“ Desde siempre, la primera ley de la Naturaleza ha sido la supervivencia del mĂ¡s fuerte. SĂ³lo el mĂ¡s fuerte puede hacerse con nutrie...

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   “Desde siempre, la primera ley de la Naturaleza ha sido la supervivencia del mĂ¡s fuerte. SĂ³lo el mĂ¡s fuerte puede hacerse con nutrientes, espacio vital y compañeros con los que pasar sus genes, mientras que los mĂ¡s dĂ©biles perecen en el intento. En las civilizaciones mĂ¡s avanzadas, esto ya no es asĂ­, y actualmente es difĂ­cil encontrar una sociedad civilizada en la que aĂºn persista ese pensamiento. La de los ruzani es una de ellas.”  Cuadernos de biologĂ­a multiversal, por el dr. Wtzaen-D´To.

     Su hocico achatado se moviĂ³, olfateando el aire con avidez. HabĂ­a una hembra cerca y Ă©l lo sabĂ­a. Entre las de su especie, sabĂ­a que no tenĂ­a ninguna posibilidad; podĂ­a parecer robusto, pero no lo era para los de su raza. Para ellos era bajito y justo de peso, las hembras eran mĂ¡s fuertes que Ă©l y siempre que intentaba montar a alguna, Ă©sta lograba sacudĂ­rsele con facilidad y escapar despuĂ©s de darle un buen par de golpes. Estaba harto de tener ganas, harto de que se rieran de Ă©l, harto de ser virgen. Si con las ruzani no podĂ­a aparearse, entonces tomarĂ­a una hembra de otra especie.

     La lilius estaba tan tranquila. Era una joven sacerdotisa de la Diosa que estaba pasando su perĂ­odo de aprendizaje, durante el cual viven en soledad e intentan hacer cuanto bien pueden y llevar a todos lo que ellas llaman el “´AlurĂ­ U´rreh”, El regalo de la Diosa. El orgasmo. Si el ruzani se lo pedĂ­a, si simplemente se acercaba a ella lo suficiente para que le detectase con sus antenas sensitivas, se lo concederĂ­a sin ninguna condiciĂ³n, gustosa. Pero el ruzani ya se sentĂ­a bastante avergonzado por verse obligado a saciar su deseo con una hembra de otra especie, como para encima, eso. TenĂ­a que hacerlo a su modo, y el modo ruzani sĂ³lo conocĂ­a la dominaciĂ³n por la fuerza. Y ademĂ¡s… si ella le concedĂ­a sexo, si le sondeaba con sus antenas, quiĂ©n sabe de quĂ© podĂ­a enterarse. SĂ³lo su nombre ya serĂ­a bastante malo, pero podĂ­a sacarle informaciĂ³n de su pueblo, sus armas, sus bases… era demasiado arriesgado, pensĂ³ Canijo, y esperĂ³.

     Tendida boca abajo al sol, la lilius simplemente descansaba. Su piel azul celeste brillaba y ella apenas se movĂ­a. Es probable que se hubiera quedado dormida. Canijo supo que era el momento, y corriĂ³ hacia ella. Sus botas metĂ¡licas atronaron el suelo a pisotones, pero antes de que la sacerdotisa pudiera reaccionar, tenĂ­a un enorme peso caliente sobre ella que la aplastĂ³, la empujĂ³ con brutalidad y la agarrĂ³ con… espera, ¿cuĂ¡ntas manos tenĂ­a?

     “Eres un ruzani” pensĂ³ Roldra, la joven lilius. SĂ³lo los ruzani eran tan brutos y sacaban dos pares de brazos adicionales en el momento del sexo, a fin de dominar a sus hembras; si no lo hacĂ­an asĂ­, si no eran mĂ¡s fuertes que ellas, Ă©stas se los quitaban de encima. La joven no se resistiĂ³ lo mĂ¡s mĂ­nimo, alzĂ³ un poco las caderas para facilitar la penetraciĂ³n e intentĂ³ calmar un poco a su compañero, a travĂ©s de ondas mentales. Canijo notĂ³ el calor en su miembro y embistiĂ³. Con fuerza. Roldra apretĂ³ los dientes. A pesar de que, segĂºn su religiĂ³n, el sexo era una forma de rezar y siempre era hermoso, el ruzani no era precisamente una criatura con la que fuese fĂ¡cil dejarse llevar por la piedad. Estaba tan excitado, que sus ondas no le hacĂ­an nada, y al incrementarlas, rugiĂ³ y la empujĂ³ aĂºn con mayor violencia.

