Las tres cabezas chocaban entre sĂ­ al bambolearse con el paso del caballo, bocas abiertas y ojos vacĂ­os, a la grupa del animal, pr...

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     Las tres cabezas chocaban entre sĂ­ al bambolearse con el paso del caballo, bocas abiertas y ojos vacĂ­os, a la grupa del animal, produciendo un sonido sordo, casi gracioso si uno no pensaba quĂ© lo causaba, como de entrechocar de cocos. Zaijov estaba tan acostumbrado a Ă©l que ni siquiera le prestaba atenciĂ³n; muy atrĂ¡s quedaban los tiempos en que aquĂ©llas cabezas que colgaban del caballo del Justicia le fascinaban y horrorizaban por igual, y escondĂ­a la cara tras el grueso cuerpo de su madre, hasta que un dĂ­a su padre le tomĂ³ del cogote y le obligĂ³ a mirar, y le dijo que mirara no sĂ³lo las cabezas, sino tambiĂ©n al hombre que iba a caballo. A Zaijov entonces le pareciĂ³ un hombre grandĂ­simo, muy impresionante y temible, pero aquĂ©l hombre le dedicĂ³ una mirada llena de simpatĂ­a y le sonriĂ³. Y en ese momento, el pequeño Zai, que todavĂ­a no ponĂ­a dos cifras en su edad, decidiĂ³ que serĂ­a Justicia.



    AquĂ©llas cabezas, que hasta pocos dĂ­as atrĂ¡s habĂ­an coronado los hombros de criminales, no eran ni remotamente las primeras que cargaba Zaijov. HacĂ­a muchos años, de hecho, que habĂ­a dejado de llevar la cuenta. HacĂ­a menos años, pero los hacĂ­a de todos modos, que habĂ­a dejado tambiĂ©n de pensar que cada cabeza colgada de su caballo acercaba a la humanidad a un mundo mejor, o a un futuro mĂ¡s esperanzador. Él sabĂ­a que ser Justicia era su trabajo y lo hacĂ­a, y consideraba que lo mejor para seguir cuerdo, era no confiar mĂ¡s que en el presente. Esos tres, ya no harĂ­an ningĂºn daño a nadie. Eso, y conseguir calor y reposo, era lo Ăºnico que le importaba en aquĂ©l momento.



     El frĂ­o aumentaba y parecĂ­a morder la carne. Iba bien abrigado con el tabardo de piel y el gorro calado hasta casi la nariz, pero aĂºn asĂ­ notaba la nieve queriendo silbarle en el cuello. La ascensiĂ³n era lenta y penosa, pero los caballos la aguantaban bien y al menos no era preciso ir caminando. El pequeño asentamiento en el que vivĂ­a apenas albergaba a doscientas almas, y pese a ello no era de los menos poblados. En tiempos antiguos habĂ­a sido un monasterio, o eso decĂ­an los escritos. Estaba excavado en la roca viva y en medio de fuentes termales asombrosamente cĂ¡lidas, lo que lo hacĂ­a muy cĂ³modo en aquĂ©llos duros inviernos. Zaijov, por su posiciĂ³n social, tenĂ­a derecho a una celda muy amplia cuya parte trasera daba a una de las termas que podĂ­a usar en privado. El resto de habitantes podĂ­a gozar de las termas comunes y de habitaciones, si bien no tan amplias, igualmente cĂ³modas, y cada quien tenĂ­a derecho a ciertos privilegios en funciĂ³n de su posiciĂ³n; las familias con niños disponĂ­an de mĂ¡s espacio y tenĂ­an preferencia en el reparto de comida y de dulces cuando podĂ­an conseguirse; los solteros tenĂ­an derecho a mayor cantidad de bebida y horas privadas en las termas; los cazadores obtenĂ­an las mejores prendas de abrigo y preferencia en la atenciĂ³n mĂ©dica... El viejo monasterio ofrecĂ­a un refugio cĂ¡lido y seguro para sus habitantes lo que, en los tiempos que corrĂ­an, era mucho decir.



