Con frecuencia, la religión se diluye a través del tiempo. Sin embargo, las fiestas rara vez lo hacen. Son adaptadas, ...

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                Con frecuencia, la religión se diluye a través del tiempo. Sin embargo, las fiestas rara vez lo hacen. Son adaptadas, se les dan nuevos significados y nuevas lecturas, pero siempre están ahí. Es lo que sucedió con la Navidad. Tras el Cataclismo de Tierra Antigua que dejó un planeta inhabitable debido a la radiación durante más de un milenio, la población terrestre se expandió por lo planetas amistosos en colonias de distinta consideración. El catolicismo quedó dividido entre millones de seres de distintas culturas y nuevas religiones. Sin embargo, la fiesta de la Navidad subsistió. La mayor parte de creencias tenían algún día especial para festejar el amor, la amistad y la familia, así como para celebrar el cambio de anualidad, o de periodo de tiempo que su planeta tardaba en dar una vuelta estelar o ciclo temporal de cosechas. No fue difícil, en pro de la buena convivencia, que los humanos hicieran coincidir su fiesta de Navidad con aquellas festividades propias de planeta o colonia que les acogiera. Así sucedió en Hades II, un modesto planeta de población, en su mayoría, humana. Había comenzado como un planeta colonial, en un principio minero debido a la escasez de recursos naturales, puesto que la tierra era demasiado ácida para el cultivo, aunque allí crecían de forma abundante la espinosa brohimbra, de la que la se sacaba el licor de branega, y la amarga rejoneza que, además de un valioso condimento, también era el manjar preferido de los horzos hadesianos, una especie de cerdos oriundos del planeta, de carne muy apreciada. Gracias a aquello, Hades II prosperó y se convirtió en un importante planeta comercial, famoso por su capital, Zoco Centro, el mercado más famoso del sistema en el que se encontraba el planeta, lugar frecuentado por comerciantes de todo tipo, desde honestos mercaderes, a peristas y piratas, dispuestos a vender y comprar no sólo mercancías comunes, sino todo tipo de objetos, por dudosa que fuera su procedencia.

                Raji, dueño de un pequeño bazar en provincias, sabía bien esto y por eso acudía a Zoco Centro al menos tres veces al año para hacerse publicidad, buscar nuevos compradores y vendedores y también para colocar mercancías que podrían llamar demasiado la atención en su localidad. A veces había pensado en vivir allí directamente, si bien siempre había terminado por desechar la idea. Una ciudad tan grande como aquella era demasiado ruidosa y sucia. Y también demasiado vigilada. Sus tratos pasaban desapercibidos al ser un modesto comerciante de provincias en Asentamiento 5, donde sólo había un Justicia al que conocía bien y que le debía un par de favores. En su pequeño bazar, Raji y Tasha, su mujer, compraban y vendían electrónica de todo tipo, joyas y bisutería. Desde recambios, a sistemas de vídeo y juegos, pasando por secadores de pelo. Y aunque la mayor parte de la mercancía era de mayoristas, otra no menos importante procedía de particulares que venían a vender o empeñar. Y entre ellos, había algunos que vendían artículos que llevaban más de un siglo sin aparecer por el mercado y que, supuestamente, procedían del ajuar de la abuelita, de lo que habían podido llevar consigo al abandonar el planeta. Raji se lo creía porque le convenía, pero allí todo el mundo sabía que esos artículos habían sido sacados hacía pocos días de un lugar al que, en teoría, no se podía ir: Tierra Antigua.

                El perista podía pasar por humano, y su aspecto era árabe, de espesos rizos negros y profundos ojos oscuros, aunque no muy alto, con una nariz algo grande y unos dientes delanteros bastante grandes que le hacían convertir las eses en efes. Sin embargo, no lo era. No del todo. Y aún así, hasta él sabía que Tierra Antigua no sólo estaba condenado por la radioactividad, sino también que su acceso estaba vetado por sus propios dueños, las grandes corporaciones y entidades bancarias que aún subsistían, aunque fuese de manera muy inferior al poder que ostentaran en el pasado, cuando gobernaban el planeta. En aquel entonces, llegó un momento que el «patrón dinero» se hizo insuficiente para pagar a las empresas dueñas de la Tierra, de modo que las empresas decidieron ofrecer en hipoteca todo el planeta y cada actividad que se realizara en él.