     Canijo estaba embelesado, ¡era mucho mejor de lo que le habĂ­an contado! ¡Era increĂ­ble, su polla estaba abrazada en un agujero estrecho y ardiente que le hacĂ­a temblar, estremecer de gusto! Las formas de la lilius, debiluchas y delgadas, carentes de pĂºas, de escamas o de ninguna fuerza, asĂ­ como su modo de rendirse a Ă©l y casi de disfrutar, le asqueaban, pero cerrĂ³ los ojos e imaginĂ³ una hembra bien grandota y fuerte, con la espalda musculosa llena de pĂºas aceradas. Una poderosa tiritona le sacudiĂ³ y le hizo encogerse del culo a los hombros, mientras su garganta emitĂ­a un chillido porcino de placer y su polla se vaciaba dentro del cuerpo de la sacerdotisa. Roldra gimiĂ³, mĂ¡s de alivio que de gusto. HabĂ­a terminado.

    Canijo sintiĂ³ que las fuerzas se le iban en un momento. SabĂ­a que pasaba eso, pero tambiĂ©n que ella no podrĂ­a tirarle. Su semen era pegajoso y les mantendrĂ­a unidos hasta que todo quedase bien dentro, adherido a su Ăºtero y le pegase las paredes vaginales durante varios dĂ­as, de modo que no pudiese eliminar su semilla, ni ningĂºn otro macho pudiese tomarla hasta que quedase en estado. InmĂ³vil sobre la espalda de la lilius, Canijo fue mĂ¡s consciente que nunca de su debilidad en comparaciĂ³n con los de su raza. Cualquier hembra de su especie habrĂ­a luchado hasta arrancarle el pene y quitarle de encima de ella, pero la lilius no. Ella se limitaba a tenderse allĂ­ y dejar que le hiciera lo que quisiera. A Canijo le habĂ­a gustado y ya no era virgen, sĂ­, pero no era ni remotamente tan satisfactorio como hubiera podido ser con una hembra de su pueblo. Si sacaba su polla intacta, su cuerpo no la regenerarĂ­a nunca en otra mayor, ni Ă©l crecerĂ­a mĂ¡s. Se quedarĂ­a siempre canijo y esmirriado, y su Ăºnico alivio serĂ­a tomar hembras de otras razas enclenques. Mierda de vida.

     Apenas pudo moverse, se deslizĂ³ fuera sin dificultad. HabĂ­a esperado que, al menos, su propio semen pegajoso le arrancase el miembro, pero ni eso. La sacerdotisa le mirĂ³ y le sonriĂ³.
  
     —Me alegra haberte dado el regalo, hermano — dijo con dulzura —. Si alguna otra vez lo necesitas, estarĂ© encantada de ofrecĂ©rtelo.

     “¡Ni siquiera me guarda rencor!” se lamentĂ³ el ruzani. “¡Soy un asco!”

     —¡Oh, no, no lo eres! De verdad, me ha dolido. He pasado mucho miedo. — La sacerdotisa leĂ­a sus pensamientos y, como seguidora de la Diosa del amor, no podĂ­a consentir que el ruzani se sintiera mal consigo mismo, pero cuando Ă©ste la oyĂ³ dĂ¡ndole Ă¡nimos, le dieron ganas de matarse. Sin saber ni quĂ© decir, emitiĂ³ un gruñido de indignaciĂ³n y se alejĂ³ corriendo. Roldra supo que tenĂ­a que encontrar a ese ruzani y hacer lo que fuese preciso para consolarle, pero antes tenĂ­a que reponerse y adecentarse un poco. Se acariciĂ³ el vientre y sonriĂ³ con ganas, ¡iba a dar vida! La semilla del ruzani darĂ­a un hermoso fruto en su interior, al que ella ya querĂ­a con todo su corazĂ³n. “Ya sĂ© cĂ³mo voy a llamarte”, pensĂ³. “Eres Akdannaian. El que vino por sorpresa”.


     Muchos años mĂ¡s tarde, su nombre seguĂ­a siendo adecuado, todo el mundo lo decĂ­a, pensĂ³, mientras el agua caliente resbalaba por su piel azul y se llevaba el sudor y parte del dolor. CerrĂ³ el agua y saliĂ³ del cubĂ­culo. El suelo de las duchas absorbĂ­a el agua y le secĂ³ los pies al instante. Danna no se molestĂ³ en envolverse en la toalla, dejĂ³ que los regueros de agua se escurriesen por su cuerpo hasta el piso absorbente. En lugar de ello, se mirĂ³ al espejo y examinĂ³ las señales, en lo que podĂ­a, porque el ojo izquierdo iba a permanecer cerrado un par de dĂ­as. TenĂ­a todo ese lado de la cara hinchado y purpĂºreo. TambiĂ©n varios moratones en el pecho, sobre todo por las costillas y los brazos, y los nudillos tenĂ­an morados que le llegaban a las muñecas. Pero habĂ­a ganado, sonriĂ³. TomĂ³ un trago de agua destilada para enjuagarse y escupiĂ³, y asintiĂ³ con satisfacciĂ³n al ver que ya no salĂ­a con sangre.

