiĂ³n me separaba de Ă©l, o Ă©l mismo iba a hablar con otra persona, si le miraba de refilĂ³n podĂ­a ver sus ojos clavados en mĂ­. Me empecĂ© a sentir incĂ³moda y quise irme, a fin de cuentas ya habĂ­a pasado un rato prudencial. Pero entonces, llegĂ³ la catĂ¡strofe.

-¡Un poco de mĂºsica ambiente! – dijo una de mis compañeras y sacĂ³ un altavoz portĂ¡til para conectar a un mp3. Casi gritĂ© de pĂ¡nico e intentĂ© marcharme en el acto, pero una mano se cerrĂ³ en torno a mi muñeca y me retuvo. Era Jean. NeguĂ© con la cabeza, casi suplicando, pero la mĂºsica empezĂ³ a sonar y me apretĂ³ contra Ă©l.

-No, por favor… - supliquĂ©, mientras el dulce metal de la trompeta de Glenn Miller (http://www.youtube.com/watch?v=n92ATE3IgIs )parecĂ­a atravesar mi cerebro y recorrer mi espina dorsal hasta hacer palpitar mi clĂ­toris – Por favor, deje que me marche… yo…

-¿QuĂ© te dije de las sĂºplicas, Thais? Nunca te van a servir de nada. Si quieres que te deje ir, vas a tener que ser mucho mĂ¡s convincente.

…Y a partir de ahĂ­, los recuerdos de Thais eran borrosos, confusos, y sobre todo, vergonzosos. Thais no era una mujer normal, desde niña lo habĂ­a sabido, y habĂ­an intentado tratarla sin Ă©xito. Su cuerpo padecĂ­a un extraño sĂ­ndrome de hipersensibilidad a las vibraciones acĂºsticas. Dicho mĂ¡s claramente, una especie de alergia a la mĂºsica. Si una persona normal, al oĂ­r una mĂºsica bailable y pegadiza siente ganas de bailar y empieza a mover la cabeza o a balancear un pie sin apenas darse cuenta, el caso de Thais era mucho mĂ¡s alarmante: ella se veĂ­a impelida a bailar sin poder controlar su cuerpo, y a actuar en consecuencia a la letra de la canciĂ³n, y dado que la mayorĂ­a de las canciones existentes suelen hablar de amor y sentimientos, acababa arrojĂ¡ndose en brazos, besando y frotĂ¡ndose lujuriosamente contra su pareja de baile, independientemente de que en realidad le gustase o no, o de que fuese hombre o mujer. Thais no se consideraba lesbiana, pero en alguna ocasiĂ³n, vĂ­ctima de su enfermedad, habĂ­a tenido sexo con chicas… claro que tampoco se consideraba promiscua, y sin embargo habĂ­a tenido sexo con muchos hombres distintos y hasta con grupos. HabĂ­a intentado reprimirse durante toda su vida, mantenerse alerta de los sitios con mĂºsica, pero no siempre lo habĂ­a conseguido. Llevaba un par de años logrĂ¡ndolo, y por tanto, sin practicar sexo, porque, eliminados los riesgos, era una mujer muy tĂ­mida e insegura… pero ahora, acababa de caer.

A Jean no le pasĂ³ desapercibido el cambio, pero simplemente lo achacĂ³ a que por fin su mĂ¡s reciente pasante se estaba soltando la melena. Thais parecĂ­a encogerse sobre sĂ­ misma, y de pronto le mirĂ³, sonriente. Le brillaban los ojos y estaba un poco ruborizada, y parecĂ­a… parecĂ­a un poco como si flotara.