Primero, sólo hubo que pagar por las actividades económicas que se realizaban, desde el trabajo hasta una venta de limonada callejera. Más tarde, por el disfrute de determinadas instalaciones o parajes naturales. Después, por el aire. Y, por último, era preciso pagar por las interacciones sociales, las caricias, los besos y hasta la charla durante la cena. Cualquier subterfugio para evitar el cobro, como hablar mediante lengua de signos o escribiéndose, conllevaba fuertes multas y, gracias a los detectores de interactividad instalados obligatoriamente en cada casa, en cada calle, en cada árbol… era siempre detectado. Aquel que no podía pagar, era condenado a trabajos forzados hasta que amortizase su deuda, o a exiliarse del planeta en régimen de incomunicación. Cualquier intento de contactar con sus seres queridos en Tierra Antigua era perseguido, y se le exigía el pago de la deuda -con sus intereses correspondientes, que no dejaban de acumularse porque estuviera exiliado- antes de poder hacerlo.

                Es fácil imaginar lo pronto que comenzó la disconformidad, después los disturbios y al fin, la rebelión abierta. Para entonces, el Emporio de Planetas Pacíficos metió mano en el asunto y abogó por los rebeldes sin dudarlo. Los dueños de Tierra Antigua, viendo que llevaban las de perder y que tendrían que ceder sus valiosos activos, prefirieron masacrar el planeta mediante las bombas atómicas y radioactivas que llevaban tres siglos acumulando. Provocaron lo que se conoció en la Historia como el Gran Cataclismo, y se fugaron a planetas lejanos que habían preparado para aquella eventualidad, llevándose sus escrituras de propiedad con ellos. El Emporio trató de rescatar a cuantos terráqueos pudo. Aunque fueron varios cientos de millones, si se comparaba con los que se vieron abandonados, no fueron muchos. En cuestión de cuarenta y ocho horas, la población del planeta quedó barrida. Tierra Antigua quedó convertida en un desierto prácticamente estéril, donde las escasas aguas eran ácidas y venenosas. Las plantas, más escasas aún, eran simples espinos. Donde las temperaturas diurnas llegaban a los cincuenta grados, y las nocturnas, a diez bajo cero, y donde sólo cucarachas, escorpiones y escolopendras podían sobrevivir devorándose unos a otros. No se volvió a registrar presencia de vida humana jamás.

                Al menos, eso es lo que decía la versión oficial. La extraoficial decía que no pocos aventureros habían bajado a Tierra Antigua y recogido de allí objetos y artículos que vendían más tarde y estaban milagrosamente limpios de radiación tóxica. Raji no se dejaba engañar: en aquel tiempo había mil y un dispositivos de limpieza que podían perfectamente llevarse en una nave y con los que se podía limpiar cualquier cosa. No obstante, aquellos aventureros sostenían que Tierra Antigua distaba mucho de ser el desierto que pretendían los informes oficiales. Había zonas que eran verdaderos vergeles, con agua potable, animales, y… y gente. Gente que había vivido en viejos búnkeres, sobrevivido y aún prosperado. Raji no se molestaba en discutir cuando le venían con pamplinas así, se limitaba a poner precio a los artículos que le traían y decir que sí a todo. Había gente que no sabía cuándo parar con el licor de branega.

                El caso era que muchas familias, además de llevarse consigo cuando dejaron Tierra Antigua sus enseres, también se llevaron su cultura y sus fiestas, la Navidad entre ellas. Puede que Raji no fuese del todo humano, pero le encantaba la Navidad. Una fiesta que significaba reunión familiar, montones de cosas buenas para comer, deliciosos postres típicos de la fecha, regalos y, en nombre del amor, también encuentros sexuales entre él y su costilla que se salían del polvo rápido. Hasta la fecha, la reunión familiar había sido contar con la hermana pequeña de Tasha, Sonya, y con algunos amigos de mucha confianza o parientes a los que Raji siempre llamaba «primos». Aquella navidad, por primera vez, iban a estar con Sonya y Víctor, la pareja de ella. Pareja que, al principio, no había caído muy en gracia a la hermana mayor, aunque ahora ya se había acostumbrado.

                Por ser la primera navidad que celebraban con ellos, y también porque la casa de Victor era mayor, habían decidido celebrarla allí. Eso hacía que la responsabilidad del éxito de la fiesta, se quisiera o no, cayera sobre la cabeza de Sonya, y hay que admitir que, tal responsabilidad, la ponía un poco nerviosa. Varios días antes, empezó Tasha a intercambiar llamadas con su hermana para discutir menús y planificar compras, hasta que la pequeña se lo quitó de la cabeza y le aseguró que ya estaba todo arreglado.

                —¿Cómo «arreglado»? — quiso saber la mayor —. Sonya, que es la cena de Nochebuena, ¡a ver qué vas a hacer! Esa noche no se te ocurrirá servir platos congelados, ni reciclados.

                —No, mujer, claro que no. Y tampoco te pienses que me voy a pasar el día guisoteando y limpiando. Lo he encargado todo hecho a un restaurante.