     Sus rivales solĂ­an ser mĂ¡s grandes que Ă©l, mĂ¡s pesados y mĂ¡s fuertes, y Akdannaian no vencĂ­a con facilidad, pero vencĂ­a. Ni siquiera otros ruzani habĂ­a podido con Ă©l. El combate de aquĂ©lla noche habĂ­a sido precisamente contra un luchador ruzani, un puerco enorme a quien Danna sĂ³lo le llegaba a la barbilla y que le sacaba casi ochenta quilos, pero, puesto que no se trataba de peleas estrictamente legales, el que uno de los luchadores fuese un poquito mĂ¡s grande que el otro, no importaba demasiado. Claro que, por grande que fuera, Danna podĂ­a ralentizarle unos segundos con las ondas relajantes que emitĂ­an sus antenas. Los segundos precisos para asestarle seis golpes en lugar de uno solo. Mientras que el ruzani sĂ³lo podĂ­a sacar sus brazos adicionales si se encontraba en el acto sexual, a Ă©l le bastaba con pensar en sexo para lograrlo, y ni siquiera tenĂ­a que concentrarse mucho. Una imagen en su cabeza, y sus brazos saltaban o se ocultaban a voluntad. Puesto que no se trataba de peleas estrictamente legales, el que uno de los luchadores poseyera pequeñas ventajas genĂ©ticas sobre el otro, no importaba demasiado. Sus seis puños siempre llegaban por sorpresa, siempre cogĂ­an desprevenidos a sus rivales.

    “Pero no puedo seguir haciendo esto toda la vida” pensĂ³ Danna, mientras tomaba sus pantalones y se los colocaba de una sacudida. Los cierres-imĂ¡n se ajustaron con un chasquido y tomĂ³ la camisa blanca que usaba, con aberturas en los costados para sacar los brazos adicionales sin romperla, y se la puso intentando mover lo menos posible el brazo izquierdo. Llevaba ya muchos años ejerciendo como luchador y, quĂ© duda cabĂ­a que habĂ­a sido estupendo. Al menos al principio. Ganaba muchĂ­simo dinero de forma rĂ¡pida y relativamente fĂ¡cil, el dolor no era gran cosa para Ă©l. TenĂ­a una bonita casa, lujos, chicas, y llevaba un tren de vida muy alto. Pero eso se estaba acabando y Ă©l lo sabĂ­a bien.

     “Sabes que siempre puedes volver conmigo, cielo. A tu casa”, le decĂ­a su madre. La buena de Roldra siempre habĂ­a deseado que su hijo fuera sacerdote como ella. Para ella, para muchos lilius, la mera existencia de un mestizo como Ă©l, era motivo de profundo orgullo, una prueba viva de a dĂ³nde podĂ­a llegar el amor y de que la Diosa aprobaba y bendecĂ­a toda uniĂ³n. Para ella, que Ă©l regresase y se hiciese sacerdote, serĂ­a la mayor felicidad. No se lo decĂ­a, pero el que Akdannaian se ganase la vida peleando, la entristecĂ­a muchĂ­simo. Ella, que adoraba a la Diosa Sin Nombre que promulgaba el amor por encima de todo, tenĂ­a un hijo luchador, que hacĂ­a fortuna pegando a otras criaturas… Danna sabĂ­a que, si volvĂ­a, ella jamĂ¡s se lo echarĂ­a en cara, que le admitirĂ­a sin hacer preguntas. Pero no habĂ­a salido de Lilium-Arcadia en su dĂ­a para regresar con el rabo entre las piernas. Si querĂ­a follar, como luchador ya lo habĂ­a hecho de sobra y, siendo sacerdote de la Diosa, ese serĂ­a el destino que le esperaba, el “dar consuelo” a toda criatura que lo precisara. No era para Ă©l. Ya no.

