« No estés asustado. Yo lo voy a arreglar todo » . Más tarde durante todo aquel lío, y mucho más tarde aún, precisamente cuando más do...

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«No estés asustado. Yo lo voy a arreglar todo». Más tarde durante todo aquel lío, y mucho más tarde aún, precisamente cuando más dolía acordarse de cosas como esa, ésa sería siempre la frase que con más asiduidad viniese a su memoria, pensó Tolo. Él estaba aterrado, preocupadísimo y lleno de miedo ante la visita de Alezeya, tanto que apenas podía hablar, y corrió a buscar a Iana. Esta llevaba la lista de invitados del club Carmilla´s que ambos regentaban y se estaba encargando de ofrecer un pequeño capullo de rosa natural a cada invitada, cuando un mortalmente pálido y tembloroso Tolo se le acercó y la agarró de los brazos con tal fuerza que casi le hacía daño.

—¿Tolo? ¿qué pasa? ¿Qué… qué pasa? — Iana estaba inquieta, Tolo podía ser miedoso, pero nunca le había visto así. Por fin el vampiro tomó aire, se acercó a su joven compañera y musitó en su oído: «Los Dementia nos han encontrado». Iana ahogó un grito y el portapapeles se le cayó de las manos. Antes de que llegase al suelo, ella ya le había apretado contra sí. Su abrazo era cálido y consolador, y Tolo, aún en medio de su miedo, se sintió mejor al momento. Ahí ella dejó deslizar aquélla frase, bendita y maldita al mismo tiempo — No estés asustado. Yo lo voy a arreglar todo.

Iana y Tolo eran vampiros, y juntos habían montado un famoso club nocturno, elitista, prestigioso. La gente tenía que reservar con casi un mes de antelación para entrar al Carmilla’s, y no digamos si se trataba de fiestas de temporada o fechas especiales, como San Valentín, Nochevieja… El Carmilla’s no sólo les proporcionaba un flujo de presas prácticamente inagotable, sino también una gran cantidad de dinero noche tras noche. Y esas presas y esa pasta, les habían hecho llamar la atención de otras personas. En el pasado, Tolo había tenido una pequeña aventura con la hija del máximo dirigente de la casta Dementia, la más feroz, endogámica y despiadada de las castas vampíricas. Dicho así, podía sonar como algo estupendo, pero en realidad apenas pasó de un pequeño desahogo francés que se convirtió en una acusación de violación y en persecución con ansias letales tan pronto como Alezeya, la citada hija, se enteró de que su compañero de juegos era un Chupacabras, un representante de la última de las castas. Sólo a fuerza de suerte había logrado Tolo escapar y ocultarse durante cincuenta años para, al cabo de medio siglo, volverse a cruzar con los dichosos Dementia, esta vez, con el hijo de la propia Alezeya, Borja, quien sedujo y violó a Iana. Tolo era un vampiro pacífico, sabía que no era fuerte, ni especialmente astuto, de modo que le convenía creer que el pacifismo era la mejor opción y confiar en que la mayor parte del mundo también lo creyera. Sabiendo eso, podemos hacernos una idea de cómo se tomó la violación de Iana, dado que mató a Borja. De eso hacía ya un par de años, y desde entonces habían vivido con tranquilidad. Hasta ese momento.

 

—¿Qué vamos a hacer, Iana? ¿Qué podemos hacer? — Tolo y ella estaban en su apartamento, en el tercer piso del local, por encima de la propia discoteca y las cocinas, decorado a todo lujo en estilo moderno. Iana caminaba descalza sobre la alfombra mientras fumaba, pensativa.

—No te preocupes, Tolito y cuéntame exactamente qué te dijo ella.

—Dijo que quería lo que era suyo, y que yo se lo iba a dar si no quería que… hubiera consecuencias. — Iana asintió, exhalando el humo. Sabía qué quería decir su hermanastro; sin duda la Dementia lo había amenazado con matar a sus padres adoptivos y a ella misma. — Dijo que ahora mismo está desterrada de su casta debido a que yo aireé que lo que tuvo conmigo no fue violación, sino consentido, y que como yo le maté a su hijo (lo sabe, Iana, no lo puede probar, pero dice que sabe que su hijo no está desaparecido, sino que lo maté yo), y causé su expulsión de su casta, dice que es justo que le demos un tercio de éste local, que pongamos un tercio a su nombre y le demos un tercio de las ganancias desde que lo abrimos hasta la fecha. Iana, yo… yo no quiero que te pase nada, ni a ti ni a papá y Tatiana, yo… yo estoy dispuesto a que se lo demos, si con eso nos deja tranquilos.

—Tolo, cariño, a ver cómo te lo explico. — suspiró Iana. — ¿Sabes qué pasará si hoy le damos ese tercio que nos pide?

—¿Que lo cogerá y nos dejará en paz? — aventuró él. Iana se le quedó mirando y aspiró del cigarrillo. No se enfadaba con él, ya nunca lo hacía, siempre le trataba con mucho cariño, pero sólo por el modo en que se le quedó mirando, él entendió que había dicho una estupidez. De un modo tan tajante como si ella hubiera pegado un puñetazo a la ventana y se hubiera puesto a maldecir.

—Verás, cariño, ella es una Dementia. Es una criatura ambiciosa, egoísta y cruel. Lo que mira, es suyo. Si puede poner un dedo sobre cualquier cosa, de inmediato pondrá toda la mano. Si hoy le damos el treinta que pide, mañana o pasado dirá que en realidad no es justo tener sólo un treinta, porque nosotros somos como uno solo, y que lo justo es dividir al cincuenta. Y si se lo damos, al día siguiente dirá que en realidad, lo justo es que ella tenga el setenta y cinco porque perdió a su hijito querido y eso es horrible para ella. Y si se lo damos, al día siguiente nos dirá que, en realidad, lo justo es que nos larguemos y le cedamos nuestro Carmilla’s, el local por el que tanto hemos luchado y trabajado y que hemos levantado juntos con tanta ilusión y con tanto amor. Y entonces, tú y yo nos iremos, buscaremos otro local, volveremos a gastarnos en él dinero, lo levantaremos de cero con todo nuestro cariño, cuidaremos de él, volveremos a pasar por todo el agobio de proveedores, listas, inventarios, mobiliario, pagar a crédito, volveremos a tender nuestra red de favores, prebendas, sobornos, amigos, y cuando por fin le veamos dar fruto, cuando de nuevo lo hayamos logrado, volverá. Se presentará aquí de nuevo diciendo que nos podría matar de un plumazo a todos, pero como es muy buena, sólo quiere pedir lo que es justo, y querrá que le demos de nuevo «sólo» la tercera parte.

Tolo se quedó pensativo. Juzgando a Alezeya por ser Dementia y por lo que la conocía ya, hacer exactamente lo que Iana decía era lo más fácil que podía suceder. Su compañera le abrazó con suavidad de la nuca, hasta que le hizo sentarse en el borde de la cama. Iana le apretó contra su pecho y le acarició el redondel de la calva, circundado de largo cabello pelirrojo.

—Nunca, nunca, nunca, le pagues a alguien que te quiere amenazar, cariño. Lo único que consigues es envalentonarle, decirle que siempre vas a ceder.

—¿Y… y qué vamos a hacer entonces? — preguntó Tolo, abrazado a ella por el talle y las nalgas. Iana le besó la cabeza.

—Matarla.

Tolo no protestó. Pero su abrazo se hizo más fuerte.

 

 

 

«Estás cerca, lo noto» pensó Iana mientras cruzaba la noche en busca de su aliado. Sabía que a Tolo no le había hecho demasiada gracia, pero no entraba en su naturaleza desconfiar de ella; Iana le había dicho que no podrían matarla ellos dos solos, que precisaban la ayuda de otro vampiro lo suficientemente fuerte y astuto como para no sólo matarla, sino hacerlo a la vez de forma que no quedasen sospechas de que habían sido ellos, o hacerlo de una forma tan brutal que el resto de la podrida casta Dementia se decidiese a dejarlos en paz para siempre. Alezeya podía haber sido expulsada de su clan y era probable que tuviese tras ella a un par de asesinos, pero eso no significaba que alguien de otro clan la pudiese maltratar sin consecuencias; los Dementia serían capaces de matar por una gota de sangre que no sirviese ni para llenarles la boca. Había que deshacerse de Alezeya antes de que ellasella los matase o les echase encima a todo su clan, pero con mucho tiento. Iana necesitaba a alguien que la ayudase a llevar todo el asunto con la discreción y eficacia precisas, y, por desgracia, ese alguien no sería el bueno de Tolo. Tenía que ser Ian.

Ian y ella se habían acostado en varias ocasiones, eran amigos y él era un Errante; no pertenecía a ninguna casta, su única lealtad estaba junto a aquél que le trataba bien, y ella le había tratado siempre muy bien, pensó sonriendo. En teoría, Ian y ella podían rastrearse mutuamente al haber tomado cada uno la sangre del otro, pero había maneras de ocultar ese rastreo.  La que estaba usando Iana, era la forma temporal, y consistía en adoptar otra forma distinta a la del murciélago; volaba en forma de cuervo. De ese modo, ella podía saber dónde estaba él, pero Ian no podía saber que ella se le estaba acercando. En primera, si él la notaba, lo primero que pensaría es que venía para que le diera sexo, y aunque lo quería, también necesitaba hablar. En segunda, también quería darle una sorpresa.