                —¡¿Qué?! — se escandalizó su hermana — ¡Tú estás loca! ¿Tienes idea de cómo están los restaurantes en esas fechas? ¿Sabes que yo trabajé en la cafetería y allí recibíamos encargos? ¡Teníamos que ir a un ritmo endiablado y no podíamos cuidar la calidad, todo se hacía de cualquier manera, no se limpiaban las planchas más que al final! Daba igual todo, porque el cliente que reclamase ya lo haría después de la fiesta y el dinero no se le iba a devolver. ¡Anula ese pedido y haremos una cena bien hecha!

                Sonya ya sabía que aquella iba a ser la reacción de su hermana. Y se había propuesto no dejarse amilanar esa vez. Ella sabía que era una buena decisión, e iba a ir adelante con ella.

                —No pienso anular el pedido. Ya está pagado y el sitio es de confianza, he pedido allí otras veces, ¡me da igual que no haya sido en Nochebuena! — elevó un poco la voz, adelantándose a la objeción de su hermana —. Es un sitio de fiar, y va a estar bueno, ya verás. Lo entregan el mismo día por la mañana, dentro de una cámara de conservación, ¡estará como recién hecho! Y tienen garantía de devolución, así que, si simplemente encuentras un panecillo que no cruje con los decibelios que a ti te apetecen, nos devolverán el dinero.

                Tasha se dejó convencer sólo a medias, y porque no quería quedar como una protestona. Aún así, en el fondo, seguía molesta, ¿era tanto pedir una cena casera bien hecha en un día como aquel? Sonya siempre tenía que buscar atajos para todo, y por eso le pasaban las cosas, por comodona. ¡Ella se había pasado años celebrando la Nochebuena en su casa, guisando para seis u ocho personas, y nunca había protestado! Ahora que se celebraba en su casa por primera vez, ella se escaqueaba, claro, como de costumbre, ¡era incapaz de la menor reciprocidad! Raji intentó quitar hierro, como hacía siempre.

                —Vamos, nenita, ¡la cena estará deliciosa! — aseguró el perista —. Tú sabes que tu hermana está loca por quedar bien en su primera Nochebuena con Víctor, seguro que se ha pasado un mes buscando el mejor sitio en el que pedir comida.

                —¡No se trata de eso! Se trata de que siempre tiene que buscar el camino más fácil y es una egoísta, incapaz de sacrificarse por nadie. Cuando se hacía en casa, nunca se le ocurrió sugerir algo así, no, claro que no, ¡ya estaba yo para quemarme la cabeza buscando menús originales, para ir de compras y pasarme el día cocinando. ¿Y ella, qué hacía? Ayudar como un autómata, nada más. ¡Anda que se le ocurría sugerir algo, o hacer un plato ella!

                Raji sabía que no era verdad. A lo largo de los dos años que había pasado con su costilla, había visto a Sonya intentar mil veces meter baza o dar ideas a Tasha. Sus intentos siempre habían caído en saco roto. Con muy buenas palabritas y mucho cariño, pero Natasha siempre desechaba todas las ideas de su hermana pequeña. Eran poco prácticas, eran imposibles de llevar a cabo, eran soluciones comodonas… siempre había algún inconveniente en ellas. A Tasha le encantaba mandar y no había otra. Deseaba que alguien la descargara del peso de la responsabilidad, claro que sí, pero la verdad es que no se dejaba. Estaba implícitamente convencida de que, si ella no se encargaba de la cena de Nochebuena, acabarían cenando comida fría de lata, y no daba a nadie oportunidad de demostrar lo contrario.

                En su casa, Sonya se mordió el labio. De pronto, la idea de la cena de encargo ya no le parecía ni medio buena. Víctor, a su lado, la abrazó por los hombros, y ella titubeó antes de decir lo que tenía en mente:

                —Mira, ¿y si compramos un pato grandecito, o una lata de jamón asado con miel? ¡Sólo como plan de emergencia! — Víctor sonrió y besó el hombro de su chica.

                —No hará falta y lo sabes — la tranquilizó —. En primera, el sitio es bueno y la comida, cojonuda, que no es la primera vez que pedimos allí. Y en segunda, ¿quién dijo que había tomado una decisión, que no pensaba pasarse la fiesta preocupándose por el punto de la carne, ni porque la piel quedase crujiente, ni yendo y viniendo de la cocina, que quería pasar una fiesta tranquila charlando sin pensar en el horno?

                —Pero es que ahora ya no sé si es buena idea.

