Aclaremos esto antes que nada: El baile no lo empezĂ³ Martineau. Él solo era un honesto pescadero, con bastante mejor gĂ©nero q...

0 Comments
    

        Aclaremos esto antes que nada: El baile no lo empezĂ³ Martineau. Él solo era un honesto pescadero, con bastante mejor gĂ©nero que muchos otros y que podĂ­a presumir de usar la balanza de mil gramos y no la de novecientos. Claro estĂ¡ que tenĂ­a su orgullo y tenĂ­a su genio, como todo el mundo. Desde luego que era bastante dado a las bromas y a las tomaduras de pelo, aunque es preciso hacer constar tambiĂ©n que sabĂ­a encajarlas a la par que devolverlas. AĂºn asĂ­, hay que ser justos: no empezĂ³ el. Claro que era lĂ³gico pensar que era la chiquilla quien la devolvĂ­a cuando se presentĂ³ con aquello en la pescaderĂ­a, pero no era asĂ­.  SĂ­, Nastia era una niña encantadora, apenas tenĂ­a diez años y ademĂ¡s pintaba muy bien, por no mencionar que todo el mundo le tenĂ­a cierta lĂ¡stima por aquello de su pobre madre; no era ni de buen gusto pensar mal de la pobre crĂ­a. Sin embargo, bastaba con conocer un poco los acontecimientos para ver que el primer golpe, habĂ­a salido de la chiquilla y, ademĂ¡s, por el motivo mĂ¡s viejo del mundo: por celos.

                Anastasia -Nastia, como se llamaba a sĂ­ misma- sabĂ­a que no tenĂ­a a muchas personas afectas en su vida. Por ello, las que tenĂ­a, luchaba con uñas y dientes para conservarlas. Para empezar, a su padre no lo habĂ­a conocido jamĂ¡s, claro que no se perdĂ­a nada con eso, mĂ¡s bien ganaba. Para seguir, su madre se habĂ­a suicidado cuando ella apenas contaba cinco años. La infeliz nunca superĂ³ verse abandonada por aquel sinvergĂ¼enza que la dejĂ³ en estado, ni arrastrar el estigma de la madre soltera, de que todo el mundo la señalara por las calles de su barrio natal, de que hasta sus amigas mĂ¡s Ă­ntimas le retirasen la palabra y le colgasen el telĂ©fono apenas oĂ­an su voz. Con democracia o sin ella, en la familia y el cĂ­rculo social de un teniente del EjĂ©rcito, aquellas cosas todavĂ­a contaban, y la pobre no pudo soportarlas. Con aquello a sus espaldas, Nastia no sabĂ­a lo que era un hogar. Durante los inviernos residĂ­a con su abuela, una mujer que la cuidaba muy bien y la querĂ­a muchĂ­simo, aunque la niña se entendĂ­a mejor con su tĂ­a Leyre, con la que pasaba los veranos.

                Leyre, que se teñía de rojo cereza los cabellos, que tenĂ­a los ojos verdes como su sobrina y que pasaba buena parte del año viajando, era pintora (de ella decĂ­an que habĂ­a heredado su talento la niña). Puede que no fuera un genio destinado a aparecer en los libros de texto, aunque sĂ­ ganaba lo suficiente como para no depender del dinero de su padre en vida de este y poder hacer su vida como le dio la gana. Ahora, con su madre al mando, no le faltaba su asignaciĂ³n, pero la mayor parte de su riqueza, mucha o poca, la sacaba de sus pinceles y de su valĂ­a. Con ellos podĂ­a mantener la casita de tres plantas con terraza en el pueblecito mediterrĂ¡neo en la que pasaba los veranos, amĂ©n de pasar el resto del año en distintas ciudades del mundo. Claro estĂ¡, ese ritmo de vida medio nĂ³mada no era adecuado para una niña pequeña, por eso la tĂ­a la tenĂ­a consigo sĂ³lo en verano. Aparte de eso estaba el hecho de que Leyre nunca habĂ­a querido ataduras ni hijos, algo que le dijo a la propia Nastia tan pronto como creyĂ³ que la niña era bastante mayor para comprenderlo. Hubo quien la considerĂ³ muy egoĂ­sta por ello. Sin embargo, Nastia pensĂ³ que su tĂ­a habĂ­a sido muy sincera con ella. La niña preferĂ­a tenerla tres meses y unos cuantos dĂ­as al año en Navidad, en su cumpleaños… a cambio de tenerla para ella sola durante ese tiempo. Comer y cenar juntas, que la llevase a la playa, que estuviese siempre de buen humor, siempre dĂ¡ndole caprichos, que no vivir con ella todo el año para pasar muchas noches sola en un hotel, cenando sola, y quizĂ¡ ver de mal humor a su tĂ­a  porque no habĂ­a conseguido pintar lo que querĂ­a o cualquier otra razĂ³n. Nastia ni siquiera sabĂ­a lo que era dormir con amigas, algo que reconocĂ­a que le apetecerĂ­a probar, pero la presencia de su tĂ­a era mĂ¡s importante que eso, y tambiĂ©n Leyre renunciaba a exposiciones o a eventos durante el verano que le interesaban; no le daba importancia por el mismo motivo: la niña era mĂ¡s importante que eso.

                «Mucha gente me llama egoĂ­sta por no tenerte conmigo de forma fija, por no renunciar a todo por ti», le dijo Leyre en su dĂ­a «Puedes creer que tienen razĂ³n si quieres, pero recuerda esto: los que me insultan son los mismos que insultaron a tu madre hasta que no lo soportĂ³ mĂ¡s y se matĂ³. Son parientes nuestros, llevamos su sangre. Todos estĂ¡n muy prestos a insultar y a juzgar, pero tambiĂ©n ellos podrĂ­an acogerte de forma permanente y darte un hogar. Eso, ya ves, no lo hacen. Juzgar, sĂ­. Insultar, sĂ­. Ayudar, eso ya no, que cuesta trabajo. Para ayudar, siempre encontrarĂ¡n excusas.» La tĂ­a Leyre tenĂ­a la piel dura. HabĂ­a de tenerla despuĂ©s de casi romper con sus padres para ser pintora, romper el noviazgo que su padre le habĂ­a sugerido y liarse con un americano negro al que dejĂ³ un año despuĂ©s. SabĂ­a que habĂ­a sido la comidilla de medio Madrid y tambiĂ©n del pueblecito donde veraneaba ahora, sabĂ­a bien lo que decĂ­an de ella, «quĂ© disgusto para el teniente, dos hijas y las dos descarriadas, bien hizo en morirse…». SabĂ­a que la llamaban perdida, libertina y cosas peores aĂºn. Bueno, si aquel era el precio que tenĂ­a que pagar para ser libre, lo pagaba a gusto. La tĂ­a Leyre habĂ­a visto a su hermana mayor quedarse en estado de un supuesto «buen chico» aprobado por su padre, ser repudiada por Ă©l y por su familia, sometida a la vergĂ¼enza, sufrir y sufrir hasta que se matĂ³. DespuĂ©s de aquello, Leyre pensĂ³ que no iba a vivir la vida que los demĂ¡s planeasen, sino la que a ella le saliese del coño, y eso de ser amita de casa, vivir para su marido e ir a misa de mantilla todos los domingos, no entraba en sus planes.

                En la mente de mucha gente eso significaba que tĂ­a Leyre era mala, como mujer y como persona. Sin embargo, Nastia la admiraba. El que una mujer tan culta, que sabĂ­a tantas cosas, que podĂ­a pintar lo que le daba la gana y vivĂ­a de la misma manera, pudiera ser mala o un ejemplo a no imitar, era un misterio para ella. La tĂ­a representaba todo lo que ella deseaba ser, salvo quizĂ¡ en un aspecto, y es que no se le conocĂ­a novio ni marido; sin duda debĂ­a sentirse muy sola cuando acababa el verano y no la tenĂ­a con ella. Por mĂ¡s que eso a Nastia le viniese mejor, porque asĂ­ la tenĂ­a por entero para ella, una noche, el verano pasado, le preguntĂ³:

                —TĂ­a, ¿y tĂº por quĂ© no tienes novio? —tĂ­a Leyre sonriĂ³. Las dos estaban en la terraza de la casa, fuera de la zona techada, aunque les llegaba todo el aroma de las madreselvas y el jazmĂ­n del emparrado que lo cubrĂ­a, dulce y fresco. Cada final de verano, cuando Nastia volvĂ­a a Madrid, la tĂ­a cortaba una flor del emparrado, la que ella pidiese, y se la daba para prensar en un libro, para llevarse el olor del verano consigo. En aquel momento, miiraban la noche y buscaban estrellas fugaces, mientras Nastia probaba los rotuladores que la tĂ­a le habĂ­a regalado, unos colores profesionales muy caros, Winsor y Newton. Su tĂ­a siempre le compraba lo mejor.

                —¿QuĂ© te hace pensar que no lo tengo?

                —Bueno… que nunca lo he visto.

             —Eso es porque no es importante como para traerlo aquĂ­ —la mirĂ³ a los ojos— Si me prometes no decirle nada a la abuela, te enseñarĂ© una cosa.

                Nastia asintiĂ³. La tĂ­a la tomĂ³ de la mano hasta llevarla a  uno de los armarios del pasillo. En un altillo, bajo un par de cajas de zapatos, habĂ­a un Ă¡lbum de fotos.

                —Mira, esto es ParĂ­s —que era ParĂ­s no necesitaba decĂ­rselo, se veĂ­a la Torre Eiffel. Nastia la habĂ­a visto mil veces en pelĂ­culas y sentĂ­a adoraciĂ³n por aquella ciudad. La foto en blanco y negro mostraba no sĂ³lo los jardines, sino a la tĂ­a junto a un hombre que la abrazaba por la cintura, un hombre alto, muy guapo, con gracioso bigotito—. Y este es Jacques, mi novio de ParĂ­s. Es profesor de instituto y escritor.

                Nastia sonriĂ³, embelesada, imaginando una preciosa historia romĂ¡ntica con un hombre precisamente de la ciudad del amor, un parisino. Ya se imaginaba vestida de dama de honor en la boda de su tĂ­a con aquel hombre, cuando su tĂ­a volviĂ³ la pĂ¡gina.