-¿Has bebido…? – preguntĂ³ el abogado, pero la joven negĂ³ lentamente con la cabeza, sonriendo mĂ¡s aĂºn, casi embobada. La suave mĂºsica de baile, el Moonlight Serenade la hacĂ­a mecerse suavemente, contoneĂ¡ndose entre los brazos de Jean, que parecĂ­a encantado con el giro de su colaboradora. "Creo que no sabe lo bonita y lo seductora que puede llegar a ser", pensaba, aprovechando para pegarse mĂ¡s a ella y empezar a bajar la mano por su espalda, acercĂ¡ndose peligrosamente al trasero de Thais, "o lo sabe, pero tiene miedo de sĂ­ misma y de su sensualidad." La joven le mirĂ³ con los labios entornados e incrustĂ³ su cabeza en el pecho de su jefe, abrazĂ¡ndolo intensamente. La canciĂ³n acabĂ³ en Ă©se instante y Thais se detuvo. ParpadeĂ³ y ahogĂ³ un grito al darse cuenta de quĂ© modo estaba abrazando a Jean e intentĂ³ soltarse y recobrar la cordura… pero el modo aleatorio de las canciones le jugĂ³ una mala pasada porque entonces empezĂ³ a sonar una animada canciĂ³n pop ochentera, "MuĂ©rdeme" (http://www.youtube.com/watch?v=a1epSSUN7nY ), y cualquier posible resistencia se fue a pique.

Thais se riĂ³ traviesamente y empezĂ³ a moverse entre los brazos de Jean de forma ciertamente provocativa, frotĂ¡ndose contra Ă©l sin tapujos. Éste no la retuvo, la animĂ³ a ello. El resto de los presentes, bailando tambiĂ©n, ni se daban cuenta del espectĂ¡culo, y los que se daban cuenta, era para reĂ­rse y animarles a seguir. Sin dejar de bailotear, la joven se separĂ³ un poco de Jean para quitarse la chaqueta y hacerla girar sobre su cabeza cogiĂ©ndola de una manga mientras cantaba, para a continuaciĂ³n, intentar desabrocharse la camisa. No es que a Jean le molestase lo mĂ¡s mĂ­nimo que hiciese algo asĂ­, pero no estaba dispuesto a que tambiĂ©n lo viesen el resto de tĂ­os presentes, asĂ­ que la abrazĂ³ para impedirle que continuase su strip-tease, y al tomarla, Thais le apresĂ³ de los mofletes y le besĂ³ lujuriosamente, metiĂ©ndole la lengua en la boca y acariciĂ¡ndole el paladar por dentro, en medio de gemidos de deseo. Jean la apretĂ³ mĂ¡s contra sĂ­, bajando las manos hasta el inicio de sus nalgas, y la propia joven le agarrĂ³ de la muñeca y se las hizo bajar para que la apretase, lo que hizo ansiosamente, dando caderazos involuntarios allĂ­ mismo, delante de todos, notando que su temperatura subĂ­a como si tuviera fiebres… y no era lo Ăºnico que estaba subiendo de forma imparable.

-Thais… - Jean estaba deliciosamente ridĂ­culo intentando mantener la poca compostura que aĂºn les quedaba con las manos aferradas a las nalgas de ella y un grueso cerco rosa en torno a la boca. - ¿QuizĂ¡ te apetece ir a un sitio… mĂ¡s tranquilo?

-¿HabrĂ¡ al menos un sofĂ¡ en ese sitio tranquilo…? –jadeĂ³ la joven, bañando con su cĂ¡lido aliento deseoso la cara de Jean - PreferirĂ­a no tener que hacerlo de pie. – Jean se riĂ³ ligeramente con la nariz, sonriendo tanto que se le cerraban los ojos pĂ­caros. Daba la sensaciĂ³n de que, de haber tenido las manos libres, habrĂ­a aplaudido.

-Creo que algo podremos conseguir…. – murmurĂ³, travieso, y sin soltarla, llevĂ¡ndola en brazos, la sacĂ³ de allĂ­ y la llevĂ³ a su despacho. Apenas cerrĂ³ la puerta con llave, la boca de Thais se pegĂ³ a la suya con decisiĂ³n, dispuesta a no soltarle, mientras ella misma se abrĂ­a la blusa, dejando ver un sostĂ©n blanco. Jean caminĂ³ hacia atrĂ¡s hasta una de las librerĂ­as, intentando que su boca no se separase de la de su compañera, jugueteando constantemente con sus lenguas. Sin mirar, alzĂ³ la mano y agarrĂ³ uno de los libros de leyes, tirĂ³ del lomo y luego avanzĂ³ de nuevo un par de pasos, hasta descubrir una cama empotrada bajo la falsa librerĂ­a.

