Que sí. Que si nos remontamos a quién le hizo la primera guarrada a quién, lo mismo llegábamos a la Edad Media. Sin embargo, había lím...

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Que sí. Que si nos remontamos a quién le hizo la primera guarrada a quién, lo mismo llegábamos a la Edad Media. Sin embargo, había límites que no podían traspasarse. Eso pensaba Carlota, igual que pensaba que Alvarito, con ella, los había traspasado aquí. Ella podía haberle tirado encima un televisor de tubo catódico y pantalla de treinta pulgadas, despertado arrancándole del pecho una cinta de cera de depilar, haberse quedado con la famosa tarjeta de «todo incluido» para hoteles y hasta metido una hoja de cardo en los calzoncillos, sí. Y todo había sido en respuesta a similares jugaditas de su amigo. Aún así, ella nunca hubiera pensado siquiera en publicar en internet los poemas de amor que su calvo monitor de musculación amigo le escribía a la chica de la panadería, por ejemplo. Porque aquello sería pasarse y eso no lo haría jamás. Ricardo, el novio -cuánto le gustaba pensar eso de sí mismo- de Carlota lo sabía bien. Precisamente por eso le resultaba tan chocante, tan incomprensible. Quizá Alvarito no tenía la misma idea de límites que tenía la Carlo o, más sencillamente, había optado por saltárselos. Sea como fuere, él se encontraba en medio sin saber qué hacer, ni siquiera si lo que había hecho era bueno o no.

 

 

—¿Cena romántica? ¡Ni hablar! —dijo Carlota con el morro torcido—. Oye, la última vez que se nos ocurrió un plan romántico tuvimos que salir por patas del hotel para evitar que Alvarito descubriese que le habíamos pispado su «todo incluido», no.

—Pero esto es distinto —sonrió él—. Aquí no vamos a aprovecharnos de algo así. Para empezar, ni siquiera nos meteremos en un hotel a follar como perros en celo.

—¿Ah…? ¿Y qué gracia tiene entonces ese plan?

Cardo resopló. De verdad que adoraba a Carlota, pero si, por un momento, pudiese dejar de ser tan básica…

—La gracia que tiene es pasar juntos un rato agradable, ¡sí, más agradable que follar! —se adelantó a la interrupción de ella—, ir a cenar a un sitio elegante, comer algo fuera de lo normal oyendo música en directo, pasear a la luz de la luna, ¡lucirte un poco! ¡Que todo el mundo vea lo guapa que eres y lo felices que somos, y…! Me estás mirando raro.

—¿Te extraña? —Lota no pretendía ser cruel, intentó moderarse—. Me estás proponiendo un plan de viejos. Peor, ¡un plan de casados! Tu idea es el tipo de cita que tendría una pareja que llevan diez años juntos y dejan a los niños con los abuelos para ir a un sitio aburridísimo a comer pastel de cabracho con mayonesa y dormir temprano.

—¿Intentas decir que no te gusta? —por eso con Cardo no se podía uno moderar: no las pillaba así como así.

—No, gilipuertas, ¡te estoy diciendo que lo odio! ¿Quieres llevarme a un restaurante? ¡Genial, vamos al Ruta 69 a zamparnos un costillar cada uno, jugar a los dardos y después nos metemos a un hotel por horas a chuscar como animales, ¡eso sí que es un buen plan!

—Carlota, de verdad, no necesitas demostrarme a cada segundo lo machota que eres. En serio. Porque a veces no tiene ninguna gracia.

—¿Ah, sí? Entonces, ¿me explicas por qué tienes una erección de burro con priapismo, por favor…? —Cardo se sonrojó y se agachó un poco, había confiado en que no se le notase mucho, pero la verdad era que sí que «tenía gracia» que Carlota fuera exactamente como era. No sólo le gustaba que fuese así, es que le ponía cachondísimo que fuese así. La mujer le agarró de la camisa y le besó, invadiéndole la boca con la lengua, a la vez que le refrotó el pantalón con la mano izquierda. A Cardo le temblaron las piernas y se le escapó un gemido de gusto—. Aclaremos una cosa, Cardito. Yo soy tal como soy. Agresiva, impaciente, «machota», como tú dices, y no sé ser de otra manera, ni quiero ser de otra manera —él asintió, embobado. Ella le acarició la cara—. Si no estás dispuesto a quererme así, puedo entenderlo. Pero no intentes  hacer que cambie. Ni tú lo vas a conseguir ni yo estoy dispuesta a consentirlo. Te quiero, Cardo, más de lo que nunca creí que querría a nadie, carita de pez —sonrió—. Sin embargo, no voy a dejar de ser yo misma ni por ti, ni por nadie. Es mejor que lo sepas ahora, no quiero reclamaciones dentro de cuatro meses.

—Lota… —sonrió él, hecho un flan de temblores y cosquillas—. Carlo la bollo, mi Lota, ¡yo no quiero que cambies, me chiflas siendo tú! Es sólo que a veces me gustaría hacer contigo algo distinto, algo más aparte de beber, tragar y follar. Que es estupendo, claro que sí, sólo que quiero probar algo más contigo. Un local diferente, un rollo distinto, un… —tragó de buscar una imagen que ofrecerle—. Una cena donde sea posible conversar, con música clásica en lugar de heavy, donde cada vez que me apetezca decirte algo no tenga que gritártelo al oído, y sin que llegue un camionero de dos metros a decirte que quiere el tatuaje de una sirena con el culo de la Kardashian, la cara de Sofía Vergara y las tetas de Samanta Fox, y todavía me mire con odio porque me atrevo a acostarme contigo.

—Eran las tetas de Codi Vore —sonrió ella—. Está bien, sé a qué te refieres. Pero es que tu plan consiste en llevar ropa incómoda, ¡tacones! Y maquillarme, y saber qué tenedor hay que usar con el pescado, cómo hay que comer las alcaparras y… todo eso no es para mí.

Parte de razón no se le podía negar a Lota. La menor de cuatro hermanos, educada más por ellos que por su madre, acostumbrada a conseguir y defender las cosas a sopapo limpio, en un restaurante elegante se sentía tan fuera de lugar como Hello Kitty en una convención de asesinos en serie. Sin embargo, él sabía que el sitio que tenía pensado, de verdad merecía la pena. Por el ambiente, la cocina, la música y mil cosas más. Quería llevarla allí, disfrutar de aquel sitio compartiéndolo con ella. Sonrió.