                —Esto es en Niza, en la Costa Azul, y este es François-Xavier, mi novio de Niza. Es modelo de ropa interior —habĂ­a varias fotos mĂ¡s con aquel hombre, apuesto, de ligera barbita y ojos dulces, hasta que la tĂ­a cambiĂ³ de pĂ¡gina otra vez— Esto es Capri, en Italia; aquĂ­ estoy con Adriano, mi novio de allĂ­ —la tĂ­a le enseĂ±Ă³ algunas pĂ¡ginas mĂ¡s: Michael en Nueva York, Antonio en CĂ¡diz, Rachid en Londres…— ¿Te sigue pareciendo que no tengo novio?       

                Nastia no sabĂ­a quĂ© pensar. Bueno, sĂ­ lo sabĂ­a, a ella le habĂ­an dicho muchas veces cĂ³mo se llamaban las mujeres que osaban tener mĂ¡s de un novio, sin embargo, ella no estaba dispuesta a pensar algo asĂ­ de su tĂ­a.

                —¿Por quĂ© tantos?

                —¿Por quĂ© no? —contestĂ³ su tĂ­a, y a eso no supo quĂ© responder—. VerĂ¡s, cielo, si esto lo hiciera un hombre, serĂ­a un campeĂ³n. Lo hace una mujer, lo hago yo, y soy muy mala, soy un pendĂ³n. Pero ellos saben quĂ© tipo de relaciĂ³n tienen conmigo, yo no les engaño. Ellos aceptan mi compañía durante el tiempo que se la doy, y en las condiciones que lo hago. Eres un poco joven aĂºn para entenderlo, pero… mientras nadie engañe a nadie, no es malo. No todo el mundo lo entiende y no es preciso que lo hagan. Basta con que lo entendamos ellos y yo. Y ahora, tambiĂ©n tĂº.

                —¿Y nunca tendrĂ¡s un novio fijo para siempre?

                —QuizĂ¡s. Si encontrase a algĂºn hombre que aceptase abiertamente mi forma de entender el amor, de no atarme a la rutina, ni a la normalidad, que no pretendiese controlarme ni mandar en mĂ­, sino tratarme siempre de igual a igual… pues quizĂ¡ me lo pensase —tĂ­a Leyre le besĂ³ la frente y le alborotĂ³ el cabello castaño—. Pero no temas, te garantizo que ese hombre no va a aparecer mañana.

                Nastia sonriĂ³. Se dio cuenta de que su tĂ­a le habĂ­a confiado un secreto, un secreto importante que iba mĂ¡s allĂ¡ de una simple confidencia, era una forma de vida. Asimismo, tambiĂ©n agradeciĂ³ que tĂ­a Leyre tuviera todos sus novios tan lejos, asĂ­ ninguno vendrĂ­a a incordiarlas. En su mente de huĂ©rfana, lo quisiera o no, no entraba la idea de compartir a su tĂ­a, como no lo hacĂ­a siquiera la de invitar a amigos a merendar; temĂ­a que les gustase su casa o la propia tĂ­a y se abonasen a ella. A fin de cuentas, sus amigos tenĂ­an familias completas, madres, primos… Ella sĂ³lo tenĂ­a a la abuela y a la tĂ­a. TenĂ­a derecho a tenerlas en exclusividad. LucharĂ­a porque asĂ­ fuera. Por eso pasĂ³ lo que pasĂ³.

 

 

 

                Era jueves. Los jueves, tĂ­a Leyre iba sin falta a la pescaderĂ­a de Martineau porque era el dĂ­a del salmĂ³n. DecĂ­a el pescadero que se lo traĂ­an de Noruega, la mujer tenĂ­a debilidad por ese pescado y Martineau le guardaba siempre dos lomos para ella y Nastia. La rutina era bajar a la playa temprano, darse juntas un buen baño, disfrutar de la playa un rato y, poco antes de mediodĂ­a, llegarse a la pescaderĂ­a, coger el salmĂ³n, hacerlo al vapor muy poquito, con hierbas, limĂ³n y sal, y comerlo en la terraza. El aroma del salmĂ³n mezclado con hinojo, ajo, perejil y orĂ©gano, unido al de la brisa marina que llegaba a la terraza, era uno de los recuerdos mĂ¡s bonitos del verano para Nastia. Sin embargo, ese dĂ­a se fastidiĂ³.

                Cuando Leyre y ella salĂ­an de la playa -aĂºn con polvo blanco de la sal pegado a la piel- oyeron una pequeña banda que tocaba en la plaza y vieron al pescadero hablando animadamente con el bar a la vez que le entregaba dos hermosos pulpos. Todo parecĂ­a perfecto. Leyre le saludĂ³ con una sonrisa que el hombre devolviĂ³.

                —Buenos dĂ­as, Martineau.

                —Buenos, señorita Leyre, ¿de la playa? —sonriĂ³ el pescadero bajo su barba oscura, casi gris en algunas zonas, achinando los ojos azules. A la niña le recordaba un poco al capitĂ¡n Haddock. Leyre asintiĂ³, momento en el que el dueño del bar saliĂ³ con dinero a pagar los pulpos.

                —Lo tuyo, Gabacho. Cuando tengas otro asĂ­, trĂ¡etelo —A Martineau le llamaban el Gabacho porque su padre, del que llevaba el apellido, era francĂ©s. A Ă©l no le molestaba que lo hicieran cuando a la vez le daban dinero, ni que le saludaran asĂ­ en el bar, o que le dijeran «¡serĂ¡ cabrĂ³n el Gabacho!» cuando sacaba treinta y una en el mus o cerraba en el chinchorro, pero que se lo llamaran de mala manera sĂ­ le molestaba, que una vez un listo quiso engañarle ocultĂ¡ndole una moneda del cambio y como el pescadero lo notĂ³, le dijo «Gabacho de mierda» y este le sacudiĂ³ un revĂ©s con un trozo de bacalao que se pasĂ³ dĂ­a y medio escupiendo sal.

                —SĂ­, ahora iremos a por el salmĂ³n —Martineau puso de pronto gesto de apuro— ¿Y esa cara? ¡No me irĂ¡ a partir el corazĂ³n diciĂ©ndome que no se lo han traĂ­do!

                A Nastia le daba risa cĂ³mo a veces trataba su tĂ­a a los hombres, en especial al pescadero. Le daba la impresiĂ³n de que todos estaban secretamente enamorados de ella y que ella no sĂ³lo lo sabĂ­a, sino que lo aprovechaba. Al menos, esa era su fantasĂ­a,

                —SĂ­, sĂ­ me lo han traĂ­do, es sĂ³lo que se lo apalabrĂ© a Vicente, el de la constructora, para la brigadilla y la colonia de gatos del solar.

                —¿Todo el salmĂ³n para alimentar gatos?

                —Ah, no es culpa mĂ­a para quĂ© quiera usarlo, a mĂ­ me pagĂ³ el doble por reservarle la pieza entera y eso es todo lo que sĂ© —el Gabacho alzĂ³ las manos en gestos desentendido—. A mĂ­, una vez pagado, como si lo quiere usar para jabĂ³n.

                Leyre sonriĂ³ y pasĂ³ al tuteo.

                —Bueno, pero… no creo que le vayas a dar el salmĂ³n entero en pieza, se lo darĂ¡s en filetes, ¿verdad?

                —Claro. Filetes, bien finos y sin una sola espina.

                —Entonces no me digas que no puedes distraerle dos lomitos de nada —el Gabacho sonriĂ³, como si luchase contra la tentaciĂ³n—. SĂ³lo dos y yo tambiĂ©n te pagarĂ© el doble.

                —¡Oh, eso sĂ­ que no! —fingiĂ³ indignarse Ă©l—. La decisiĂ³n es mĂ­a y te los cobro al precio normal, faltarĂ­a mĂ¡s.

                —Pero no te voy a dejar que pierdas dinero, insisto.

                Los mĂºsicos que tocaban en la plaza dijeron algo y se arrancaron con unas sevillanas muy alegres. No muy afinadas, es cierto, pero tampoco iba uno a pedir a unos artistas ambulantes un virtuosismo de la pera, ni tampoco hacĂ­a falta: apenas comenzĂ³ la mĂºsica, un par de parejitas comenzaron a bailar. El Gabacho sonriĂ³.

                —Mira: ni para ti, ni para mĂ­: me lo pagas a precio normal, y a cambio, un baile conmigo, ¿te hace?

                Leyre se quitĂ³ la pamela, sacudiĂ³ la melena y se estirĂ³ un poco el vestidito playero que apenas le llegaba a medio muslo, a la vez que le pasaba la bolsa de las toallas a su sobrina.

                —Tenme esto, cariño, ¿quieres? —Nastia sonriĂ³. Orgullosa, vio cĂ³mo su tĂ­a tomaba del brazo al pescadero para salir con Ă©l a bailar. El Gabacho no tenĂ­a ni guarra idea de bailar sevillanas, aunque sĂ­ mucha seguridad, sabĂ­a que hacĂ­a reĂ­r y lo aprovechaba. Leyre, en cambio, tampoco sabĂ­a, sin embargo, habĂ­a tomado clases de danza del vientre. ComenzĂ³ a mover las caderas como si tuviera un motor en ellas, mientras el pescadero daba vueltas a su alrededor, pasĂ¡ndole un brazo por la cintura. La faldita de la mujer revoloteaba en torno a sus muslos y a cada giro parecĂ­a subirse una pizca mĂ¡s. Cuando tĂ­a Leyre bailaba asĂ­ en las fiestas, a Nastia le encantaba mirar cĂ³mo lo hacĂ­a. Soñar que, algĂºn dĂ­a, tambiĂ©n ella bailarĂ­a tan bien. Aquella mañana, la sensaciĂ³n era la misma, o empezĂ³ siendo la misma. Cuando la chiquilla se dio cuenta de que el Gabacho miraba a su tĂ­a sin parpadear, de que no despegaba su mano de ella, ya no le hizo tanta gracia.