Ya desde lejos, Iana vio el bar donde le sentía. Era un sitio pequeñito, ubicado entre callejuelas estrechas y oscuras. En el callejón trasero, aterrizó y tomó su forma humana, sabiendo que el cambio aún le daba unos minutos de tiempo antes de que él la sintiera. Entró en el local. Estaba muy oscuro, olía muchísimo a tabaco y había apenas tres o cuatro personas. Todos humanos, salvo él. No era extraño. Los Errantes hacen lo que les da la gana, y si quieren elegir sus amistades entre los humanos, lo harán, aunque para cualquier otro vampiro eso fuese algo impensable; claro que también Ian era de origen humano, era fácil de entender que se encontrase a gusto entre ellos, aunque no fuesen ya sus semejantes.

Había un hombre en la barra, lavando vasos. Los otros tres estaban en un pequeñísimo escenario hecho con cajas, dos de ellos recogiendo instrumentos, amplificadores y cables, un tercero tocaba un blues a la guitarra. El cuarto era Ian. Cantaba. Con su voz quemada y ronca, daba una tristeza especial a la canción, que hablaba de la muerte de una joven en una casa de putas. Sostenía un cigarrillo en la mano izquierda y una armónica en la derecha, y de vez en cuando se la llevaba a los labios para tocar el final de algún verso. Iana escuchó, y notó que en su boca se abría una sonrisa y su corazón, animado artificialmente por su sangre robada, se aceleraba al mirar al vampiro. Alto, de largo cabello moreno, bigote cuadrado y con una profunda cicatriz en la mejilla, era el arquetipo de “hombre menos recomendable del mundo”. Era el hombre que sus padres no querrían para ella, de hecho ni siquiera ella misma lo quería para ella porque sabía demasiadas cosas de él como para pretender una relación duradera. Pero vaya si era deseable. La joven se relamió mirándole, y el vampiro paró en seco de cantar, alzó la mirada y la vio. La había sentido, y su luminosa sonrisa dejaba ver lo mucho que le gustaba verla allí; hacía más de dos meses desde su último encuentro.

Ian se levantó, dejó la armónica en el taburete en el que había estado sentado, fue hacia ella, apagando el cigarrillo en un cenicero a su alcance, llegó frente a la joven y la besó. Iana le abrazó, con los ojos cerrados, notando la lengua del vampiro, con sabor a humo y a whisky con Cocacola, acariciarle los labios, meterse entre ellos con decisión y recorrerle la boca. A la joven se le escapó un gemido y le abrazó con la pierna, y él la tomó de las nalgas. De pronto, sus movimientos se volvieron más rápidos, impacientes; Iana sintió que su amante le remangaba el vestido y algo muy duro se frotaba contra sus bragas. Intentó frenarle, ¡ahí en medio, no! Ian se rió dentro de su boca, y su mano frotó el muslo con el que ella le abrazaba, al tiempo que sus dedos se colaron bajo la ropa interior, y acarició donde él sabía que a ella más le gustaba. Ian había sido convertido por una vampiresa de la casta de los Sensualita, ocupados sobre todo del placer, y había heredado sus cualidades para dar gusto a cualquiera y saber con exactitud dónde acariciar y tocar para hacer perder la cordura a cualquiera. En este caso, a Iana. La joven tenía los muslos llenos de cosquillas, pero había sido su clítoris el que en su día la había hecho caer en brazos de Ian; ella antes no soportaba las caricias en él, le parecían irritantes. Hasta que él le había proporcionado su primer orgasmo y abierto las puertas del gozo sexual, sólo a base de acariciarlo, como ahora.

Iana gimió, y su boca se separó unos milímetros de la de su amante, pero él no la soltó, le pescó el labio inferior y succionó, mientras acariciaba su botón y la vampiresa notaba sus bragas empapadas. Los dedos de la joven estaban perdidos entre los largos cabellos de su amante, cuando oyó el silbido inconfundible de una cremallera al bajarse de golpe, y de nuevo quiso resistir, intentó poner una mano en el pecho de Ian y separarle, pero él le hizo a un lado las bragas, le agarró la mano y le mordió la muñeca en medio de un chasquido feroz, al mismo tiempo que sus caderas daban el empujón.

—¡Aaaaaaaaahh…! — Iana gritó, los ojos en blanco, las piernas temblándole como un flan, mientras un gusto delicioso la inundaba en un segundo. Su cuerpo húmedo se abría para su amante y le abrazaba con el coño, mientras su sangre era absorbida a borbotones hambrientos. — ¡Sí… dame… dame! ¡SÍ! — La joven jadeó con voz grave, notando que su orgasmo la atacaba, y su compañero bombeó. Iana le agarró de la camisa, todo su cuerpo se tensó, y el placer le mordió, y contrajo su sexo. Una corriente eléctrica de placer la maravilló, haciéndola tiritar de pies a cabeza, sintiendo el dulce cosquilleo inundarla una y otra vez hasta calmarse suavemente. Entre pequeñas convulsiones que le daban un bienestar indescriptible, Iana fue consciente de los jadeos de su amante y de dos empujones. Al tercero, Ian soltó su muñeca, y mientras el brazo de la joven caía inerme a su costado, el vampiro emitió un gemido, apretándola contra la pared. Su semen se vertía dentro de ella. Iana lo sentía gotear, ardiente. Quemaba un poquito… Ian la besó una vez más, pasándole parte de su propia sangre en el beso. La manga de la camisa del vampiro se había deslizado hasta el antebrazo: Iana había tirado de ella con tal fuerza, que la había desgarrado.


 

 

—Así que una Dementia, ¿eh? — preguntó Ian, y la joven asintió. El vampiro le había ofrecido una bebida y él estaba cosiendo la manga de la camisa, ambos en la trastienda del local, vacío ya. Iana no podía dejar de mirarle. Apenas tenía tripa, sólo un poquito. Tenía el pecho con algo de vello, pero no mucho, tenía más en los brazos; oscuro como el cabello, resaltaba mucho en su piel pálida, y tenía los pezones erectos. El vampiro remató el remiendo y mordió el hilo para cortarlo. Mientras se ponía de nuevo la camisa negra, dejándola sin abrochar, habló — Matarla no va a ser una bobada, se nos echará encima todo su clan.

—Lo sé. Por eso he recurrido a ti, hay que encontrar un medio para que nos dejen en paz para siempre. Y hay que hacerlo sin que Tolo sospeche. — Ian sonrió. Desde antes que se acostaran por primera vez, él ya sabía que ella tenía una relación, y no sentía celos ni deseaba a Iana para él solo. Era un Errante también sentimentalmente, y le encantaba follar con ella, pero no deseaba atarse a ella. Sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la camisa y le ofreció.

—En ese caso, hay que hacerlo de dos maneras: primera, mandando un mensaje. Y segunda, ocultando la autoría. — Iana asintió, exhalando una nube de humo. — Y, sobre lo de Tolo, va a ser preciso que no me toques.

—¿Que no te toque? — preguntó ella, con extrañeza. El vampiro asintió, encendió su propio cigarrillo y habló después de inhalar.

—Mira lo que ha pasado en el bar. — sonrió. La joven se sonrojó; todavía no acababa de creerse que hubiera sido capaz de dejar que la poseyera en medio del local. Es cierto que estaba casi vacío, que no había más que un par de tipos, pero ese par de tipos lo habían visto todo, les habían dado el espectáculo X gratis. Uno de ellos hasta se puso a aplaudir y a gritar “¡bis, bis!” — Cuando te miro, sé que me deseas, Iana, pero cuando me tocas, haces que sea insoportable. Me tiembla todo el cuerpo de ganas de follarte y no soy capaz de aguantar.

—Supongo que ser Sensualita, tiene sus ventajas y sus inconvenientes, ¿verdad? — sonrió ella con coquetería, y colocó dos dedos en el brazo de Ian, quien tuvo un escalofrío. La joven se rió y empezó a «caminar» con los dedos hasta el cuello del vampiro. Éste rompió a sudar y cerró los ojos. Su pantalón empezó a abultarse. — ¡Es cierto!

—Iana… basta — sonrió el vampiro, cuya mano había ido, ella solita, al muslo de la joven y empezaba a acariciarlo — Claro que es ciertoo… — la joven le pellizcó el cuello, allí donde tenía la señal de su identidad, y Ian pegó un respingo de caderas. Iana retiró la mano. La mirada de su amigo despedía fuego.

—De acuerdo, seré buena. Por la cuenta que nos trae a los dos — La joven hizo ademán de levantarse, pero entonces su mano abrazó de nuevo la nuca de Ian — Pero ahora, no me parece justo dejarte así.

El vampiro jadeó, un gemido de agradable triunfo, y se dejó recostar en el sofá; creyó que Iana iba a montarle, pero al tumbarse sobre él, lo hizo a la inversa y se sentó en su cara.

—Chupa, vampiro. — dijo ella con voz ronca, al tiempo que también ella se dejaba caer sobre la bragueta abultada del vaquero de Ian y lo desabrochaba ansiosamente. Casi sin tocarla, se metió en la boca la erección del vampiro. Éste dejó escapar un profundo gemido de placer y hundió su cara en el sexo de la joven, apresó el clítoris entre sus labios, la penetró con los dedos y frotó su bigote contra la piel suave de Iana.

