En ocasiones, una habitación vacía puede contener una presencia palpable. Y no hablo necesariamente de la de su propio due...

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                En ocasiones, una habitación vacía puede contener una presencia palpable. Y no hablo necesariamente de la de su propio dueño a través de sus efectos, aunque también, sino de algo que puede sentirse sin esfuerzo, sin mirar. Esas habitaciones impregnadas de un olor a tabaco tan denso que puedes saber la marca y la cantidad de paquetes que su dueño fuma al día, sin equivocarte. O un aroma tan penetrante que anuncia la marca del perfume de quien acaba de salir, o incluso el olor áspero y agrio que delata un gato mal cuidado. En aquella habitación, había una de esas presencias palpables. No se trataba de un olor, era algo que no se percibía a través de los sentidos habituales, sin embargo, estaba allí. No había confusión una vez que lo sentías. Puede que no supieras de dónde procedía o de qué se trataba con exactitud, pero que estaba allí, estaba allí. Todo el mundo que entraba en la tienda, lo sentía.

                Era una tiendecita modesta, mediana, atestada de antigüedades y pequeñas rarezas. Espejos, cómodas, jarrones y cuadros se disputaban el espacio de aquellas paredes forradas de terciopelo encarnado. En las estanterías, de madera barnizada, llamaban la atención libros de viejo, figurillas de madera o porcelana, cajitas de música y rapé. En el mostrador, un anciano caballero, con aspecto de ser tan viejo como buena parte de lo que vendía, atendía y cobraba a los clientes. Y sonreía con disimulo cuando veía a alguien de su parroquia mirar a todos lados con expresión de ansiedad.

                El anciano era muy consciente de la presencia en su tienda, y por eso mantenía la talla lo más lejos posible de él. No le agradaba estar oyendo sus lamentos constantemente. Qué purgatorio de tipo, no paraba nunca de quejarse. Que él supiera, en los diez años largos que hacía que tenía la talla de madera, ni un solo día había dejado de lamentarse. Tenía horas de silencio (suponía que para tomar aire), pero nunca se callaba más de medio día. Nada haría más feliz al anciano Sabas, el anticuario, ya que no había manera de hacerlo callar, que vender la talla de madera. Cosa que parecía igual de improbable.

                Se trataba de una talla fea. Ni con la mejor intención se podía definir de otra manera, ni encontrarle detalle alguno que la salvase. A primera vista, parecía sólo una joroba negra. Únicamente al acercarse se percibían en ella los groseros pliegues mal esculpidos de una tela y la burda forma de un cuerpo arrodillado. Observando bien, se distinguían pies, dos manos, y, si uno se tomaba la molestia -si es que no había huido presa del espanto aún- de levantar la talla, podía ver una grotesca cara humana pegada al suelo, con los ojos cerrados y una boca abierta en expresión de intenso dolor. Todo ello tallado de forma descuidada y gruesa, como un trabajo mal hecho y deprisa. Sabas llamaba a la talla «El Penitente», aunque en realidad, no tenía nombre. No como talla. «Debería llamarlo El Trasto, o El Llorica», se decía a veces. Y la verdad era que no le faltaban ganas de meterle fuego al espantoso pedazo de madera, o de abandonarlo de nuevo el callejón donde se lo encontró. Sin embargo, no dejaba de ser un compatriota y de una casta respetable. Se merecía un poco de consideración. Quién podía saber si algún día no recobraría la cordura y le agradecía de algún modo el haberle protegido. Aun así, Sabas no dejaba de recordar las palabras que su padrastro le solía dedicar: ninguna buena acción queda sin castigo».

                Sabas no tenía idea de cuánto tiempo podía llevar desecado aquél infeliz cuando él lo encontró. Quizá sólo días u horas, o tal vez años. Sí recordaba que lo encontró por casualidad. Él no solía pasar por aquel callejón para ir de camino a la tienda, pero en esa ocasión, la calle que usaba estaba en obras y aquello le obligó a dar un rodeo que le llevó por calles secundarias. Una de ellas caía paralela al callejón sin salida donde sólo había cubos de basura y la entrada de servicio de un club de striptease, el infame GirlZ, un tugurio de rameras baratas, pero que servía licor de buena calidad. Al pasar junto al callejón, oyó por primera ver los lamentos, ¡diez años hacía ya de eso! Y en no pocas ocasiones había intentado hablar con aquél desgraciado, aunque hacía ya tiempo que desistió, era completamente inútil. Incluso había tratado de resucitarlo vertiéndole un poco de sangre encima, y eso tampoco resultó. Por lo poco que Sabas sabía de aquella rama del ocultismo, averiguó que no se trataba de una simple desecación, sino que alguien había atado al infeliz de algún modo, probablemente a través de un disgusto horrible, una pena inmensa. Hasta que su captor no se decidiera a soltarlo o falleciera, no habría manera alguna de liberarle. Mientras tanto, El Penitente estaba condenado no sólo a permanecer desecado como un vulgar trozo de madera, sino también a permanecer encerrado en su propia mente, viviendo una y otra vez los momentos previos a su consunción. Eso quería decir que revivía el momento de su captura y maldición constantemente y con la misma intensidad de la primera vez. No era extraño, visto así, que se lamentase sin cesar. Tampoco era extraordinario que sus quejas y su miedo subieran de tono cuando veía entrar a una mujer sola. Claro que la escandalera que montó cuando entró ELLA, sí que fue algo fuera de lo normal.

                «¡Tú! ¡Criatura maldita! ¡Asesina de la cultura, oscurantista!» Gritó. Era la primera vez que El Penitente demostraba hablarle a alguien, y Sabas se sorprendió tanto, que no pudo evitar mirarle directamente. Por su parte, la mujer, de abundante cabello castaño rojizo y ojos también con tintes encarnados, le dedicó una sonrisa y una inclinación de cabeza a modo de saludo, para enseguida sonreír con picardía por un lado de la boca. Con aquella sonrisa bailándole en los labios se dirigió, sin género de duda, hacia El Penitente. Por segunda vez en diez años, éste emitió palabras coherentes y dirigidas a alguien concreto:

                «No, ¡NO! ¡Atrás, asesina! ¡Auxilio! ¡Auxilio!» A juzgar por la expresión de la mujer, Sabas estaba por jurar que ella podía escucharle con tanta claridad como lo hacía él. No obstante, inmune a sus débiles protestas, ella tomó la talla en sus brazos y la apretó contra su pecho. Sabas era muy mayor, pero aún así, palabra que no entendía el motivo de las quejas del Penitente al estar alojado en semejante lugar. La desconocida se dirigió al mostrador y clavó sus ojos, de vetas rojizas como el fuego, en el anticuario.

                —Me la quedo — dijo solo. Su voz tenía una cadencia algo grave y lánguida que hacía pensar que iba a pedirte que la invitaras a champán. Y que tú ibas a pagarle seis botellas.

                «¡No! ¡No se te ocurra venderme a esta criminal, estúpido! ¡Es una cazadora, una caníbal, una destructora del saber y del conocimiento! ¡Una salvaje, una…!». El Penitente siguió diciendo todo lo que la mujer era, y Sabas sopesó. ¿Qué beneficios le había reportado tener la talla? Respuesta: ni un solo día de sosiego, horas y horas de llantos y lamentos, y ahora encima todavía le insultaba. ¿Qué beneficios podía traerle, en cambio, venderla? Al menos un par de cientos de euros, y sobre todo, la tranquilidad de no volver a oírle. De acuerdo, él le había protegido durante aquellos años con la esperanza de poder sacarle de su estado o de que, si lograba salir del mismo, le recompensase con el regalo que tanto deseaba. No obstante, el que la maldición se rompiera parecía cada día menos probable. Si ella se lo llevaba ahora, lo más fácil que podía suceder era que acabase con él de una vez por todas, pero si no era así, siempre podía excusarse diciendo que sólo ella podía sacarle del estado en el que le había puesto, así que entregarle a su asesina era lo más juicioso. Ya encontraría a otro que le diera lo que tanto deseaba, podía esperar. Mientras tanto, lo mejor era deshacerse del Penitente de una buena vez. Tras un breve regateo, doscientos euros cambiaron de manos, y El Penitente salió de allí en brazos de la mujer.

                —¡Ah, miserable, me entregas a mi verdugo con una sonrisa! — protestó la voz desde el interior de la talla al ver la expresión de alegría que Sabas no pudo disimular por más que lo intentó, ¡al fin habría silencio en su tienda! — ¡Como que mi alma purgará para siempre, que volveré para atormentarte, me pagarás esto, falso amigo! ¡Interesado! — juró, pero Sabas ya no podía oírle. Claro que, aunque le hubiera oído, no le hubiera preocupado gran cosa tampoco, pues, en primer lugar, aquél infeliz sólo era un Semen Minervae segundón; erudito, estudioso, inteligente, sí… aunque no especialmente agresivo ni fuerte. Y en segundo lugar, ¿qué posibilidades había de que saliese vivo de su segundo encuentro con aquella que le había desecado? No había nada de qué asustarse.

                Justo esas mismas palabras le decía la mujer al Penitente. Claro que, como éste tenía buenas razones para no creerla, no cesaba de gritar:

                —¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Algún demonio decente que me oiga! ¡Fantasmas, trasgos! ¡Favor!

                —¿Quieres callarte ya? ¡Si has pasado así diez años, no me extraña que ese viejo aspirante a chupasangres te haya vendido! Es más, lo único que me sorprende es que no me haya pagado él a mí para que te lleve conmigo — susurraba la mujer hacia la talla que sostenía entre sus brazos. Pese a que la calle estaba desierta, tampoco quería correr el riesgo de que nadie la viese desde un balcón o algo así.

                —¡Impía criatura! ¡Mujer sin sentimientos! ¿No te bastó con destruir toda mi biblioteca y desecarme, que ahora vuelves para terminar conmigo después de una década de condena y dolor? ¿Qué te hice yo?

                La joven abrió la puerta de su pequeño coche y colocó al Penitente en el asiento del copiloto, asegurándole con el cinturón inmediatamente. Rezongó:

                —Me llamo Katia. No «impía criatura», ni «asesina», ni «mujer maldita», ni esas bobadas decimonónicas. Y segundo, ¿todavía me preguntas que qué hiciste? ¡Eres un chupasangres! — montó en el asiento del conductor, arrancó y siguió hablando —. Tu maldita raza no debería existir, sois alimañas, ¡asesinos de niños! ¿Tú me hablas de sentimientos y de piedad, y serías capaz de matar a tus propios hijos para beberte su sangre y seguir viviendo un día más? ¡Ja! Escúchame, cabrón: me prometí hace años dedicar mi vida a acabar con cuantos pudiera de vosotros, eso es lo que hago y estoy orgullosa de ello. Si tú todavía existes, es porque vas a serme útil para castigar a alguien. Así que cállate y agradece que me resultes de utilidad, o todavía estarías lloriqueando en ese vasar, ¿entendido?

                El Penitente no comprendía el motivo del odio exacerbado que destilaba la voz de su anfitriona. Sí, él era un vampiro, desde luego. Llevaba desde el año 1775 haciendo latir su corazón con sangre robada, de acuerdo, ¡pero jamás había matado niños! Ni él, ni ningún otro vampiro de su casta. Por favor, ¡si eran los vampiros estudiosos! ¡Se dedicaban a llevar la contabilidad y las crónicas de las demás castas, a la biblioteconomía y documentación! Lo más cerca que podían estar de atacar a un niño, sería que se le cayese encima alguno de los librotes que atesoraban. Sin embargo, la mujer parecía cargada de razón. Aún en su inquietud, decidió esperar una explicación más concreta y, mientras tanto, obedecer y permanecer calladito, de modo que el resto del viaje transcurrió en silencio. Sólo después de algo más de media hora se atrevió El Penitente a preguntar si aún faltaba mucho para llegar… entre otras cosas porque, agachado como estaba tallado, tenía la cara contra la tapicería, no veía nada y se aburría un poco.

                —Ya llegamos — anunció la mujer. Poco después, el vehículo se detuvo al fin, y la mujer le tomó en brazos y le sacó de él. Entre sus brazos, le llevó a través de una calle con jardines junto a la acera, parterres de flores y setos muy bien cuidados. Entraron en un portal amplio con una gruesa alfombra y suelo de cerámica decorado con grecas blanquinegras. Enseguida entraron en un ascensor forrado de madera en cuyo interior sonó, muy bajito «Chica de Ipanema». De no ser por el miedo que tenía, El Penitente habría disfrutado del paseo. Era lo más agradable que le sucedía en diez años.

                —Hemos llegado, ¿asustado? — preguntó en voz alta la mujer, apenas cruzaron la puerta del piso y quedaron separados del mundo.

                —Sí — admitió El Penitente. Para su infinito asombro, notó que la mujer le besaba la espalda con suavidad y le dejaba en la alfombra. No lejos de él, había preparado un plato con vísceras y sangre de casquería.

                —¿De qué? Si quisiera matarte, ya lo habría hecho — la oyó sonreír y no supo cómo tomárselo. Desde luego que ella tenía razón, sin embargo, eso no le tranquilizaba en absoluto —. Cuando te desequé, por un lado pensé que un día me arrepentiría, que debería matarte. Ahora en cambio, sé que fue una buena idea. Estoy segura de que estos años de reflexión te habrán vuelto razonable y propenso a aceptar mis condiciones. Sí, creo que me vas a ser muy útil.

                La voz de Katia le acarició los oídos y sintió que ella le acariciaba la espalda hasta el final de la misma. El Penitente, con la cara pegada al suelo, no pudo reprimir un escalofrío que le removió el alma, ya que el cuerpo lo tenía paralizado, a la vez que le produjo un cúmulo de extrañas sensaciones en las que se mezclaron el temor, la autocompasión, la sospecha y también el cosquilleo agradable de un principio de interés sensual. Cosa que a nadie sorprendió más que al propio Penitente, aunque hay que recordar que llevaba diez años sin sentir nada de nada; aunque sea de madera, uno no es de piedra. Y aquí es necesario hacer un inciso para explicar en qué consiste desecar a un vampiro.

                Todos sabemos que los vampiros son inmortales, aunque no invulnerables. Pueden ser heridos con ajo, rosas, agua bendita, objetos sagrados, estacas de madera y la luz del sol. Esas son armas que están al alcance de cualquiera, claro que hay otro tipo de armas que también pueden dañarles, pero es preciso conocer al vampiro en cuestión para aplicarlas, porque se basan en los puntos débiles que cada uno tiene. Si un vampiro sufre un golpe emocional lo bastante duro, puede perder las ganas de vivir y hasta de vengarse. Eso le deja vivo, aunque indefenso y lo más probable es que él mismo se exponga al sol para acabar con su vida. En ese caso, ¿qué sucede si el vampiro no es expuesto a la luz directa, o se encuentra demasiado apático hasta para ello? Algo muy-muy doloroso: la desecación. El vampiro, sin ganas de vivir, privado de alimento y sin quemarse con el sol, se avejenta y debilita primero, para encogerse y endurecerse después, como un pedazo de pan seco. La diferencia es que el pan se enmohece y se pudre, el vampiro en cambio se convierte en una imagen de sí mismo de un material similar a la madera maciza en la que éste permanece atrapado, imposibilitado para moverse de ninguna manera, a merced de los elementos y con la mente atrapada en aquel momento de dolor que provocó su estado, tan incapaz de mover aquella como su cuerpo, a no ser que ocurra algo lo suficientemente importante como para sacar a su mente de su letargo o que, como en el caso que nos ocupa, aparezca la persona que lo provocó. Sólo así puede establecer una comunicación y sólo el fuego puede destruirle, ¡ni siquiera la luz del sol puede acabar con el sufrimiento de un desecado! Su cuerpo de madera se endurece tanto que sólo una hoguera puede hacerles daño, las armas comunes no sirven ya.

                Sabiendo esto, ya vemos que es normal que el infeliz vampiro no cesase de quejarse y le inspirase tanto pavor su anfitriona. Era poco probable que esa utilidad a la que aludía fuese ventajosa o simplemente saludable para él. Sin embargo, nada podía hacer para protegerse, de modo que hubo de limitarse a esperar mientras la mujer se cambiaba de ropa en su cuarto.

 

                —K — dijo sólo, apenas estuvo encerrada en su alcoba. La pantalla del ordenador se iluminó y así supo que estaban escuchando. Una parte de ella sospechaba que, en realidad, Lo Alto escuchaba siempre, aunque era más cómodo pensar que sólo lo hacían cuando ella daba su código —. Tengo al Penitente.

                Un pequeño aparato adosado al ordenador, similar a un datáfono, emitió un quejido y vomitó papel de un pequeño rollo que tenía en su interior. Katia tomó el papel conforme salía, con cuidado, porque no estaba realmente impreso. El polvo de tinta sólo formaba palabras sobre el papel, pero, apenas uno rozaba el mismo, el polvo se iba y con él, los escritos. De esa forma, nunca quedaba constancia de las conversaciones mantenidas.

                «Utilizarlo para la venganza según plan previsto. Esta misma noche.» Decía la tira de papel.

                —¿Qué margen de negociación tengo? — quiso saber.

                «Todo. El designado debe sufrir. El Penitente será la herramienta de la justicia Divina allí donde ha sido insuficiente la humana. Consiga su cooperación por cualquier medio a su alcance.»

                —Fin — asintió la mujer. Acto seguido, arrancó la tira de papel de la máquina y la frotó entre las manos para borrar completamente las palabras. Se limpió después con toallitas húmedas y se desnudó. No le hacía gracia el plan. Para ella, el Penitente estaba bien estando desecado, amén de que la venganza que se proponía Lo Alto le parecía fuera de lugar. No obstante, tenía que admitir que, desde que formaba parte de Lo Alto, sus éxitos eran más numerosos y el número de vampiros localizados y muertos, aumentaba.

                Hasta hacía un par de años, ella se había limitado a cazar sola. Escudriñaba en foros de internet, en persona, a través de listas de correos y bases de datos a las que conseguía acceso y, una vez localizados los sospechosos, los investigaba. La mayoría no eran más que aspirantes, simpatizantes. Como Sabas, el viejo de la tienda. Era sólo un viejo ankou, un caminante de la noche, uno de aquellos que antaño se dedicaban a rondar bosques y aldeas, prediciendo la muerte de aquellos que los miraban y que, hoy día, con tantas ciudades que jamás duermen, tanto ruido e iluminación, había perdido su territorio y por lo tanto, su diversión, e intentaban infiltrarse en otros escalones de la Oscuridad, como el formado por los vampiros, a fin de conseguir una parte del pastel, en forma de víctimas. Otros no eran más que chalados que pretendían tontear con fuerzas que no comprendían, la mayor parte de las veces, para ligar o molar. Pero alguno que otro eran auténticos vampiros, ladrones de vida, bebedores de sangre. Y ahí entraba ella. Los localizaba, se acercaba a ellos y los eliminaba. Claro está, cazando sola, sus cifras no iban más allá de un par de vampiros al año. Cuando Lo Alto contactó con ella, desconfió. De hecho, su independencia se rebelaba constantemente contra las órdenes que, en ocasiones no sólo no se molestaban en explicarle, sino que le eran dadas con soberbia. No obstante, había pasado de dos a veinte vampiros eliminados al año. Había que rendirse a la evidencia; Lo Alto sabía lo que hacía y estar junto a ellos era la mejor manera de llegar un día a erradicar a los vampiros por completo de la faz de la Tierra. El que, de vez en cuando, le encargasen misiones relacionadas con humanos que, en palabras de la agencia «merecían el refinamiento de la justicia Divina allí donde no alcanzaba la humana», era un precio razonable si a cambio le proporcionaban contactos de vampiros con los que acabar.

                Vestida con unos pantalones elásticos oscuros y un fino jersey negro también, salió de la habitación. Llevaba una cuchilla en la mano. En el bolsillo trasero del pantalón, un salvoconducto eficaz para tratar con vampiros.

                —¿Katia? — preguntó el Penitente apenas la sintió acercarse. Pareció a punto de decir algo más. Sin embargo, apenas ella se acercó la cuchilla a la palma de la mano, apenas la sangre humana apareció, el aroma y la calidez de la misma copó todos los sentidos del desecado como un dosel escarlata. Las gotas cayeron sobre su espalda como lluvia tibia. Aún en medio de su desconfianza, el sentir la sangre filtrándose a través de la madera que ahora era su cuerpo, absorberla, sentirla circular por sus venas, hasta suavizarlas y ensancharlas, fue tan dulce como el final de una pesadilla. Como esos sueños horribles que te hacen creer algo espantoso en los que sientes un infinito alivio al despertar, o como si alguien le hubiera obligado a permanecer bajo el agua mucho más allá de la resistencia, y ahora se llenara de aire los pulmones.

                La mujer se apartó para dejarle sitio, a la vez que empujaba el plato con el pie. La talla de madera creció lentamente, sus formas se alargaron hasta perder sus rasgos toscos y grotescos, para al fin volverse humanas. Las piernas se hicieron muy largas, las manos finas, de dedos largos, y su rostro, aún pegado al suelo, se reveló cuando cayó de lado, medio agotado.

                La primera sensación agradable por volver a la vida se vio empañada por la urgencia de su debilidad y la Sed. Con un gemido se desplomó sobre la alfombra, incapaz de tenerse ni de rodillas. Suplicó con los ojos. La mujer señaló el plato con el pie. Sangre de cerdo y cordero, supo por el olor. No era lo más adecuado, pero tenía demasiada hambre como para protestar. Apenas se metió entre los labios el primer pedazo gelatinoso, un sonido de placer salió de su garganta sin que pudiera contenerlo, y una sonrisa de vicio más que de gusto asomó a sus labios resecos, casi grisáceos, que de inmediato fueron recobrando el color.

                La mujer miró su cara de placer con tal sentimiento de repulsión que le costó contener una arcada. El vampiro no estaba en su momento más atractivo, claro que no se le podía culpar de ello. Su aspecto era el de un anciano casi famélico, con la piel apergaminada, arrugada y seca, pálida hasta lo mortal y salpicada de manchas. Sus dedos tenían las uñas largas y curvadas como las de un aguilucho, con las cutículas crecidas hasta casi la mitad de estas. Cuando sorbió el pedazo de sangre, una minúscula gota resbaló por la comisura de sus labios, e inmediatamente una lengua gris apareció para capturarla con un sonido de succión. La joven tuvo que darle la espalda, convencida de que acabaría vomitando si no lo hacía. Oyó los sonidos de deglución del vampiro mientras se alimentaba, más suaves y educados conforme se saciaba, a la vez que vigilaba el espejo. A través de él no veía al vampiro, pero sí el plato del que desaparecían los pedazos de sangre y vísceras como si se desvanecieran en el aire.

                Apenas se terminó el contenido del plato, ella se volvió de nuevo. Su invitado presentaba ahora mucho mejor aspecto. Se encontraba de pie, muy erguido, estirándose el impecable traje que llevaba. Ahora tenía la apariencia refinada y elegante de un hombre de mediana edad, con bigote y cuidada perilla afilada, esbelto y muy alto. Su piel era lisa, rosada, sus manos lucían una manicura perfecta. Su abundante cabello era castaño claro, y el fino bigotito revoloteaba bajo una nariz algo grande y sobre una sonrisa no exenta de picardía. Aunque lo más llamativo eran sus ojos. Incisivos, seductores, llenos de curiosidad. Y azules. Inmensamente azules. Pese al asco que le inspiraba, hasta ella misma hubo de reconocer que era atractivo. «Tiene que serlo. Siempre lo son», se recordó a sí misma.

                —¿Mejor? — preguntó ella, con cierta ironía.

                —Mucho mejor, gracias — la voz apenas había cambiado, profunda y modulada como la de un locutor. Claro que sí, todo tenía que ser perfecto, no se podía dejar nada al azar. Un vampiro debía ser encantador hasta el último detalle, sólo así conseguiría que le abriesen paso alegremente en las casas, llevar a cabo sus crímenes y hacerlos pasar por «invitaciones». —. Ahora me gustaría saber los motivos que ha tenido mi anfitriona para rescatarme del estado en el que, oh vaya, ella misma me puso.

                Sonrió. Sólo con la boca.

                —Como te dije, me llamo Katia. Mi familia procedía de Yugoslavia, huimos de allí cuando yo tenía tres años, aunque no tanto por la situación política o la guerra, sino porque mi madre le había entrado por el ojo a uno de tu raza.

                —Me place tu confianza en mí para ponerme al corriente de los asuntos de tu familia, sin embargo, eso no contesta a mi pregunta — La mujer no se molestó en responder. Ni siquiera le miró mal. Simplemente sacó lo que llevaba en el bolsillo posterior; el chillido de miedo y dolor del vampiro fueron instantáneos —. ¡Guarda eso! — suplicó, protegiéndose los ojos, casi a punto de caer.

                —Espero que esto te sirva para comprender que, ni debes interrumpirme, ni me importa gran cosa lo que tú pienses — Con toda calma, devolvió el rosario de cruz y cuentas doradas de nuevo al bolsillo. El vampiro jadeaba.

                —¡Eres cruel! ¡Sabes que estoy débil! — se quejó.

                —Pobre de mí, qué cruel soy con una criatura capaz de matar niños por su sangre y asesinar por diversión a inocentes, creo que me voy a echar a llorar y esta noche no podré dormir.

                El vampiro tomó aire para responder, pero al hacerlo, la amargura murió en sus labios y estos dibujaron una sonrisa tierna en su lugar. Ante el asombro de Katia, se agachó y buscó bajo el sillón.

                —¿Dónde estás, pequeñín? — llamó con voz melosa —. Ahí. Oh, ven aquí, precioso.

                —¡No le hagas…! …daño — la mujer se asustó, incluso se apresuró a echar de nuevo mano a la cruz, pero su miedo se convirtió en sorpresa cuando vio al vampiro alzarse con su gato en los brazos, y a éste ronroneando tranquilamente en ellos, encantado con el desconocido. Katia sabía que Akenatón toleraba a la gente, nada más. Había sido gato callejero, era receloso y nunca la había dejado tomarle en brazos —. ¿Le has hipnotizado o qué?

                —Por favor, ¿quieres dejar de pensar que soy una persona horrible? — pidió su invitado, a la vez que se ponía al gato sobre los hombros y le acariciaba las patitas. Sonrió —. Me gustan los gatos, eso es todo. Les suelo caer bien. Son unos animales tan independientes, tan libres e individualistas. Los adoro — Gato y vampiro compartieron una mirada de complicidad. Katia creyó enfermar de celos cuando Akenatón acercó su negra carita peluda al rostro del vampiro y le besó en los labios. «Yo llevo dos años alimentándole, cuidándole, limpiándole la arena y aún así, poco menos que he de pedirle permiso para acariciarle. Llega este chupasangres al que no ha visto en su vida, y de buenas a primeras se deja coger en brazos y todavía le besa, ¡es el colmo!»

                Con Akenatón en sus hombros, el vampiro echó un vistazo a su alrededor, observando complacido cuanto le rodeaba; las estanterías repletas de libros bien cuidados y ordenados, los muebles a medida y las cortinas oscuras que rozaban el suelo. De inmediato, Katia se dio cuenta, la casa se convirtió en su decorado. Si un extraño los hubiera visto, hubiera quedado convencido sin pensarlo de que el dueño de la casa era él, y ella sólo una invitada.

                —Viendo tu casa, me resulta aún más extraño lo que me hiciste — comentó.

                —¿Qué quieres decir?

              —Te gusta leer — sonrió con cierta malicia —. No sólo coleccionas libros como hacen algunos ceporros que quieren pasar por cultos, tú los lees. Puedo oler la grasa de tus manos en ellos, entre las páginas. Sabiendo eso, ¿cómo pudiste destruir sin compasión toda mi biblioteca? — se lamentó. Katia resopló y miró al cielo, ¿se atrevía ese miserable caníbal a cuestionarla? Estuvo a punto de contestar de mala manera, aunque el vampiro tendió la mano y sonrió —. Por cierto, me llamo Zoran Dragomir.

                La mujer le dedicó una mirada glacial. La sonrisa de Zoran no vació, ni apartó la mano. Ella se limitó a darse la vuelta.

                —No te he traído aquí ni he roto tu maldición porque me interesase conocerte mejor — explicó, sin mirarle —. Hay algo que debes hacer para mí, y lo harás encantado, ¿de acuerdo?

                Katia se dignó a mirarle de nuevo, pero ahora era el vampiro el que le daba la espalda, contemplando los estantes llenos de libros y susurrando palabras cariñosas al gato:

                —¿Es así siempre, gatito? — decía, cariñoso — ¿Cómo la soportas? Debe ser tan ingrato para ti…

                —¿Me estás oyendo? — protestó ella. Zoran se volvió y, con idéntica sonrisa, tendió la mano de nuevo:

                —Por cierto, me llamo Zoran Dragomir — repitió. Hasta la entonación era la misma. Bien, si él era terco… Katia sacó su móvil, seleccionó una foto y la puso frente a la nariz del vampiro. Los ojos de éste brillaron por igual de asombro y pena.

                —Hijos de mi vida, ¡son…!

                —Tus libros — acabó ella —. No los quemé en el incendio, sólo te lo hice creer — La mirada del vampiro reflejó ahora tanta gratitud que, de no saber Katia lo que era aquel monstruo, habría sonreído en contestación.

                —Por favor, ¿dónde están?

                —A buen recaudo — se guardó el móvil —. Y allí seguirán hasta que tú me hagas un pequeño favor. ¿Vas a dejar que te explique de qué se trata, o prefieres seguir ignorándome?

                Zoran entendió que ella tenía la mejor baza de los dos, y dejó que se apuntase el tanto; ya encontraría la manera de recuperarlo más tarde.

                —Te escucho. Aunque te agradecería mucho la cortesía de un jerez — ante la cara de asombro de la mujer, se explicó —. Llevo diez años sin beber otra cosa que mis propias lágrimas, y te aseguro que han sido bastante amargas. No tiene por qué ser amontillado. Un sorbo de jerez, aunque sea de cocina, me parecerá ambrosía. Te aseguro que escucho mucho mejor a través de la resonancia de una copa.

                La mujer abrió el mueble-bar y le sirvió la copa que pedía, aunque sin dejar de mirarle con extrañeza, ¿desde cuándo los vampiros bebían alcohol? Que ella supiera, sólo bebían sangre. Aún así, cuando se sentó frente a él, Zoran tomó la pequeña y redonda copa, olfateó el licor con agrado y aún cerró los ojos de placer al primer sorbo.

                —Muy bueno — suspiró, notando el calorcillo que el líquido expandía por su garganta y su pecho al bajar por él —. En los pocos momentos en los que podía escapar del recuerdo, me dije siempre que lo primero que haría cuando lograse romper la maldición, sería beberme un buen coñac — bebió de nuevo —. Colgarte boca abajo, hacerte un corte por cada página de mis libros que habías quemado y dejar que te desangraras lentamente mientras permanecías consciente el mayor tiempo posible, sería lo segundo — Si alguien escuchara sólo su voz y no sus palabras, podría haber creído que se limitaba a contar una historia interesante a una mujer cuya atención quería ganarse y que le atraía; era puro encanto —. No obstante, dado que mis libros parecen estar intactos, dejaré de buen grado que tú también sigas así. Y ahora, ¿ese favor que quieres pedirme?

                —Tienes que morder a un enfermo terminal para evitar que se muera. Quiero que siga sufriendo.


(continuará).

 

 

               



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