                Hasta aquel momento, le habĂ­a caĂ­do simpĂ¡tico el pescadero, era un hombre amable, amigo de bromas que, aunque tenĂ­a su genio, no solĂ­a enfadarse cuando los crĂ­os jugaban cerca de su tienda. Ahora veĂ­a cĂ³mo estaba mirando a la tĂ­a y no le gustaba un pelo, ¿quĂ© se habĂ­a creĂ­do ese viejales? ¡TĂ­a Leyre era solo suya!

                       —Ha sido el salmĂ³n que mĂ¡s a gusto he pagado —sonriĂ³ Leyre cuando acabĂ³ la canciĂ³n.

                —Y el que mejor he vendido yo. Dos bailes mĂ¡s y me sacas la pescaderĂ­a, la casa y los helechos del mostrador.

                Leyre se rio con ganas y los tres echaron a andar hacia la pescaderĂ­a. No quedaba lejos, claro que esa era otra ventaja del pueblo: nada quedaba lejos. Mientras los adultos parloteaban acerca de la constructora de Vicente, de cĂ³mo estaba comprando terrenos a dueños muy mayores a precios de vergĂ¼enza para edificar y venderlos despuĂ©s mucho mĂ¡s caros, Nastia fue consciente de lo mal que le caĂ­a el Gabacho. Nunca se habĂ­a dado cuenta, sin embargo, ahora veĂ­a que era un hombre vulgar, que olĂ­a a sudor, a sal y a pescado, llevaba la camisa por fuera de los pantalones, gesticulaba mucho al hablar... hasta hacĂ­a dos dĂ­as, le habĂ­a parecido un pirata. Hoy, un paleto. No tenĂ­a ni punto de comparaciĂ³n con los hombres guapos y sofisticados que su tĂ­a tenĂ­a el Ă¡lbum. Si se le habĂ­a ocurrido por un momento que podĂ­a ser su novio de aquĂ­, estaba muy equivocado, tĂ­a Leyre tenĂ­a mucha clase como para ir a besarse con un pescadero. Ya se encargarĂ­a ella de pararle los pies.

                Llegados a la pescaderĂ­a, Martineau abriĂ³ la puerta y les cediĂ³ el paso. Enseguida sacĂ³ el salmĂ³n, ya empaquetado, y separĂ³ dos lomos grandecitos. Mientras preparaba el paquete para ellas, la mujer preguntĂ³ a su sobrina si quizĂ¡ le apetecĂ­a algo mĂ¡s.

                —Besugo, por ejemplo, que al horno estĂ¡ muy rico, ¿quieres? —señalĂ³ el extremo del mostrador, donde estaba—. Aquel de allĂ­.

                Nastia se volviĂ³ a mirarlo. Nunca lo habĂ­a probado. Si su tĂ­a decĂ­a que estaba bueno, debĂ­a ser cierto, aunque a ella no le decĂ­a gran cosa. Se encogiĂ³ de hombros y se volviĂ³ de nuevo. El Gabacho sonreĂ­a, a la vez Leyre tomaba el salmĂ³n envuelto de sus manos.

                —¿No? Bueno, pues ya otro dĂ­a, ¡hasta luego, Martineau! —el Gabacho devolviĂ³ el saludo. SĂ³lo cuando salieron de la tienda, la tĂ­a continuĂ³—. Nastia, cielo, ¿te pasa algo? EstĂ¡s muy callada.   

                —No, nada —mintiĂ³ la niña, feliz por perder de vista al pescadero— ¿Ya vamos a comer?

                —Hm… no, todavĂ­a es muy temprano. Ahora voy a salir a la terraza a leer un ratito, luego, ya para la una, empezarĂ© a ir preparando la comida. Y creo que harĂ© patatas fritas, ¿a que quieres?

                Claro que sĂ­, le gustaban mucho. Sin embargo, aquello le daba una hora larga por lo menos. Tiempo que pensaba aprovechar.

                —TiĂ­ta, entonces, como aĂºn no vamos a comer, ¿puedo…?

                —SĂ­, tesoro, ¡claro que puedes ir a jugar! —sonriĂ³ Leyre. Nastia no se lo hizo repetir, dijo «¡gracias!» y echĂ³ a correr, todo uno— ¡Pero a la una te quiero ya en casa!

                Leyre la mirĂ³ alejarse, sonriendo. AĂºn cuando doblĂ³ la esquina y se perdiĂ³ de vista, la mujer seguĂ­a sonriendo.

 

 

                En realidad, no es que Nastia tuviera unas ganas locas de ir a jugar, pero sĂ­ de ver a los chicos de su pandilla del pueblo. Eran de distintas edades y sexos, el mayor era Rodolfo, que ya tenĂ­a doce, y el pequeño AntolĂ­n, que aĂºn no hacĂ­a los ocho. Precisamente ellos dos y Loli, la hermana de Rodo, estaban por la plaza. Lo importante era que podĂ­a proponerles un par cosas y, por jugar o hacer un poco el gamberro, seguro que no se negarĂ­an.

                «Lo importante es que la tĂ­a se dĂ© cuenta de que no es hombre para ella. Si consigo hacerle quedar como un patĂ¡n sin educaciĂ³n, no tendrĂ¡ ninguna posibilidad con ella. No me serĂ¡ difĂ­cil conseguirlo, al fin y al cabo, es lo que es».

 

 

                Leyre vio alejarse a su sobrina con una sonrisa en la que brillaban por igual el cariño y el orgullo. Nastia estaba cada dĂ­a mĂ¡s alta, mĂ¡s guapa, mĂ¡s lista… se parecĂ­a a su difunta madre mĂ¡s de lo que se podĂ­a imaginar. En aquel momento, la niña desapareciĂ³ tras la esquina. La sonrisa de Leyre, sin desaparecer, cambiĂ³ tan radicalmente como si un inofensivo pececito de colores abriese de pronto la boca y resultase ser una piraña. La mujer dio media vuelta, tambiĂ©n ella echĂ³ a correr, sĂ³lo que no hacia su casa, sino de nuevo hacia la pescaderĂ­a. Apenas el hombre la vio acercarse, sus ojos parecieron chispear.

                —He pensado que me puedo llevar tambiĂ©n unos calamarcitos —musitĂ³ apenas entrĂ³. El Gabacho sonriĂ³, torvo, a la vez que tomaba dos calamares. Los envolviĂ³ sin pesarlos y saliĂ³ del mostrador para ofrecĂ©rselos. Leyre, con las manos a la espalda, tirĂ³ del cordelito de la persiana del escaparate hasta bajarla por completo—. Huy.

                Martineau le dedicĂ³ una sonrisa con tanta pimienta que la mujer sintiĂ³ que rompĂ­a a sudar sĂ³lo aguantĂ¡ndole la mirada. El pescadero, como quien no quiere la cosa, se apoyĂ³ en la puerta y el pestillo chasqueĂ³.

                —Huy —dio Ă©l tambiĂ©n. Durante unos preciosos segundos se limitaron a sonreĂ­rse, a acercarse el uno al otro con los labios entreabiertos, sin tocarse. SĂ³lo gozando de la respiraciĂ³n, del calor del otro cada vez mĂ¡s cerca. Al fin, Leyre le echĂ³ los brazos al culo y le apretĂ³ contra ella, en medio de un gemido impaciente.

                El Gabacho tirĂ³ los calamares sobre el mostrador para tener las manos libres, aupĂ³ a la mujer y la llevĂ³ a la trastienda sin separar su lengua de la suya, entre las risas de ambos.

                —Cuando la has hecho mirar el besugo para besarme ahĂ­, delante de ella, me has puesto como una piedra —mascullĂ³ el Gabacho besĂ¡ndole el cuello, a la vez que le bajaba los tirantes del vestido, bajo el cual la mujer sĂ³lo llevaba la parte inferior del bikini. TenĂ­a los pezones erectos, rosados, un temblor la sacudiĂ³ cuando se rozaron contra la camisa Ă¡spera del pescadero.

                —Yo pretendĂ­a darte un piquito solo, pero tĂº metiste lengua, ladrĂ³n… me pusiste las bragas hechas un charco, ¡ay, sĂ­! —Leyre gimiĂ³ como si estuviera a punto de llorar cuando Ă©l le chupĂ³ los pezones, frotĂ¡ndolos con su barba que le hacĂ­a mil cosquillas deliciosas en la piel, sensible despuĂ©s del sol. El Gabacho tirĂ³ de ellos entre los labios, los perfilĂ³ con los dientes. Su mano derecha pensĂ³ sin Ă©l, bajaba para acariciar el pubis de su compañera sobre el bikini rojo, ligeramente hĂºmedo, aunque no del mar. Sus dedos gruesos aletearon primero para acariciar enseguida, produciendo un escalofrĂ­o exquisito en la mujer. Apenas arrimĂ³ la mano para frotarlo con energĂ­a, una sonrisa entrecortada saliĂ³ de los labios del Gabacho, porque la mujer le estaba haciendo lo mismo a Ă©l, frotarle la polla erecta a travĂ©s del pantalĂ³n. ¡Dios! ¡QuĂ© calor, quĂ© picorcito tan… rabioso, dulce! Leyre le soltĂ³ el cinturĂ³n entre gemidos de gatita y, sin ningĂºn pudor, se la sacĂ³ de las ropas. Verla, arrodillarse y metĂ©rsela en la boca, fue todo uno.

                El latigazo de placer fue tan potente que al pescadero le temblaron las rodillas y hubo de apoyarse de manos en la pared. Pero ¿dĂ³nde habĂ­a aprendido ella a hacer esas cosas? No lo sabĂ­a y no le importaba, ¡era fantĂ¡stico! Él era un simple pescadero de pueblo, viudo, nacido en una Ă©poca en la que eso del sexo ni siquiera se pronunciaba con equis porque era pecado, ¡nunca antes habĂ­a disfrutado de algo asĂ­! Si el verano pasado le cayĂ³ en gracia a Leyre y este año ella querĂ­a seguir el juego, desde luego Ă©l no pensaba estropearlo cuestionĂ¡ndose nada… Ooooh… ¡quĂ© suave y caliente tenĂ­a la boca! Su lengua, su lengua daba vueltas en torno a su polla como si le saborease, le movĂ­a de un lado a otro de la boca, le… ¡oh, joder, le estaba metiendo muy dentro, notaba su lengua salir y rozarle los huevos!