     La humanidad de Tierra Antigua pasaba apuros. De hecho, segĂºn las fuentes oficiales, ni siquiera existĂ­a. DespuĂ©s del gran Cataclismo que asolĂ³ la Tierra y la dejĂ³ envuelta en una nube radioactiva, los humanos supervivientes que aĂºn conservaban algĂºn dinero o medida de cambio, se vieron obligados a abandonar en masa el planeta y repartirse por las colonias y por otros mundos mĂ¡s o menos amistosos donde pudieran ser aceptados. La versiĂ³n oficial decĂ­a que la vida humana en la Tierra serĂ­a imposible durante al menos un milenio, y que toda vida en el planeta se habĂ­a extinguido. Apenas diez años despuĂ©s del Cataclismo, con la humanidad repartida por el Universo, la Tierra Antigua habĂ­a caĂ­do en el olvido, y sus viejos propietarios acabaron convencidos de que no recuperarĂ­an sus inversiones jamĂ¡s. Tierra Antigua empezĂ³ a ser utilizada entonces como medio de ejecuciĂ³n, y tanto los humanos como muchos otros habitantes de la Galaxia empezaron a enviar allĂ­ a los reclusos de los que querĂ­an deshacerse, seguros de que la radioactividad acabarĂ­a con ellos en poco tiempo. Fue una suerte para todos que a nadie se le ocurriese supervisar a fondo y simplemente tomasen los datos obtenidos como absolutos.



     AquĂ©llos reclusos se encontraron en su mayorĂ­a con un planeta muerto, yermo y Ă¡rido en el que no crecĂ­a nada, en el que sĂ³lo escorpiones, escolopendras y cucarachas se disputaban la supervivencia, donde el agua sabĂ­a a Ă¡cido y quemaba la garganta y el aire venĂ­a cargado de arena y contaminaciĂ³n, y cada bocanada era veneno. La mayorĂ­a no sobrevivieron mĂ¡s allĂ¡ de un dĂ­a. Pero algunos, cayeron en otras regiones, situadas mucho mĂ¡s al norte, en zonas que ya se habĂ­an enfrentado a la radioactividad siglos atrĂ¡s, cuando el hombre apenas empezĂ³ a jugar con ella, y el medio ambiente habĂ­a desarrollado armas para adaptarse. Aquellos que cayeron en mitad del invierno, no lograron sobrevivir y murieron ateridos, pero los que llegaron en verano, se encontraron no sĂ³lo con una vegetaciĂ³n exuberante, sino tambiĂ©n con animales de todo tipo, incluido el hombre.



     Tuvo que ser un buen susto para ambos cuando el hombre se encontrĂ³ quizĂ¡ con un extraterrestre, o simplemente con un humano al que no habĂ­a visto jamĂ¡s en un tiempo en que la palabra “desconocido” perdiĂ³ su significado, y tambiĂ©n para el extraño, cuando vio a un hombre salir de debajo de la tierra. Durante buena parte de la historia, a fin de protegerse de lo peor de la radiaciĂ³n, el hombre habĂ­a construido bĂºnkeres y refugios antiatĂ³micos que se revelaron Ăºtiles al fin. Desde luego que lo mĂ¡s sensato hubiera sido no tener jamĂ¡s que utilizarlos, pero esos refugios habĂ­an salvado la vida en Tierra Antigua de todos aquĂ©llos humanos que eran demasiado pobres para pagar un pasaje que les sacara de ella, y preservado su intimidad. De no haber sido por ellos, hubiera sido mucho mĂ¡s fĂ¡cil percibir la vida humana, y quiĂ©n sabe quĂ© hubiera podido suceder entonces; no parecĂ­a probable que los dueños de la Tierra hubieran permitido a nadie vivir en ella gratis… Sea como fuere, la humanidad empezĂ³ a prosperar de nuevo, muy lentamente y restringida a aquĂ©llos lugares en los que era posible, que no eran demasiados y en los que las condiciones de vida eran rigurosas. Zaijov habĂ­a leĂ­do todo aquello de niño, y ahora Ă©l mismo tambiĂ©n escribĂ­a parte de la crĂ³nica del monasterio, como el anterior Justicia lo habĂ­a hecho antes que Ă©l. MirĂ³ hacia arriba y suspirĂ³ aliviado al comprobar lo cerca que estaba ya de su hogar. SabĂ­a que antes, las ciudades habĂ­an tenido nombres, pero ahora los asentamientos carecĂ­an de ellos. El hombre habĂ­a aprendido por las malas que no era saludable encariñarse en exceso con un lugar ni sentirse envanecido de haber nacido en un sitio determinado.



     Por fin, poco rato despuĂ©s, llegaron al monasterio. Zaijov y los mercaderes que le acompañaban entraron en el patio y descabalgaron, dejando huellas sobre la costra de nieve que no cesaba de caer. Los cuidadores se afanaron con los animales, para llevarlos enseguida a los establos; los vehĂ­culos a energĂ­a solar o elĂ©ctricos eran escasĂ­simos y el teletransporte podĂ­a dejar huella que fuese percibida desde el exterior, de modo que sĂ³lo quedaban caballos y animales de tiro como medio eficaz de transporte, lo que convertĂ­a a estos animales en algo muy valioso. Los mercaderes, rodeados por un sinnĂºmero de curiosos, entraron directamente al gran salĂ³n, donde podrĂ­an empezar su negocio. En el viaje de ida habĂ­an llevado grano, pieles y carne tanto fresca como salada, y ahora al regresar traĂ­an sal, tĂ©, frutas y hasta melaza. HabĂ­a sido un buen viaje y estaban ansiosos de empezar los trueques. Otra de las cosas que Tierra Antigua habĂ­a desterrado, era el dinero digital del sistema de crĂ©ditos que habĂ­a conducido a la terrible burbuja que habĂ­a llevado a hipotecar el planeta entero, de modo que ahora sĂ³lo se cambiaba en trueque en lugar de pelearse por un medio de cambio que en realidad, carecĂ­a de valor.



    Algunos idealistas habĂ­an creĂ­do que la supresiĂ³n del dinero, traerĂ­a aparejada la supresiĂ³n de la avaricia, pero no habĂ­a sido asĂ­. Los robos se seguĂ­an produciendo y habĂ­a quien intentaba aprovecharse de su vecino o colarle cosas defectuosas o de menor valor en los cambios, pero para eso tambiĂ©n estaba Zaijov, para resolver las disputas que se originaban por ello. No obstante, este tipo de estafas era difĂ­cil hacerlas, despreciadas, y castigadas con dureza, de modo que no eran tampoco un delito que se diera a niveles alarmantes, al punto que ni siquiera era preciso que Zaijov supervisase los mercados ni las subastas, cosa que agradecĂ­a enormemente esa mañana. HabĂ­an salido en plena madrugada a fin de llegar temprano y que no les cogiera el anochecer en el camino, de modo que llevaban muchas horas cabalgando entre la nieve; estaba agotado. Se echĂ³ al hombro las alforjas, tomĂ³ las cabezas y se dirigiĂ³ a su celda. De camino, entregĂ³ el siniestro recuerdo a su ayudante.



     -¿Todo bien por aquĂ­? – preguntĂ³ Zaijov.



     -SĂ­, todo bien. – contestĂ³ el joven Aetos tomando las cabezas, que meterĂ­a en tarros con agua y dejarĂ­a a la intemperie para que se congelaran por completo y despuĂ©s colgarĂ­a de los muros hasta que llegase el deshielo, momento en que las enterrarĂ­an. – Hanna se quejĂ³ de que alguien le roba bebida.



     -Se la bebe Ă©l mismo y luego no se acuerda. SuprĂ­mele su parte de alcohol, que beba solo en el salĂ³n, y verĂ¡s como nadie le roba una gota. – El muchacho sonriĂ³, y Zaijov ya iba a marcharse cuando Aetos le llamĂ³ - ¿Si?



   -Eeeh… - el chico no concretĂ³ mĂ¡s, pero señalĂ³ hacia arriba, hacia donde el Justicia tenĂ­a su vivienda, y resoplĂ³ de forma muy significativa. Zaijov sabĂ­a a quĂ© se referĂ­a, y le vino la idea de supervisar el mercado a pesar de todo, pero pensĂ³ que retrasarlo mĂ¡s aĂºn serĂ­a peor.



     -DesĂ©ame suerte. Lo mismo la siguiente cabeza que cuelgas, es la mĂ­a.



    Zaijov empezĂ³ a subir escaleras hasta su vivienda. No es que le tuviera miedo, claro que no. Bueno, no mucho. Su chica era un terrĂ³n de azĂºcar; era dulce, mimosa, graciosa… siempre estaba alegre y su sonrisa podĂ­a iluminarle despuĂ©s de las jornadas mĂ¡s sombrĂ­as. Cuando hablaba, sus palabras estaban siempre llenas de Ă¡nimo y cariño. Cuando callaba, su silencio estaba siempre lleno de comprensiĂ³n y atenciĂ³n. Era fĂ¡cil vivir con ella, era grato vivir con ella. …Salvo cuando se enfadaba. Entonces, hacĂ­a verdadero honor a su nombre. Zaijov se encontrĂ³ frente a la puerta de su celda, y empujĂ³. Estaba cerrada. LlamĂ³, y nadie vino a abrirle, de modo que Ă©l mismo sacĂ³ su llave y abriĂ³, intentando no pensar que no era buena señal que ella se hubiera encerrado, pero era peor aĂºn que no hubiera abierto cuando llamĂ³.



     -¿Leona? – sonriĂ³ - ¡Leo! – le llegĂ³ un sonido de golpeteo rĂ­tmico y mirĂ³ hacia donde procedĂ­a el sonido.



     La gran celda tenĂ­a una chimenea, pero ademĂ¡s, en un rincĂ³n algo alejado, tenĂ­a un pequeño hornillo. AllĂ­, montada sobre piedras y una plancha de mĂ¡rmol, se habĂ­a habilitado un espacio para cocinar, y ahĂ­ estaba Leona, de espaldas a Ă©l, picando verduras a toda velocidad. La mujer no se volviĂ³, y Zaijov pensĂ³, divertido, que era muy curioso que un hombre robusto y tan alto que por algunas puertas tenĂ­a que pasar agachado, y capaz de enfrentarse sin pestañear a hombres aĂºn mĂ¡s forzudos y grandes que Ă©l, se sintiera intimidado por el modo en que lo ignoraba una mujercita cuya cabeza, apenas le llegaba al pecho.



     -Leo, sĂ© que estĂ¡s irritada. – dijo, quitĂ¡ndose el grueso tabardo y apoyĂ¡ndose en lo que, a falta de un nombre mejor, podrĂ­a llamarse encimera – Pero simplemente callarte, no harĂ¡ que yo sepa el motivo. – La mujer no se dignĂ³ mirarle, tomĂ³ otro pimiento y empezĂ³ a picarlo. O a despedazarlo. Zaijov acercĂ³ dos dedos al corto cabello rojo de ella – He vuelto. ¿No me vas a dar un beso?



     El enorme cuchillo incrustĂ³ toda la punta en la tabla de madera cuando ella lo clavĂ³ de golpe como si fuera un puñal.



     -¿CuĂ¡nto dijiste que estarĂ­as fuera? – Bien, ya tenĂ­a el mĂ³vil. Una parte de sĂ­ pensĂ³ en contestar una vaguedad, algo como “no lo recuerdo con exactitud”… Otra parte le pegĂ³ una buena colleja a esa primera parte y le preguntĂ³ si tenĂ­a ganas de morir hoy, y contestĂ³ la verdad.



     -Lo sĂ©, sĂ© que han sido mĂ¡s dĂ­as. SĂ© quĂ© te dije. Pero las cosas se complicaron, y tenĂ­a que resolverlas, no puedo dejar una investigaciĂ³n a medias.



      -Dijiste “como mucho tres o cuatro dĂ­as”- a Leona le temblaba la voz de enfado, y sus ojos, de colores dispares, verde y violeta, despedĂ­an chispas – Han pasado tres semanas. Tres semanas sin una palabra, ¿y pretendes hacerte el extrañado, porque yo no te dĂ© un beso? ¿Tienes el cinismo de pedirme un beso, cuando no has sido capaz de encontrar, en tres semanas, un cochino minuto para sĂ³lo decirme que tardarĂ­as mĂ¡s? ¿¡Eso es todo lo que te importo!? ¿¡Todo lo que piensas en mĂ­!?



     Zaijov se frotĂ³ la sien con una mano y alzĂ³ la otra. Le parecĂ­a que las tres semanas de asco, agotamiento y presiĂ³n, se le echaban encima con cada palabra de Leona.



     -Por favor, una cosa, dĂ©jame decir sĂ³lo una cosa. – pidiĂ³, - Voy a decir esto: Tienes razĂ³n. No he pensado en ti. Y me alegro de no haberlo hecho, porque durante tres semanas, he tenido que descubrir a los autores de la muerte de nueve personas, y de la violaciĂ³n de tres mujeres, una de ellas que tenĂ­a el perĂ­odo desde hacĂ­a solamente un mes, y que se quedĂ³ en estado y que prefiriĂ³ matarse antes que tener al niño. Mirando a aquĂ©llas personas descuartizadas, a aquĂ©llas chicas rotas, y a una niña que… - tomĂ³ aire – Lo Ăºltimo que querĂ­a, era pensar en ti. Y ahora, tengo que dormir, lo necesito. Si cuando me despierte, quieres seguir discutiendo, te prometo que contarĂ¡s con toda mi atenciĂ³n, pero ahora mismo estoy tan cansado, que si te digo algo mĂ¡s, serĂ­a algo de lo que sĂ© que me arrepentirĂ­a despuĂ©s.



    La expresiĂ³n de Leona habĂ­a cambiado, pero Zaijov no lo notĂ³. FrotĂ¡ndose los ojos, se metiĂ³ en el dormitorio, cerrĂ³ la puerta automĂ¡tica y echĂ³ la cortina. La celda de piedra quedaba totalmente a oscuras y empezĂ³ a desnudarse para meterse en la cama. Al desabrocharse el cierre cruzado del traje tĂ©rmico, notĂ³ algo en su cuello, y sonriĂ³ con cierta amargura. Era el colgante que habĂ­a traĂ­do para Leona, habĂ­a olvidado dĂ¡rselo. En su imaginaciĂ³n, Ă©l habĂ­a pensado que ella le darĂ­a un largo beso, y cuando le abrazase por el cuello, lo notarĂ­a y asĂ­ podrĂ­a ofrecĂ©rselo como sorpresa. Ahora le daban ganas de salir y decirle “Ah, por cierto, te traje un regalo, esto es para ti”, pero eso serĂ­a ruin y ella no se merecĂ­a un golpe bajo sĂ³lo por echarle de menos, aunque tuviese una forma tan chillona de comunicarlo. Ya se lo darĂ­a mĂ¡s tarde, pensĂ³ mientras lo escondĂ­a en un cajĂ³n; se acostĂ³ y las gruesas mantas de piel lo abrazaron. La cama olĂ­a mucho a Leona. Y entonces, empezĂ³ a oĂ­r los golpes del hacha, y sonriĂ³, ya sin amargura alguna.



       Enfundada en su tabardo y partiendo leña a golpes secos, Leona sudaba. Se sentĂ­a rabiosa, y el ejercicio fĂ­sico le ayudaba a calmarse. SabĂ­a que ella tenĂ­a razĂ³n, no era normal que el hombre de una, por quien se hacĂ­an tantas cosas, a quien se esperaba, ¡por quien era infiel a su marido legal!, simplemente se fuera por ahĂ­ dĂ­as y semanas y ni siquiera dijera “por ahĂ­ te pudras”. Zaijov abusaba. Eso es, abusaba. La tenĂ­a para cuidarle, cocinarle, ¡para calentarle la cama!, y ni siquiera era capaz de mandar una mĂ­sera palabra, y ahora encima la hacĂ­a quedar como la bruja YagĂ¡, “no he pensado en ti para no manchar tu precioso recuerdo en medio de asesinatos…” ¡JA! Seguro que durante las noches fuera, ¡otra le habĂ­a calentado la cama! PegĂ³ un hachazo con tal fuerza, que el instrumento se incrustĂ³ en el tocĂ³n tan hondo, que no podĂ­a sacarlo. Se apoyĂ³ con ambos pies en el tocĂ³n y emitiendo un rugido, tirĂ³ con todas sus fuerzas. SacĂ³ el hacha y saliĂ³ despedida hacia atrĂ¡s, chocĂ³ con la pared del fondo y al hacerse daño, llorĂ³ al fin.



    Le habĂ­a echado de menos. Se habĂ­a sentido sola, abandonada, llena de celos, pensando que si Ă©l no enviaba mensajes por ningĂºn medio, era porque no la echaba de menos, porque estaba con otra, porque le habĂ­a ocurrido algo… habĂ­a creĂ­do volverse loca de preocupaciĂ³n y temor. Eso era todo. QuerĂ­a estar con Ă©l, y ahora que habĂ­a vuelto, se iba a dormir. ¡Y lo peor, es que no hacĂ­a ningĂºn maldito reproche! ColocĂ³ un pequeño tronco en el tocĂ³n y descargĂ³ el hacha de nuevo, ¡frĂ­o! ¡Razonable! ¡Comprensivo! ¡PragmĂ¡tico! ¿¡Por quĂ© tenĂ­a que ser asĂ­?! ¿No podĂ­a gritarle, decir algo que ella pudiera devolverle? No, claro que no, le bastaba con explicar tranquilamente la situaciĂ³n, y quedarse tan ancho, haciĂ©ndola sentir a ella la mala… Seguro que ahora estĂ¡ riĂ©ndose, oyendo cĂ³mo lo pago con los troncos…



     Leona soltĂ³ el hacha y recuperĂ³ el aliento. Estaba colorada y sudaba por todos los poros, notaba las axilas empapadas bajo la ropa. Cansada y jadeante, sintiĂ³ ganas de llorar de nuevo, pero sobre todo, tenĂ­a ganas de llorar porque sabĂ­a que Zai no lo soportaba, y que cuando la veĂ­a triste, tenĂ­a que correr a consolarla. QuerĂ­a estar con Ă©l, no continuar enfadada. Junto al tocĂ³n de la leña, separado por un biombo, estaba la terma privada. Cerca de la pila excavada en piedra y llena de agua caliente hacĂ­a mucho calor, rĂ¡pidamente se desnudĂ³ y se metiĂ³ en el agua, tan caliente que dolĂ­a un poco. Se lavĂ³ la cabeza y el cuerpo con el jabĂ³n que ella misma hacĂ­a y que perfumaba con flores, hierbas aromĂ¡ticas o especias. SaliĂ³ de la terma y se envolviĂ³ en una de las toallas que siempre dejaba allĂ­. Se peinĂ³ el cabello, enredado pese a llevarlo sĂ³lo por los hombros, y pensĂ³ en la suerte que en ese aspecto tenĂ­a Zaijov: era completamente calvo. Por lo demĂ¡s, Leona seguĂ­a sin explicarse quĂ© habĂ­a visto en Ă©l; era atractivo sĂ­, pero no era ninguna beldad como para perder la cabeza, tenĂ­a la nariz aguileña, los ojos marrones y era robusto y peludo. Pero cuando le miraba, le pasaba algo extraño, porque a pesar de mirar su nariz aguileña, ella veĂ­a una nariz con personalidad; a pesar de mirar sus anodinos ojos marrones, ella veĂ­a dos cĂ¡lidas gotas de melaza, y asĂ­ con todo. No podĂ­a entender por quĂ© le pasaba eso, pero le venĂ­a sucediendo desde que se conocieron, desde aquĂ©lla primera vez que le vio, cuando Ă©l saliĂ³ tan rĂ¡pido a defender a los niños, que le pescĂ³ medio desnudo… Ya seca y con el cabello lo mĂ¡s escurrido que pudo, entrĂ³ en la alcoba, cuya segunda puerta comunicaba con la estancia termal.

 

     Zaijov sintiĂ³ la puerta y su brazo, fuera de las mantas, se tensĂ³. Pero enseguida el aroma de jabĂ³n delatĂ³ a Leona y se relajĂ³, fingiĂ©ndose dormido. La mujer permaneciĂ³ silenciosa, sin duda queriendo averiguar si Ă©l estaba despierto o no. Al cabo, la sintiĂ³ mĂ¡s cercana a Ă©l, junto a la cama, sin notar los pasos intermedios que ella forzosamente habĂ­a dado. Leona abriĂ³ su lado de la cama, se despojĂ³ de la toalla y se acostĂ³ a la espalda de Zaijov. Muy despacio, Ă©ste comenzĂ³ a notar la mano de la mujer acercĂ¡ndose a su cuerpo bajo las mantas, tocĂ¡ndole el costado lentamente y al fin abrazĂ¡ndole. Y sĂ³lo entonces, la tomĂ³ de la mano. Leona respingĂ³, pero en el acto se apretĂ³ contra Ă©l, y Zai le besĂ³ la mano y los dedos. Se volviĂ³ hacia ella. Leo no era chica que fuese a decir de viva voz “¿me perdonas?”, y en eso estaban empatados, pero Zaijov sabĂ­a que no era preciso hablar para decir algo, y que si uno de los dos claudicaba antes que el otro, siempre serĂ­a Ă©l.



     -No lo sabĂ­a. – dijo ella – Sobre lo duro del trabajo, y eso… no lo sabĂ­a.



    -No lo podĂ­as saber. – contestĂ³ Zai. – Yo no te lo contĂ©, no te mandĂ© una sola palabra. – Leona se acurrucĂ³ contra Ă©l y le abrazĂ³ por la cintura, mientras Ă©l la apretaba contra sĂ­ y le acariciaba los brazos y el cabello. OlĂ­a muy bien, y tenĂ­a la piel caliente por el baño. Sus pechos sobre el suyo le daban una sensaciĂ³n muy agradable, tan cĂ¡lidos y blandos. Por primera vez, le pareciĂ³ de verdad que estaba en casa.



     -Zai… - musitĂ³ – Mientras estabas fuera, ¿tĂº…? En fin, ¿hubo alguien que…?



     -No – sonriĂ³ Ă©l. Leo era una celosa irredenta. QuizĂ¡ porque habĂ­a visto a su padre tener tres mujeres, porque su marido legĂ­timo no le habĂ­a guardado un dĂ­a de fidelidad… estaba acostumbrada a que los hombres a su alrededor no fueran en absoluto constantes, y ella habĂ­a asumido que todos eran igual, que para ellos el sexo era algo tan preciso como respirar y que no podĂ­an controlarse. Zaijov lo sabĂ­a y no lo tomaba en cuenta, como ella no le tomaba en cuenta otras cosas. – Te admito que cuando lleguĂ©, me las ofrecieron. Cuando vas a investigar a un sitio, siempre sucede lo mismo: al principio todo son atenciones y agasajos porque quieren serte simpĂ¡ticos, que pienses que ellos no son culpables ni te ocultan nada, o cuando menos que te sientas obligado. En cuanto se dan cuenta de que no te dejas embaucar, enseguida todo son malas caras, comidas frĂ­as y la misma gente que te pidiĂ³ ayuda, ahora te reprocha que hagas tu trabajo. – Leona suspirĂ³, aliviada, y le abrazĂ³ con la pierna. Estaba tan desnuda como Ă©l, y su cuerpo desprendĂ­a un calor delicioso. – Te he echado de menos. – admitiĂ³.



    La joven empezĂ³ a frotarse, despacio, contra Ă©l, y a acariciarle la espalda y los brazos. Zaijov se dejĂ³ seducir, gozĂ³ del cosquilleo hormigueante que le recorrĂ­a el bajo vientre cada vez que ella se rozaba. Era muy dulce, y llevaba casi un mes sin sentirlo; acariciĂ³ la cara de Leo, y ella la alzĂ³ para besarle. Sus labios se juntaron, deslizaron, y casi enseguida, la mujer notĂ³ la lengua de su amante pidiendo paso entre ellos. La dejĂ³ entrar y la recibiĂ³ con infinitas caricias, mientras Zai sentĂ­a cĂ³mo su virilidad se alzaba decidida, en busca de la humedad que le deseaba. Su mano derecha recorriĂ³ la columna de Leona, en sentido descendente, y se recreĂ³ en el gemido que ella emitiĂ³ al sentir la caricia. LlegĂ³ al fin a las nalgas, y las empujĂ³ contra sĂ­.