Si Thais no se hubiese encontrado en su estado, se hubiera sorprendido hasta el horror al ver que el pervertido de su jefe tenĂ­a un nidito de amor preparado en su propio despacho, porque el de la cama, no fue el Ăºnico cambio. Al activarse Ă©sta, otra de las librerĂ­as se dio la vuelta dejando ver un lujoso mueble-bar, la iluminaciĂ³n se degradĂ³ al rojo, un delicado perfume se expandiĂ³ en el aire mientras sonaba mĂºsica muy suavemente y un panel del techo se descorriĂ³, mostrando un gran espejo sobre la cama… de sĂ¡banas de lĂ¡tex negro y con un cobertor de leopardo.

-¿Te gusta mi cuarto de juegos…? – preguntĂ³ Jean, despojĂ¡ndose de la chaqueta y bajĂ¡ndose la cremallera del traje, y todo con una sola mano, para no soltar a Thais. La joven contemplĂ³ su alrededor, sospechando que su jefe tenĂ­a aĂºn mĂ¡s secretos en los armarios y cajones del despacho que tenĂ­an cerradura, y sonriĂ³, viciosa. LamiĂ³ el rostro de Jean desde la barbilla a la nariz, recreĂ¡ndose en el gemido de satisfacciĂ³n que emitiĂ³ Ă©ste, y se inclinĂ³ hacia delante. Los dos cayeron sobre la cama, que debĂ­a estar preparada para el juego duro, porque ni protestĂ³, en lugar de ello sonĂ³ un glugluteo y ambos botaron y se mecieron de modo que sus estĂ³magos giraron. Era una cama de agua. Thais soltĂ³ la risa y montĂ³ a su jefe, subiĂ©ndose la estrecha falda mientras luchaba contra los botones de la camisa de Ă©l. – Eres una tigresa… - susurrĂ³ Jean, entre risas y lamidas – Siempre tan apocada, pero hoy te has lanzado… mi tigresa tĂ­mida.

Thais besĂ³ alocadamente y lamiĂ³ el pecho velludo de su jefe, acariciando sus brazos de piel suave, mientras su mano derecha bajaba sin reparos hacia la bragueta abierta y se introducĂ­a para acariciar el miembro enhiesto y ansioso. Jean gimiĂ³, encantado, mientras le desabrochaba los corchetes del sostĂ©n, en medio de su placer y con una sola mano, lo que delataba que desde luego, tenĂ­a sus tablas en estos asuntos… La joven no pensaba, se veĂ­a superada por su debilidad y por la arrolladora masculinidad viciosa de su jefe. Muchos hombres se habĂ­an sentido intimidados por ella y su modo de lanzarse, otros muchos la habĂ­an usado simplemente para un desahogo… pero ninguno le habĂ­a dedicado un momento privado en una especie de santuario del sexo, ninguno habĂ­a demostrado ser… tan vicioso como ella misma.

"No, no es cierto, no soy una viciosa, a mĂ­ no me gusta hacer estas cosas…" logrĂ³ pensar la joven mientras se soltaba las cintas de los costados de las bragas para deshacerse de ellas y empezaba a frotarse contra el pene supurante de Jean, quien le pellizcaba alternativamente los pezones con una mano, y con la otra guiaba su miembro para acariciar con Ă©l el clĂ­toris hinchado de su compañera. Thais se relamĂ­a mirĂ¡ndole, con los ojos entornados, y Jean no podĂ­a dejar de sonreĂ­r, quĂ© bien lo estaba pasando, sabĂ­a que su pasante escondĂ­a una fierecilla debajo de su timidez, como la mayorĂ­a de las tĂ­midas, pero nunca pensĂ³ que pudiera lanzarse tan decididamente. Su polla parecĂ­a emitir chispas elĂ©ctricas a cada roce con la suave intimidad hĂºmeda de ella. Thais se abrĂ­a los gruesos labios vaginales para dejar al descubierto su perlita y que Ă©sta fuese acariciada con mĂ¡s intensidad. Jean, con mano temblorosa, agarrĂ³ una potente lupa que tenĂ­a en la mesilla y la llevĂ³ al sexo de su compañera, para poder apreciar mejor el clĂ­toris.

-¡Ooooh, ¿cĂ³mo puedes ser tan guarro?! – se riĂ³ Thais, abriĂ©ndose mĂ¡s y estirando la piel para que lo mirara plenamente.