 

 

 

 

En su casa, en el piso superior del edifico donde estaba el Carmilla’s, Tolo se retorcía las manos de impaciencia. «Voy a traer ayuda», había dicho Iana antes de salir. Según ella, conocía a un Errante, un vampiro que no tenía casta ni más lealtades que las que se le antojaban y que le debía un par de favores, que les podía ayudar. «Le conocí aquí mismo, en nuestra sala de fiestas», le había dicho ella. “Una de las camareras le puso un licor barato en lugar de que lo que él pidió, y dijo que no pensaba pagar. Tuve que dar yo la cara, claro. Los dos nos quedamos asombrados al conocernos, porque no sabíamos que el otro era un vampiro, y en principio yo pensé que sería un Chupacabras, porque tomaba CocaCola. Le invité a beber, le conseguí una chica y me dijo que podía contar con él para lo que quisiera. Pues ha llegado el momento de comprobar si decía la verdad”.

Todo eso estaba muy bien, pensaba el vampiro, pero no acababa de verlo claro. Iana le quería, pero con frecuencia sentía que le trataba como a un bebé, y eso no es que le molestase, o al menos no le molestaba la mayor parte del tiempo. Aunque cuando sucedían cosas importantes como aquella, sentía que su chica le dejaba al margen, que no se fiaba de él, y eso sí que le molestaba. La idea de traer un Errante a casa y descansar en él para algo tan importante, no le hacía demasiada gracia. Un Errante sólo se debe a sí mismo. Igual que no tiene casta ni familia, tampoco tiene amistades, sólo personas a quienes debe favores. Los Dementia eran una casta poderosa, ¿podían estar seguros de que no habían puesto ellos mismos a ese tío para tenderles una trampa? ¿Se podía de verdad confiar en él? A Iana le gustaba pensar que era más lista que él, y en ocasiones el propio Tolo lo pensaba también. No obstante, él sabía que la chica tendía demasiado a confiar en la gente sólo porque le cayesen bien. Pensaba que a ella no le mentirían o que se daría cuenta si alguien lo intentaba.

Como Chupacabras, Tolo no estaba acostumbrado a presentar jamás batalla, sólo a huir. Era la ley de supervivencia que había asimilado en su niñez, desde que su propia madre se alimentara de él y les abandonara a él y a su padre para fugarse con un vampiro. Aún él tuvo suerte de que le dejasen al cargo de Vladi, el conserje de noche del instituto. Su padre se marchó a buscar a su madre y no volvió nunca a saber de él. Él al menos disfrutó de una vida tranquila junto a su padre adoptivo y nadie se metió con él, pues no llamaba la atención. La única vez que lo hizo, cometió el error de su vida: tontear con una Dementia y tener una aventura con ella. Tolo nunca se reprocharía lo bastante por aquella mísera mamada rápida en un baño sucio de discoteca; aquello le había dado más problemas que nada en su vida y todo por la estúpida golosina de pensar que se lo estaba haciendo una vampiresa, una criatura que hasta entonces jamás le había mirado a la cara. Todo venía de allí. De aquella única vez que se salió de la ley de supervivencia de los Chupacabras: no juegues con los cordones de la bota que puede aplastarte.

Ahora, Iana se proponía confiar en alguien como un Errante. Y sí, de acuerdo, durante el tiempo que llevaban en el Carmilla’s, habían tenido a la fuerza que confiar en humanos, o en otros Chupacabras como él, porque no había mucho donde elegir cuando perteneces a la última casta de los vampiros, pero un Errante no terminaba de hacerle gracia. Cuando al fin sonó el llavín en la cerradura que le anunció que Iana estaba de vuelta, la cosa no mejoró. Aquel tipo de vientre liso enfundado en vaqueros ajustados, brazos fuertes, gafas de sol y espesa melena oscura, le cayó mal al instante.

—No es aquí donde vamos a poder pescarla — dijo el tipo cuando le acabaron de poner al día. Tenía una voz tan ronca que a Tolo le costaba trabajo entenderle.

            —¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que hay que ir a por ella, buscarla en su propio terreno.

—¡No! — contestó Tolo en el acto —. En su terreno será más fuerte, ¿no será mejor esperarla aquí?

—No, yo sé qué quiere decir — sonrió Iana —. Si vamos a por ella, la tomaremos por sorpresa. Ella aquí ha dado palabra de que vendrá mañana, y es una Dementia. Está convencida de que su palabra es ley, no se le ocurrirá que intentemos desobedecer e ir a buscarla. No se lo espera.

El tipo asintió y sonrió. Tolo empezaba a pensar que su antipatía por aquel tío estaba interfiriendo en su juicio y trató de ser imparcial. Aunque lo cierto es que no le gustaba nada cómo miraba a su Iana, y menos aún que ella le devolviera las miradas. Parecían tener mucha complicidad, como si se conocieran de toda la vida.

—Ya. Y, ¿cómo propones que la encontremos y vayamos a por ella, por favor? — la voz del Chupacabras delataba una cierta irritación por más que intentaba contenerse. —. Conozco a Alezeya, ni es idiota ni es débil.

—Tolo, cielo, ya me he ocupado de eso — Iana se sentía un poco extrañada, ¿qué le pasaba a su Tolito? Él no era nunca desagradable con nadie, era siempre educado y tirando a apocado; siempre temía meter la pata y que le dieran una mala contestación que él no sabría superar. Se fijó en cómo miraba a Ian y enseguida se dio cuenta de qué motivaba aquella ira. No pudo evitar sentirse halagada. Se colgó del brazo de su Tolo y continuó —. Antes de encontrar a Ian, rastreé a Alezeya. Ella se cree muy lista y piensa que ningún vampiro la puede seguir porque ella se dará cuenta — Tolo asintió —. Pero yo no la seguí a ella, seguí a su víctima.

Su novio la miró, inquisitivo. La blanca mano de Iana le apretó el brazo.

—Antes de venir aquí, se alimentó — explicó ella —. Sedujo a un hombre y éste la estuvo siguiendo toda la noche, suplicándole otro Beso.

—Sí, siempre hace eso, le encanta que la contemplen y le supliquen — convino Tolo —. Pero no será tan tonta de dejarle llegar hasta su guarida.

          —Y no lo hizo. Pero le dejó tirado en un barrio residencial, no muy lejos de aquí. Me di una vuelta por allí, y encontré una casa grande con persianas metálicas de cierre automático.

—Sólo puede ser esa — razonó Ian. A Tolo le fastidiaba darle la razón, pero era lo más lógico. Aquellas persianas metálicas convertían las casas en búnkeres y, sí, podían pertenecer a un maníaco de la seguridad, pero también gritaban a los cuatro vientos “vampiro”.

—Alezeya no vendrá al menos hasta la medianoche.

—O quizá más tarde — quiso intervenir Tolo —. Querrá que nos hagamos la ilusión de que no va a venir.

—Bien. Lo que haremos es ir nosotros primero, esta noche. Entraremos en su casa y la mataremos. Y para eso, tenemos a Ian.

El citado sonrió brevemente.

—La mejor opción es ir en niebla.

—Ni Iana ni yo podemos hacernos niebla — interrumpió Tolo.

—No importa, él sí.

—¿Puedo continuar? — Tolo hizo un vago gesto de fastidio y asentimiento por igual, ¿esperaban que adivinase que el tío ese podía hacerse niebla? —. Bien, me haré niebla, entraré en la casa, la encontraré y la mataré. Después os abriré la puerta, destrozamos la casa y nos iremos. Nos llevaremos la cabeza de Alezeya y la enterraremos lejos de la casa.

—Un plan perfecto — sonrió Iana, haciendo arrumacos al brazo de Tolo. Éste hizo un mohín de preocupación.

—Yo no lo veo tan guay.

—¿Por qué no? — Iana le miró con gesto de fastidio, como si pensase que Tolo era un aguafiestas —. Cuando su casta la encuentre, si es que la siguen buscando porque desde que se lio contigo sigue siendo renegada, lo más sencillo es que crean que han sido cazadores humanos o de alguna otra casta. Sólo ellos se llevarían la cabeza. No se les ocurrirá pensar que han sido un par de míseros Chupacabras.

—Primero: sea o no una renegada, sigue siendo una Dementia. Los de su casta siempre la van a buscar, eso si no la tienen vigilada ya. Si la encuentran demasiado pronto, estará allí nuestro rastro. No, no me mires con cara de «ya está el gallina de Tolo poniendo pegas», sabes que digo la verdad. Y segundo: ¡claro, pim-pam, vamos, la matamos y ella se va a dejar, y hasta va a poner el culo para que la follemos! ¡Como quien mata una mosca, ya está!

             Iana suspiró. Quería mucho a Tolo, pero a veces era tan, tan obtuso.

—Cariño, ¡para eso está Ian! — Ahora fue a Tolo a quien le tocó resoplar. Quería mucho a Iana, pero a veces era tan, tan cargante. Toda su prudencia le aconsejaba que no lo hiciera, pero ante la posibilidad de un peligro mayor, se encaró con el desconocido:

—No se ofenda, amigo, pero no le conozco de nada, no tengo ninguna garantía suya. Iana, yo no me fío un pelo de él.

La joven pareció casi ofendida ante aquello.

—Tolo, por favor, ya te lo he dicho. Es un errante y me debe un favor. Yo sí me fío de él, ¿qué motivo crees que tendría para traicionarnos? — Tolo clavó la mirada en Ian. Este sonrió por un lado de la boca y alzó las manos en señal de comprensión. Enseguida se apartó a un extremo de la habitación y se encendió un cigarrillo mientras Tolo, en voz baja, seguía hablando.

—¿Quieres un motivo? ¿Qué te parece meternos de culo en una trampa, que los Dementia nos maten y se hagan de golpe con todo nuestro negocio sin tener que pactar nada?

—Cielo, estás asumiendo que Alezeya tenga detrás a su casta, pero no es así. Está sola.

—¿Cómo lo sabemos, cómo lo sabes tú? — Iana le sonrió. Una sonrisa, dulce, preciosa. Llena de maternalismo. Por primera vez, Tolo se sintió incómodo ante aquella sonrisa, porque no sólo parecía decir «te quiero tanto, bobito mío». Sino «eres gilipollas».

—Tolo, por un momento, trata de pensar como si esto no te pasase a ti. Como si le pasase a otro. Trata de no tener miedo, ¿vale? — Tolo resopló, pero asintió —. Mira, si ella tuviese detrás a su casta, ¿hubiese venido sola, o con un guardaespaldas? Los Dementia siempre quieren que todo el mundo tenga presente que son la primera casta, les encanta llamar la atención, jamás van solos. Si tuviera detrás a su casta, ¿viviría sola en una casa sin sirvientes vampíricos? He estado cerca de su casa, lo más cerca que era prudente, y allí apestaba a humano. Tiene sirvientes humanos, ¿haría eso si tuviera detrás a los suyos? ¿Una Dementia?

Tolo se enroscó un mechón pelirrojo entre los dedos. Él sabía bien que no. Los Dementia eran los más xenófobos entre los vampiros. Para ellos los humanos eran ganado y no se merecían ni servirles, porque eso implicaba un grado de confianza del que no eran dignos. Dudó. La joven le acarició el brazo.

—Sé que estás preocupado. Yo también lo estoy — sonrió —. También yo tengo miedo y espero que salga bien todo. Y saldrá. Si confiamos todos en todos, saldrá bien.

Tolo quería confiar, quería creer a Iana. Pero, sobre todo, quería que Iana le dejase de tomar por un gallina imbécil. Asintió.


 


 

A solas en su casa, Alezeya se preparó ella misma una bebida. Odiaba el destierro, estaba lleno de incomodidades. Mientras vivió con su casta, jamás tuvo que prepararse nada, le bastaba con chasquear los dedos y en el acto aparecía alguno de sus sirvientes dispuesto a recibir órdenes. Los Dementia usaban como criados a otros vampiros de las castas inferiores, generalmente Sensualita, y estos estaban encantados de servir a la primera familia. Ahora, sola, y con toda su casta dándole la espalda, tenía que conformarse con sirvientes humanos a los que tenía que pagar (se le revolvió el estómago al pensar en ello, ¡qué vergüenza! ¡Una Dementia pagando a un humano! ¡Ellos deberían pagar por el honor que se les hacía!) y que, por si fuera poco, estaban sujetos a horarios y no querían trabajar de noche. Estaba pensando en recoger a un sirviente interno que durmiera en la casa a fin de que la asistiera durante las horas nocturnas cuando ella estaba despierta, pero de momento no encontraba ninguno. Todos tenían la absurda pretensión de cobrar más durante las horas nocturnas.

Dio un sobro del contenido de la copa y torció el gesto ante el amargor tan simple y carente de matices de la ginebra con tónica. Sus dientes caballunos aparecieron entre sus labios abultados. Entre los vampiros de las castas superiores no está bien visto beber alcohol, y los Dementia rechazaban esa práctica de plano. Pero lo hacían porque disponían de bebidas espirituosas desconocidas para los humanos y aún para gran parte de los vampiros, como el licor de empalado, que hacían mezclando vinos muy viejos con determinadas hierbas, especias y adrenocromo, o las lágrimas de virgen, un licor cuya base era exclusivamente sangre de himen. Fuera de su casta, Alezeya no tenía medio de hacerse con ninguna de aquellas exquisiteces, y tenía que contentarse con los bastos y ordinarios licores humanos. Si su casta se enterase de que pagaba a humanos para que la sirvieran y que consumía aquellos vulgares matarratas, no se lo tomarían a bien, claro, pero ¿qué le iban a hacer? ¿Desterrarla más fuerte?  Cuando terminase aquel asunto y tuviese en sus manos su nuevo negocio (Tolo y su putilla no lo sabían aún, pero su precioso Carmilla’s ya no les pertenecía, ahora era de ella), podría mandar a la mierda a toda su familia. Aquel local era una joyita de dinero y presas, demasiado valioso para que siguiera en manos de un Chupacabras y una putilla hija de una Lacrima Sanguis tan loca e indigna como para dejar que la preñara un Chupacabras. Con el local en su poder, su casta le suplicaría que volviera, no podrían soportar un negocio tan bueno fuera de la familia. Y ella se daría el gustazo de rechazarlos.

Había que reconocer que la putilla de Tolo había tenido una buena idea montando el sitio. En el fondo, había sido una lástima que su hijo Borja hubiera dado una patada a la chiquilla cuando se liaron. La putilla y Borja se habían conocido años atrás, ella se enchochó de su hijo, claro, un vampiro, joven, rico, guapo y de la primera casta, ¡no era ninguna tonta! Pero su hijo tampoco lo era. Le hizo creer todo lo que quiso, se la folló con sus amiguitos y luego la abandonó. Se lo tuvo merecido, por creer que una putilla de la última casta podía aspirar a su hijo, pero en el fondo, hubiera sido buena idea conservarla. Se hubieran quedado con su talento y Tolo, aquel cerdo apestoso, no se hubiera vengado matando a Borja. No había pruebas de ello, su hijo simplemente había desaparecido, pero Alezeya no tenía dudas respecto al destino de Borja, ni de quién había sido el causante, ni de quiénes le habían dejado escapar. La noche en que Borja desapareció, ella misma mandó en su busca a dos cazadores. No le gustaba recurrir a ellos, dos abominaciones, licántropos. Pero era más seguro que usar a los asesinos de la casta, porque estaba corriendo el rumor de que su aventura con Tolo, hacía tantos años, no había sido una violación como ella había dicho, sino que ella se había metido su polla en la boca de mil amores, y los vampiros que mandase a la caza de Tolo se habrían mostrado muy interesados en aquellos rumores. Los licántropos se presentaron con un montón de cenizas, dijeron que eran de Tolo y que Borja no había aparecido, que el Chupacabras se había llevado a la tumba el secreto de su paradero. Al abuelo, el líder de la casta, le había parecido más que suficiente, por mucho que ella había protestado, chillado y pateado. Pero lo peor vino después, cuando el abuelo le leyó la mente (¡nunca habían hecho tal indignidad con ella! ¡A una hija de los Dementia siempre se le daba veracidad por encima de cualquiera!) y descubrió que, en efecto, Tolo no la había violado. Ella se había degradado a mantener contacto sexual con un miembro de la última casta, algo casi tan bajo como un humano. La desterró al momento. El orden de la casta quedó alterado, porque ella había sido hasta entonces la heredera, y fueron primos suyos quienes ascendieron de golpe en la línea. El abuelo mandó tras ella a asesinos y cazadores, a los que de momento había esquivado, aunque no por su fuerza, ni por su astucia, sólo por su casa, y la condenó a vivir sola hasta que demostrase de nuevo se digna de la protección y privilegios de la casta. ¡Cómo odiaba a Tolo desde entonces! No sólo había matado a su hijo, también era causante de su caída en desgracia y de la pérdida de sus comodidades. Sólo había logrado rescatar algún dinero para mantenerse, pero se veía obligada a robar a aquellos que Besaba o mataba. Sólo de pensarlo sentía ganas de llorar de vergüenza. Y Tolo tenía la culpa de todo aquello. Cuando se enteró de la existencia del Carmilla’s y vio la afluencia de humanos y el goteo de vampiros en el local, investigó. Y grande fue su sorpresa cuando vio que eran el Chupacabras y la putilla quienes lo regentaban.

En un primer momento, pensó en matarles a ambos, allí en la calle, delante de todos. Pero se sobrepuso a su furia y reflexionó. La idea actual era mucho mejor. Arruinaría a Tolo, le quitaría el local, sus contactos y hasta el último céntimo. Y más tarde, también le quitaría a su putita.

«A esa guarra le gusta mucho el dinero, el lujo. Cosas que yo puedo darle, pero Tolo, no. Y ni siquiera tendré que convencerla, conforme me vaya haciendo con el local, ella misma verá de qué lado sopla el viento, y me suplicará que la deje participar, que la deje servirme. Cuando me quede con todo lo que una vez le importó y luchó por conseguir, Tolo preferirá que le hubiera matado». Se dijo y bebió de nuevo. El sabor seco y amargo le hizo de nuevo contraer la cara, pero esta vez en un rictus parecido a una sonrisa.

 

 

 

 

—Tolo, ¿estás seguro de que quieres venir? — Iana miró cariñosamente a su compañero. No es que no confiase en él, ni que pensase que no iba a estar a la altura, era sólo que sabía que la cosa podía, iba a ponerse violenta, y Tolo, bueno, era un vampiro pacífico, poco amigo de los enfrentamientos. Tolo la miró sin sonreír.

—Claro que voy — contestó, seco. La ventana estaba abierta. Ian había salido ya en forma de niebla y les esperaba varios metros más arriba. El vampiro dio un paso hacia ella, pero Iana le retuvo.

—Tolo, ¿qué te pasa?

—¿Qué quieres decir?

—¿Aún me lo preguntas? Desde que has visto a Ian estás cabreado. Y no sé por qué.

—¿No lo sabes? ¿O no lo quieres saber? — la voz del Chupacabras se empañó ligeramente, como siempre que algo le alteraba, pero hizo lo posible porque no se le notase.

—Creo que no lo quiero saber, porque no me puedo creer lo que me estoy imaginando — la joven vampiresa ya no sonreía —. Dime que no es verdad, porque me hiere. ¿Cuándo te he dado yo motivos para dudar de mí?

             —Justo esta noche — atacó Tolo. Iana intentó intervenir, y el vampiro la cortó —. Iana, no estoy ciego. Puede que sea gordo y poco atractivo, que sea cobardica y no vaya a ganar el premio al Cerebro del Año, pero tengo ojos. Veo cómo le miras y le tratas. Para ti, yo soy una mascotita, un juguete. Para ti, él es un hombre, no yo.

Iana negó con la cabeza, boqueando como si la indignación le impidiera encontrar las palabras.

—¡Nunca había oído mayor idiotez! — exclamó al fin.

—¡Niégame que te gusta! ¡Niégalo!

—No pienso ni intentarlo, ¡claro que me gusta! — admitió. Tolo no se esperaba aquello, estuvo a punto de gritar. Ante su asombro, Iana continuó —. Pero no más que tú. Como tú, yo también tengo ojos. Ian es muy atractivo y viril, claro que sí, ¡sería estúpido pretender que no le encuentro de mi agrado! Insultaría tu inteligencia si lo intentara. Pero que él me parezca guapo, no significa que te quiera menos a ti, ¡no significa que te vaya a ser infiel!

Iana le acarició los brazos en sentido ascendente hasta abrazarle, y le miró con ternura. En vano intentó Tolo resistirse.

—Tolo, yo sé que, de vez en cuando, miras a otras chicas. Lo sé — insistió cuando él intento negarlo —. Y no me importa. Por mucho que me quieras, sé que no tengo el monopolio de la belleza, sé que por aquí pasan cada noche cientos de chicas y vampiresas muy guapas, y es normal que mires a alguna, lo tengo asumido. Eso no significa que me seas infiel o que dejes de quererme, y no me enfado por ello. Ahora has conocido a un vampiro atractivo y te das cuenta de que me gusta. Y sí, tienes razón, lo hace, ¿y qué? Te garantizo que no será en él en quien piense cuando te tenga dentro de mí.

Iana convirtió su voz en un susurro cálido, se puso de puntillas y le besó. Tolo la apretó contra sí. Aun en medio del beso, sintió que ella se comunicaba con Ian. No podía saber qué se decían, su poder no llegaba a tanto, pero una cosa estaba clara: en aquel momento, mientras se besaban, ella no estaba pensando en él. Aunque, en cierta manera, tampoco le importaba.

 

 

 

 

«Sólo tendremos una oportunidad» dijo Ian. La casa de Alezeya, con sus persianas metálicas, era poco menos que un bastión inexpugnable. Se notaba que no tenía ganas de que entrara el sol en su casa y sólo contra eso se había protegido, la seguridad frente a otros vampiros la tenía completamente sin cuidado. Como Dementia, era probable que no pudiera concebir la posibilidad de que nadie pudiera atacarla. La pega, y eso Iana y Tolo lo sabían bien, es que los Dementia se criaban y vivían en una burbuja: siempre tenían a alguien para cuidarles, protegerles, servirles y hasta procurarles presas si era preciso. Pero si un Dementia abandonaba el clan (y vivía para contarlo) o era desterrado, en ocasiones no sobrevivía mucho tiempo. Eran fuertes, poderosos, se decía que descendían del propio Bassarab Vlad Drakul, sí, pero en realidad no tenían mucha idea de cómo sobrevivir solos. La esperanza de Tolo era también esa.

En forma de niebla, Ian se coló bajo la rendija de la puerta. En el exterior, un cielo de un color azul cada vez más gris, anunciaba la cercanía de la aurora. Segundos más tarde, Iana se pegó a la puerta en forma de gato y en el aire sólo quedó Tolo revoloteando como murciélago, no muy lejos de la puerta. Como Chupacabras, sus poderes eran limitados, no podía transformarse en nada incorpóreo y aún los cambios a animales sólo podía mantenerlos por un tiempo limitado. Le pareció que esperaba durante una eternidad hasta que la puerta se abrió y la joven se deslizó al interior. Enseguida la siguió revoloteando. Iana, ya en forma humana, intentó atraparle para impedir que sus aleteos hicieran ruido o tirara algo. Tolo se sintió herido una vez más, ¿es que no le creía capaz ni de eso? Trató de esquivarla y aterrizar por su cuenta. Iana puso cara de horror, ¿qué hacía? Estiró las manos, rozó un candelabro y este se tambaleó, cayó. Pero el errante lo agarró al vuelo. Tolo aterrizó de rodillas y cobró forma humana.

Iana y Tolo se miraron retadoramente, cada uno culpando en su interior al otro por su proceder. La joven se mordía la lengua, ¿qué le pasaba? ¿De pronto tenía que ponerse a demostrar cosas, cuando jamás había hecho algo semejante? Ian se interpuso entre los dos con los brazos un tanto levantados, mirándoles con reconvención. Y toda aquella escena se desarrolló en el más absoluto silencio.

El errante sacudió la cabeza en una dirección determinada, y la joven le siguió de inmediato. Ya arreglaría cuentas más tarde con Tolo y su absoluta falta de madurez.

«La huelo. Está en el ático» pensó Ian para ella, y la joven asintió. Tolo olfateó el aire y miró cómo el errante y su novia se deslizaban lentamente escaleras arriba. Él no les siguió. Iana ni siquiera se dio cuenta. El olor de la vampiresa se hacía más fuerte a medida que ascendían hacia la puerta del ático. Olía a sangre, como si se hubiera alimentado recientemente o como si tuviera alguna presa escondida allí, lo cual era muy probable. Sólo al llegar a la puerta, se dio cuenta Iana que Tolo no iba con ellos.

«Iré a buscarle» pensó Ian, pero la joven le retuvo.

«No hará falta. Se habrá asustado y se habrá quedado abajo, diciéndose a sí mismo que está vigilando». Ian volvió hacia la puerta mirando a Iana a los ojos y ésta casi se disculpó: «Es mejor así. Sólo habría estorbado. La mataremos nosotros, beberemos de ella y dejaremos su cuerpo al sol para que no vuelva a molestarnos». La joven tomó el brazo de su amigo. Había prometido que no le tocaría, pero sin duda el saber el efecto que producía en él hizo que no pudiera evitar hacerlo. Ian tembló de pies a cabeza apenas la mano de la joven le agarró. La apretó entre sus brazos y la besó con furia. Iana luchó para no soltar la risa y permanecer en silencio. Manoteó a su espalda, encontró el tirador de la puerta del ático, la abrió y entraron. Sólo cuando la puerta se bloqueó, se dio cuenta Iana de que acababa de entrar en su propia tumba.

 

 

En el piso de abajo, un zumbido alertó a Tolo, pero este apenas se sorprendió cuando vio que las persianas comenzaban a subir sola. Era de esperar alguna trampa así, y él se limitó a seguir el rastro hasta el sótano. Sí, el olor a vampiro llevaba al ático, y si hasta él lo había notado, era demasiado obvio para que fuese verdad; él conocía el olor particular de Alezeya, la mezcla entre el sutil olor a sangre descompuesta propio de un vampiro, unido a su caro perfume y la cera que usaba en sus cabellos. Sólo ella olía así, y ese olor procedía del sótano. Sabía que, de haberlo dicho no le hubieran escuchado, así que, ¿para qué perder el tiempo? Si ahora había alguna posibilidad de que salieran con vida de aquella casa, todo dependía de él.

 

 

Iana recordó la noche en la que escapó de casa para reunirse con Borja y éste la maltrató y violó, y dejó que sus amigos también la follaran. En aquella ocasión se pasó de lista y tuvo miedo por primera vez. Ahora lo tenía también. Lenta, pero imparablemente, las placas del tejado se replegaban sobre sí mismas, convirtiendo el ático en un mirador. Todo el piso era una cúpula de cristal por la cual entraría la luz del amanecer que llegaba por momentos. En pocos minutos, no habría donde esconderse, la sombra que proyectaban las paredes era insuficiente, sólo podría darles algún alivio, pero tan pronto como el sol se alzase por completo, todo acabaría.

—¡Pégate a la pared! — gritó Ian, al tiempo que tiraba de la puerta con todas sus fuerzas, aún sabiendo que era inútil. Él mismo había oído los barrotes de metal que la sujetaban al cemento. Se lanzó entonces contra los cristales, pero el tremendo choque tampoco tuvo efecto: se trataba de cristal antibalas —. Hay un modo de salir, lo sé — Insistió e intentó sonreír, pero Iana le tendió la mano y le llamó por su nombre.

—Ven aquí — El errante la miró. La joven tenía lágrimas silenciosas deslizándose por su fino rostro, pero sonreía. Obedeció, mientras los paneles que cubrían el techo se deslizaban dejando paso al sol asesino. La abrazó contra él, dispuesto a cubrirla con su cuerpo y protegerla todo el tiempo que pudiera. No sería mucho. Iana sollozó contra su pecho. Quería decir que, si tenía que morir, prefería al menos que fuese así, entre sus brazos, pero no podía hacerlo, la tristeza le impedía hablar. Quiso pensar en Tolo, dedicarle al menos un último pensamiento, pero no fue capaz tampoco. Y en ese momento, la persiana se detuvo.

 

 

 

Tolo suspiró aliviado, pensando en Iana. Por apurada que fuese la situación, seguro que algún refugio quedaba en el ático que ella pudiera aprovechar. En el sótano, donde se encontraba, se hallaban los controles automáticos de la casa, y él había detenido la apertura programada de las persianas. Por desgracia, ese alivio duró poco. Hasta que la vaharada de olor a perfume caro y empalagoso le inundó y supo que Alezeya estaba detrás de él. Por mero reflejo levantó las manos como si le apuntaran con un revólver. La risita que oyó a su espalda le hizo saber que aquella reacción divertía a la vampiresa.

—Encantada de verte de nuevo tan pronto, cerdito — dijo, y se explicó —. Por lo que huelo, veo que habéis sido malos. No habéis venido con las escrituras de mi local. En su lugar habéis traído — olisqueó y sonrió — ¡Qué interesante! ¡Un Errante! Me da pena tener que matarle, pero será menos lío para mí y ninguna casta preguntará por él.

Olfateó de nuevo y pareció oler algo que le hizo mucha gracia, mientras el cerebro de Tolo trabajaba a toda máquina, intentando encontrar una salida. Tras Alezeya sólo estaba la puerta entreabierta que conducía a su cripta, podía entrever su ataúd en el suelo de cemento basto. Como Chupacabras, él se apañaba a dormir en cualquier parte, pero los vampiros de castas superiores seguían durmiendo en ataúdes, se decía que obtenían su fuerza de esa costumbre. Por primera vez se le ocurrió si, intentándolo, no mejorarían sus poderes, pero ahora quizá ya nunca pudiera probarlo. Nada a su alcance le servía como arma, ni siquiera había una ventana ni respiradero, ni ningún sitio por donde escapar.

—Oh, pobre Tolo. Pobre cerdito — sonrió con falsedad la vampiresa —. Aún no lo sabes, y no sabes lo feliz que me hace ser yo quien te lo diga. Eres un cornudo, cerdito. A tu putilla le sale el semen de ese Errante hasta por la nariz.

Tolo notó que su espalda se doblaba ligeramente, como si alguien le hubiera dado un golpe en el estómago. Podía sentir el dolor en su vientre, subiendo a su corazón que latía con vida robada y que por un momento —lo sintió— se detuvo por completo. No había querido creerlo. Lo había tenido delante de él, pero había querido pensar que Iana, su dulce Iana que le dio a él su primer mordisco cuando sólo era un bebé, le decía la verdad y aquel Errante sólo era un amigo como ella decía, que Alezeya le mentía. Pero sabía que decía la verdad. Alezeya podía oler mucho más allá que él, y aunque sabía que atacaba por el mero placer de hacer daño, la alegría de la vampiresa delataba que ni ella misma había imaginado aquel inesperado estilete que clavaba en el corazón de Tolo. Decía la verdad. En ese momento, el mundo que Tolo conocía pareció romperse, como si le echaran de él de una patada. Solo, cornudo, engañado por la que había querido como a una hermana primero y más que a sí mismo después, y ella no sólo se había reído de él, ni siquiera le había respetado para decirle la verdad a la cara, ¿qué tenía ya que perder él? ¿Qué le importaban ya su posición, el Carmilla’s… o la propia Tatiana? Por él, todo se podía ir a la mierda. Se arrodilló a los pies de Alezeya e inclinó la cabeza.

—Seré tu esclavo. Perdóname la vida y soy tu esclavo. Déjame vivir sirviéndote. Sé que tienes que utilizar a sirvientes humanos, y que sólo soy un miserable Chupacabras, que no valgo lo bastante para que me aplastes con tu pie, pero siempre seré mejor que un sirviente humano. Te lo ruego, úsame.

 

 

 

En el ático, la vampiresa y el Errante permanecían quietos, pegados a la pared como si pretendieran fundirse con ella, asombrados de que la persiana se hubiera detenido, cobijados en la escasa sombra que aún ofrecía.

—¡Ha sido Tolo! — sonrió Iana, soñadora —. No sé cómo, pero ha sido él.

—Nos ha dado un tiempo. Quizá poco, pero algo al menos — musitó el Errante. Con mucho cuidado, se deslizó por la pared hasta donde le era posible, tomó la punta de la alfombra y tiró de ella. Era pequeña, del tamaño de una toalla de baño, pero se la ofreció a Iana. —. Ten. En el peor de los casos, puedes cubrirte con ella. Si yo me pulverizo, tú podrás resucitarme.

Iana asintió. Ahogó un grito cuando la persiana se puso en marcha de nuevo, y ambos se pegaron a la pared.

 

 

 

—Así me gusta, que seas obediente — Alezeya asintió cuando Tolo reactivó el mecanismo de apertura de puertas —. Arrodíllate otra vez.

Tolo obedeció en el acto y agachó la cabeza para que ella no le viera los ojos. La Dementia alzó un pie y apretó la cabeza de Tolo contra el piso.

—Dentro de lo miserable que eres, quizá te subvaloras, cerdito. Sí que te mereces que te aplaste con mi pie — Tolo notó que la presión cedía y supo que Alezeya alzaba el pie para patearle la cara contra el suelo. No dudó. Le agarró el otro pie, y tiró de él con todas sus fuerzas al tiempo que se incorporaba. Ella gritó, pero su voz se cortó de golpe con un chasquido espantoso. El de su nuca al estrellarse contra el cemento. Tolo miró el botón de parada.

Lo pulsó.

 

 

 

Las pantorrillas de Ian echaban humo, pero sostenía la alfombra con la que tapaba a Iana sin quejarse. El sol le lamía los tobillos y se puso de puntillas, con las piernas a ambos lados del cuerpo de su amiga. Iana, bajo la gruesa alfombra, sudaba y sabía que no sería capaz de sostener la alfombra en alto todo el día, no con el sol dándole de pleno, el calor la haría polvo antes. Cuando oyó el crujido de la persiana al pararse, la esperanza hizo que intentase bajar la alfombra para mirar, pero Ian se lo impidió. Por eso, cuando oyó de nuevo el ruido sintió ganas de llorar, pero en ese momento fue Ian quien le hizo soltar la alfombra, y la besó. Por un segundo creyó que el Errante abandonaba toda esperanza y deseaba morir besándola. Y nunca se alegró tanto de estar equivocada. La persiana se estaba cerrando, los barrotes que anclaban la puerta a la pared se descorrieron, y ambos sólo podían pensar en el alivio que sentían. Salieron al pasillo besándose sin poder contenerse. Era peligroso, era imprudente, lo primero era buscar una salida. Aún así, para cuando la persiana acabó de cerrarse, Iana ya estaba cabalgando la entrepierna del Errante en mitad del pasillo.

 

 

Tolo miraba cómo la mancha de sangre que manaba de la nuca y la oreja de Alezeya crecía cada vez más. Sabía que debía sentir alivio, aunque la realidad era que no sabía bien qué sentía. O quizá fuera más exacto decir que no sentía absolutamente nada. Sólo podía pensar en Tatiana y en que tendría que enfrentarse a ella, decirle que lo sabía todo. Un suspiro le quemó el pecho. Con lágrimas que escocían más en el corazón que en los ojos, subió al piso de arriba, buscó papeles, cojines y bajó de nuevo. Los estrujó y colocó varios en el ataúd. Enseguida los roció con lo que más alcohol tenía allí abajo: la colonia de Alezeya.

Acercó el mechero a los papeles y estos prendieron rápidamente, para cebarse en los cojines de inmediato. Esperó unos segundos para asegurarse de que las llaman prendían también en la tela de seda y la madera del ataúd, y apenas vio que las llamas crecían, se marchó. Solo.

 

 

 

—¡Más! ¡Un poco más, sigue! pidió el Errante. Iana estaba sentada sobre él, de espaldas, brincando sin parar y gozando mientras él se dejaba follar. En pocos minutos habían perdido la cuenta de los orgasmos, que estallaban como fuegos artificiales, uno tras otro, y no parecía que fueran a parar nunca. Ian sintió que le llegaba uno nuevo, grande. El placer aumentaba en la base de su polla, y picaba de forma a la vez rabiosa y dulce, hasta que al fin le alcanzó el éxtasis. En ese momento, en medio de un gemido ronco, se incorporó y agarró a Iana por las tetas, apretándolas mientras ella se reía y se restregaba contra él. Un delicioso cosquilleo subía por el cuerpo de la joven a cada movimiento, y ambos tomaron aire, preparándose para continuar, cuando un timbrazo los sobresaltó y ambos fueron conscientes del olor a humo. De inmediato intentó Iana recuperar su enlace mental con Tolo, pero no le sintió.

—Tolo ya no está, ¡corre!

—Tu chico le ha pegado fuego a la casa, tiene buenas ideas — reconoció el Errante. Un atroz alarido les heló en el sitio. Un chillido de mujer. Antes de poder decidir, la vieron. Envuelta en llamas como una tea, Alezeya se deslizaba escaleras arriba, quizá enloquecida de dolor o tal vez dispuesta a llevárselos con ella. Iana estuvo a punto de lanzarse contra ella, pero Ian le tomó la delantera. Se colocó en medio del pasillo, frente a la puerta del ático y rugió, retador. La Dementia se abalanzó contra él. Ian se tiró al suelo. Antes de que ella llegase al piso, Iana cerró la puerta del ático. El mecanismo de cerrado de la puerta activó asimismo el de apertura de las persianas. El chillido de Alezeya ya no fue de dolor físico, sino de piedad, la oyeron golpear la puerta y gritar súplicas incomprensibles. Iana se sintió mal. No culpable, pero sí incómoda. Afortunadamente, aquellos horribles sonidos se extinguieron pronto, y la joven sonrió. Sabía que Tolo estaba lejos, sin duda había vuelto al Carmilla’s, lo que era muy sensato por su parte. En el exterior, la luz del día lo llenaba todo ya, y el papel de las paredes y los cuadros que la Dementia había rozado extendían el fuego. A la desesperada, buscaron una salida.