    Un gemido ronco de Ă©l, un grito agudo de ella, y fueron uno. Leona le contemplĂ³ con los ojos muy abiertos y le apretĂ³ mĂ¡s contra ella, con brazos y piernas, como si pretendiera atravesarle. Zaijov se colocĂ³ sobre ella y la mirĂ³ unos segundos sin moverse, disfrutando sĂ³lo de la sensaciĂ³n de estar unidos y del ansia, rabiosa y tan dulce, de querer moverse y empujar. Leona le sonreĂ­a y sus ojos parecĂ­an brillar, era como si le dijese cuĂ¡nto le amaba y deseaba con cada cĂ©lula de su cuerpo. La besĂ³ con fuerza y empezĂ³ a embestir. La mujer gimiĂ³ en su boca, se le agarrĂ³ a los hombros y se puso tensa debajo de Ă©l. Zaijov se frotaba contra su sensibilidad y le saciaba tres semanas de deseo, de preocupaciĂ³n, de celos… en un placer delicioso, un placer que sabĂ­a pĂ­caro, Ă¡cido, insoportable, y que querĂ­a estallar enseguida, ahora… ahora… ¡ahora!



      Leona gritĂ³ el nombre de su amante mientras el gozo se cebaba en el interior de su cuerpo y estallaba con furia, haciĂ©ndola temblar bajo el cuerpo de Zaijov, haciendo que sus muslos se acalambrasen en torno a la cintura de su hombre y sus dedos, crispados en el Ă©xtasis orgiĂ¡stico, se clavasen en los hombros de Ă©l, y su coño se contrajese, abrazando el miembro que le daba placer y la dejaba satisfecha. Los gemidos de Zaijov se  hacĂ­an mĂ¡s roncos y desgarrados, y en medio de un empujĂ³n final dejĂ³ escapar un pequeño grito de gusto, temblando tambiĂ©n Ă©l, notando cĂ³mo la vida le era absorbida por el cuerpo de su mujer en medio de oleadas de un placer indescriptible. No se quitĂ³ de encima, al contrario. Se tumbĂ³ sobre ella, dejando sĂ³lo el sitio imprescindible para que Leona pudiera respirar, y se dejĂ³ acariciar y mimar. La mujer, con los ojos mĂ¡s cerrados que entornados, le acariciaba el cuerpo con toda suavidad, le besaba el brazo, la mano… E intentaba subir las pesadas mantas para que no cogieran frĂ­o.



     A Zai le parecĂ­a que su cuerpo pesaba mil toneladas, pero se sentĂ­a en la mĂ¡s absoluta gloria. Por primera vez en semanas, le parecĂ­a que todo marchaba bien y que era feliz. Fue vagamente consciente de que su miembro se encogĂ­a y acababa saliĂ©ndose de Leona, en medio de una ligera sensaciĂ³n de escozor, pero grata a fin de cuentas. Su compañera le mantenĂ­a agarrado del brazo y Ă©l tenĂ­a mĂ¡s cuerpo sobre ella que sobre el colchĂ³n. Y no podĂ­a imaginar nada mĂ¡s cĂ³modo. Se durmiĂ³ y soĂ±Ă³ que vivĂ­a en un agujero excavado en una tarta de melaza, pegajoso, caliente y jugoso.





   Antes de oĂ­r los toques en la puerta, ya habĂ­a sentido a alguien en la casa, pero el mero modo de moverse y llamar le hacĂ­a saber que ese alguien no tenĂ­a malas intenciones. Al oĂ­r los golpecitos, se despertĂ³ por completo, y por la timidez de los mismos, supo que era Aetos quien llamaba. Zaijov se levantĂ³, despegĂ¡ndose los cabellos de Leona de la cara y empapado en sudor. La mujer protestĂ³ en sueños y se hizo un ovillo. El Justicia se atĂ³ a la cintura la toalla que Leo habĂ­a llevado y entreabriĂ³ la puerta, y al ver la expresiĂ³n del chico, no le hizo falta preguntar quĂ© sucedĂ­a.



      -¿TenĂ­an que esperar justamente al dĂ­a que volvĂ­a, verdad? ¿QuiĂ©n?



      -Uno de los mercaderes que vinieron contigo. Dicen que saliĂ³ a guardar parte de lo suyo, y tardaba en volver, asĂ­ que salieron a buscarle, y… - Aetos palideciĂ³ – Bueno, le falta bastante cabeza.



     -Deja que me vista y voy.




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