     De joven nunca pensĂ³ que pudiera pasarle, pero lo cierto era que se estaba hartando de pelear, de vivir a todo tren y hasta de follar. Zesso decĂ­a que era una fase, que se le pasarĂ­a y volverĂ­a a encontrar sal en todo, como antes, pero Danna sabĂ­a que no era una fase, venĂ­a durando demasiado como para ello. La verdad era que… que querĂ­a dejarlo, pero no sabĂ­a cĂ³mo.

    Se echĂ³ la chaqueta, larga y negra, de cuero de urotĂ³n, por los hombros. SĂ³lo esa chaqueta costaba mĂ¡s de lo que ganaban al mes muchos de los que pagaban por verle pelear. Hasta hacĂ­a poco, no habĂ­a dado la menor importancia al dinero. ¿Para quĂ©? Para Ă©l, para LeviatĂ¡n Danna, no habĂ­a nunca problemas de dinero, tenĂ­a todo lo que se le antojaba, y siempre lo mejor y lo mĂ¡s caro. Zesso le habĂ­a acostumbrado a ello, a que pensara que para Ă©l, la vida serĂ­a siempre un regalo y, por lo tanto, jamĂ¡s habĂ­a ahorrado nada ni pensado en el futuro. Su bonita casa estaba a nombre de su manager hasta que la pagara, y Ă©l ni siquiera sabĂ­a el importe de las mensualidades. JamĂ¡s iba a la compra, el servicio compraba para Ă©l y la factura se la mandaban a Zesso. Su transporte, su joyas, ¡hasta los calzoncillos que llevaba, todo era pagado por Zesso de sus ganancias! Danna no sabĂ­a lo que costaba ni un paquete de chicles.

    “No lo puedo dejar de hoy a mañana”, pensĂ³, y tenĂ­a razĂ³n. Si lo intentaba, se verĂ­a en la calle con la misma rapidez, y Zesso podĂ­a muy bien decirle aĂºn que le debĂ­a dinero. SĂ­, claro, Ă©l podĂ­a ver si le mentĂ­a gracias a las ondas simpĂ¡ticas de sus antenas, pero, ¿cĂ³mo probarlo? Era Zesso quien tenĂ­a libros de cuentas, cifras y abogados. Sin embargo, querĂ­a dejarlo, pero, ¿quĂ© harĂ­a despuĂ©s? ¿A quĂ© se dedicarĂ­a? SaliĂ³ del baño y vio a una chica rubia sentada en los escalones, que jugaba con un proyector hologrĂ¡fico. Nada mĂ¡s oĂ­r la puerta, cerrĂ³ el holograma y se levantĂ³, estirĂ¡ndose el corto vestido. AdoptĂ³ una postura insinuante y una sonrisa calculada y le saludĂ³.

     —Hola — Su voz, su boca, su postura, y hasta el modo en que alargaba las palabras, delataba a la vez su profesiĂ³n y su escasa cantidad de seso —. Soy Bambi.

    La joven dejĂ³ los labios entreabiertos y paseĂ³ la lengua por ellos. Danna recordĂ³ que, años atrĂ¡s, aquello le habrĂ­a gustado, le habrĂ­a hecho sentir importante y deseado. Hoy dĂ­a, le hastiaba. Se limitĂ³ a asentir y echĂ³ a andar, pero la joven le siguiĂ³.

     —Zesso me dijo que te acompañara — dijo ella, dudosa —. Que me fuese contigo y que te… divirtiera.

     —Genial, pues, ¿por quĂ© no te vas a cualquier otro sitio y me dejas tranquilo? Eso te garantizo que me divertirĂ¡ muchĂ­simo. — SacĂ³ la cartera y le alargĂ³ un billete. Ni siquiera mirĂ³ la cantidad, pero debiĂ³ ser alta, porque la chica lo tomĂ³, lo guardo con presteza y se marchĂ³ sin protestar. Danna se metiĂ³ en su transporte y pidiĂ³ al ordenador que lo llevase a casa y mientras, se sumiĂ³ en sus pensamientos. “Si mañana tuviese que dejar la lucha, ¿de quĂ© vivirĂ­a?”. Excluyendo los combates y a su madre, no habĂ­a gran cosa que supiese hacer. PodĂ­a trabajar de guardaespaldas, pero sabĂ­a que, igual que estaba cogiendo edad para ser luchador, la estaba cogiendo tambiĂ©n para eso; podrĂ­a aguantar aĂºn algunos años muy bien, pero desde luego no los suficientes para ganar el dinero que necesitaba si querĂ­a conservar su tren de vida, y sĂ­, querĂ­a conservarlo. Y aunque no quisiese seguir siendo luchador, la verdad que el ambiente nocturno de las peleas y los clubes le encantaba. Eso no lo querĂ­a perder. TenĂ­a que haber una manera de conservarlo, sin necesidad de que le siguieran friendo a guantazos, pensĂ³. Y pensĂ³.