—Mira, tengo una idea: dividamos la noche —se explicó—. Primero, iremos de tiros largos al restaurante que yo elija. Y luego iremos a donde tú quieras y haremos lo que tú quieras. ¿Que quieres ir a un bar a jugar al billar? Iremos. ¿Que prefieres un hotel con bañera en forma de corazón y cama de agua? Iremos. ¿Qué te parece?

Lota reflexionó un momento. La verdad era que había algo que tenía ganas de probar hacía tiempo, que quería probar precisamente con él. Sería muy divertido. Aceptó.

 

«Zaca: ahora estamos empatados», decía la nota, cuyo texto no cambiaba por más que él la releyera una y otra vez. Estaba cabreado, estaba muy cabreado. Sí, él le había racaneado el pago de alguno de sus vídeos, esos vídeos inmundos que Alvarito el Jeta grababa a escondidas en los aparcamientos, los parques, hasta en la trastienda de su propio local, el GirlZ, en los cuales se veía (mal) a parejas de todo tipo teniendo sexo como buenamente podían. Aquellos vídeos se habían convertido en una leyenda urbana por los alrededores, y no pocas parejas se dedicaban a frecuentar los lugares que veían en ellos por el morbo de acabar apareciendo en alguno. Alvarito lo sabía, gracias a eso siempre encontraba presas y se sacaba una discreta ganancia vendiéndole los vídeos a Zacarías, el dueño del GirlZ quien los exhibía en las cabinas de su tugurio.

Uno de aquellos vídeos mostraba nada menos que a Lota con su Cardo, haciéndolo no en un sitio público, sino en el interior del cuarto de esta, y otro más en la terraza de su casa. Por desgracia, en ninguno de los dos se le veía a ella la cara, aunque los tatuajes de la mujer, sus formas, («sus tetas», que habría dicho Alvarito), la hacían inconfundible para todos los habituales del barrio. Todos estaban dispuestos a pagar cuantas veces fuese preciso por ver aquellos vídeos una y otra vez. Zaca lo sabía, motivo por el que los había puesto más caros que otros, y era preciso comprar tres vídeos antes de poder acceder a los suyos. Alvarito sabía todo eso también y, para su desgracia, se había enterado de todas aquellas argucias, de las que Zaca no había compartido ganancias. Aquello no había puesto al fortachón precisamente de buen humor.

Demasiado tarde había descubierto Zacarías los mensajes del contestador, las amenazas y todo su despacho puesto patas arriba por un Alvarito en busca de su parte de la pasta. Hubiera podido darle alguna compensación, hacer un trato, darle largas… En lugar de eso, Alvarito había ido a su casa, se coló en ella (le iban a oír los de las puertas blindadas, «seguro como en Fort Knox», le había dicho el cretino del vendedor y él había sido más cretino aún de creerle), y pescó a Malaquías haciendo el amor con Trudy. No había que ser un lince para suponer que se habían convertido en involuntarias estrellas de uno de los vídeos de Alvarito y que este lo colgaría en internet tarde o temprano, si es que no lo había hecho ya. Aquello significaría el final de la historia de amor entre Mala y Trudy. Como hermano gemelo de aquél, no podía permitirlo.

«Ahora mismo estoy a merced del Jeta», pensó. Había intentado localizarle, llamarle, preguntar por él a Lota, buscarle en la infecta pensión donde se alojaba… todo en vano. En su número constantemente saltaba el contestador, no parecía estar nunca en línea de WhatsApp, Lota no sabía de él desde que dejó su casa y en la pensión siempre le decían que no estaba, que no sabían cuándo volvería. Ni siquiera en su local le habían visto. «Quiere que yo mismo me cueza en mi propia salsa».

Zaca intentaba mantener la calma. Sabía que Alvarito acabaría por dar señales de vida de una forma u otra, tenía que darlas para hacerle el chantaje que sin duda alguna le pensaba hacer, sólo debía tener paciencia. Todo esto, dicho así, quedaba muy bien en la cabeza de Zaca. Sin embargo, cuando en su móvil apareció el número de Alvarito, la idea de calma y paciencia se materializó de una forma ligeramente diferente:

—¡¿Dónde te habías metido, calvo cabrón, qué has hecho con ese vídeo?!

—Vaaya, ahora sí que cogemos el teléfono, ¿eh?

—Alvarito, no me jodas, ¡métete las ironías por…!

—Yo no sería grosero ahora mismo, macho —El Jeta elevó un poco la voz—. No te conviene nada.

Zaca sabía que tenía razón. Trató de moderarse. Sintió deseos de dejar hablar a Malaquías, mucho más conciliador que él, aunque se contuvo; Mala podía acabar diciendo que sí a todo, y eso tampoco iba a ser prudente.

—Bien, de acuerdo, pues sin groserías. Los dos sabemos que tienes algo que yo necesito. ¿Cuánto quieres por ello?

—Quiero cien mil euros.

—¡¿…?! —nunca un silencio dijo tantísimo— ¡Tú estás colocado! No hablarás en serio.    

Una risa poco amable le llegó a Zacarías desde el otro lado.

—No, no hablo en serio. Pero pensé que sería divertido ver por dónde salías, hasta dónde te puede importar esa chica… sería una pena que la pobre se llevase una desilusión al saber que la has utilizado para subir su vídeo a tu página, ¿no crees?

—Álvaro, precisamente, no es una cuestión de dinero, si fuera sólo eso me daría igual, puedes creerme —ahora era Mala el que hablaba—. Como bien dices, se trata de Trudy y de mí. Si haces algo con ese vídeo, a mí me puedes perjudicar quizá, con ella me vas a hundir. Pero a Trudy le harás daño («y si se lo haces, te mato»). Por favor, piénsalo, ¡tú también conoces a Trudy, la aprecias!

—Bla, bla, bla… Claro que la aprecio. Más que alguien capaz de utilizar trucos tan sucios sólo para llevársela al catre —Mala quiso decir algo para defenderse, aunque no fue capaz. ¿Cómo, si sabía que Alvarito tenía razón en todo?—. Escúchame: si no quieres ver ese vídeo hacerse viral y aparecer desde en tus cabinas de vídeo hasta en los putos Teletubbies, ni que a ella le llegue un enlace para que vea lo favorecida que salió, vas a hacer todo lo que yo te diga.

 

El airecito fresco de la noche tenía el perfume de las lilas recién abiertas, de los jazmines y otras plantas del jardín que rodeaba el restaurante. Era una de esas noches primaverales tan suaves que casi parecen de verano, aunque sin una gota del calor asfixiante ni los endiablados mosquitos. Una de esas noches en las que parece pecado quedarse en casa, en las que se está de vicio en la calle y en las que si apenas sopla una pizca de brisilla, uno puede quedar como un caballero ofreciéndole su chaqueta a su compañera para que esta se la eche por los hombros y no pase frío. Precisamente esa brisita, perfumada, dulce, soplaba en aquel momento, si bien Ricardo no le ofreció su chaqueta a Carlota porque sabía que ella no la precisaba, porque la brisa era demasiado débil y también porque el airecito había hecho que los pezones de Lota se pusieran como balas de revólver bajo la tela roja del vestido, algo que le había dejado momentáneamente sin capacidad de pensar.

Carlota no era de sentir vergüenza. A ver, que una vez, en la cafetería del instituto, se le escapó un pequeño eructo sin querer, un chico pretendió reírse de ella y su respuesta fue echarse un trago de Cocacola y soltarle un «gilipollas» eructado que hizo que los presentes aplaudieran y todo. No era precisamente fácil de avergonzar. Sin embargo, enfundada en aquél vestido rojo, brillante, de tirantes y escotado que dejaba al descubierto hasta medio muslo, sintiendo que Cardo no era el único que se la comía con los ojos, sí que sentía algo a caballo entre la presunción y la vergüenza. Pero no era una sensación desagradable para nada.

«Esto se lleva con un chal», le había dicho su madre años atrás, cuando le hizo comprarse un vestido para el bautizo de su sobrino Andrés, su ahijado. También puso pegas al vestido en general, «esto es muy de tigresa para un bautizo. Para una boda y más mal que bien, pero para un bautizo…», finalmente Lota dijo que o iba así, o con los vaqueros y la camiseta de Led Zeppelin, y Andrés, su hermano mayor, dijo que a él no le importaba que llevase un vestido de tigresa, que fuese como le diese la gana y que su madre dejase de sacar faltas, que a todo lo que hacía Lota le tenía que sacar faltas. «Claro, si cada vez que intento corregirla, venís todos en masa a defenderla, pues nada, si yo sé que no pinto nada», había protestado su madre, si bien el bautizo fue al fin del gusto de todos, incluida ella. Desde ese momento, el vestido había quedado olvidado en el fondo del armario, hasta hoy. Momento en el que Lota se acordaba del chal o, como ella lo llamó en su momento «ese cacho de tela hecho de forro de bragas», que ahora le gustaría tener. No por ella, porque a ella le daba exactamente igual (bueno, en sus palabras ella hubiera dicho «me suda el coño», pero aquí vamos a ser algo menos gráficos), sin embargo, estaba oyendo murmullos reprobatorios a su espalda, provenientes de las demás parejas que esperaban en la cola de entrada. Temía que el Cardo no fuese capaz de soportarlo.

—Estás guapísima —sonrió él, y la posible preocupación de Lota se esfumó al instante. Si ella estaba a gusto y él también, el resto del mundo se podía meter la lengua en el culo. Lo que pudieran pensar, no importaba. O eso creían ambos.

—Quizá la señorita se encuentre más cómoda con esto —apenas llegaron frente al maître, este se apresuró a ofrecerle una pieza de tela parecida al tul, que parecía dispuesto a echarle por los hombros. La mujer dio un paso atrás.

—¿Qué es eso? —preguntó el Cardo.

—Verá, la terraza es al aire libre, señor, es posible que refresque, a su acompañante le vendrá bien.

Lota no pudo disimular su expresión de disgusto, aunque trató de sonreír cuando contestó:

—Es usted muy amable, pero yo aguanto muy bien el frío. No lo necesito, gracias.

El maître perdió la sonrisa.

—Señor, lo lamento, en este local existe un código de vestimenta y…

—¿Y acaso lo incumple él, ese código? —replicó Lota. Cardo se limitó a sonreír. El maître volvió la cara hacia ella.

—No, señorita, es más bien su vestido el que…

—Entonces, no se lo diga a él —sonrió como hubiera podido hacerlo una pantera a una presa coja—. Si es mi vestido el que falla, hábleme a mí. Tengo boquita para contestarle, ¿sabe?

El del restaurante volvió de nuevo la cara hacia el Cardo, quien se limitó a asentir, dando la razón a Lota.

—Verá, se trata de que su escote es… excesivo para este ambiente —se oyeron murmullos de aprobación a su alrededor—. El resto de clientes esperan un tono más elegante.

—Que no miren y ya está. Yo no les obligo a mirar.

—¡No, qué va! —dijo alguien desde atrás.

—Ese vestido es una chabacanada y no queremos tenerlo cerca mientras cenamos, es de pésimo gusto—opinó una vieja tremendamente enjoyada que estaba justo tras ellos. El maître abrió los brazos como queriendo decir que eso era exactamente a lo que se refería.

—También a mí me parece de pésimo gusto su cara de perro chato, señora, y me aguanto. Haga usted lo mismo y punto.

La señora pareció a punto de tener una mezcla entre apoplejía y ataque de ira. Cardo estaba disfrutando como nunca en su vida. El joven que acompañaba a la señorona no tuvo otra feliz idea que meter baza.

—¡Oiga, no le consiento que hable así a mí…! ¿Y usted, qué clase de hombre es, que no la controla?!

—¡Qué rico! ¿Se figura que porque la suya es un bull dog, la mía también? ¡Controle usted a la suya si quiere!

—¡Huy, a mí no me controlaba ni mi padre, chaval, lo mismo es a ti al que hay que controlar! —Lota ya echaba atrás el pie dispuesta a apuntalarse y empezar a repartir si era preciso, el maître alzó manos y voz a la vez para intentar poner orden. Sin embargo, fue Cardo el que llamó la atención. Dispuesto a calmar los ánimos apelando al sentido común de quienes presenciaban la escena, se subió a un alcorque en el que había plantado un precioso lilo y desde allí alzó la voz:

—¡A ver, escúchenme todos un momento! —gritó— ¡Pido su atención, señoras y señores! ¡A mi novia, aquí presente, pretenden vetarle la entrada en este local sólo por su escote! ¡Por sus tetas! ¿Les parece ni medio normal algo así a estas alturas del siglo? ¿Qué tienen de malo las tetas, por qué tenemos tanto miedo de ellas? ¿Acaso alguno de ustedes no las ha visto? ¿No nos hemos alimentado todos de ellas cuando éramos pequeñitos y no nos alegran la vida con su belleza y su ternura? ¡No deberíamos convertirlas en algo prohibido ni morboso! ¡Todos tenemos tetas! De hombre o de mujer, respingonas o caídas, naturales o siliconadas, tetas tenemos todos y nos gustan a todos, ¡no las escondamos! —Cardo no precisaba de eso que en los cursos de coach para vendedores llaman «feedback», él se animaba solito, se emocionaba, aumentaba la vivacidad de su discurso a cada frase. Por eso, al llegar a aquel punto, al momento álgido de su monólogo, llevado por su propia locuacidad se abrió la camisa de un tirón y gritó a viva voz— ¡No prohibamos las tetas! ¡LIBERTAD PARA LAS TETAS!

 

 

—¿Socios? —a Zaca apenas si le salía la voz.

—Eso he dicho. Socios —Alvarito estaba arrellanado en el sillón del despacho de Zacarías, una pierna apoyada sobre la rodilla de la otra y los dedos juntos, con una odiosa sonrisa de listillo. Con la perfecta tranquilidad que da el saber que tienes la sartén por el mango—. Y lo quiero todo por escrito. Yo te conseguiré vídeos todas las semanas. Tú me pagarás por ellos el 80% de lo que saques…

—¿¡Ochenta?! —Alvarito sonrió sacando mandíbula. Cuando hacía eso, guardaba un curiosísimo parecido con un gorila que tomase ciclos de esteroides. Había exigido que la entrevista fuese presencial, precisamente porque sabía que su presencia no era cosa que se pudiese ignorar.

—Ochenta. A fin de cuentas, soy yo quien se come los riesgos, quien se pasa las horas calado hasta los huesos o al que se congelan los huevos en busca de calentorros descuidados, y a quien tú ya has pirateado bastante. Me pagarás todas las semanas sin falta, tendré libre acceso a tu local, barra libre…

—¡No! ¡Por Dios, barra libre a ti, no, Alvarito, que quebramos pasado mañana! —protestó Zaca. Alvarito era una esponja, si le daba barra libre, al segundo día no quedaría nada bebestible ni en la taza del váter.

—Bueno, si prefieres que Trudy vea el vídeo…

—¡Claro que no! —habló ahora Malaquías—. Pero sé sensato: tampoco te servirá de nada si me arruinas el local. Pactemos: treinta euros en consumiciones todas las noches, ¿hace?

—Tal como cobras las copas, eso me da para una y media, ¡ladrón! Que sean cincuenta.

—Hecho, cincuenta —convino, tras fingir que dudaba un poco. En realidad había temido llegar como mínimo a cien. Cincuenta era un límite dentro de lo razonable. «Tengo que hacer esto yo, hermano», le dijo a Zaca dentro de su propia cabeza. De mala gana, el mayor de los hermanos aceptó—. Bien: socios, paga todas las semanas, el ochenta por cien de los vídeos y cincuenta de gasto por noche, ¿algo más?

—Sí, todo por escrito, que eso ya se te olvidaba. Y me presentarás en todas partes como tu socio. Cada vez que haya algún evento, alguna feria erótica, de cine X o cosa así, me llevarás contigo como tu socio. Cualquiera decisión que tomes la consultarás conmigo y me explicarás por qué la tomas. Me enseñarás a llevar un negocio y, con el tiempo, abriremos mi propio local. —ante la cara de estupor del traficante de porno, Alvarito continuó— ¡Estoy harto de malvivir con curros de porquería, de pasar noches en vela a la caza de parejas en celo, de comerme marrones haciendo de puerta de discoteca a tanto la noche sin cotizar! ¡Yo también quiero tener un futuro! Y tú vas a ayudarme a conseguirlo, ¿verdad que sí?

«Zaca, cálmate y deja de gritarme. Déjame esto a mí, sé lo que hago. Alvarito tiene muchos sueños, pero cuando vea el trabajo que cuesta cumplirlos, él solito renunciará a ellos».

—Conforme —asintió—. Nada me gustará más que ser tu mentor y, más tarde, tenerte como colega. De hecho, y ya que lo mencionas, hay un local vacío no muy lejos de aquí, seguro que lo conoces, el viejo Cine España, ¿te suena?

—Joder, claro, ¡si ese sitio está chapado desde que yo tenía diez años!

—Sí, necesitará mucha reforma, una inversión inicial grande, el alquiler será muy caro. Su dueño lo ha tenido muerto de risa durante años, ha preferido eso a arrendarlo por un precio inferior. Pero es un sitio que tiene muchas posibilidades.

Alvarito se relamió.

—¿Qué posibilidades?

—¿Qué te parece la idea de un teatro porno interactivo, con participación viva del público? Nada de un simple strip-tease. Hablo de actores profesionales follando en pleno escenario, invitando a los espectadores a participar, y con los palcos alquilados a tanto la hora, la media hora y hasta el cuarto de hora, donde los clientes asuman que van a ser grabados en vídeo. Vídeos que después…

—Venderás tú aquí —completó Alvarito—. Qué cabrón, ¿eso se puede hacer?

Figuérez sonrió, encogiéndose de hombros para deshacer la importancia de ese detalle como quien espanta un mosquito.

—Advirtiéndolo por escrito, dando máscaras, pixelando lo que haga falta… se puede. Por otra parte, los vídeos los borraríamos periódicamente para no correr riesgos de arrepentimiento posterior. Y por último, ¿querría alguien protestar por algo así? Sería más escandalosa la propia denuncia que el vídeo.

Alvarito, con los ojos muy abiertos en los que brillaba la codicia, sonrió y tendió la mano al empresario, que la estrechó con fuerza.

«Esto es amagar y no dar, hermano mayor. Tranquilízate, Zaca. Alvarito trabajará para nosotros más que nunca, quedará contento con lo que hagamos, pero acabará dejándonos todo a nosotros. No es una persona que se atenga a la constancia, al aprendizaje, ni al esfuerzo que requiere un plan así. Confía en mí».

«Siempre lo hago, hermanito».

«Y… tenemos que contarle todo a Trudy pero ya».

«Sí, suponía que dirías eso.»

 

No, finalmente Lota no llevaba puesta la chaqueta de Cardo. Tal como ella había dicho, aguantaba muy bien el frío.

—Y tu discurso no sólo no me ha molestado para nada, sino que me alegró muchísimo que lo hicieras. Estuvo muy bien. Era lo que se merecían—dijo ella, limpiándose ligeramente la salsa de los labios—. Vale, te toca, ¿Atrevimiento o Verdad?

Cardo fingió pensar y dijo al fin:

—Verdad.

—¿De verdad que no te molesta que nos echasen del restaurante y que estemos cenando kebabs en el parque? —preguntó ella, apurada. Cardo masticó deprisa para poder contestar, aunque ya negaba con la cabeza. Íntimamente, Lota no podía dejar de sentir una pizca de alegría por haberse podido evitar aquella tontería de cena elegante (cursi), llena de espumas, aromas, ingredientes invertidos e hidrógeno líquido. Sin embargo, tampoco se sentía bien por ello; sabía que su Cardo había querido llevarla allí a probar cosas nuevas y, después de lo sucedido, no sólo es que les hubieran echado, es que Lota creía posible que pidieran una orden de alejamiento y no pudieran ni caminar por esa acera durante los próximos diez años. Aún así, Cardo negó, sonriente.

—¡De verdad de la buena, palabrita del Niño Jesús! No me importa lo más mínimo —aseguró, aún con la boca llena—. Lota, pastelito, ¡si a mí lo que me gusta es estar contigo! A ver, quería que conocieras el sitio, que vieras otras cosas distintas y tal, pero si no son capaces de aceptarte, no merecen conocerte. No quiero nada de ellos nunca más. Pensaba organizar allí la próxima cena de empresa, y hale, se han quedado sin ello, por listos. No se merecen un céntimo mío, y pienso ponerles una mala reseña en internet. ¡Escandalizarse por un poco de escote, por favor, ni que estuviéramos en la posguerra!

Lota sonrió. Su Cardito estaba indignado de verdad por lo sucedido, y a ella no dejaba de resultarle halagador. Por fin acabaron los kebabs y las patatas fritas, dejaron todos los envoltorios en una papelera cercana y se quedaron unos minutos contemplando las estrellas, el brazo de Lota sobre los hombros de Ricardo, y su cabeza rubia apoyada contra su pecho, todo sonrisas. La noche era tan suave y agradable que no daban ganas de irse a ningún sitio, por más que ambos supieran que aún quedaba el segundo acto. Les llegaban todos los aromas del césped recién regado, los parterres de flores…

—Bueno… ahora queda la segunda parte de la noche —sonrió Cardo, pícaro— ¿A dónde me vas a llevar tú ahora?

—A mí se me había ocurrido que, después de lo que ha pasado en el restaurante, estaría bien que eligieras tú también eso —admitió Lota, poniéndose en pie y alisándose el vestido—. Me parece más justo.

—¡No, no, ni hablar! Quedamos en que yo me ocupaba de la cena, y me ocupé de ella, ¡a fin de cuentas, yo pedí cenar kebab! Pero tú te encargabas de la parte erótico-festiva. De eso es mejor que te encargues tú, y además… yo también quiero que me lleves a descubrir sitios.

Lota sonrió. Con un hábil movimiento, agarró la cabeza del Cardo bajo su brazo y le besó la rubia coronilla. Como aquella postura le dejaba con la cara totalmente metida en sus tetas, Ricardo no sólo no protestó, sino que se le escapó una risita cachonda.

—Está bien. Por cierto, ¿te gusta el cine porno, verdad?

 

 

 

La cara del Cardo hubiera podido servir para freír huevos. Es más, sin duda había generado calor suficiente como para cocinar una paella completa y aún después de guisarla, habría que retirarla para el reposo, porque su cara seguiría irradiando de tal modo que haría que se pasase el arroz.

—Una cabina para dos, por favor —pidió Lota. Su compañero no era capaz ni de levantar la mirada. Mucho. «Le falta cogerme del vestido para que me denuncien por abusar de un deficiente mental», pensó ella, divertida. Se encontraban en el GirlZ, el club nocturno y strip-tease de Zacarías Fíguerez. Cardo sólo lo conocía de oídas, pero Lota tenía cierta amistad con él, frecuentaba el sitio. La sala de strip-tease le daba bastante igual, pero las copas y la música eran buenas y, según le habían dicho, las cabinas de vídeo eran estupendas. Por cuestiones de espacio, dado que ya había tenido que separar una parte del bar de la sala de streappers a fin de atender a más tipo de clientela, Fíguerez no había podido poner su local con habitaciones reservadas, así que lo había solucionado poniendo cabinas. Lota había sentido curiosidad por ellas casi desde que supo que estaban ahí, sin embargo, le daba palo ir sola (ya era rara la ocasión que no tenía que salir tarifando solamente por estar sola en el bar porque, claro, una mujer sola en el bar de un local de strip-tease, por mucho que el bar estuviese separado, es que iba buscando guerra. Afortunadamente, a Lota no le faltaban ni palabras ni botas para dejar claras según qué cosas). Ahora podía darse el antojo y sabía que a su Cardito le encantaría también.

Éste, por su lado, estaba encantado con la idea. Poco versado y muy curioso en todo lo relativo al sexo, eso de entrar en un tugurio, pagar por una cabina donde ver «vídeos guarros» y meterse allí con Lota, era más de lo que se hubiera atrevido a soñar que haría jamás con una chica.

—La 9 —dijo la chica de recepción, deslizando hacia ellos la tarjeta que servía de llave—. Una hora, acceso ilimitado a vídeos, dos consumiciones incluidas. El resto, aparte. Avisamos por teléfono interior cuando falten diez minutos para que se consuma el plazo.

—Gracias.

—¡Que disfruten!

«Lo ha dicho con segundas, lo ha dicho con segundas», pensó Cardo, horrorizado y risueño a la vez, echando a andar detrás de Lota, agachado, con la cara hacia el suelo. El pasillo no era muy largo. La mayor parte de las cabinas eran individuales, sólo un par de ellas eran dobles y sólo una para grupos. Cardo no logró levantar la vista mientras andaba y no podía dejar de reír por lo bajo.

—Al menos, esta vez no has dicho que somos primos —sonrió ella, al tiempo que metía la tarjeta en la ranura de la puerta y esta se abría con un chasquido. Apenas entraron, Cardo respiró, aliviado. La puerta era de cristal ahumando, no se veía absolutamente nada desde fuera y el cuarto estaba insonorizado. Podrían gritar hasta quedarse sin voz, que fuera nadie escucharía nada. Por lo demás, la estancia -no muy grande- estaba presidida por una pantalla que ocupaba casi la totalidad de una de las paredes. Estas, cubiertas de papel pintado iridiscente, mostraban todo tipo de posturas sexuales protagonizadas por hombres y mujeres de toda raza y condición. La pared de enfrente a la pantalla estaba ocupaba por un cómodo sillón, muy mullido, en el que hubieran podido acoplarse fácilmente cuatro personas. Al fin, en el centro de la habitación, había una mesita enana con un pequeño monitor táctil. En él se podían elegir vídeos.

—Categorías… —leyó el Cardo, con risa floja, a la vez que Lota, aún de pie, jugueteaba con los tirantes de su vestido. Estaba excitada, más por ver a su compañero tan contento que por la propia situación. Cardo sudaba, como siempre que le empezaban las ganas. Se alegraba de haberle traído— «hetero… duro… lésbico… homosexual, cortos, largos, hentai…», ¿cuál te apetece?

—Amor, a mí me apeteces tú —Lota se remangó el vestido para sentarse a horcajadas en el regazo del Cardo—. Elige el vídeo que quieras, yo me encargo de lo demás.

Con una risilla boba, su compañero obedeció. Buscó entre los vídeos mientras ella le besaba el cuello a mordiscos. Lentamente, Lota cruzó los brazos, dejó que los tirantes rojos se deslizaran por sus hombros. La tela cayó, dejando ver sus preciosas tetas. Cardo tomó aire, deseoso de que Lota le ahogase entre ellas. Sin embargo, Lota sonrió y se bajó de él hasta quedar de rodillas entre sus piernas. Le colocó las tetas en la entrepierna. Con la boca, pescó el tirador de la cremallera. Lo bajó. Aún dentro de los calzoncillos, la polla del Cardo se erguía, ansiosa, casi dolía. «Me da que así no voy a poder elegir nada», pensó el, divertido. De chiripa dio con una categoría que le llamó la atención: cámaras ocultas, y pulsó. Por más que aquello estuviese más amañado que los reallity-shows, también le daba mucho morbo. Eligió «los más vistos» y enseguida comenzó uno que mostraba a una pareja en un coche; ella le hacía sexo oral mientras él le metía mano bajo el vestido.

Unos centímetros más abajo, Lota le apretó la polla contra sus tetas. Un feroz cosquilleo le subió de la entrepierna, una deliciosa sensación de bienestar, como si hubiera metido los pies en agua caliente, ¡qué gustito! ¡Y ella ni siquiera le había bajado los calzoncillos aún!

—Mi Lotita… —sonrió—. Porfa, quítamelo todo —la tatuadora devolvió la sonrisa, llena de picardía. Acarició el bulto del Cardo con su lengua, a través todavía de la tela y enseguida la retiró, bajando sólo lo justo para dejarle fuera la polla. ¡Ooooh… en el acto se la abrazó con las tetas y se metió en la boca la sensible punta!

«Me encanta ser mala con él, me chifla darle gusto sabiendo que le vuelvo loco», pensó la mujer «Mira cómo le tiemblan los muslos». Que Lota era buena en el sexo no precisaba que se lo dijera nadie porque ya se lo habían dicho muchas veces. Sin embargo, Cardo no es que lo dijera, es que lo demostraba con cada fibra de su ser. Cada suspiro derrotado, cada sonrisa abandonada, cada temblor y cada mirada de ojos en blanco le decía cuánto le hacía disfrutar. Ella, acostumbrada a tener sexo con tíos a quienes les encantaba ir de duros y que sólo en el orgasmo se permitían alguna expresión, que el resto del tiempo parecían pensar que tenían prohibido gemir, que acostumbraba a oír gemidos sólo cuando se acostaba con otras chicas, era casi-casi la primera vez que oía gemir a un hombre de modo tan expresivo. Le encantaba, le gustaba más de lo que nunca hubiera creído posible, ¡tanto, que sólo quería darle más y más placer, hacerle gemir y gozar hasta que no pudiera más! Cada gritito del Cardo le partía el corazón de gusto y le parecía que nunca se cansaría de ese espectáculo.

Cardo era mantequilla tibia entre las tetas y la boca de Lota, ¡Dios, cómo le ponía! Lota le hacía algo que iba más allá del «sexo oral», le follaba con la boca de un modo maravilloso, imposible de describir, ideal, perfecto. Con sus tetas le apretaba y acariciaba la polla, las movía para darle tironcitos de arriba abajo, masajeándole con ellas. Con la boca le saboreaba entre gemidos hambrientos, como si para ella fuera un manjar delicioso. No paraba de lamerle y chuparle, sin sacarle un momento de su boca jugosa. Cardo había visto miles de mamadas y ninguna actriz las hacía como Lota, sin usar las manos para nada, sólo lengua y boca, bajando hasta el fondo, recreándose en la punta, hasta que la saliva le goteaba por las pelotas… ¡eh, mira, lo hacía justo como la tía del vídeo que tenía delante, que estaba haciéndole lo mismo a un tío con culo de señora gorda! Oye, esa habitación le resultaba familiar…

Horror.

El horror fue tal que estuvo a punto de levantarse del sillón.

—¡Mfgh! —Lota se sorprendió y le sacó de su boca por un momento—. Que si lo quieres más hondo, sólo tienes que pedirlo, nene.

—¡Ah! Eeeh… ¡sí! ¡Eso es, más hondo, por favor, sigue! —con mirada pícara, Lota bajó de nuevo, más aún que antes, hasta que su nariz chocó con el bajo vientre de su compañero. Aquello le hizo aún más difícil pensar, así que sólo trató de ocuparse de una cosa: de que Lota no viera que, en la gran pantalla, también ellos eran los protagonistas.

Cardo no pudo evitar preguntarse aún así cómo había llegado uno de sus polvos con Lota a las cabinas del GirlZ, pero era indudable que se trataba de ellos, no era sólo el cuarto, sino los tatuajes de Lota, el antojo de… oooooh, le estaba recorriendo de abajo arriba con la lengua, ¡el frenillo no, mmmh! Haah… ¿cuánta gente les habría visto ahí follando? Una parte de sí sintió ira contra quien fuese que les había grabado y vendido el vídeo después. Otra, sintió una vergüenza inmensa. Y otra más se vio atacada por una sensación de morbazo arrollador, ¿cuántos envidiosos le habrían visto con Lota haciéndole mil delicias y habrían deseado ser él? Aquello le detonó.

Lota se dio cuenta de su Cardito se ponía tenso, estaba a punto, y ella no quería quedarse con las ganas. Tan rápido como pudo, se quitó las bragas, se alzó y le montó de un viaje.

—¡Oooh… os-tras, Pedrín! —tartamudeó él, ¡qué esplendoroso calor húmedo bañó todo su bajo vientre, hasta las rodillas, hasta los dedos encogidos de sus pies!

—Aaay, Cardo, pececito, ¡me pones como una perra! —susurró ella. A Ricardo le pareció que su cuerpo se fundía como metal al calor, un calor abrasador que sólo podían emitir una fragua, un volcán y la propia Lota. Con todas sus fuerzas intentaba quitar el vídeo, poner otro, pero sus manos no tenían fuerza ni para apretar un botón, sólo era capaz de sentir energía en su polla, su polla sumergida, abrazada en el coño tórrido de su chica.

«Estoy mojadísima, ¡chapoteo como si tuviera ahí un pantano!» sonrió Lota, gozando de la intensa emoción en esos momentos deliciosos tan cercanos al orgasmo. Sentía la descarga de placer allí, zumbándole en el interior del coñito, a punto de estallar, pero sin llegar del todo, haciéndole percibir cada roce del Cardo como la sensación más divertida y exquisita que había sentido jamás. Notaba el placer crecer imparable, irresistible, y en pocos segundos…

Quiso gritar. Quiso gritar «¡me corroo…!» con una voz lánguida, cachonda, que el Cardo no olvidase jamás y que le excitase muchísimo. Pero no pudo. El placer fue tan fuerte, tan fulminante, que sólo gemidos inarticulados salieron de su garganta, a la vez que un poderoso temblor la hizo estremecerse sobre el regazo del Cardo, ¡qué placer! El gozo supremo la hizo ponerse tensa, tiritar, mientras una dulzura infinita, un cosquilleo eléctrico nacía en sus entrañas, estallaba por todo su cuerpo y la dejaba satisfecha, casi dormida en los brazos de su compañero.

El alivio que sintió él al verla cerrar los ojos y saber que no vería el vídeo, provocó el orgasmo feliz, cálido, de Ricardo. Un gemido seguido de la sensación de fundirse como el queso, desbordándose dentro de ella, todo calorcito… y el juicio justo para atinar a apagar el monitor.

 

 

A eso de las once hacía tanto calor que a uno le apetecería tener a mano una piscina para darse un chapuzón. En cambio, a las ocho menos cuarto de la mañana, el abrigo de plumas no estorbaba para nada. Así era la primavera, claro que, aunque tuviera esas incomodidades, a Trudy le encantaba. No se consideraba especialmente una romántica, sin embargo, eso de haberse ido a enamorar en primavera, le parecía de lo más adecuado a la estación. «Enamorada…», pensó, mientras caminaba a buen paso hacia el callejón, hacia la entrada de servicio del GirlZ, donde trabajaba como secretaria de Zacarías Fíguerez. También allí había conocido al hermano gemelo de este, Malaquías y, lentamente (qué va, fue casi enseguida) empezó a interesarse por él hasta enamorarse. Sólo un par de días atrás hicieron el amor. Desde entonces, Trudy vivía en una nube. Mala le había enviado un enorme ramo de rosas rojas con una tarjeta que decía «eres lo mejor que me ha sucedido nunca. Te amo, Gertrudis», y no dejaban de mandarse mensajitos tontos el uno al otro, como dos adolescentes.

La puerta del callejón estaba sin cerrojo, lo que significa que Zaca estaba dentro ya. La experiencia le decía que era mejor entrar haciendo ruido, por si acaso su jefe estaba en mitad de algún «alivio mañanero». No obstante, como el oírla no hacía que se interrumpiese, sino hacer más ruido aún, decidió entrar silenciosamente; si no sabía que estaba, terminaría sin mucho aparato. Si bien últimamente (desde que se enteró de que Trudy, a la que había intentado sin éxito seducir, salía con su hermano gemelo) su jefe estaba entre tristón y formalito, cosa que a ella no le molestaba lo más mínimo, aunque lo sentía un poquito por él. Zaca era divertido, simpático, incluso culto, sí, pero era un saco de hormonas y nicotina, pasaba el 90% del tiempo pensando en sexo. Ella no quería un hombre así, ni siquiera para una aventura, porque era su jefe. Cuando acabase la historia, seguiría teniendo que verle en el trabajo. Sería muy incómodo para ambos y, ¿Quién le aseguraba a ella que no se encariñaría con él? Eran demasiados inconvenientes.

—…digo que, si desde el principio me hubieras dejado decírselo a las claras y contarle toda la verdad, ahora no nos veríamos en estas —la voz de Mala salía del despacho de su jefe.

—¡Cierra ya el buzón, ¿quieres?! ¡Eres más pesado que una puta vaca en brazos! —contestó Zaca, una voz mucho más ronca, fruto de años de fumar sin descanso— «¡Te lo dije, te lo dije!», como si no supieras que es imposible, vamos.

—Es difícil explicarlo, lo admito, pero Trudy es especial, haciéndole ver la situación… —La mujer sabía que escuchar por una puerta entreabierta estaba muy feo, sin embargo, allí se había pronunciado su nombre, eso la concernía. Escuchó.

—Hermanito, ahora mismo no me interesa que me enmiendes la plana a toro pasado, ¡sino decidir qué vamos a hacer en el futuro!

—Decirle la verdad.

—¡Qué sencillo! Lo más simple del mundo, ¿verdad? Te recuerdo, querido hermano, que tú no existes, ¿es esa la verdad que le quieres decir?

—Todo depende del punto de vista, Zaca. A efectos prácticos, sí, tú eres el único que existe para los dos, pero a efectos de la familia, por ejemplo, tú también estás muerto, has dejado de existir. Todo es relativo.

Trudy no entendía nada, ¿cómo que Malaquías no existía? Recordó la noche en que le conoció, su primer temor de que fuera uno de los truquitos baratos de su jefe, cómo ella había sospechado que Zaca y Mala eran la misma persona, aunque luego los había visto pasar por la puerta entreabierta… Espera, ¿les había visto de verdad? No quería pensarlo, pero la realidad era que sólo había visto pasar la chaqueta de Zaca, después de la de Mala y había llegado a la conclusión de que había dos personas en la habitación. Sin embargo, a decir verdad, nunca los había visto juntos. Se le cortó la respiración de lo estúpida que se sintió al creer comprender la verdad. Abrió la puerta de golpe.

El hombre (el único hombre) que había en el despachó, respingó. Casi enseguida dejó caer los brazos.

—Genial —masculló con la voz de Zaca—. Jodidamente fantástico. Anda, ya que ella está aquí, adelante, explícaselo tú. A ver cómo te lo montas.

—Trudy… Sé que esto te va a parecer algo poco usual. Por decirlo suavemente —la mujer desorbitó los ojos cuando oyó la voz de Mala de los mismos labios. La cara era la misma, y sin embargo, no lo era. Los rasgos eran iguales, pero la mirada estaba llena de bondad, de comprensión—. Sólo te pido que me escuches unos minutos, nada más. No saques conclusiones precipitadas. Deja que te lo cuente y lo que luego decidas hacer, me parecerá bien. Sea lo que sea.

Trudy noto que una lágrima se deslizaba por su mejilla. Era rabia, impotencia y autodesprecio. Al fin su jefe lo había conseguido. Al fin la había engañado para llevársela al catre. Lo que tenía que hacer era dar media vuelta y largarse para siempre. Hizo ademán de cerrar la puerta de nuevo e irse.

                —Trudy, soy yo —la voz de Mala. Los ojos de Mala—. Soy Malaquías, no Zaca. Lo he sido siempre que he estado contigo, no te he mentido, aunque lo puedas pensar. Diga lo que diga mi hermano, yo sí existo, tú lo sabes. Estoy aquí. Sólo te pido que me dejes explicarte cómo.

Si aquel hombre hubiera hecho sólo el intento de ir hacia ella, Gertrudis hubiera huido, ahora más asustada que indignada. Sin embargo, no se movió del sitio. Aguardó pacientemente a que ella soltara el picaporte, ni siquiera trató de tocarla. Cuando vio que estaba dispuesta a escuchar, continuó.

 

—¿Diga? —la voz sonó perezosa, medio ahogada porque su dueño estaba recostado, pero feliz. El tipo de voz que la recepcionista estaba acostumbrada a oír.

—Les recuerdo que quedan diez minutos de uso de la cabina, señor.

—Gracias —sonrió Ricardo. Aseguró que saldrían enseguida, y colgó—. Bueno, tu parte de la noche ha estado genial. No le puedo poner ni media pega.

—El sentimiento es mutuo, pececito —Lota, aún a horcajadas sobre él, le hacía mismos. Pese a que lo habían pasado muy bien, ella no dejaba de pensar que, cuando llegaran a casa, bien podían darse un último asalto. Se levantó y, precisamente para dejar claro que aún seguía con ganas de fiesta, tomó el mando a distancia—. Por curiosidad, a ver qué vídeo elegiste, pervertido…

—¡No! —Cardo trató de detenerla, pero llegó tarde. La pantalla se encendió de nuevo y mostró el último video reproducido.

A Lota se le heló la sonrisa al momento. Si alguien hubiera dicho al Cardo que aquello podía pasar, se hubiera reído en la cara del que fuera, pero así fue: Lota se puso colorada. Claro que la mirada que le lanzó después le dejó a punto de arrodillarse y suplicar por su vida.

—¡Lota, te recuerdo que yo estaba allí contigo, yo estaba allí contigo, no pude grabarlo yo, de ninguna manera haría algo así! ¡Vamos, tú me conoces!

—¡Y sé que una vez me robaste un sostén!

—¡Con diecisiete años! —se defendió— ¡Y no sería tan tonto de poner en internet un vídeo así, y menos aún de poner aquí precisamente ese vídeo!

Carlota reflexionó. Aquello era cierto, Cardo tenía muchas cosas, pero desde luego no era tonto ni le gustaba el riesgo. Y no le veía capaz de una bajeza como esa. Por muchas razones no haría algo así.

—Eso sólo deja a un sospechoso —dijo con voz de ultratumba. Cardo se temía también quién era. Con gentileza, le tendió las bragas a su chica y la tomó de los hombros. Juntos salieron de la cabina.

Ricardo sabía que su chica y Alvarito eran amigos, incluso habían estado liados en alguna ocasión. Se querían, aunque en su relación de amistad había tantos favores como cabronadas, cosa que a él le parecía bien extraña, pero ellos podían pelearse a botellazos para después llamarse hermanos. Sin embargo, por la cara que llevaba Lota, lo sucedido parecía exceder los límites. Prefirió no preguntar qué iba a suceder o qué medidas iba a tomar, por si acaso se las contaba; conociendo a Lota, sin duda sería algo peligroso, brutal, o ilegal. O todo a la vez. Aún así, abrazó fuerte a Lota. Porque, pese a que no tuviera ningún interés en saber por adelantado el lío en el que ella se iba a meter, desde luego que no dejaría que se metiese ella sola. Fuera lo que fuese, por ayudar a Lota, se metería en lo que fuera de cabeza.

               

               

 

 

 



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2 comentarios:

  1. Tendría que tener un blog entero para poder hacer una respuesta acorde. Pero me gusta. Sobre todo me recuerda un poco a una autora española que no me sale el nombre ahora.
    A ver cuándo saco tiempo para seguirte leyéndote

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  2. ¡Muchísimas gracias por leer y comentar! ¡Vuelve cuando quieras!

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