                —Leyre… —sonriĂ³, los muslos temblĂ¡ndole como gelatina—. Por tu madre, para o me corro.

                La mujer le dedicĂ³ una sonrisa maliciosa. Por esta vez -y sĂ³lo porque tenĂ­a muchas ganas- paraba, pero otro dĂ­a no se detendrĂ­a, seguirĂ­a hasta hacerle acabar y luego le volverĂ­a a encender. El Gabacho sabĂ­a que era capaz, que, para ella, el orgasmo del otro, o el propio, no eran mĂ¡s que etapas, en absoluto el final. Una parte de sĂ­ sentĂ­a un cierto «miedo» ante una mujer tan ardiente, ante unos encuentros en los que Ă©l no llevaba el control, sino que era llevado. Otra parte disfrutaba de aquello lo indecible, era sentirse mĂ¡s que deseado, poseĂ­do.

                Leyre se alzĂ³, entre las paredes de baldosines blancos y Ă©l, toda sonrisas y tetas temblorosas. Sin hablar, se sacĂ³ por la cabeza el fino vestidito playero. El Gabacho suspirĂ³. Leyre le abrazĂ³ y le llevĂ³ una mano a la cinturilla de sus bragas, cerradas con sendos cordoncitos laterales, que al pescadero le parecĂ­an un invento mejor que la mayonesa, le encantaba hacer lo que iba a hacer. Le acariciĂ³ suavemente la cintura (¡quĂ© estremecimiento tan delicioso dio entre sus brazos!) a la vez que juntaban sus labios nuevamente. Leyre meciĂ³ las caderas incitĂ¡ndole a continuar y, aunque el Gabacho aĂºn se demorĂ³ en sus caricias por su espalda y las nalgas de la mujer, al fin sus dedos pescaron el inicio de un cordel y tiraron de Ă©l. Despacio, muy despacio.

                Leyre asentĂ­a, con el corazĂ³n acelerado, sintiendo el cordĂ³n deslizarse, rozar su muslo en sentido ascendente conforme el nudo se deshacĂ­a, hasta que al fin se soltĂ³ y la prenda quedĂ³ floja un segundo antes de caer entre sus piernas, dejando expuesto el coño hĂºmedo, deseoso, que casi se rozaba con la erecciĂ³n de su amante. Con un gemido adorable, le abrazĂ³ con una pierna y ni uno ni otra aguantaron mĂ¡s. Embistieron.

                Los dos -conscientes de que la trastienda de la pescaderĂ­a estaba bajo una vivienda y daba a un patio interior de vecindad- tuvieron que contener el gemido, ¡quĂ© placer! ¡QuĂ© delicioso abrazo hĂºmedo y caliente! Leyre temblĂ³ como una hoja, gozando de la intensa sensaciĂ³n, del exquisito cosquilleo ardiente que nacĂ­a en sus entrañas y clamaba por ser rascado de inmediato. Martineau estaba en el cielo, un cielo estrecho, palpitante, deliciosamente cĂ¡lido y empapado de una manera deliciosa. Sin apenas transiciĂ³n, empezĂ³ a empujar. Leyre tuvo que ocultar la cara en su hombro para intentar acallar los gemidos.

 

 

                —¿A que no te atreves a tocar el timbre de aquella casa y volver antes de que abran? —Rodolfo siempre tenĂ­a que estar retando a alguien, generalmente a AntolĂ­n que, a la par que pequeño era tĂ­mido y solĂ­a negarse a ellos, lo que le daba la ocasiĂ³n de hacer Ă©l los retos y jactarse de su propia valentĂ­a. Aquel dĂ­a, como de costumbre, AntolĂ­n se negĂ³, sin embargo, Nastia se adelantĂ³ a la jugada.

                —Tocar un timbre, ya ves tĂº la diversiĂ³n. Es mejor hacer bromas por telĂ©fono.

                —¡Boh! ¡Eso lo hace cualquiera, menuda bobada! —AsegurĂ³ Rodo—. Tocar un timbre es mucho mĂ¡s valiente, porque te pueden pillar.

                —Como yo digo, tambiĂ©n pueden hacerlo, listo.

                —¿Ay, sĂ­? A ver, cuenta cĂ³mo lo haces tĂº, genio —Nastia sonriĂ³.

                —Se trata de llamar, haces la broma y cuelgas, sĂ­, pero —recalcĂ³— luego hay que ir al sitio donde hayas llamado, decir lo mismo y salir pitando.

                —Eso es una tonterĂ­a —dijo enseguida el chaval—. AsĂ­ no es que te puedan pillar, ¡es que te pillan! ¡Te han visto la cara, se lo dirĂ¡n a tu madre en cuanto la vean, es suicida!

                —¿QuĂ© es «uicida» …? —preguntĂ³ AntolĂ­n.

                —¿QuĂ© pasa, Rodo? ¿No te atreves, eres un gallina, eres un bebĂ©? —canturreĂ³ Nastia, y el niño olvidĂ³ su pregunta incluso; llevaba demasiado tiempo tragando como para desperdiciar esa ocasiĂ³n. Rodo se morĂ­a de ganas de dar a los dos un buen empujĂ³n, aunque se las aguantĂ³, porque serĂ­a demostrarles que tenĂ­an razĂ³n.

                —Bueno, pero es una bromita que cuesta dinero, y yo no pienso pagar en la cabina.

                —Da igual. En casa de mi tĂ­a tenemos telĂ©fono —sonriĂ³ Nastia.

                Rodo estaba pescado, lo harĂ­a. Y el plan de la niña, en marcha. Corrieron a la casa de su tĂ­a que, como siempre -salvo ya de noche- estaba sin cerrar. A Nastia le extraĂ±Ă³ la ausencia de su tĂ­a, pero la agradeciĂ³. Si la mujer se enteraba de que iban a hacer una broma telefĂ³nica, no les dejarĂ­a y hubieran tenido que hacerlo a escondidas; asĂ­ no tendrĂ­an que preocuparse de ello. «Cuando le hagamos la broma, jurarĂ¡ en arameo. No tendrĂ© mĂ¡s que decirle a mi tĂ­a alguna palabrota, decirle que le oĂ­ usarla al Gabacho y sĂ³lo con eso, ya le caerĂ¡ mal. Pero cuando vayamos a hacerle la broma a su pescaderĂ­a, seguro que algĂºn sopapo se le escapa. Cuando tĂ­a Leyre se entere de que ha maltratado a niños, que yo he corrido peligro… ni siquiera querrĂ¡ volver a comprarle una gamba. SĂ³lo tendrĂ© que cuidar de que pase el Rodo primero y quedarme cerca de la puerta para salir de naja, no me lleve un capĂ³n yo». Que el plan presentaba inconvenientes y era arriesgado, no podĂ­a negarlo nadie. Sin embargo, la chiquilla estaba dispuesta a todo con tal de que el pescadero no se acercase a su tĂ­a.

                    —PodrĂ­amos llamar a un nĂºmero a churro —sugiriĂ³ Rodo.

              —¡No, rico, eso serĂ­a muy cĂ³modo! —Nastia fingiĂ³ pensar— ¡Ya sĂ©! ¡Vas a llamar al Gabacho!

                —¡SĂ­! —aplaudiĂ³ AntolĂ­n. Rodo puso cara rara, como si se estuviera acordando de pronto que tenĂ­a algo urgentĂ­simo que hacer en otra parte, asĂ­ que era mejor que se fuese largando a ver si descubrĂ­a quĂ©, pero sus amigos le arrastraron al telĂ©fono y marcaron el nĂºmero que sabĂ­an de memoria.

 

 

                Martineau tenĂ­a la camisa abierta, los pantalones en los tobillos, el pelo revuelto y la piel empapada en sudor. Aun asĂ­, por nada del mundo hubiera dejado de embestir la dulce rajita de Leyre, quien le abrazaba y le rogaba que siguiera, siguiera, por favor… La mujer jadeaba, reĂ­a, su bikini se habĂ­a deslizado al suelo hĂºmedo de la trastienda, pero ni ella le daba importancia, ni habĂ­a permitido que el Gabacho parase para recogerlo Ă©l. «A las malas, volverĂ© a casa sin bragas», le susurrĂ³ al oĂ­do, algo que habĂ­a hecho que el pescadero empujase con mĂ¡s ganas aĂºn.

                Las manos de Leyre se crispaban en los hombros del Gabacho, cada vez le costaba mĂ¡s y mĂ¡s acallar los gemidos, y el saber que podĂ­an oĂ­rles sĂ³lo le daba ganas de gritar hasta quedarse sin voz. Martineau bajĂ³ un instante el ritmo para tomar aire, sin detenerse, moviendo en cĂ­rculos de pecado las caderas. Leyre puso los ojos en blanco y gimiĂ³ en tono mĂ¡s bajo, temblando, asintiendo con la cabeza.

                —Vaya, te gusta mĂ¡s esto, ¿no?  —articulĂ³ Ă©l con voz ronca, sin aire. La mujer sĂ³lo consiguiĂ³ asentir, mirĂ¡ndole con expresiĂ³n abandonada, rogando con todo su ser que por favor siguiera, que continuara moviĂ©ndose asĂ­. El Gabacho sonriĂ³. ObedeciĂ³, sin perder detalle de cĂ³mo su amiga abrĂ­a y cerraba la boca con carita de desamparo, luchando por mantener los ojos abiertos que el placer le cerraba una y otra vez. Por mĂ¡s que intentĂ³ contenerlos, unos agudos grititos se escaparon de su pecho. Sus piernas se tensaron. Un maravilloso picor caliente creciĂ³ dentro de ella, acariciĂ¡ndola en olas de placer de creciente dulzor hasta que lo sintiĂ³ rebosar, estallar en su coño, expandirse por todo su cuerpo desde el cuello a los tobillos, zumbĂ¡ndole en los pezones, en la columna, hasta dejarla satisfecha. Una gran ola de bienestar la invadiĂ³ dejĂ¡ndola derrotada, mimosa… El Gabacho la habĂ­a visto poner los ojos en blanco, soltar el gemido, estremecerse toda entre sus brazos y al fin, las sintiĂ³. Las palpitaciones del coño de Leyre, que le apretaron la polla en dulcĂ­simos espasmos, en tironcitos cĂ¡lidos, como si quisieran sacĂ¡rselo todo, ¡ah, no podĂ­a mĂ¡s!