                —ES buena idea. Es una idea genial — el soldado la apretó contra sí y le hizo arrumacos con la barba, hasta que ella acurrucó la cabeza en su cuello —. Yo tampoco quiero que nos pasemos la noche guisoteando, ni metiendo platos en el reciclador, vigilando esto y aquello y viendo cómo te da el parraque porque la salsa no ha quedado tan espesa como tú querías. Prefiero que nos lo den todo hecho. Y mira, tú sabes que le tengo un gran cariño a tu hermana, pero vamos a reconocer que no siempre es todo lo justa contigo que debería ser.

                Víctor sintió en su cuello el suspiro de Sonya que le daba la razón. La verdad era que Tasha siempre rechazaba cualquier sugerencia que viniera de su hermana. La pequeña lo atribuía a lo que ella llamaba el «complejo de clueca». Parecía pensar que Sonya seguía siendo esa niña pequeñita, un año menor que ella y con esqueleto externo para corregir los huesos de su pierna, a la que tenía que llevar de la mano y proteger de todo, de los abusones y de los graciositos, pero también de los fallos y los errores naturales del aprendizaje. Basándose en eso, durante años no la dejó tomar ninguna decisión, por temor a que fracasara y se entristeciera. Todo lo que Sonya decía, no había que hacerlo, era mejor que confiara en Tasha y se dejara dirigir por ella. Así, si algo salía mal, nunca sería culpa de la pequeña. Claro, eso significaba que Sonya tardó muy poco tiempo en sentirse una inútil a la que su hermana no valoraba en absoluto. Ahora, Víctor lo sabía bien, Sonya estaría hecha un manojo de nervios hasta que dieran la cena y su hermana mayor diera finalmente su aprobación o no.

                «Pues no pienso dejar que Tasha le amargue las navidades a mi gatita» pensó el soldado. «Ya sé qué te voy a regalar».

 

                Durante los dos días siguientes, Sonya apenas vio a Victor. Ella se iba a trabajar temprano, era mecánico de naves espaciales, y solía volver mediada la tarde. Para cuando ella regresaba, su compañero solía salir a recibirla, así que se llevó una pequeña decepción cuando vio que, aquella tarde, él no aparecía. Cuando al fin lo hizo, llevaba un cinturón de herramientas y estaba sucio de barniz y serrín.

                —No pretendía que me pescaras, se me ha ido un poco la hora — se excusó —. Estoy preparando tu regalo de Navidad.

                De inmediato, Sonya se puso a dar brinquitos, como una niña, y preguntó qué era, qué era, ¿no podía verlo? ¡Sólo una miradita! Víctor sonrió mirando botar sus tetas, y se negó categóricamente a dejarle mirar, ¡tenía que ser una sorpresa! La mujer hizo un mohín adorable, aunque el viejo soldado no se dejó ablandar. Durante toda la tarde, Sonya estuvo haciéndole mimos, acariciándole los muslos y dándole besitos en el cuello y las orejas, pidiéndole con zalamerías que le diese una pista, aunque sólo fuera. Víctor estuvo en la gloria dejándose mimar, y le costó ser fuerte, porque su Sonya sabía ser muy convincente. Aún así, lo logró, y ni una palabra le sacó de los labios, por más que lograse sacarle otras cosas de sitio.

                «¿Qué será lo que está construyendo? ¿Será un banco de herramientas? ¿Esa mecedora para el jardín que tanto me gustó? ¡Qué nervios!» Sonya no podía parar de pensar en el regalo que Víctor le preparaba y, como este había supuesto, todos los nervios por la cena y por quedar bien con su hermana, no es que desaparecieran, pero sí se movieron de sitio y estaban mucho mejor en el lugar que ocuparon. Víctor por su parte, estaba sudando tinta. La verdad era que la mayor parte del proyecto estaba hecha ya. Como comerciante de retroporno, tenía en su haber muchos juguetes clásicos y el que había decidido regalarle a Sonya llevaba un tiempo en su almacén, sí, pero tenía que adaptarlo a las generosas extremidades de su chica y montarlo bien, fijarlo al suelo, y decorarlo un poco. Acabó con la espalda dolorida y las piernas, dentro del exoesqueleto que le permitía andar, poco menos que rendidas. Habían sido dos días de intenso trabajo a marchas forzadas, pero estaba satisfecho. Al día siguiente, víspera de Navidad, iba a darle un buen regalo a su chica. Con ese feliz pensamiento, subió del garaje, se lavó, y se acurrucó silenciosamente en la cama junto a Sonya, que se había quedado dormida con la luz encendida, esperándole.

               

                El timbre de la puerta sacó a Sonya de sus sueños a la mañana siguiente. Saltó de la cama y corrió a abrir al del restaurante, que llegaba con el pedido. La mujer verificó a través del visor de la cámara conservante que todo el encargo estaba allí y, por lo que parecía, con un aspecto más que apetitoso. Pagó el segundo plazo al repartidor y llevó la cámara a la cocina, donde esperaba encontrar a Víctor, aunque sólo encontró un vaso con un dedo de leche, migas de galletas, y una nota.