-Thais… - jadeĂ³ Ă©l, sonriente – No nos hagas sufrir mĂ¡s… ¡ensĂ¡rtate!

La joven sonriĂ³ y se dejĂ³ caer sobre el miembro de Jean, en medio de un potente grito de placer de ambos.

-Haaaah…. Me…. Me llenaaas…. – Thais temblĂ³ de pies a cabeza, casi babeando de gusto al sentirse atravesada por su pene poderoso. Jean se retorcĂ­a de gusto, extasiĂ¡ndose en la dulzura de la sensaciĂ³n, su miembro apresado en aquĂ©lla intimidad tensa, caliente y apretada. Le hubiera gustado gozar de aquella sensaciĂ³n por unos segundos, pero su compañera, jadeando esforzadamente, empezĂ³ a botar con rapidez, riendo entre gemidos.

"Mierda… ¡no vayas tan rĂ¡pido!" pensĂ³ Jean, sintiendo las maravillosas chispas que se cebaban en su pene, haciĂ©ndole saber que las ganas de correrse ya eran deliciosamente insoportables, y en pocos segundos se harĂ­an fĂ­sicamente irreprimibles. IntentĂ³ pensar en cosas horribles, en Margaret Tatcher, pero cada vez que abrĂ­a los ojos, veĂ­a los pechos redondos y de pezones rojizos de Thais botando alocadamente frente a Ă©l, y su cara ruborizada con los ojos en blanco y sonrisas de placer tan intensas que parecĂ­a estar drogada… no podĂ­a resistirlo, ¡era demasiado bueno! Thais se sentĂ­a flotar, era increĂ­ble, cada roce del miembro de Jean le activaba sensaciones que ni creĂ­a que existieran, y un travieso picor se hacĂ­a cada vez mĂ¡s intenso dentro de ella, sus muslos parecĂ­an arder por dentro, y todo su cuerpo parecĂ­a querer estallar…

-Oh, Jean….. ¡Te quiero! – gritĂ³ sin poder contenerse, y su compañero lo hizo tambiĂ©n, pero de terror. Su excitaciĂ³n estuvo a punto no ya de caer, sino de contraerse sobre sĂ­ misma como la cabeza de una tortuga.

-Oye, Thais, escucha… - vacilĂ³ – Mira, me gustan los tacos y las palabras soeces durante el sexo, como a cualquiera… ¡pero hasta YO tengo mis lĂ­mites!

La joven riĂ³ con ganas, y cuando lo hacĂ­a, sus pechos se movĂ­an ligeramente. Consciente de que Jean los miraba, se meneĂ³, haciĂ©ndolos bailar en cĂ­rculos. Su jefe casi movĂ­a la cabeza al ritmo de sus pezones.

-De acuerdo, señor Fidel… seremos buenos amigos, ¿de acuerdo? – murmurĂ³, melosa.

-De acuerdo, Thais… muy buenos amigos… - la joven recuperĂ³ su alocado movimiento saltarĂ­n sobre la polla extasiada de su jefe, ella misma no aguantaba mĂ¡s, el placer la recorrĂ­a en olas cĂ¡lidas por la espalda, estaba a punto de llegarle, pero finalmente el inmenso gusto fue demasiado para Jean. SintiĂ³ que sus pelotas se elevaban ligeramente, apretĂ³ las tetas de su compañera hasta dejarle marcados los dedos, y su cuerpo fue mĂ¡s fuerte que Ă©l mismo, no pudo resistir el abrasador cosquilleo que se cebaba en su glande y se sintiĂ³ explotar dulcemente, el esperma caliente le recorriĂ³ por dentro y le hizo sentir bañado cuando inundĂ³ el sexo de Thais, que abriĂ³ los ojos desmesuradamente al sentirlo, mientras Ă©l se contraĂ­a de forma maravillosa hasta el ano y el placer le recorrĂ­a, haciĂ©ndole temblar.

-¡Lo noto…. Puedo sentirloooo… me… me quema por dentrooo…! – gritĂ³ la joven, con la boca abierta de sorpresa y placer. Sus saltos se hicieron mĂ¡s alocados, buscando a la desesperada su Ă©xtasis, ya cercano, deleitĂ¡ndose en el obsceno chapoteo y el divertido vaivĂ©n que se producĂ­a a cada bajada. El picorcito delicioso estaba ahĂ­, ahĂ­… la polla de Jean lo excitaba deliciosamente, haciĂ©ndolo expandirse por toda su pelvis en espasmos dulcĂ­simos, hasta que al fin estallĂ³, Thais gritĂ³, apretĂ¡ndose los pechos y curvĂ¡ndose hacia atrĂ¡s, en medio de carcajadas, mientras el inmenso gozo la hacĂ­a retorcerse y titilar, ahogĂ¡ndose en su propio grito de placer, con sus muslos dando convulsiones y su sexo contrayĂ©ndose, absorbiendo el semen que habĂ­a empezado a derramarse, de nuevo hacia el interior…

-¿Fumamos un cigarrillo….? – susurrĂ³ Jean, con voz dulcemente derrotada, mientras Thais se tendĂ­a a su lado y se despojaba finalmente de la falda y las mini medias, y lo miraba con deseo.

-TodavĂ­a no. – sonriĂ³, viciosa.




-¡NO! ¡¿Pero quĂ© he hecho, Dios mĂ­o, quĂ© es lo que he hecho…?!

-VirguerĂ­as, Thais… verdaderas maravillas…

Jean estaba desnudo a mi lado, yo estaba desnuda tambiĂ©n… estaba en una cama de agua con sĂ¡banas, ¿de lĂ¡tex negro? Y pringosas… y un cobertor de leopardo… ¡y un espejo en el techo!

-¿¡QuĂ© ha pasado aquĂ­!?

-¿Te lo cuento por orden cronolĂ³gico, alfabĂ©tico, o de importancia….? – me dijo Jean contando con los dedos y una estĂºpida sonrisa en su mofletuda cara.

-Señor Fidel… usted… ¡se ha aprovechado de mĂ­!

-¿PerdĂ³n? ¿No eres tĂº la que anoche me gritaste, entre otras muchas cosas, "te deseo, Jean; hazme tuya, Jean; otra vez, dame mĂ¡s, como te corras ahora te mato?" Porque te pareces muchĂ­simo a ella… de hecho, tienes el mismo antojo en…

-¡No me toque! – chillĂ©, saliendo de la cama agarrada al cobertor de leopardo como si Ă©ste fuese un salvavidas y recogiendo mi ropa, tirada por el suelo.

-Thais… - Jean parecĂ­a descorazonado por mi actitud, pero yo no podĂ­a ser blanda; habĂ­a caĂ­do otra vez, y encima con mi jefe, y por lo que parecĂ­a, habĂ­a sido bastante denigrante. – Nos acostamos, sĂ­, pero no hicimos nada que tĂº no quisieras, te aseguro que fue… bueno, fue buenĂ­simo, la verdad. – le taladrĂ© con la mirada y preguntĂ³ - ¿De veras no recuerdas… nada?

No querĂ­a recordarlo, pero hice un esfuerzo pese a todo, y eso fue peor aĂºn.

-Eeeh… recuerdo algo de… miel. Y… antifaces… y… recuerdo algo de… ¿un cocodrilo?

-Jeje, eso es una postura que te enseñé – sonriĂ³, divertido. Le mirĂ© como quien mira a un monstruo, y entonces recordĂ© algo mĂ¡s. NeguĂ© con la cabeza, horrorizada, y metĂ­ la mano bajo la manta, explorĂ© mi intimidad, y efectivamente, hallĂ© un cordoncito. TirĂ© de Ă©l, y, empapadas y en medio de un tintineo, salieron dos bolas chinas.

-¿He… he dormido con ESTO puesto? – mi enfado me hacĂ­a incluso temblar la voz.

-Creo que se nos olvidĂ³ sacarlas… ya estĂ¡bamos algo cansados despuĂ©s de eso. De-de hecho, y ahora que lo mencionas, creo que yo… - mi jefe se llevĂ³ la mano al trasero, pero antes que pudiera terminar el gesto, gritĂ©.

-¡SEĂ‘OR FIDEL…! Me parece que… me despido.


(continuarĂ¡)


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