                Una carcajada irrefrenable saliĂ³ de los labios de la mujer, ¡aaay, quĂ© gusto, que estaba muy sensible, que acababa de terminar! Pero no, que no parase, que siguiese, ¡era estupendo! El pescadero empujĂ³ tres veces, a la cuarta todo lo que habĂ­a visto y sentido le superĂ³. Una deliciosa corriente de placer le recorriĂ³ desde las corvas a los hombros, cebĂ¡ndose en la polla, en las nalgas que se tensaron para expulsar la descarga. Un gemido ronco, un temblor y una sensaciĂ³n, maravillosa sensaciĂ³n de placer infinito que lo coronĂ³ todo a la vez que le parecĂ­a que media vida se le escapaba por entre las piernas.

                Sudor, saliva y sal. Sus sonrisas extasiadas se juntaron en un beso hĂºmedo en el que habĂ­a cierta nostalgia porque el encuentro ya hubiese terminado, a la vez que la promesa de repetirlo a la primera ocasiĂ³n. Leyre se sentĂ­a muy poco culpable. HabĂ­a coqueteado ligeramente con el pescadero desde hacĂ­a tiempo y, el año pasado, ya con Nastia camino a Madrid, Ă©ste le habĂ­a hecho cara y se habĂ­an acostado un par de veces. Desde entonces se divertĂ­an en ocasiones, se veĂ­an cuando la niña no estaba… la mujer prestaba toda su atenciĂ³n a su sobrina cuando ella estaba, sin embargo, cuando no era asĂ­, el Gabacho y ella pasaban buenos ratos juntos, de modo que no se podĂ­a considerar que estuviera mintiĂ©ndole a Nastia.                

                —Partirte el corazĂ³n, yo —musitĂ³ el Gabacho—. Tiene gracia, cuando eres tĂº quien me destrozas el mĂ­o cada vez que te veo. ¿De verdad no puedes decirle a tu sobrina que…?

                El telĂ©fono de pared pegĂ³ un timbrazo. Leyre nunca agradeciĂ³ tanto su desagradable sonido, pues la salvaba de una conversaciĂ³n embarazosa que jamĂ¡s tenĂ­a ganas de mantener.

                —PescaderĂ­a Martineau, ¿dĂ­game?

                —Oiga, ¿tiene cola de langosta?

                —Naturalmente, señor.

                —¿Y patas de pulpo?

                —ReciĂ©n traĂ­do de Galicia.

                —¿Y cabezas de pescado?

                —¿Para caldo? SĂ­, claro, ¿quĂ©…?

                —¡Pues vaya cromo que debe estar hecho! —el Gabacho tardĂ³ un segundo en reaccionar

              —… ¡SerĂ¡s subnormal! ¿Quieres saber quĂ© mĂ¡s tengo? ¡Un hacha de cortar pescado que como asomes la jeta por aquĂ­, vas a parecer MarĂ­a Antonieta! ¡A ver si tienes huevos de decir quiĂ©n eres! —se oyeron risas agudas y la propia Leyre se rio.

                —Alex, dĂ©jalo —dijo, risueña—. SĂ³lo son crĂ­os, cuelga y ven aquĂ­. —mucho mĂ¡s sonriente, el Gabacho obedeciĂ³.

               

                —¿HabĂ©is oĂ­do? —Rodo estaba rojo de risa— ¡Estaba cabreadĂ­simo, creĂ­ que iba a sacar la mano por el telĂ©fono para estrangularnos! ¡Ha sido genial! —AntolĂ­n se reĂ­a tan fuerte como Ă©l. Tanto, que ni uno ni otro sacaron a colaciĂ³n lo de ir a la pescaderĂ­a para repetir la broma. Tampoco Nastia lo hizo. Rodo no querĂ­a hacerlo, AntolĂ­n no querĂ­a correr el riesgo de que luego le tocase a Ă©l. En cuanto a Nastia, ella era la menos interesada de que sus amigos se acercaran a la PescaderĂ­a. Porque estaba segura de que habĂ­a oĂ­do a su tĂ­a allĂ­.

 

 

                Apenas Rodo y AntolĂ­n se marcharon, la niña tomĂ³ uno de sus rotuladores y saliĂ³ disparada a donde el Gabacho. Por favor, por favor, que no fuese cierto, no podĂ­a serlo. Si no lo era, ella no harĂ­a nada, prometido. HabĂ­a sido cosa del telĂ©fono, seguro que sĂ­, que hacĂ­a que todas las voces sonasen iguales. El breve trayecto hasta la pescaderĂ­a lo hizo corriendo y mirando a todas partes, buscando a su tĂ­a por cada calle, en cada recodo. Si ella le decĂ­a que no habĂ­a estado donde el pescadero, la niña la creerĂ­a y no habrĂ­a nada mĂ¡s, lo prometĂ­a. Sin embargo, no la encontrĂ³. No hasta que llegĂ³ a la pescaderĂ­a.

                Oculta en un callejĂ³n entre dos casas, Nastia vio a tĂ­a Leyre salir de la tienda, muy sonriente, recogiĂ©ndose el cabello aĂºn sin lavar. El Gabacho iba con ella. Este echĂ³ el cierre de la pescaderĂ­a (¿por quĂ© la tĂ­a no se iba ya?) y, apenas lo hizo, ambos miraron hacia los dos lados de la calle. Al verla desierta, para absoluto horror de la niña, se besaron. No fue un beso de niños.

                Nastia se sintiĂ³ como si le hubieran dado un puñetazo en el estĂ³mago. ¿CĂ³mo se atrevĂ­a ese limpiatripas de pescado? ¿CĂ³mo se atrevĂ­a? No, ¡las cosas no eran asĂ­, mientras estaba de veraneo, tĂ­a Leyre era sĂ³lo suya! Vale, ella no querĂ­a hacer algo asĂ­, pero el Gabacho se lo habĂ­a buscado. Tan pronto se marcharon los dos, Nastia, con el rotulador firmemente apretado en la mano, saliĂ³ de su escondite.

 

 

 

                La indignaciĂ³n por si sola ya es un sentimiento bastante malo. Lo es mĂ¡s aĂºn cuando la ofensa no nos alcanza a nosotros, sino a un familiar, a un amigo. Pero cuando tenemos la sospecha de que el causante de la misma ha sido otro familiar, otro ser querido, tenemos indignaciĂ³n en raciĂ³n doble, que suele venir con acompañamiento de incredulidad y guarniciĂ³n extra de acusaciĂ³n, tipo «¿en quĂ© te basas» (que es tirando a picante), «sĂ© que estĂ¡s disgustado, pero eso no te da derecho a…» (amarga como ella sola) o (la mĂ¡s intragable y Ă¡cida de todas) «no querrĂ¡s hacerme creer que este angelito…». Por eso cuando, aquella misma tarde, el Gabacho llamĂ³ a Leyre y le pidiĂ³ por favor que fuese a su pescaderĂ­a sin decirle nada a su sobrina, no es de extrañar que los dos tuvieran la misma cara que si acabaran de tragar vinagre.

                —Oye, yo lo digo por ti, yo pinto y listos, pero que sepas que tu sobrinita va camino de ser una gamberra juvenil.

                —A ver, que la pintada es desagradable, vale. Yo soy la primera que lo siente, pero, vamos a ver, ¿quĂ© pruebas tienes de que haya sido ella?

                La «pintada desagradable» eran gruesas letras rojas en la pared de la pescaderĂ­a que decĂ­an GABACHO DE MIERDA, VUÉLVETE A TU TIERRA. El pescadero resoplĂ³ y se sacĂ³ del bolsillo lo que parecĂ­an los restos de un rotulador de carcasa negra.

                —Esto —no se trataba de un bolĂ­grafo corriente. Era un rotulador elegante, con cuello rojo, que alguien habĂ­a partido completamente para sacar el cartucho y escribir con Ă©l. En ciertas zonas de la cubierta se veĂ­a una marca muy historiada y unas letras que, sin lugar a dudas, eran de un Winston y Newman— No es precisamente un Carioca. SĂ³lo conozco a una persona por aquĂ­ que use cosas como esta para dibujar, ¿es tuyo?

                Leyre se habĂ­a quedado sin aire. «QuizĂ¡ los ha prestado, o se lo han quitado», quiso pensar, pero su cerebro le hizo un «por favor, venga ya» al cariño que la mujer sentĂ­a por su sobrina. HabĂ­a excusas que ni siquiera Caperucita se podĂ­a creer; sabĂ­a que era uno de los que ella misma le habĂ­a regalado a su sobrina el año pasado por sus excelentes notas. Un montĂ³n de pensamientos volaron por su cabeza entonces, y ninguno fue agradable: «¿AsĂ­ trata los regalos que le hago, asĂ­ los agradece? ¿Y esas palabrotas? ¡Voy a lavarle la boca con jabĂ³n! Dios mĂ­o, ¿en quĂ© me he equivocado? ¡DebĂ­ quedarme con ella y ser la madre que necesitaba, no sĂ³lo la tĂ­a guay que le da caprichos! ¡Mi madre me matarĂ¡, me echarĂ¡ la culpa de todo!»

                —Lo… lo siento, yo pagarĂ© la pintura, yo… —empezĂ³ a decir. El Gabacho ya negaba con la cabeza, cuando, en el sinnĂºmero de pensamientos que se embrollaban en la sesera de Leyre, apareciĂ³ uno del que se podĂ­a tirar. La llamada— Alex, ¿te habĂ­an hecho bromas telefĂ³nicas antes de hoy?

                El pescadero se encogiĂ³ de hombros.