                —¡Víctor! — llamó, y le dio un escalofrío que la hizo arrebujarse dentro del chándal gris y verde oscuro que solía usar para dormir —.  ¿No quieres ver la cena? ¿Dónde estás?

                Al fin reparó en la nota que había junto al plato de migajas y la leyó: «Santa Claus da regalos a las niñas buenas, pero prefiere jugar con las traviesas. Baja al garaje para que te dé tu regalo. Ho-ho-ho».

                Aunque el primer impulso de la mujer fue lanzarse de cabeza por las escaleras que llevaban al garaje, se contuvo. Era indudable que su «regalo» iba a ser algo picantillo, y quería estar presentable para recibirlo. De acuerdo que Víctor le hubiera dicho que ella siempre estaba sexy, sí, aún así, no era plan de recibir un regalo vestida con un chándal viejo. Y además, él bien que la había hecho esperar, ¿no? Pues ahora, que esperase él un poquito.

                Subió a la alcoba, se dio una ducha rápida y eligió algo para ponerse. Aunque pensó en bajar desnuda, desechó la idea, le quitaría gracia al asunto. Eligió un camisolín muy cortito en color rojo y un tanga. Se puso perfume y, descalza, bajó por fin al garaje.

                Víctor se retorcía las manos, ¿es que no pensaba bajar nunca? ¿Y si no había visto la nota? Cuando oyó la presión del agua, que indicaba que Sonya se estaba duchando, no supo si tranquilizarse o subir y dejar otra nota en la cómoda, donde la vería a la fuerza cuando cogiese ropa. Al oír lo rápido que cortaba el agua, se calmó. A Sonya le gustaba tirarse largos ratos en la ducha o la bañera, si acababa tan pronto, era que había visto la nota y quería bajar cuanto antes. Menos mal, porque el dichoso traje le daba un calor tremendo y le picaba en el cuello. Cuando al fin la oyó en el piso superior, conectó las luces y se escondió.

                Las escaleras del garaje crujieron ligeramente cuando Sonya bajó por ellas. Estuvo a punto de pedir a la casa que encendiera las luces del sótano, cuando se dio cuenta de que no las necesitaba. Una suave iluminación surgía y se apagaba lentamente cada poco rato, en distintos tonos, ahora rojo, después naranja, rosa, y luego azul y verde. Cuando al fin puso los pies en el último escalón, vio que aquella luz provenía de un sinnúmero de bombillitas de colores que se esparcían por el piso, las paredes y algo muy alto y grande que reinaba en la habitación. Algo envuelto en papel de regalo, con una gran etiqueta que decía: PARA SONYA.

                La mujer no podía dejar de sonreír. ¡Cuánto trabajo se había tomado Víctor para ella! ¡Era demasiado! Sin poder contenerse, rasgó el papel de aquel paquete que era mucho más alto y ancho que ella. Sin embargo, no acabó de comprender lo que había debajo de él, y lo miró con extrañeza.

                Era una pared hecha de tablones de madera suaves, lijados y pulidos, barnizados con un brillo cálido y decorados con pegatinas navideñas, sencillos dibujos y letreros «Víctor quiere a Sonya/Dame tu culito, niña traviesa/Las niñas buenas me dan leche, a las traviesas se la doy yo», decían algunos. En mitad de la pared había practicados varios agujeros. Cinco, para ser exactos. «Dos para las piernas, estos para los brazos, y ese para la cara», pensó la mujer, sonriendo con picardía. Se fijó entonces que el tablón tenía agarraderas para trepar y colgarse, y los agujeros estaban forrados con espuma elástica para que fueran cómodos. No se lo pensó: se aupó de las agarraderas y metió piernas y brazos por los agujeros. Apenas lo hizo, la espuma elástica se fijó a sus extremidades y a su barbilla, y quedó atrapada. Una risita cachonda se le escapó, que fue coronada por otra risa mucho más fuerte:

                —¡Ho-ho-ho! ¡Mi trampa para niñas traviesas ha funcionado! — Sonya trató de volverse, aunque no pudo ya. En su lugar, notó que toda la tabla se movía hasta girar un cuarto de vuelta. Entonces le vio, y apenas pudo creer lo que veía: era Víctor vestido de Santa Claus. La mujer dejó escapar un chillido de alegría y extendió los brazos hacia él, ¡Papá Noel Pillo! Cuando se conocieron, en un largo viaje en la furgoneta de Raji, Víctor y ella habían hablado mucho de retroporno y la mujer le confesó que el primer contenido X que había visto en su vida y del que se había encaprichado, era Papá Noel Pillo, un hombre que, vestido de Santa Claus, se follaba a jovencitas en vídeos llenos de morbo, aunque también de besos y cariño. Sonya suponía que Víctor se acordaría de aquello, sí, ¡pero nunca se le había ocurrido pensar que pudiera usarlo para darle semejante regalo de Navidad!