     —¡Vuelve al club! — Y al fin, dio con la idea precisa.




     En otro tiempo, en otro lugar, y en otro planeta…

     
     Intentaba mantener la calma, pero lo cierto es que las sonrisas se le escapaban, y se sentĂ­a nerviosa como una colegiala. Trudy miraba por encima de la carta a MalaquĂ­as, quien parecĂ­a estudiar cuidadosamente los diferentes tipos de cafĂ©s que servĂ­a el Royal. Por detrĂ¡s de Ă©l, un par de mesas mĂ¡s atrĂ¡s, habĂ­a una pareja adorable, muy alto, de cabellos grises y rostro bondadoso Ă©l, y atractiva, de cabellos oscuros y ojos verdes ella. Gertrudis no habĂ­a pretendido ser indiscreta, pero les habĂ­a visto darse con tantas ganas un beso de pelĂ­cula, que no fue capaz de dejar de mirar. Su corazĂ³n brincaba y fantaseaba con la idea de que Mala y ella… notĂ³ que se estaba empezando a sonrojar, y se centrĂ³ en la carta.

     —Creo que me pedirĂ© un canadiense. — dijo al fin.

    —Hum, cafĂ©, nata y jarabe de arce — MalaquĂ­as sonriĂ³ —-. Tiene buena pinta. Yo… creo que un bombĂ³n especial.

     En pocos minutos tuvieron en su mesa las bebidas y una bandejita con cuatro simpĂ¡ticos pastelillos de crema, y Mala levantĂ³ su copa de cafĂ© para brindar con Gertrudis. La mujer la chocĂ³ con la suya.

     —Por un principio. — musitĂ³ Ă©l, vacilante, y Trudy repitiĂ³ sus palabras con un asentimiento. Si Mala tuviera una idea, una ligera idea de lo mucho que le gustaba su timidez, de lo tierno que le parecĂ­a en su inseguridad... Una parte de la joven gritaba de frustraciĂ³n porque se hubiera sentado frente a ella y no a su lado, pero otra despedĂ­a chispas de emociĂ³n por lo educado que era y el modo en que respetaba su espacio. Durante unos momentos, cada quien saboreĂ³ su bebida (¡y quĂ© guapo estaba MalaquĂ­as llevĂ¡ndose la copa a los labios y cerrando despacito los ojos!) sin hablar.

      FiguĂ©rez se dejĂ³ envolver por el sabor del cafĂ©, con leche condensada, nata y cacao. Realmente bueno, pero no tan dulce como la persona que tenĂ­a enfrente y a quien deseaba tantĂ­simo. Luchaba porque no se le notase mucho, pero sus largas piernas buscaban las de ella bajo la mesa a cada momento, por mĂ¡s que Ă©l intentase tener los pies quietos bajo la silla. Al fin, su pierna rozĂ³ las de Trudy, y la joven le mirĂ³ y sonriĂ³.

       El hombre devolviĂ³ la sonrisa con algo de apuro e intentĂ³ doblar la pierna, retirarla nuevamente, pero la caricia bajo la mesa casi le hizo derretirse. Gertrudis le acariciaba la pierna con la suya, con toda calma, balanceando muy despacio el pie, recorriĂ©ndole la pantorrilla. Antes de poder darse cuenta, las dos piernas de FiguĂ©rez estaban entre las de Trudy, quien las acariciaba alternativamente, sin dejar de mirarle, sonriĂ©ndole a la vez con los labios y con los ojos. Estaba ruborizada, y mucho se temĂ­a Ă©l que no era por el calor del local, ni del cafĂ©.

     “Entre sus piernas” pensĂ³, en medio de un temblor delicioso “Me tiene ahora mismo entre sus piernas”. Gertrudis se sentĂ­a traviesa y aventurera. Con picardĂ­a, no pudo evitar pensar que aquĂ©lla era una maniobra de las que intentarĂ­a su propio jefe, y que tan baratas y groseras le parecĂ­an a ella, pero que, haciĂ©ndolo ella, le estaba encantando. Y por lo que parecĂ­a, a Mala no le disgustaba tampoco.

      —Trudy… — susurrĂ³, inclinĂ¡ndose sobre la mesa. La mujer sonriĂ³ y se acercĂ³ a su vez. Al poner las manos en la mesa, Mala le tomĂ³ una y la apretĂ³. La soltĂ³ al momento, como si temiera propasarse, pero ella le abriĂ³ la mano y Ă©l la cogiĂ³ de nuevo y se acariciaron los dedos. La mano de MalaquĂ­as temblaba.

     —Dime. — sonriĂ³ la joven, acercĂ¡ndose mĂ¡s aĂºn a Ă©l. Mala suspirĂ³ y por un momento pareciĂ³ a punto de decir algo, pero no fue capaz. Bajo la mesa, Gertrudis se descalzĂ³ un pie y le acariciĂ³ con Ă©l. MalaquĂ­as cerrĂ³ los ojos, despacio, de gusto, como le habĂ­a visto hacer con el cafĂ©. El pie de Trudy reptĂ³ a su antojo por su pantorrilla y se metiĂ³ ligeramente por el vuelo de la pernera, acariciando el tobillo desnudo de Mala.

     —Basta — sonriĂ³ Ă©l, tan inclinado sobre la mesa que se clavaba el borde en el estĂ³mago. —. Por favor, basta.

     —¿No te gusta? — la nariz de Trudy casi rozaba la suya, y podĂ­a sentir su respiraciĂ³n rozar su rostro.

    —SĂ­ — AdmitiĂ³, casi gimiendo —. Me encanta. Pero se me va a notar lo mucho que me… — Y no acabĂ³ la frase. Su boca y la de Trudy se encontraron, y cuando sus lenguas hĂºmedas se acariciaron y la mano de la mujer le acariciĂ³ la cara hasta la nuca, FiguĂ©rez pensĂ³ que tenĂ­a que tener un sitio reservado en el infierno por aquello. Y le importaba un cuerno. Fue dulce, fue tierno, fue apasionado, todo al mismo tiempo. La lengua de Trudy se metiĂ³ en su boca con decisiĂ³n, pero acariciĂ³ la suya con ternura. ExplorĂ³ su boca e hizo cĂ­rculos infinitos en ella, mientras su mano le acariciaba la mejilla Ă¡spera y sus dedos se deslizaban por su cuello y le hacĂ­an cosquillas. La caricia de su pie le habĂ­a provocado una erecciĂ³n lenta, cĂ¡lida, que daba calor a todo su bajo vientre hasta los muslos, pero el beso hizo que la reacciĂ³n fuese dolorosa. Sus huevos dolĂ­an en un dolor ansioso, pero dulce, algo como lo que sentĂ­a cuando de niño masticaba pedazos de miel cristalizada y la excesiva dulzura le causaba dolor en la garganta. Si de Ă©l hubiese dependido, no hubiera querido que acabara nunca. La mujer se separĂ³ lentamente de Ă©l y le besĂ³ la punta de la nariz. Cuando retirĂ³ la mano, Ă©l le besĂ³ los dedos.

     Gertrudis se sentĂ­a tan feliz como nunca hubiera podido soñar que lo serĂ­a. Ella y Mala se miraron, y el hombre le tomĂ³ ambas manos y las besĂ³, frotĂ¡ndolas contra sus mejillas. QuerĂ­a hablar, hacĂ­a esfuerzos por hacerlo, pero tenĂ­a la respiraciĂ³n tan agitada, que no lo lograba. RespirĂ³ hondo varias veces, y consiguiĂ³ susurrar algo acerca de lo especial, lo maravillosa que era.

     —Creo que es la primera vez que noto un sentimiento tan hondo por nadie. Salvo quizĂ¡ por mi hermano. — AdmitiĂ³. Trudy le tomĂ³ la cara entre las manos y le mirĂ³ con ternura.

     —Mala, me estĂ¡s gustando mucho — SonriĂ³ ella —. Me estĂ¡s gustando de verdad, y… y yo querĂ­a ir mĂ¡s despacio, no pretendĂ­a besarte asĂ­ tan pronto, pero es que eres tan dulce y tan amable conmigo, y tan bondadoso, que tengo ganas de estrecharte entre mis brazos y darte mimos, y mimos, y mim… — sus bocas se juntaron otra vez, y en esta ocasiĂ³n fue la lengua de Mala la que penetrĂ³ su boca y frotĂ³ su lengua, primero despacio, pero enseguida con decisiĂ³n. La mujer gimiĂ³ sin poder contenerse, un gemido bajito, pero que Mala oyĂ³. Cuando se separĂ³, apenas podĂ­a mirarla a los ojos.

     —T-Trudy, a esta hora… oh, Dios mĂ­o — habĂ­a intentado alzar la mirada, pero la timidez, y tambiĂ©n, por quĂ© no decirlo, el deseo que leĂ­a en los ojos de su compañera, le impedĂ­an sostenerle la mirada, pero continuĂ³ hablando —-. A esta hora, mi hermano estarĂ¡ en GirlZ y no habrĂ¡ nadie en casa… ¿querrĂ­as…?

     —SĂ­ — Gertrudis se agachĂ³ para buscar los ojos de Mala, y sonriĂ³, pĂ­cara. —. Por favor, vamos.

     Pagaron. FiguĂ©rez ayudĂ³ a Gertrudis a ponerse el abrigo, y a ella le vino un estremecimiento delicioso cuando Ă©l le tocĂ³ los hombros con los dedos y dejĂ³ las manos allĂ­ un segundo mĂ¡s, como si luchara contra el deseo de abrazarla. A ella siempre le habĂ­a parecido que eso de que un hombre te pusiera el abrigo, o te retirase la silla, eran ranciadas paternalistas teñidas de cierto machismo. Pero en ese momento, creyĂ³ flotar. Era la primera vez que un hombre la trataba asĂ­ y, mal que le pesase, le encantaba. Mala le ofreciĂ³ la mano, y ella le tomĂ³ del brazo, y salieron a buscar un taxi que les acercase.

     La vocecita del sentido comĂºn de Gertrudis, esa que le recordaba que le conocĂ­a desde hacĂ­a poco mĂ¡s de una semana, que habĂ­an hablado sĂ³lo cuatro o cinco veces y que era sĂ³lo la segunda cita, hacĂ­a rato ya que habĂ­a tirado la toalla y se dedicaba a lavarse hipotĂ©ticamente el pelo, con la cabeza dentro del lavabo y la radio a todo trapo, para no oĂ­r nada. Trudy sabĂ­a que era una decisiĂ³n precipitada, que era el hermano de su jefe y mil cosas mĂ¡s. Pero le gustaba muchĂ­simo y le deseaba con pasiĂ³n. Siempre se habĂ­a jactado de ser sensata, pero esa tarde querĂ­a disfrutar y hacerle gozar debajo de ella. Mala le gustaba demasiado como para ser racional, no querĂ­a ser sensata.

     FiguĂ©rez tambiĂ©n sabĂ­a que aquello distaba mucho de estar bien. Pero cuando entraron en el taxi y ella se arrebujĂ³ contra su pecho y le dedicĂ³ una mirada llena de promesas y ternura, cuando sus brazos se cerraron en torno a ella y se besaron una vez mĂ¡s, sĂ³lo pudo pensar “a hacer puñetas todo”.






      Denso y pesado como una losa, asĂ­ era el silencio que emanaba de RĂ³simo. Danna sabĂ­a que a veces el silencio con Ă©l era tenso e incĂ³modo, pero ahora mismo le cerraba los oĂ­dos como un tapĂ³n. El club siempre estaba lleno de ruido, Ă©l no lo habĂ­a conocido silencioso, pues aĂºn cuando se duchaba y preparaba para irse, aunque fuese el Ăºltimo luchador en hacerlo, el hilo musical siempre estaba funcionando. Ahora que habĂ­a vuelto y sĂ³lo quedaba RĂ³simo, el dueño, carecĂ­a por completo de ruido, pero ademĂ¡s la proposiciĂ³n que le habĂ­a hecho, habĂ­a causado que el dueño proyectara el silencio casi como un golpe fĂ­sico.

     “Quiero comprarte el local”. Le habĂ­a dicho. RĂ³simo se lo habĂ­a tomado poco menos que como un insulto, y su silencio lo dejaba traslucir ¿CĂ³mo se atrevĂ­a Ă©l, un luchador a sueldo, explotado por el carnicero de Zesso, a pedirle semejante cosa? ¿CĂ³mo pensaba pagarlo? ¿Acaso soñaba que podĂ­a ofrecer una cifra digna? En el silencio, Danna podĂ­a entender todas esas preguntas y mĂ¡s. Rosio le siguiĂ³ mirando durante algunos minutos, y finalmente negĂ³ con la cabeza y se volviĂ³.

     —Primero, te lo alquilarĂ©. Te pagarĂ© el cincuenta por ciento de las ganancias durante dos años, y despuĂ©s te lo comprarĂ©; te pagarĂ© el triple de lo que a ti te costĂ³ en su dĂ­a. Si no puedo pagarte esa cantidad, te lo devolverĂ©, y trabajarĂ© para ti en lugar de para Zesso — Danna era un buen luchador, y sabĂ­a que RĂ³simo siempre habĂ­a querido comprarle, pero Zesso siempre habĂ­a pedido precios escandalosos para disuadirlo. —. Es una buena oferta, no perderĂ¡s pase lo que pase.

     RĂ³simo le mirĂ³ de nuevo. Es cierto, durante dos años tendrĂ­a sĂ³lo el cincuenta por cien de sus ganancias actuales, pero tenĂ­a otros negocios. Si Danna tenĂ­a Ă©xito, obtendrĂ­a un beneficio que le compensarĂ­a de sobras; el local estaba viejo, no costaba el triple ni de lejos. Y si fracasaba, tendrĂ­a un luchador que siempre habĂ­a querido. AsintiĂ³. Y en su lengua silenciosa, preguntĂ³: “¿QuĂ© dirĂ¡ Zesso a esto?”

     —DĂ©jame a mĂ­ lo de Zesso. — sonriĂ³ Akdannaian, confiado. Confianza que en realidad no sentĂ­a, porque sabĂ­a demasiado bien lo que iba a decir Zesso.




     —¡Eres un estĂºpido, un gilipollas, te han dado demasiados golpes en la cabeza, maldita mula! — exactamente eso, es lo que dijo. Le arrojĂ³ a la cara el comunicador, la consola electrĂ³nica, y hasta el calendario de mesa, y Danna los cogiĂ³ al vuelo sin dejar de sonreĂ­r, como si no tomase en serio el cabreo de su jefe. — ¡No puedes disponer asĂ­ de ti mismo, YO tengo tu contrato, YO soy tu dueño!

     En vano intentĂ³ Und´Thea explicarse, decir que estaba harto de boxear, que querĂ­a pensar en su futuro.

     —¡De tu futuro, ya me ocuparĂ­a yo cuando llegase el momento! ¡Te abrirĂ­a una cuenta de ahorros, te buscarĂ­a una colocaciĂ³n! — Danna sabĂ­a que no era cierto. Otros luchadores jubilados se habĂ­an encontrado que su cuenta de ahorros contenĂ­a apenas unos miles de crĂ©ditos, y su “colocaciĂ³n” era un trabajo de minero o peĂ³n por el salario mĂ­nimo. De acuerdo, ninguno era tan bueno como Ă©l, quizĂ¡ Ă©l hubiera podido contar con algo mĂ¡s, pero no era como para fiarse. — Tu contrato me pertenece, ¡vete a jugar al señor empresario si eso te place, pero no se te ocurra pensar que dejarĂ¡s de luchar mientras yo lo tenga! ¡Y si dentro de dos años se te ocurre abandonarme, harĂ© que te dejen en una silla de ruedas! ¡TendrĂ¡s deudas conmigo y con ese gorila mudo de RĂ³simo! ¡TendrĂ¡s que pagarlas chupando pollas tirado en una camilla, estĂºpido de mierda!

      —Te conseguirĂ© la botellita roja.

   —¿QuĂ©? — Zesso, que habĂ­a estado dando grandes zancadas por el despacho, se detuvo de golpe. Una chispa de codicia brillĂ³ en sus ojos, pero enseguida la reprimiĂ³ y sonriĂ³ con maldad — Crees que podrĂ¡s comprarme con eso… RĂ³simo no te dejarĂ¡ ni tocarla, ni acercarte a ella.

     —Zesso, ¿recuerdas aquella vez, que precisamente RĂ³simo te dijo que yo no tenĂ­a aguante, que no soportarĂ­a mĂ¡s de un combate por noche, que no podrĂ­a hacer un completo, y yo te dije que sĂ­ podĂ­a hacerlo? ¿Recuerdas que fui capaz de aguantar los diez combates de la noche y ganarlos todos?

     —TambiĂ©n recuerdo que durante mĂ¡s de una semana, casi no te podĂ­as mover.

     —Pero lo conseguĂ­, y esa noche te hice un montĂ³n de dinero — habĂ­a rabia en su voz, Zesso sabĂ­a que Danna era terco como Ă©l solo. —. A partir del sĂ©ptimo combate, nadie apostaba por mĂ­, tĂº mismo jugabas a la contra usando a uno de tus matones, y en el dĂ©cimo combate luchaba guiĂ¡ndome por las antenas porque ya no veĂ­a nada. Pero ganĂ© todas las peleas. Y ahora pienso hacer lo mismo. Puedes jugar a la contra, pero te conseguirĂ© la botellita roja. Y si te la consigo, me devolverĂ¡s mi contrato, ¿trato hecho?

      Zesso sonriĂ³. ¿QuĂ© perdĂ­a?

(continuarĂ¡, ¡vuelve mañana!)




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