                —No, nunca —vio la expresiĂ³n de la mujer— ¿Crees que ha sido ella? Nah, no le cuelgues eso a la chiquilla, el que hablĂ³ fue un chico.

                —Rodolfo, me lo huelo. Detesto a ese crĂ­o, pero mi sobrina y Ă©l son muy amigos. Estoy segura de que ella estaba con Ă©l. Y debiĂ³ oĂ­rme. Claro… ¡por eso lo ha hecho! ¡Le molesta que tenga un novio cuando estoy con ella, yo misma le he dicho siempre que aquĂ­ estaba sĂ³lo con ella, que no me tenĂ­a que compartir!

                —¿Me estĂ¡s diciendo que ha hecho esto por celos?

                —Claro que sĂ­ —suspirĂ³—. DespuĂ©s de oĂ­rme, sin duda vino aquĂ­, y nos vio, y… Tengo que hablar con ella. Primero, la voy a matar, ¡va a venir aquĂ­ a pintar la pared ella misma! Pero despuĂ©s tengo que explicarle…

                El pescadero chasqueĂ³ la lengua.

                —Espera —sonriĂ³— ¿Quieres darle su merecido de verdad? Entonces, no la castigues tĂº a ella, deja que sea ella misma quien lo haga. ¿No le gusta que nos veamos a escondidas? Bueno, pues que no tema, que eso no va a pasar mĂ¡s.

 

 

 

                El aroma de la brisa marina nocturna se mezclaba con el de las madreselvas y el jazmĂ­n que trepaban por la parte techada de la terraza. Nastia, dibujando a lĂ¡piz y que ya pensaba en quĂ© libro prensarĂ­a la flor que se llevase aquel año cuando volviese a Madrid, respirĂ³ hondo, saboreando el olor, mientras su tĂ­a sacaba los platos de la cena. La niña se extraĂ±Ă³.

                —¿Por quĂ© pones tres?

                —Ah, sĂ­, cariño, lo olvidĂ©, tendremos un invitado esta noche —Era una frase bastante simple, a decir verdad. Sin embargo, con ella dio comienzo la peor noche en la vida de Nastia. En principio, la idea de que alguien viniese a comer la comida de su tĂ­a y a estar con ellas en su terraza, no es que le sedujera, pero lo podĂ­a soportar, sobre todo si era sĂ³lo una noche y el invitado -quien quiera que fuese- traĂ­a pasteles o helado para el postre, como dictaban las normas universales de buena conducta que debĂ­an observar todos los invitados decentes. AsĂ­ que la cosa ya empezĂ³ mal cuando oyĂ³ a su tĂ­a abrir la puerta y dar las gracias por la botella de vino. Y, desde luego, no se arreglĂ³ nada cuando se enterĂ³ de que el invitado era nada menos que el jodido Gabacho. Cuando Nastia se estaba preguntando cĂ³mo habrĂ­a que explicarle las cosas al tĂ­o ese, soltaron la bomba.

                —DĂ­selo, anda —dijo Ă©l, con una estĂºpida sonrisa.

                —Ay, no sĂ©… verĂ¡s, cariño, tengo que decirte una cosa que no sĂ© si te va a gustar —TĂ­a Leyre titubĂ³ entre risitas. El Gabacho intervino.

                —Mira, dĂ©jame a mĂ­ —El Gabacho tomĂ³ a tĂ­a Leyre de las manos. Nastia no se daba cuenta de que estaba apretando tanto el lĂ¡piz contra el papel que estaba a punto de apuñalar el bloc—. Anastasia, puedes llamarme «tĂ­o Alejandro».

                Un mĂºsculo de su ojo temblĂ³.

                —¡Tu tĂ­a y yo nos vamos a casar!

                —¿No te parece maravilloso, cariño? —su tĂ­a chillĂ³ y dio saltitos como si se hubiera vuelto imbĂ©cil de golpe, corriĂ³ hacia ella y la apretujĂ³— ¡Estoy tan contenta! ¡Di que te alegras por mĂ­!

                No fue capaz. Lo intentĂ³ con todas sus fuerzas, pero no fue capaz, sĂ³lo consiguiĂ³ sacar una sonrisa forzada. Tampoco fue capaz de cenar, tenĂ­a el estĂ³mago de pie, no dejaba de repetirse que aquello no podĂ­a ser real, ¡no podĂ­a serlo! ¿CĂ³mo habĂ­a podido ocurrir una cosa asĂ­, en nombre de Dios, cĂ³mo?

                —Y, al final, ¿quĂ© piensas hacer con la pintada? —preguntĂ³ la tĂ­a en cierto momento de la cena.

                —¿DespuĂ©s de esto? Lo mismo la dejĂ³ ahĂ­ para siempre, mira.

                —Ay, ¡eres un romĂ¡ntico! —aquello de la pintada puso en guardia a Nastia, ¿la habrĂ­an pescado encima? Su tĂ­a sonriĂ³— Es que no te lo he contado, verĂ¡s: Alex me llamĂ³ esta tarde (le iba a costar hacerse a la idea de que el Gabacho se llamaba asĂ­) y me enseĂ±Ă³ una pintada que algĂºn gamberro hizo en la pared de su pescaderĂ­a, y me dice «pues me ha dejado sin fondos para este mes, porque no puedo hacer frente al gasto de pintar despuĂ©s de comprarte esto». Se sacĂ³ el anillo, se arrodillĂ³, y me preguntĂ³ si querĂ­a casarme con Ă©l. ¡Cada vez que lo pienso, me entran ganas de llorar!

                —A mĂ­ tambiĂ©n —contestĂ³ la niña. Sin mentir en absoluto.

                Nunca como entonces deseĂ³ Nastia ser mayor para soltar lo que pensaba sin miedo a que la mandasen castigada a su cuarto para el resto del verano, para echar a patadas al Gabacho o -mĂ¡s modestamente- para ponerse morada de vino, a ver si era verdad que con eso se olvidaba uno de todo. Sin embargo, tenĂ­a once años, de modo que tuvo que permanecer callada, aguantar como pudo la mala baba y no beber mĂ¡s que Fanta. Estaba deseando encerrarse en su cuarto a llorar, cuando el Gabacho dio la puntilla.

                —Tu tĂ­a dice que te gusta dibujar —le tendiĂ³ a la niña una bolsa—. Te he traĂ­do unas cosillas, espero que te gusten.

                Nastia se forzĂ³ a sonreĂ­r. Ya le dolĂ­a la cara de hacerlo. No tenĂ­a la menor gana de aceptar nada del pescadero, asĂ­ hubiera sido un caballete completo y una caja de acuarelas de cuatro pisos. AĂºn asĂ­, lo que habĂ­a en la bolsa no se podĂ­a considerar ni regalo, sĂ³lo una compra rĂ¡pida hecha a las nueve menos cinco de la mañana porque le has dicho a la abuela que tenĂ­as que llevar algo al colegio y lo has olvidado. Se trataba de un bloc pequeñito, de esos de a quince pesetas y una caja de tĂ©mpera escolar de seis colores. No sĂ³lo era una racanerĂ­a mayĂºscula, tambiĂ©n era tomarla por una principianta, algo que, en cuestiĂ³n de dibujo, no era. Aquello era como decirle a David Bowie que le traĂ­as un regalito porque sabĂ­as que le gustaba la mĂºsica y endilgarle una trompetita de plĂ¡stico.

                —Bueno, Nastia, ¿quĂ© se le dice al tĂ­o? —la chiquilla tragĂ³ bilis.

                —Gracias, señor.

                —No seas tan tĂ­mida, puedes llamarme tĂ­o —sonriĂ³ el Gabacho— ¡A ver si me haces un dibujete bien bonito con ellos!

                —¿Mi Nastia? ¡Lo que quieras! Es un hada con las pinturas, yo a veces no me creo lo que hace, te lo aseguro. ¿A que le harĂ¡s un dibujo al tĂ­o?

                Nastia se vio incapaz de permanecer un segundo mĂ¡s allĂ­. Las lĂ¡grimas de rabia le tapaban la garganta, de modo que se limitĂ³ a asentir y se marchĂ³. No vio a su tĂ­a y al Gabacho chocar las manos sin hacer ruido, corriĂ³ sin mirar atrĂ¡s, se encerrĂ³ en su cuarto y al fin soltĂ³ el llanto tan calladamente como pudo. Entonces, ¿habĂ­a sido entonces culpa suya que pasase aquello? ¡Y encima le pedĂ­a «un dibujete»! ¡Habrase visto el patĂ¡n, pedirle a ella dibujos, despuĂ©s de la catetada que…! Un momento, un momento, ¿dibujete? SĂ­… aquellas herramientas puede que fuesen para preescolar, pero seguro que les podĂ­a sacar partido.

 

                Era casi mediodĂ­a cuando Nastia cruzĂ³ la plaza del pueblo y subiĂ³ por la callecita empedrada que llevaba a la pescaderĂ­a del Gabacho. La niña se habĂ­a acostado tardĂ­simo, primero preparando la pasta de papel y luego moldeĂ¡ndola a su antojo para dejarla despuĂ©s secar mientras dormĂ­a, hasta aplicarle el secador al dĂ­a siguiente para que tirara y poder pintar la figura con las tĂ©mperas. Si el Gabacho querĂ­a jugar a los regalos envenenados, ella le iba a enseñar cĂ³mo se jugaba. MetiĂ³ la escultura en la misma bolsa que usase Ă©l, con ella se encaminĂ³ a la pescaderĂ­a. TĂ­a Leyre le habĂ­a pedido verla, pero ella se zafĂ³ diciendo que era una sorpresa, que ya lo verĂ­a despuĂ©s en la pescaderĂ­a.

                A aquellas horas, Nastia sabĂ­a que el Gabacho tendrĂ­a la pescaderĂ­a llena, y eso era exactamente lo que ella pretendĂ­a: cuanta mĂ¡s gente lo viese, mĂ¡s rĂ¡pido se extenderĂ­a la bromita y mĂ¡s tendrĂ­a que fingir Ă©l que le gustaba; delante de un montĂ³n de señoras riĂ©ndose de su gracia, no podrĂ­a sacar el genio ni regañarla. De modo que, con su mejor sonrisa, se plantĂ³ en la tienda y dio los buenos dĂ­as.