                Con una sonrisa cargada de pimienta, Víctor se acercó a ella y le acarició las mejillas con sus manos enguantadas. Sonya tembló de excitación y separó los labios. Víctor la tomó de las manos y empujó suavemente, hasta que su chica estuvo presa sólo por las muñecas, a fin de estuviese más cómoda, y también de que tuviese menos oportunidades de agarrarle.

                —Vaya, vaya, así que he cazado a una niña traviesa, ¿verdad? ¿Eres una niña traviesa?

                —Un poquito… — admitió Sonya. Con las piernas, intentó abrazar a su compañero. Víctor trató de retirarse, y por eso, el pie de Sonya se frotó contra el bajo vientre de él. Víctor sonrió y, aunque su primer impulso fue apartarse, no lo hizo, dejó que ella le frotase la entrepierna hasta que su polla reaccionó y formó un bulto considerable en los pantalones rojos.

                —Así que un poquito, mmmh… A mí me parece que lo eres bastante más que «un poquito» — Sonya sonrió. Víctor sacó ligeramente la lengua y, en medio de un gemido adorable, la mujer la frotó con la suya. Dejó que la lengua de su Santa Claus le acariciase los labios, penetrase su boca y jugase con su lengua, a la vez que ella no paraba de acariciarle con el pie.

                Víctor puso fin al jugueteo de lenguas y la besó en la mejilla. Le acarició la cara y, acto seguido, dio la vuelta al tablón. Sonya no podía verle ya, por eso respingó cuando sintió que la tocaban por la espalda.

                —¿Este camisón tan corto te parece de ser sólo «un poquito» traviesa? — preguntó, de forma retórica, Víctor —. Uf, si se te ve todo. Mmmh, mira qué tanguita, ¡qué culo!

                Un azote acompañado de un estrujón hizo brincar a Sonya, que pensó que nunca se había sentido tan excitada. Su vieja fantasía adolescente se había hecho realidad, y eso la ponía muchísimo más de lo que nunca hubiera podido imaginar. Por favor, por favor, que le quitase el tanga y le metiese la polla, ¡que se la metiese ya!

                —Sí, Santa… — susurró, colorada, sintiendo que su humedad mojaba ya sus bragas y le picaba entre las piernas —. Soy muy traviesa, lo reconozco. Soy una niña mala, ¡castígame, por favor!

                —Reconocerlo está bien. Vamos a castigarte, niña traviesa — Sonya sonrió, pensando que ahora iba a comenzar lo mejor. Sin embargo, un gemido sorprendido salió de su garganta cuando notó un doble pellizco en los pezones. —. Toma castigo, pequeña villana, ¿crees que podrás soportarlo?

                Sonya se estremecía de excitación y placer, ¡le gustaba, sí… pero quería algo más! Sentía el pecho de Víctor pegado a su espalda, su erección caliente rozar su culo en pompa, ¡la quería dentro! Sus tetas le brindaban mil cosquillas y sus pezones palpitaban sometidos al erótico apretón de los dedos de su amante, ¡y no podía moverse! Sus manos se cerraban y abrían inútilmente, apresadas en la espuma suave, pero tensa, incapaces de hacer nada.

                —Santaaa… — suplicó —. Por favor, castígame más, ¡métemela! — le llegó la risita de Víctor.

                —No. Eso no sería un castigo, niña traviesa, ¿sufres? — dijo, retorciendo sus pezones y cosquilleándolos.

                —¡Sí, claro que sí! ¡Necesito más!

                —Eso está bien, se trata de eso, de que sufras. — Sonya emitió un sonido de protesta, pero, claro, ¿qué podía hacer, si estaba indefensa? Víctor podía seguir con aquel jueguecito todo el tiempo que quisiera, podía incluso someterla hasta que fuera hora de preparar la cena y dejarla con ganas hasta después de la fiesta. Oh, por favor, por favor, ¡que no hiciera eso, se volvería loca! Aaaah… le… le estaba goteando el coñito, ¡lo sentía gotear a través del tanga! Un cosquilleo abrasador, infernal, que se escurría desde su interior, acariciaba su vulva y al fin se dejaba deslizar entre sus muslos en un reguero de picores demenciales que no podía rascar de ninguna manera.

                No era ella la única que sentía aquello. Víctor podía oler el intenso olor a jabón y hembra que exudaba su chica, notaba el impresionante calor que desprendía su entrepierna al estar pegado a ella. Cada vez que se rozaba, la punta de su polla le mandaba sensaciones agradabilísimas. Quería seguir excitándola sólo tocándole las tetas, sin embargo, veía que muy pronto no sería capaz de continuar. Con un leve gritito de alegría, Sonya notó que la presencia de la polla de Víctor contra su culo era mucho más nítida ahora. Se había bajado los pantalones.

                ¡Qué dulcísima caricia! ¡Qué sensación de intenso placer cuando sintió su carne tórrida contra sus nalgas! «Ahora va a metérmela, ahora, ¡ahora!» pensó la mujer. Y se llevó una decepción, porque Víctor se limitó a pasear su polla húmeda sobre su piel, deslizarla y acariciarla con ella el culo, los muslos… sin metérsela. Sonya movió las caderas en lo que pudo, gimiendo lastimeramente, rogando para que le diese lo que más deseaba.

                —Santa, no seas maloooh… soy traviesa, sí, ¡pero no para tanto! Por favor — suplicaba, mientras sólo la risita cachonda de su compañero le llegaba por respuesta. La verdad era que él mismo estaba tan excitado como ella o más, se moría de ganas por dársela hasta el fondo, ¡es que era tan divertido retrasarlo y hacerse sufrir! Mmmmmh… le temblaban las piernas dentro del exoesqueleto y su polla goteaba de ganas.

                    —Bueno — concedió —. Te castigaré sólo un poquito más, y ya, ¿vale?

                —¡Sí, vale, vale! — Sonya sonrió hasta las orejas. Sintió la calidez de la polla de Víctor cerca, muy cerca de su rajita, y enseguida su mano abrazarla, acariciar su vientre, retirar a un lado del tanga, rozar y su monte de Venus en cosquillas que la hacían temblar, y al fin, llegar a su rosada perla húmeda —. ¡Hmmmmmmmmmmm…!

                La mujer no pudo evitar cerrar los ojos de placer y temblar de gusto, ¡su clítoris! Víctor le había colocado los dedos en su punto más vulnerable, y ahora no los quitaba de ahí, ¡sí! ¡SÍ! Sonya se retorcía bajo las expertas caricias de su amante, que no cesaba de hacer círculos en el sensible botoncito, a la vez que restregaba su polla entre sus muslos.

                «Me va a volver locaaaa… ¡me va a volver loca!» logró pensar Sonya, toda ojos en blanco y hecha un flan. Sus tetas botaban de tal modo que se habían salido del camisón, y el clítoris le quemaba, ¡le quemaba de un modo delicioso! Quería a la vez que parase, y que siguiese, ¡era irritante, y también era dulce!

                Víctor jadeaba, sin dejar de acelerar. Su polla, frotándose entre los muslos de su Sonya, estaba en la gloria. Pedía hundirse en las carnes de su chica, sí, aunque ya estaba muy a gusto sólo rozándose. Tenía los dedos empapados, y Sonya no dejaba de agitarse, mmmmh… sí, podía temblar todo lo que quisiera, ¡su indefenso clítoris no se le iba a escapar! ¡Iba a tocarlo hasta que reventara de gusto! Cosa que parecía que iba a suceder muy pronto.

                —No… ¡no aguanto más! — logró musitar Sonya. Un violento meneo de caderas, y Víctor notó que su tierno coño palpitaba. Y en ese momento, orientó su polla y la metió hasta el fondo.

                ¡Sonya dejó escapar un grito interminable de placer! ¡Se la había metido justoooo… ooooh… en el momento mágico! ¡En el punto álgido del orgasmo! ¡Qué maravilla! Su cuerpo se estremeció, movido a capricho del placer que la inundaba, que la hizo encoger los dedos de los pies y que la bañó en un sinfín de deliciosas sensaciones, en olas de dulzura que mordieron su intimidad y la dejaron satisfecha. Que subieron por su piel y descendieron suavemente, hasta dejarla tranquila y confortada, con una amplia sonrisa de felicidad.

                Víctor, por su parte, no había terminado aún, ¡y cómo lo sentía! Porque aquellas maravillosas contracciones, esos lujuriosos abrazos rítmicos en torno a su polla en la primera embestida, eran lo más delicioso que había sentido jamás, le hubiera encantado correrse al mismo tiempo que ella. Oooh… aún palpitaba. Muy despacio, quiso deslizarse fuera del coño de su amante, no obstante, su polla pensó sin él, y sus caderas dieron un tirón que le hizo hundirse de nuevo, en medio de un interminable suspiro de gusto.

                Oyó a Sonya reír. Por un momento, había pensado que no le gustaría que él siguiese tan pronto, que quizá ella estaba demasiado sensible. Si se reía, es que no la molestaba, así que se agarró de la cintura de su chica, y se dejó mecer dentro de ella.

                —Ay, sí… así, suavecito, sigue, Santa — la voz de Sonya era un puro abandono, y Víctor sintió que su excitación creía sin que pudiera contenerla — Más, más… folla a tu niña traviesa, Santa, fóllame.

                Víctor luchó por no acelerar, por saborear el momento, y durante un breve rato, lo consiguió. Los gemidos de Sonya se hicieron más dulces aún, y cada arremetida en su carne húmeda y tierna le abrasaba a la vez que le llevaba al cielo, ¡estaba mojadísima, estrecha, dulce! ¡Dulce como nunca la había sentido! «Tenemos que repetir esto» logró pensar.

                Sonya tenía los ojos en blanco, ¡qué placer! Siempre gozaba mucho con Víctor, pero aquella fantasía la estaba dejando en la gloria, ¡no podía controlar su emoción! El saberse presa, indefensa, y follada por aquel sueño húmedo juvenil que era Papá Noel Pillo, el causante de sus primeros orgasmos, el culpable de que, cuando vio por accidente un vídeo suyo en la biblioteca, tuviera que correr al baño a acariciarse y llegara al éxtasis por primera vez en menos de un minuto, la estaba haciendo ver las estrellas de gusto. ¡No podía parar de sentir, no quería parar de hacerlo! Oooh… se estaba preparando otro, otro orgasmo, lo sentía subir, crecer, cebarse en el interior de su chochete, «mi chochete de niña traviesaaa… haaah… soy muy traviesa», logró pensar. Y por segunda vez, estalló.

                Víctor sintió de nuevo las contracciones alrededor de su polla, sintió cómo ella le abrazaba en espasmos de placer, a la vez que gritaba, y en esta ocasión no se contuvo un segundo. Aceleró.

                ¡Un profundo gemido de gozo saciado vació el pecho de Sonya! ¡Sí, así, con fuerza! ¡Más, más! Una poderosa ola, más fuerte aún que la anterior, sacudió su cuerpo y la sumergió en placeres inenarrables, en olas de gusto deliciosos que la hicieron estremecer y temblar, que la hicieron sentir mil delicias que desde su coño se expandían por todo su cuerpo y la hacían gemir y reír. Víctor se dejó vencer por aquel espectáculo, por los espasmos que tiraban de su polla, los temblores de su chica y los gemidos que gritaban su placer. Sintió el dulce tirón de su polla, el cosquilleo en los muslos, y la presión que cedía en sus testículos. El espeso chorretón ardiente salió disparado y lo sintió inundar las entrañas de su dulce compañera, hasta desbordar. Hasta que parte del mismo se escurrió y goteó de los cuerpos fusionados de ambos, a la vez que permanecían abrazados. Notando el latido del corazón del otro.

                «A esta tabla le falta un detalle importante» se dijo Víctor, tan pronto como recobró la facultad de pensar «No me deja besarla a la vez que la follo, he de pensar algo para corregirlo».

 

                La mesa decorada brillaba, cuajada de luces intermitentes y con un precioso centro de mesa hecho de hojas naturales y adornos dorados y rojos, sin embargo, nada brillaba más que Sonya y su semblante de alegría. Tasha asintió.

                —Está bien, no tienes razón muy a menudo, hermanita, y sigo insistiendo que una cena casera era más típico para hoy — Tasha se limpió los labios y sonrió —. Pero está todo riquísimo, delicioso, ¡te has lucido de verdad! Tienes que darme la dirección del sitio ese, que querré pedir comida yo también alguna vez.

                —Claro que sí — asintió la pequeña y tomó su copa. De inmediato compartió mirada con Víctor, y éste alzó la suya y propuso brindar, aunque fue ella la que hizo el brindis —. Por muchas, muchas más navidades tan buenas como esta. Si las navidades son amor, unión y felicidad, ¡hoy más que nunca, me siento inundada del verdadero espíritu de la Navidad!

                Tasha le dedicó una mirada llena de ternura a su hermana menor, y besó a Raji. Y como estaba besándole, no vio la mirada clasificada X que se lanzaron Sonya y Víctor, y que a ella le hubiera parecido de una grosería tremenda. Y por eso, siguieron siendo unas muy felices fiestas.

                ¡¡FELICES FIESTAS A TODOS!!

 

               



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2 comentarios:

  1. ¡Pero bueno! ¿Qué clase de Santa le da regalos a niñas traviesas? Necesitábamos un Krampus ahí XD

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    1. Jejejeje, hombre, le da el regalo, pero bien que le hace sufrir dándoselo, no me digas que no :D ¡gracias por leer y comentar!

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