—El jardín es muy tupido, podemos refugiarnos allí — sugirió Iana, mientras el calor no cesaba de aumentar. La pared de la casa quedaba en una zona de sombra y los árboles eran muy frondosos, les daría un tiempo. Ambos se lanzaron por una de las ventanas y cayeron en el jardín. Bajo los árboles, el frescor era celestial. Desde allí pudieron ver llegar a los bomberos y salvar la mayor parte de la casa, pero el sótano había quedado calcinado.

—Mira — dijo Ian. En el jardín, entre los árboles, había un pequeño cobertizo de herramientas con una sola ventana, y cuya puerta no tenía cerradura. El errante tapó la diminuta ventana con su camiseta y allí pasaron las horas de luz. Iana apenas pensó en Tolo, sólo podía sentirse feliz, exultante. Había escapado de la muerte, tenido sexo con Ian, se había librado de la Dementia… su precioso Carmilla’s era del todo suyo, aquella zorrona ya no se lo disputaría nunca más, ¿qué podía estropear su felicidad?

 

 

 

 

 

Al día siguiente, casi a las cuatro de la mañana, Ian decidió pasarse por el Carmilla’s para obtener una bebida y quizás un refugio para aquel día. Sabía que no podría pasar un buen rato con Iana porque su novio estaría allí, pero podía pasarse de todas maneras. A fin de cuentas, le había ayudado a librarse, quizá para siempre, de Alezeya, seguro que un poco de hospitalidad sí podía esperar. Claro que, de entre las muchas cosas que podía esperar, no se esperaba lo que se encontró.

Un griterío desenfrenado reinaba en la discoteca. Eso no era particular, pero el espectáculo, sí. Iana estaba subida a la barra del centro, bailando como si le fuera la vida en ello. Ian sabía que la joven jamás hacía eso, porque a su chico le molestaba, pero sin duda la indumentaria de Iana le molestaría mucho más. Estaba por completo desnuda, llevaba en la mano una botella de champán y jugaba con ella restregándola por su piel como si se tratase de una polla. Ahora se colgaba boca abajo de la barra y sostenía la botella con los pies para regarse de champán, ahora se deslizaba girando por ella, de vez en cuando se la metía por el coño y la mantenía allí, sujeta a viva fuerza. Al Errante no le hubiera importado, de no ser porque se dio cuenta de un detalle. Parte del líquido que corría por la cara de la joven, no era champán. Eran lágrimas. La joven tenía el rostro contraído de tristeza y no cesaba de llorar mientras bailaba y giraba en la barra.

Iana, ante la euforia de los fans que la jaleaban, rompió la botella contra la barra, que se hizo mil añicos, y comenzó a caminar de puntillas sobre los cristales. Aquello sólo sirvió para exaltar aún más a quienes la miraban, los cuales lanzaron vasos de cristal contra la plataforma. Iana no pareció darse por enterada, y siguió bailando sobre el piso de cristales. Se elevó en la barra, hizo el pino, y los regueros de sangre que manaban de sus pies, se deslizaron por sus pantorrillas. El Errante se abrió paso hasta el podio, cuando Iana se dejó caer de espaldas sobre el piso de cristales. Un feroz griterío la animó, la joven curvó la espalda, y de nuevo trepó por la barra, con la espalda, las nalgas y los muslos ensangrentados, cuajados de fragmentos de cristal, en un espectáculo grotesco pero, en tratándose de una vampiresa, también sensual. Ian llegó al pie del pódium y gritó su nombre.

La joven se volvió hacia él. Si antes tenía el rostro triste, ahora directamente hizo un puchero, le tembló la barbilla y pareció darse cuenta del destrozo que se había hecho. Aún así, alzó la cabeza, caminó de puntillas sobre los cristales y tomó las manos que el Errante le tendía, se apoyó en ellas hasta sentarse en su hombro y permitió que la sacara de allí. El griterío continuaba a su espalda mientras sus pies goteaban sangre. Ian notó que alguno de los cristales se le clavaban en el hombro donde la llevaba, pero no se quejó.


«Querida Tatiana:

 

Aún te llamo «querida» porque siempre lo serás para mí, aunque yo para ti no lo sea. No sabía bien qué decirte o cómo abordar esto, sólo sabía que no podía verte más. Así que seré directo: cuando leas esta carta, ya estaré muy lejos. Lo suficiente como para que no puedas encontrarme y seducirme para que vuelva de nuevo, y así pienso continuar. Te adoro, Tatiana. Pero me he dado cuenta de que hay una persona que necesita mi amor más que tú, y soy yo mismo. Hay un límite para la cantidad de humillación que incluso alguien como yo puede soportar, y esta noche lo he alcanzado.

No pienses que no te quiero o que te culpo por algo. En el fondo, siempre me has tratado bien, has sido conmigo buena y cariñosa la mayor parte del tiempo, pero ahora sé que no te basto. He sido tan bobo que nunca sospeché, ni por un momento, que tu felicidad no era yo quien te la proporcionaba. Para mí siempre has sido mi dulce niña, el bebé que me mordió, la chiquilla que me adoraba y me llamaba «su osito». No quise ver que habías crecido y que esos sentimientos habían desaparecido, e igual que ya no precisas a nuestros padres, tampoco me necesitas a mí. Por eso no te culpo, porque no puedo culparte por crecer y cambiar, pero sí te agradecería que me lo hubieras contado. Eso sí que me ha causado dolor, no tanto el que te diviertas con otro, como el que hayas dado por sentado que yo jamás me enteraría, que podía tenerlo delante y no sospecharía nada y siempre te creería a ti y no a mis ojos. El que me hayas tomado por tonto, eso sí que me hiere. Pero supongo que me lo he ganado, ¿verdad?

Seamos sinceros: siempre has sido la más lista de los dos, ambos lo sabíamos y aunque empezamos esta aventura juntos, muy pronto me di cuenta de que yo no era más que tu comparsa, pero no tu compañero. No me importaba mucho. Mientras te tuviera a ti a mi lado, no me importaba gran cosa nada. Sin embargo, Tatiana, tu hermano no es tan idiota como tú le crees. Veo las cosas, me doy cuenta de ellas, y sé hasta dónde llega tu poder. Sé que no querrás que me marche, pero no porque me quieras de verdad, sino porque no soportas perder nada y no te gusta que nadie te haga pensar que has sido la mala. Cuando leas esto, querrás venir a por mí, fingir que lo sientes mucho y que no se repetirá, llorarás un poco y me obligarás a volver. No lo voy a hacer. No quiero más humillaciones, ni podría tampoco volver a confiar en ti. Por eso no sólo me alejo ocultando mi rastro como sólo yo sé hacerlo, además debo avisarte de algo: los Dementia saben que Alezeya ha muerto. Me tomé la libertad de avisar a la policía del incendio, y ellos tienen muchos contactos allí. A estas horas, ya deben saber todo lo ocurrido. Desterrada o no desterrada, seguía siendo una de ellos. Saben que iba detrás del Carmilla’s o cuando menos detrás de mí, pero yo he desaparecido y al frente del Carmilla’s ahora sólo quedas tú.

No creas que he hecho esto por venganza. Sé que, si os mandan a algún asesino, tú misma y ese Errante podréis contra ellos, así que no debes preocuparte, como tampoco me preocupo yo. Les he pasado el soplo sólo para que tengas algo que hacer y no puedas perder tu valioso tiempo buscándome.

Te deseo toda clase de felicidad en la existencia que has elegido:

 

Tolo.»

 



De bruces en el tresillo, con la cara vuelta hacia la pared, Iana lloraba en silencio. El Errante le sacaba los pedazos de cristal uno a uno y besaba las heridas para frenar las hemorragias con su saliva. Las cicatrices de su cuerpo sanarían en pocas horas, pero las de su corazón tardarían mucho más. Si finalmente lo hacían. Iana parecía destrozada. La joven le había permitido leer la carta que Tolo había dejado como única despedida y que ahora permanecía en el suelo, salpicada de gotitas de sangre y lágrimas. El Errante no creía en las relaciones largas, ni en la fidelidad, sólo en el placer, y para él no tenía sentido que, si Tolo amaba a Iana se privase de estar con ella sólo porque ella, de vez en cuando, se pegase algún colchonazo con él. Tampoco entendía que la joven se llevase el sofocón que se estaba llevando porque él la hubiese abandonado. En su opinión, si él realmente la quisiera, no querría apartarse de ella; su actitud sólo demostraba que le importaba más un necio orgullo que Iana y cuanto habían construido juntos. Pero sabía que no era buen momento para decirle algo así a la joven, así que permaneció en silencio mientras le sacaba cristales de los muslos. Algunos se habían encarnado y tuvo que hurgar con pinzas para sacarlos, porque sólo salían haciéndola sangrar. Aún así, la joven no se quejaba. No por aquello.

         —Nunca creí que hiciera algo así — sollozó al fin —. Abandonarme. Repudiarme e impedirme que vaya tras él.

La joven volvió la cara hacia su amigo. Una cara con el maquillaje corrido por las lágrimas y congestionada por el llanto. Ian le acarició la mejilla con el dorso de los dedos. Por primera vez, no sintió el temblor de excitación al tocarla. Iana estaba demasiado triste para segregar ningún deseo.

—Cuando leí la carta, al principio no pude creerla. Me quedé ahí plantada como una estúpida, sin poder reaccionar — explicó, mirando al vacío —. Tuve que leerla tres veces hasta que entendí por completo que se había ido. Que no quería que fuese a buscarle, que me estaba dejando. Estaba rompiendo conmigo. ¿Cómo… cómo se atrevía? Primero quise matarle, lo juro. Si le hubieran puesto delante de mí, le hubiera sacado las tripas.

—No te creo — sonrió Ian, y comenzó con los cristales de los pies. Aquellos iban a ser los más duros, Iana había permanecido bailando un buen rato sobre ellos.

—Sí, lo hubiera hecho, le hubiera matado — insistió la joven y sollozó de nuevo —. Y me hubiera matado yo después. Por mi dolor, entendí cuánto daño le había hecho a él. Entonces me sentí culpable, me sentí odiosa, infiel, cruel…

—Y supongo que ahí se te ocurrió lo del baile gore para castigarte, ¿verdad? — inquirió el Errante. La joven sonrió, triste.

—Durante un rato, me pareció que no quería ni vivir — admitió —. Me dije que me humillaría como una puta, que bailaría sobre cristales toda la noche, y después me arrastraría hasta la calle para morir abrasada por el sol. Me lo merecía.

—¿Te lo merecías? ¿Y después de eso, no sé, pensaste que él iba a enterarse mágicamente de que te estabas dejando morir, aparecería en el último minuto, te diría que todo estaba perdonado y te salvaría? ¿Que todo volvería a ser como antes?

Iana le miró. En sus ojos oscuros enmarcados por la melena negra y la honda cicatriz de la cara, había cierta bondad. O al menos, no se estaba regodeando, sólo pretendía hacerla reflexionar.

Eres un cínico.

—Puede. Lo que no soy, es hipócrita. Yo no le prometo amor eterno a nadie, porque sé que no lo doy. Y tu chico puede que te haya dicho mil veces que te quería, pero el suyo era un amor con condiciones acercó su cara a la suya y le besó la nariz —. ¿Merece la pena morir por un amor con condiciones?

—Ya no sé qué merece la pena y qué no — admitió la joven. No devolvió el beso. —. Sólo sé que ayer tenía una vida, un negocio, una pareja y ganas de disfrutar de todo. Hoy tengo cristales en los pies, me da igual si el Carmilla’s arde como la casa de Alezeya, y no tengo ganas de nada más que de yacer en un rincón. Ayer hice el amor con Tolo y más tarde contigo. Hoy me siento muerta por dentro — suspiró —. Por favor, vete.

—No — dijo solo Ian. La vampiresa estuvo a punto de insistir con gesto de enfado, pero el Errante continuó — Iana, estás dolida, deprimida, culpable, ¡te has rebozado sobre cristales! Si piensas por un momento que voy a marcharme cuando más me necesitas, es que estás loca. Y no me conoces ni pizca.

La vampiresa pareció demasiado agotada para discutir, así que se limitó a volver la cara y enterrar la cabeza en el brazo. Penosamente, Ian sacó todos los cristales de sus pies y le lamió las heridas. Ya no sangraba, las heridas estaban curándose y las cicatrices de la espalda se hacían cada vez menos visibles. El Errante se sentó en el sofá y la rodeó con los brazos, para que ella apoyase la cabeza en su regazo. Sin hablar, le ofreció su muñeca. En un principio, Iana negó con la cabeza, aunque al cabo sucumbió y le mordió. Había perdido sangre, esa noche no había salido a alimentarse, estaba hambrienta. No sabía cuánto hasta que le mordió. Ian reprimió un gemido de gusto cuando la boca cálida de su amiga le Besó la sensible piel del interior del antebrazo y succionó, aunque no pudo evitar que su cuerpo reaccionara. Su erección marcó un bulto caliente y duro bajo el vaquero, que Iana fingió no ver.

 

 

 

 

El terrier olisqueó. En algún sitio del cobertizo había una rata, lo sabía. Una rata muy rara, que tenía un olor muy particular, pero nadie le dice nunca a un terrier ratero que el olor a after shave barato y a sangre, no es que sea particular en una rata, es que es absolutamente impropio de una. Aquel iba a aprenderlo por la vía dura y, desgraciadamente, tampoco iba a ser un conocimiento que le resultase de utilidad en el futuro, porque se le estaba acortando por momentos.

El perro detectó al fin la fuente del olor, detrás de las barricas de licor y los sacos de pienso, y enfiló hacia allí, ladrando como un loco. Apenas se lanzó, el ladrido se convirtió en un corto gañido y enseguida se extinguió. Segundos más tarde, Tolo emergió del rincón, en forma humana.

—Lo siento, chucho — dijo, sin mirar el cuerpo desnucado del animal —. No era nada personal, pero no estaba de humor y te has cruzado. A joderse, como todos.

No iba alimentarse de él, no lo necesitaba. El dueño del perro, un chiquillo de unos quince años, había entrado al cobertizo antes que éste, y ahora yacía tirado en un rincón, temblando y pálido como un muerto, aunque no lo estaba. Probablemente se recuperaría con unos días de descanso y un par de comidas fuertes. Probablemente. Lo cierto era que Tolo no lo sabía y le daba igual. Por primera vez en su vida, le tenía por completo sin cuidado. Se metió en los bolsillos una botella de licor, un par de pastillas de chocolate y unos trozos de tocino salado. Alimentos prohibidos, indigeribles para otro tipo de vampiros, pero que él, al ser Chupacabras, podía disfrutar. Salió del cobertizo y Cambió de nuevo en murciélago. El amanecer se acercaba, se refugiaría en alguna caseta de leña o sitio similar. Estaba en una zona agrícola, era fácil encontrar sitios así.

¿Cuánto tiempo hacía que no se daba un verdadero festín de sangre humana? Puede que desde nunca, pensó con amargura. Como Chupacabras, siempre tenía cuidado, siempre iba con pies de plomo. No había que dejar huellas, no había que matar, no había que llamar la atención… había que ser buenecito, tranquilo, y así todos te dejarían en paz y podrías vivir sin miedo. «Y una mierda», se dijo. Bajo él, había una casa con un amplio desván con ventanas muy pequeñas, sin cristales, cubiertas sólo por persianas. Se asomó a una de ellas y comprobó que estaba sin utilizar, sólo el polvo y grandes montones de sacos se almacenaban allí. Se coló por la persiana y se acomodó en un rincón oscuro. De nuevo en forma humana, atacó a bocados el tocino y el licor. Allí podría pasar el día, y si subía alguien, quien quiera que fuese, no volvería a bajar.

Tolo estaba harto de ir de buenecito y no meterse con nadie. ¿Para qué servía eso? Haaah, qué calorcito tan delicioso daba el licor, casi tan bueno como el de la sangre del chaval, se dijo. Le había sabido a gloria, se había puesto morado, nunca había bebido tanto de nadie. No tenía ni idea de qué iba a hacer, dónde se iba a instalar o cómo iba a vivir, pero sí tenía clara una cosa: no iba a volver a ser el vampiro pacífico nunca más. Ya había tenido suficiente de sobrevivir a base de Besos cortos, de matar sólo animales y de pedir perdón por existir, ¿qué más daba todo? Podías vivir intentando no hacer daño a nadie, y en cualquier momento te hacían trizas a ti sin ningún motivo. Su madre, Alezeya, y hasta la propia Iana. Tatiana, se corrigió. No volvería a llamarla con el nombre de niña, ya le había demostrado que no lo era. A partir de ahora, pensaba coger lo que se le antojara, vivir como quisiera y hacer lo que le diera la gana. Si para eso tenía que sufrir alguien, le daba igual. A él le habían hecho sufrir desde que nació y a nadie le había importado una mierda, ¿Por qué tenía que ser precisamente él el que tuviese escrúpulos de conciencia?

«Tiene gracia, Tatiana, ¿verdad que sí?» pensó, mientras desenvolvía el chocolate y daba buena cuenta de él. «Tú pretendías que dejase de portarme como un caguetilla Chupacabras, y al final, de una forma u otra, has logrado que lo haga. Pero no será a ti a la que le aproveche».



Dedicado a @salamandra_96 que sé que tenías ganas de leerlo, ¡espero que te haya gustado y que lo presumas!



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7 comentarios:

  1. Me da que me va a acabar gustando a mí este blog. Eso sí, no esperaba que fuese tan largo y cuando me he dado cuenta llevaba casi una hora leyendo jajaja.

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    1. ¡Gracias por leer y comentar! No sabes cuánto me halaga tu comentario, ¡ojalá consiga seducirte! :)

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  2. Ay, Tatiana, Tatiana. Eres tan parecida a Alezeya.
    XD ¡Cómo ha molado! Ahora quiero saber más de el resto de las castas vampíricas :3 Ojalá algún día. ¡Sigue escribiendo, que mola mil!

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    1. ¡Un millón de gracias por leer y comentar! Uh, están los Dementia, los Sensualita que se preocupan sólo por el placer y son los más hedonistas (el tío Tánaso, de mi cuento El Mordisco, es un Sensualita), los Lacrima Sanguis (como la madre de Tatiana y ella misma) que suelen ser literatos y son los únicos (o eso dicen) que tienen la fertilidad y pueden engendrar y tener hijos, los Semen Minervae, que se dedican a la investigación y al saber...

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