                —¡Hombre, zagala! ¿TĂº por aquĂ­? —sonriĂ³ el Gabacho— ¿Has venido por el besugo que te dijo ayer tu tĂ­a? (TraducciĂ³n: tu tĂ­a y yo nos entendĂ­amos delante de tus narices, no sabes de la misa la media).

                —No, muchas gracias. He venido a traerte un regalo que hice anoche con los colores que me regalaste. Es para que lo pongas aquĂ­ (TĂº tampoco. No te pases de listo conmigo, viejo, que tĂº a mĂ­ no me conoces).

                —Hombre… no hacĂ­a falta, de verdad, ¡y tu tĂ­a diciendo que lo mismo te molestaba nuestra relaciĂ³n! ¡Si eres un cielo, quĂ© poco te conoce! (como sea algo del estilo de la pintada, te lo hago tragar de canto y todavĂ­a me choto a tu tĂ­a de que fuiste tĂº, porque sĂ© que fuiste tĂº) —no obstante, como la traducciĂ³n simultĂ¡nea que estamos aportando no era percibida por ninguna de las clientas presentes, estas se limitaban a sonreĂ­r, amĂ©n de saborear de antemano el jugoso cotilleo, ¡el pescadero liado con la loca pintora! Si es que se veĂ­a venir, mira el otro dĂ­a cĂ³mo bailaban en la plaza, delante de todo el mundo, yo les doy como mucho este verano, que ella es una vivalavirgen, no es de las que calientan la olla con un solo carbĂ³n.

                El Gabacho tomĂ³ la bolsa que le tenĂ­a la niña, sin dejarse engañar por su cĂ¡ndida sonrisa, si bien no esperaba encontrarse lo que se encontrĂ³. En un cestito de mimbre lleno de hojas verdes de papel recortadas como si fueran lechuga, yacĂ­a un pescado hecho de papel machĂ©. Un pescado marrĂ³n-verdoso, repugnante, con la lengua fuera, coronado por moscas de papel sujetas con alambre, como si revolotearan sobre Ă©l, y una caquita marrĂ³n. Las aletas del pez tenĂ­an clavadas bastones de cerilla largos con los que sostenĂ­a una pancarta: «PescaderĂ­a Martineau -y en letra muy pequeñita, casi ilegible-, todos los pescados menos yo»

                El pescadero enseĂ±Ă³ los dientes, lo que podĂ­a parecer una sonrisa, aunque cualquiera que le mirase a los ojos verĂ­a que le faltaba bien poco para rugir. Las clientes se rieron de buena gana, asegurando que la niña tenĂ­a mucha chispa, que era muy espabilada.

                —Es para que lo pongas en el escaparate, a todo el mundo le harĂ¡ mucha gracia, ¿ves? —las señoras se mostraron de acuerdo y al Gabacho no le quedĂ³ otra que ponerlo. «Esta me la pagas, enana repelente».

 

 

                Leyre tenĂ­a algunas dudas acerca de la idoneidad del intercambio de bromitas entre dos adultos y una niña, claro que sĂ­. Pero cuando se enterĂ³ de que su angelical sobrina le habĂ­a colocado semejante obre de arte al pescadero y -para mĂ¡s inri- lo hizo con la tienda llena, convino en seguir el juego. De modo que ahora estaban los tres tomando un helado. Y durante toda la tarde, la tĂ­a no permitiĂ³ que su sobrina se separase de ellos, huelga decir que tampoco del Gabacho. Los tres juntos fueron a pasear, se sentaron un rato en el pinar y finalmente fueron por los helados. Todo ello en medio de la nubecita de amor en la que se encontraban los dos adultos, en la que se querĂ­an tantĂ­simo ellos y a todo el mundo. Nastia no conocĂ­a la expresiĂ³n «aguantavelas», pero aquella tarde se enterĂ³ bien la sensaciĂ³n. Apenas le dedicaron una palabra y estuvieron de pasteleo romĂ¡ntico-besitos toda la tarde. Cada vez que la niña sugerĂ­a si podĂ­a ir con sus amigos un rato, o hasta volverse a casa, uno u otra le pedĂ­an que por favor se quedase, que disfrutaban mucho con su compañía. Nastia resoplaba y se cargaba de paciencia una y otra vez, hasta que el Gabacho soltĂ³ la frase que al fin acabĂ³ con ella.

                —TĂº serĂ¡s nuestra damita de honor, ¿verdad? —tĂ­a Leyre sonriĂ³, como tĂ­mida, y el Gabacho alzĂ³ las espesas cejas con una gran sonrisa.

                —¿«Damita de honor»?

                —¡Claro, en nuestra boda! —Cada vez que oĂ­a esa palabra, a la niña le daba un retortijĂ³n—. En un principio pensamos que tĂº le aguantases el velo a tu tĂ­a, pero ella tiene razĂ³n, ya estĂ¡s un poco mayor para eso —«menos mal»—, asĂ­ que hemos pensado que mejor seas la dama de honor.

                —Eso quiere decir que llevarĂ¡s un vestido precioso, cariño, ¡igual que el mĂ­o, sĂ³lo que rosa! LlevarĂ¡s una cestita con pĂ©talos de rosas que irĂ¡s tirando delante de nosotros, por la avenida de la iglesia, y estarĂ¡s conmigo y el tĂ­o en primera fila, ¡verĂ¡s allĂ­ toda la ceremonia! ¿Verdad que es emocionante?

                —¡NO! —Nastia habĂ­a aguantado mĂ¡s en las Ăºltimas treinta y seis horas que lo que creĂ­a poder aguantar en toda una vida de dolor y sufrimiento. Sencillamente, no pudo mĂ¡s— ¡No harĂ© algo asĂ­! ¡Nunca!

                —Nastia, mi vida, cĂ¡lmate, no pasa nada, deja que te explique…

                —¡No me expliques nada! ¡Me dijiste que aquĂ­ no tenĂ­as novio para estar sĂ³lo conmigo y es mentira! ¡No quiero que me cuentes mĂ¡s mentiras! ¡Embustera!

                —¡Eh! ¡No le hables asĂ­ a tu tĂ­a! —soltĂ³ el Gabacho. Nastia temblĂ³, pero ya estaba demasiado furiosa para poder detenerse.

                —¡TĂº no eres nadie para regañarme a mĂ­, gabacho de mierda!

                —¡Anastasia! —tĂ­a Leyre la cogiĂ³ del brazo, la zarandeĂ³— ¿Quieres que te dĂ© un cachete?

                A la niña, roja como un tomate, se le saltaron las lĂ¡grimas.

                —¿Te pones de su parte? —la tĂ­a quiso decir algo mĂ¡s, pero la indignaciĂ³n de su sobrina fue mayor— ¡No quiero veros mĂ¡s, a ninguno! ¡Me largo a casa!

                TĂ­a Leyre la llamĂ³ a voces, hizo ademĂ¡n de seguirla, pero Alejandro la retuvo.

                —Espera —aconsejĂ³—. Ahora mismo, las dos estĂ¡is muy nerviosas, si vas tras ella, veo que le vas a soltar el cachete prometido, y antes de cinco minutos te me vas a arrepentir. Quiere estar sola, dĂ©jala. VĂ¡monos a casa, ella irĂ¡ allĂ­ tambiĂ©n, y se lo contamos todo.

                Leyre respirĂ³. TenĂ­a ganas de llorar. Alex tenĂ­a razĂ³n, ahora mismo tenĂ­a verdaderas ganas de abofetear a alguien. QuizĂ¡s a sĂ­ misma por permitir que aquello llegase tan lejos. Es cierto que Nastia se habĂ­a comportado como una niñata malcriada, pero ¿hasta quĂ© punto no era eso culpa suya?

 

                Nastia casi se arrancaba las lĂ¡grimas con los puños mĂ¡s que limpiĂ¡rselas, ¿cĂ³mo podĂ­a su tĂ­a ponerse de parte del Gabacho? El pescadero le habĂ­a sorbido el seso a su tĂ­a de tal modo que las habĂ­a enfrentado, ¡ojalĂ¡ no se hubieran conocido nunca! Damita de honor, pĂ©talos de rosa, boda en primera fila… no pensaba participar en ese teatro, ¡ahora mismo se largaba de vuelta a Madrid! En cuanto llegase a casa, cogerĂ­a un poco de ropa en la mochila, su dinero y se irĂ­a de allĂ­. HarĂ­a auto-stop hasta la capital, allĂ­ podrĂ­a coger el tren a Madrid y luego un taxi hasta casa de la abuela. DejarĂ­a una nota para la tĂ­a y si ella se preocupaba, era su problema. Ella habĂ­a elegido al Gabacho frente a ella, ¿verdad? Pues que apechugase.

                En cuanto llegĂ³ a casa llenĂ³ la mochila, escribiĂ³ la nota y la dejĂ³ bien visible en el jarrĂ³n grande del recibidor. Estaba a punto de marcharse, cuando se acordĂ³. HabĂ­a algo que tenĂ­a que hacer. No es que tuviese muchas ganas de recordar ese verano, pero si -aĂºn despuĂ©s de su huida, lo que denotarĂ­a mucho egoĂ­smo- su tĂ­a persistĂ­a en casarse con el Gabacho, probablemente no volverĂ­a nunca a aquella casa a pasar los veranos, de modo que puede que fuese la Ăºltima vez que tenĂ­a ocasiĂ³n de hacerlo. DejĂ³ la mochila junto a la puerta para subir enseguida a la terraza. TenĂ­a que coger su flor.

 

                Por mĂ¡s que Leyre habĂ­a querido tomar un paso relajado, darle tiempo a la niña para pensar, no fue capaz, enseguida empezĂ³ a acelerar. Viendo que la preocupaciĂ³n la comĂ­a por llegar a casa cuanto antes, Martineau tampoco intentĂ³ frenarla, sino que Ă©l tambiĂ©n apretĂ³ el paso, si bien le hizo prometer que mantendrĂ­a la calma, que no soltarĂ­a la mano.

                —Pues claro que no, yo sĂ© tener calma, no pienso perder la cabeza —aquello se decĂ­a muy bien. Sin embargo, cuando Leyre se encontrĂ³ la mochila tirada en el suelo y una nota en el jarrĂ³n, le dio un vuelco el corazĂ³n. MĂ¡s todavĂ­a cuando la leyĂ³:

                               Querida TĂ­a Leyre:

No aguanto mĂ¡s. No soporto pensar que tĂº y el Gabacho vais a casaros. Y como no he conseguido hacer que rompĂ¡is, estĂ¡ visto que la que sobra, soy yo. AsĂ­ que me vuelvo con la abuela. No vengas a por mĂ­.

                                                               Nastia.

                —¡Si la mochila estĂ¡ aquĂ­, no ha podido irse! —Alejandro agarrĂ³ a Leyre de los hombros y apretĂ³, pues esta boqueaba como un pez fuera del agua, tratando de gritar sin conseguirlo. Al fin se le encendiĂ³ la bombilla.

                —¡Su flor! ¡La terraza! —gritĂ³ y se lanzĂ³ a la escalera, con el Gabacho detrĂ¡s.

               

                Nastia creyĂ³ oĂ­r algo abajo, sin embargo, no prestĂ³ atenciĂ³n. Estaba demasiado concentrada en aguantar el equilibrio en la silla a la que se habĂ­a subido de puntillas, con las tijeras en la mano, tratando de agarrar el tallo de madreselva y no mirar por la barandilla de la terraza, que le quedaba casi a los pies. De golpe, la puerta se abriĂ³.

                —¡Nastia! —chillĂ³ la tĂ­a. La niña respingĂ³, la silla se le escapĂ³ de debajo de los pies, oyĂ³ un grito y su frente pegĂ³ contra la barandilla de piedra de la terraza.

                Todo fue muy confuso a partir de ahĂ­. CreyĂ³ ver al Gabacho enseĂ±Ă¡ndole los dientes, un chasquido, un tirĂ³n muy fuerte del hombro, como si le quisieran arrancar el brazo, y a su tĂ­a diciendo algo como «os tengo, os tengo a los dos…»

 

 

 

                Cuando despertĂ³, se encontrĂ³ en su cama, tumbada, pero con la espalda apoyada en el cabecero, entre almohadones. TĂ­a Leyre estaba sentada a los pies de la cama, tomĂ¡ndole la mano y, apenas la vio parpadear, se levantĂ³ para acariciarle la cara.

                —Nastia… cariño, ¿cĂ³mo te encuentras?

                —Bien —musitĂ³, aunque le dolĂ­an la frente y el brazo izquierdo—. ¿QuĂ© ha pasado?

                —Bueeeno, pues que casi me rompes la espalda y te matas de paso, pero aparte de eso, nada mĂ¡s —El Gabacho estaba en la puerta. TraĂ­a tazas humeantes en una bandeja y le ofreciĂ³ una a ella. La niña le mirĂ³ sin sonreĂ­r— Es chocolate. No lleva arsĂ©nico, no temas. SĂ³lo azĂºcar.

                Nastia tomĂ³ la taza. TĂ­a Leyre no le soltaba la mano.

                —Cielo, te caĂ­ste de la silla. Te golpeaste la cabeza contra la barandilla y casi te me caes al patio —la voz le salĂ­a ahogada—. Alejandro te agarrĂ³ y se dislocĂ³ el brazo. Pero te subimos, se recolocĂ³ el brazo, te acostamos... Nos diste un susto de muerte, amor. Tenemos que hablar.

                El Gabacho se sentĂ³ en la silla del escritorio y la niña le mirĂ³.

                —PreferirĂ­a que Ă©l se fuera.

                —Hija, yo esto lo digo por ti: las petas siempre son mucho mĂ¡s suaves cuando hay un espectador —sonriĂ³, bondadoso—. Se nota que te han echado pocas.

                Nastia agachĂ³ la cabeza. Una parte de sĂ­ casi deseaba haberse matado antes que tener algo que agradecerle al Gabacho, sin embargo, ella recordaba el chasquido, el crujido del hueso al salir del sitio, la expresiĂ³n de dolor del pescadero cuando la tuvo tomada, salvĂ¡ndola de una caĂ­da de mĂ¡s de cinco metros a un suelo empedrado. AĂºn si lo hubiese contado, lo mismo se hubiera quedado paralĂ­tica de no ser por Ă©l.

                —Nastia, Alex y yo no nos vamos a casar —aclarĂ³ enseguida la tĂ­a —. SĂ³lo fue una broma estĂºpida, para castigarte por lo de la pintada. SĂ­, sabĂ­amos que fuiste tĂº. Pensamos… pensĂ© que serĂ­a mĂ¡s eficaz darte una lecciĂ³n que una charlita —suspirĂ³—. Pero me equivoquĂ©. Es cierto que Alejandro es mi novio aquĂ­, llevamos casi dos veranos viĂ©ndonos, pero no me voy a casar. Ni con Ă©l, ni con nadie. Puedo estar con Ă©l y tambiĂ©n pasar contigo todo el tiempo que tĂº quieras. SĂ³lo quiero que no vuelvas a hacer gamberradas y, sobre todo, que no nos digamos mentiras nunca mĂ¡s, ¿de acuerdo?

                Nastia se quedĂ³ mirando a su tĂ­a. ¿Y ya estĂ¡? ¿Eso era todo? ¿No iba a regañarla, ni a decirle que estaba decepcionada ni -sobre todo- iba a casarse con el Gabacho? AsintiĂ³.

                —Lo siento mucho, tĂ­a. —el llanto le ahogĂ³ las palabras— Yo… me he comportado como un bebĂ©, la idea de compartirte, me… —la tĂ­a la abrazĂ³, fuerte, y lloraron juntas. Cuando se le aclarĂ³ un poco la vista, distinguiĂ³ al Gabacho levantando su taza y articulando sin hablar: «Te lo dije»

 

 

 

                Dos noches mĂ¡s tarde…

                Leyre cabalgaba la entrepierna del Gabacho, gimiendo sin cortarse un pelo, a la vez que Ă©l se chupaba los dedos y le acariciaba los pezones. Estaban en casa de la pintora y podĂ­an gritar cuanto les viniese en gana, porque Nastia pasaba la noche en casa de Rodo, con Ă©l y su hermanilla Dolores. El que ahora tĂ­a y sobrina supieran a quĂ© atenerse les habĂ­a abierto nuevas puertas a ambas y estaba claro que las estaban disfrutando. Mucho.

                —Leyre, no aguanto mĂ¡s… ¡no aguanto mĂ¡s! —la mujer rio e hizo botes mĂ¡s profundos, sacando casi por completo a Alex de ella y volviĂ©ndose a empalar en Ă©l. El pescadero la agarrĂ³ de las nalgas con fuerza, gimiĂ³ algo que parecĂ­a el rugido de una bestia y se dejĂ³ ir, gozando intensamente del rĂ­o cĂ¡lido que escapĂ³ de su cuerpo, de cada espasmo de su polla en el interior abrasador de Leyre. La mujer hizo cĂ­rculos mĂ¡s lentos, entre risas, hasta que su amante casi pidiĂ³ compasiĂ³n. Se dejĂ³ entonces caer sobre su pecho para abrazarse estrechamente, empapados de sudor, ebrios de placer. Eran casi las tres de la mañana y Martineau veĂ­a que le daba la hora de abrir la pescaderĂ­a sin haber dormido ni un cuarto de hora, aunque mira si se le ocurrĂ­a protestar.

                —¿Sabes? —susurrĂ³ Ă©l—. SĂ© que es una locura, pero yo me ilusionĂ© con la idea de nuestra boda. A ver, que yo sĂ© que no quieres porque crees que eso significarĂ­a control, exclusividad y todo eso.

                —¿Acaso no? —sonriĂ³ ella, algo cĂ­nica. Demasiado bien sabĂ­a la respuesta, ¿quĂ© hombre soportarĂ­a la idea de una relaciĂ³n abierta con una mujer que viajaba, que habĂ­a tenido y pensaba seguir teniendo tantos amantes? Ella sabĂ­a ser fiel cuando llegaba el caso, claro que sĂ­, pero le gustaba mĂ¡s la idea de las relaciones abiertas, cosa que ningĂºn hombre que ella hubiera conocido aceptaba. Es decir, lo podĂ­an aceptar para ellos, jamĂ¡s para una mujer.

                —Pues mira, no —por primera vez, Alex se puso serio—. Yo te quiero tanto que, por estar contigo, aceptarĂ­a las condiciones que tĂº quisieras.

                Aquello fue como recibir un mazazo. Era lo Ăºltimo que podĂ­a esperar de ningĂºn hombre, y menos aĂºn de uno tan poco cosmopolita como lo era el pescadero.

                —Eso tampoco serĂ­a justo para ti entonces, ¡serĂ­a abusivo! —atinĂ³ a contestar. Martineau quiso decir algo mĂ¡s, pero ella le cortĂ³— No. SerĂ­a hacerte daño, Alex, y yo no quiero hacerte daño. AdemĂ¡s, es tardĂ­simo, serĂ¡ mejor que te deje dormir un poco, ¿eh? —sonriĂ³, acurrucĂ¡ndose junto a Ă©l. El Gabacho devolviĂ³ el abrazo y sonriĂ³. Nastia tenĂ­a razĂ³n, diablo de niña, Leyre se habĂ­a descolocado al oĂ­rle. Cuando, aquella misma mañana, la chiquilla habĂ­a ido a hablar con Ă©l, el pescadero pensĂ³ que sĂ³lo querrĂ­a enterrar el hacha de guerra sin su tĂ­a delante, sin embargo, venĂ­a a algo mĂ¡s. «No conozco a ningĂºn novio de mi tĂ­a, ni me interesan», habĂ­a dicho. «Pero te conozco a ti, sĂ© que eres bueno y que sabes cosas. A lo mejor no es tan mala idea tener un tĂ­o Alejandro despuĂ©s de todo.»

 


 



You may also like

No hay comentarios: