—No puede ser un humano. No los hay en esta parte de la galaxia, todos son planetas inhĂ³spitos o xenĂ³fobos en este sector — co...

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  —No puede ser un humano. No los hay en esta parte de la galaxia, todos son planetas inhĂ³spitos o xenĂ³fobos en este sector — contestĂ³ la joven somnia a su sistema, pero Ă©ste se reafirmĂ³.

     —El pasajero de la nave a la deriva es humano — contestĂ³ la voz metĂ¡lica y sin inflexiones de la computadora. —. No es mestizo de ninguna raza conocida, y su adn coincide con el humano en un 98%. Se encuentra dĂ©bil, inconsciente, pero vivo. Su nave carece de autonomĂ­a, estĂ¡ a la deriva. Tiene aire para menos de cincuenta horas, y alimento y agua para un perĂ­odo similar. No obstante, si no es atendido, morirĂ¡ en un plazo aĂºn inferior.

     DrĂ³nagai sabĂ­a que aquella criatura podĂ­a traerle problemas. No sĂ³lo era un completo desconocido, ademĂ¡s era humano, y ellos no pintaban nada en esta zona del Universo. Era probable que se hubiera fugado de alguna prisiĂ³n, tal vez de Rovax, o… pero tambiĂ©n podĂ­a simplemente estar perdido, o ser un esclavo fugado de algĂºn lugar igualmente cercano. En sitios como Clito o en el planeta las mujeres guerreras de Van´yilaar, aĂºn perduraban los regĂ­menes esclavistas. En ese caso, aquĂ©l ser no sĂ³lo necesitaba ayuda, sino que quizĂ¡ incluso la mereciera. Nagui suspirĂ³. No podĂ­a dejar esa nave allĂ­, a la deriva sin mĂ¡s, sabiendo que su ocupante morirĂ­a en pocas horas si no le prestaba ayuda, y que la Ăºnica otra posibilidad que tenĂ­a, era toparse con algĂºn carguero de aquellos mundos que comerciaban con vidas inteligentes como si se tratase de reses.  Nagui escaneĂ³ la pequeña nave de salvamento que contenĂ­a al pasajero. IntentĂ³ una vez mĂ¡s comunicarse con Ă©l, subiĂ³ la frecuencia de su emisor para que Ă©ste emitiese un agudo chillido que se acoplase a los altavoces del computador, con la esperanza de despertar asĂ­ al ocupante y hablar con Ă©l antes de transportarle, pero sĂ³lo un gemido desmayado le contestĂ³.

      —Ese hombre bien puede ser un asesino, una fiera. Pero es mi deber. Lo voy a lamentar, pero, en fin… — Era indudable que, quien quiera que ocupase la nave, se encontraba muy dĂ©bil. FijĂ³ las coordenadas y le teleportĂ³. Pero a uno de los dormitorios de su nave, que permanecĂ­an cerrados con llave.

    La expresiĂ³n “uno de los dormitorios”, puede inducir a pensar que la nave era mayor de lo que en realidad era. Se trataba de un pequeño transporte-carguero que venĂ­a equipado con una pequeña unidad de cocina, aseo, y tres camarotes, pero en realidad sĂ³lo dos de ellos eran funcionales; el tercero habĂ­a sido sacrificado como almacĂ©n y laboratorio. DrĂ³nagai era botĂ¡nica y con frecuencia recorrĂ­a la galaxia en busca de nuevas muestras de estudio. Su planeta natal, Hipnos, se encontraba muy apartado de allĂ­, pero la modesta nave contaba con capacidad de salto para desplazarse a puntos lejanos del espacio. Trabajando a la vez para un vivero privado y para la investigaciĂ³n pĂºblica, no llevaba una vida lujosa, pero sĂ­ podĂ­a permitirse algunas comodidades. Entre ellas, el pasar temporadas de viaje, en recogida de muestras, y estudiando.

      Nagui escaneĂ³ el interior del cuarto cerrado al que habĂ­a transportado a su… “invitado”. Su escĂ¡ner de mano estaba orientado a comprobar las funciones vitales de plantas, pero le servĂ­a para ver lo que querĂ­a: sĂ­, estaba inconsciente, no era nada fingido. SoltĂ³ la llave electrĂ³nica y entrĂ³ al camarote. Y nunca lo admitirĂ­a, pero una vez le vio, se sintiĂ³ un poco culpable por haber dudado tanto.

      El hombre que yacĂ­a estirado en la cama del camarote parecĂ­a extenuado. Vestido sĂ³lo con una basta tĂºnica cruzada de esclavo, tan corta que dejaba a la vista buena parte de los muslos, tenĂ­a señales encarnadas en piernas y brazos, como si le hubieran azotado. Apenas se encendieron las luces de la cabina, el hombre emitiĂ³ un gemido e intentĂ³ a la vez protegerse los ojos y encogerse en posiciĂ³n fetal. Nagui bajĂ³ las luces y se acercĂ³ a la cama con cautela. Estaba claro que aquĂ©l humano carecĂ­a de fuerzas para atacarla, pero podĂ­a reaccionar de forma agresiva llevado por el temor.

      —CĂ¡lmese — susurrĂ³ —. EstĂ¡ a salvo. Nadie va a hacerle ningĂºn daño — El hombre luchĂ³ por abrir los ojos y pronunciar palabra, pero aquellas acciones tan sencillas parecĂ­an suponerle un esfuerzo titĂ¡nico, y no era para menos. TenĂ­a la piel del rostro y la calva cabeza quemada a ronchas, como si le hubieran expuesto a un sol abrasador o -mĂ¡s probablemente- le hubieran quemado por diversiĂ³n. Cuando abriĂ³ la boca, una lengua reseca y llena de ampollas apareciĂ³. Nagui tomĂ³ de inmediato la jarra de agua de la mesilla, empapĂ³ en ella un pedazo limpio de tela y le refrescĂ³ la boca y los labios. El desconocido suspirĂ³ de alivio e intentĂ³ lamer la tela para beber; Nagui le permitiĂ³ beber algunas gotas y esperĂ³ unos momentos antes de darle un pequeño sorbo. El hombre no podĂ­a hablar, pero la mirada de sus ojos verdes transmitĂ­a la gratitud que sentĂ­a.



      “No va bien” se dijo Nagui. HabĂ­a hidratado a su pasajero, refrescado su piel, aplicado curas en las heridas y bajado su fiebre. DeberĂ­a mejorar. En cierto sentido, estaba mejorando; las ampollas de la lengua habĂ­an remitido, la piel tenĂ­a mejor aspecto y respiraba mejor… pero se estaba muriendo. SegĂºn el escĂ¡ner, habĂ­a un tĂ³xico en su sistema. Un veneno de acciĂ³n lenta que le atacaba los tejidos internos muy despacio, pero inexorablemente. Mientras se mantuviese en zonas musculares, podĂ­a irlo paliando, pero cuando llegase a puntos vitales, no podrĂ­a detenerlo. TenĂ­a que saber quĂ© era, para poder buscar un antĂ­doto. El hombre aĂºn no podĂ­a hablar, pero eso no era impedimento para DrĂ³nagai, si bien tampoco podĂ­a tomar esa informaciĂ³n por las bravas. Se arrodillĂ³ junto a la cama de su pasajero y le agitĂ³ para sacarle del sueño. En los ojos del hombre apareciĂ³ primero temor, pero apenas reconociĂ³ donde estaba, se calmĂ³.

      —Señor. Debo hablarle — la urgencia del caso no permitĂ­a exquisiteces corteses, pero aĂºn asĂ­ se obligĂ³ a sonreĂ­r —. Usted… ¿cĂ³mo se llama? No, no intente hablar, estĂ¡ dĂ©bil — dijo, al ver que el hombre boqueaba —. SĂ³lo piĂ©nselo. Piense en su nombre — el hombre mostrĂ³ una expresiĂ³n extrañada, pero a Nagui le llegĂ³ la informaciĂ³n enseguida —. Ba… BaĂ­n… niq. Bainiq. ¿Bainiq? — Ă©l asintiĂ³. Una pequeña sonrisa curvĂ³ sus labios secos, pero desapareciĂ³ apenas ella siguiĂ³ hablando. — Bainiq, se estĂ¡ usted muriendo, le han envenenado. Pero la buena noticia es que yo soy botĂ¡nica, es probable que pueda encontrar un antĂ­doto. Pero para eso, primero necesito saber de quĂ© tĂ³xico, de quĂ© veneno se trata. Piense, por favor, ¿quĂ© le dieron Ăºltimamente de comer o beber?

    La respiraciĂ³n de Bainiq se hizo fatigosa, ansiosa. Sus pensamientos se aceleraron y buscaron, pero sin resultado. Nagui le colocĂ³ una mano en la frente, como si pretendiese medirle la temperatura al tacto.

      —Por favor, intente calmarse. Soy una somnia, puedo leer su mente por usted. Pero necesito que me deje entrar en ella, y que conserve la calma. Si se asusta, me echarĂ¡.

     Bainiq respirĂ³ hondo y asintiĂ³ con la cabeza. CerrĂ³ los ojos e intentĂ³ relajarse.


     No es como una pelĂ­cula. Al menos, no al principio. Ver la mente de otra persona es algo gradual y siempre diferente, no hay dos mentes iguales, porque no hay dos personas iguales. Lo primero que se percibe, varĂ­a de una mente a otra, y tiene mucho que ver con el modo de pensar y con la intensidad de las sensaciones y emociones. En el caso de Bainiq, lo primero que sintiĂ³ DrĂ³nagai fue dolor. Un feroz e intenso dolor que golpeaba su cuerpo y su espĂ­ritu por igual. Alguien le habĂ­a torturado con tanta violencia, que estuvo a punto de separar la mano de su frente y romper el contacto, pero se forzĂ³ a continuar; era la Ăºnica manera de salvarle la vida.

     “Maldito desecho. ¡Gusano presuntuoso!”, le decĂ­a alguien. Al principio sĂ³lo habĂ­a oscuridad y dolor. Intenso, pero no identificable. Poco despuĂ©s, supo quĂ© era: golpes elĂ©ctricos y azotes. Pequeños cortes. Alguien le habĂ­a golpeado con una fusta de shock, un instrumento de tortura que producĂ­a electrochoque, el dolor del latigazo, quemaba y cortaba la piel, todo a la vez. SĂ³lo los crueles rantĂ­gonos usaban ese instrumento, prohibido por el CIP (ConfederaciĂ³n Interplanetaria PacĂ­fica) desde hacĂ­a mĂ¡s de una dĂ©cada, pero que -a la vista estaba- algunas facciones seguĂ­an usando.

     Nagui sabĂ­a que el dolor que sentĂ­a era sĂ³lo el recuerdo de Bainiq, pero vaya si lo sentĂ­a como real. Cada latigazo daba ganas de gritar hasta quedarse sin aire. Bainiq tambiĂ©n se habĂ­a sentido asĂ­, se habĂ­a acalambrado la mandĂ­bula apretando los dientes para no gritar, despuĂ©s habĂ­a gritado, y finalmente el agotamiento le habĂ­a privado hasta de aquello.

     HumillaciĂ³n. Alguien le habĂ­a desvestido a la fuerza y hecho permanecer desnudo, colgado de los brazos (¿Eso que tenĂ­a entre las piernas, era su miembro? Los somnia no eran asĂ­, aquel apĂ©ndice parecĂ­a tan animal…). En la mente de Nagui empezaron al fin a aparecer imĂ¡genes claras. El rostro irisado y bellĂ­simo de un rantĂ­gono, en rictus de desprecio y odio. El arco occipital en abanico que adornaba la parte posterior de su cabeza estaba desplegado por completo y despedĂ­a agresividad. ParecĂ­a imposible que una criatura tan hermosa pudiera ser tan odiosa a la vez, pero los naturales de Rantiga se consideran la Ăºnica raza digna de vivir del Universo; todos los demĂ¡s son, para ellos, animales. No obstante, por mĂ¡s que fuera normal en ellos la tortura hacia otros seres, no lo era que se lo tomaran tan a pecho, ¿quĂ© habrĂ­a hecho Bainiq, que le hiciese acreedor a un castigo semejante?

    Por su mente desfilaron imĂ¡genes de tortura. Bainiq, siempre colgado de las muñecas, recibĂ­a insultos y latigazos. Risas crueles, agudas, resonaban en sus oĂ­dos. Se retorcĂ­a de dolor y agotamiento, y cuando no era vejado, dormitaba. Le alimentaban con los restos de comida y bebida que su torturador desechaba -el veneno no estaba, pues, en la comida, a no ser que el captor tomase algĂºn antĂ­doto y, puesto que comĂ­a delante de Bainiq para que Ă©ste le viese hartarse mientras Ă©l pasaba hambre, no parecĂ­a probable- le lavaban echĂ¡ndole agua helada con cubos y procuraban despertarle varias veces durante la noche para impedirle descansar. Nagui buscĂ³ obstinadamente entre las imĂ¡genes, el veneno tenĂ­a que estar ahĂ­, entre la tortura… ¿o no?

     “¿CĂ³mo escapĂ³, Bainiq?” PensĂ³, y el humano recordĂ³ lo sucedido el dĂ­a anterior.

     —Eres mĂ¡s fuerte de lo que pensaba, carne. Supongo que debĂ­as serlo para atreverte a sacrilegio semejante — la voz del rantĂ­gono era musical, dulce. Y destilaba desprecio. La imagen parecĂ­a muy alta, como si Bainiq le mirase desde el suelo y es probable que asĂ­ fuera —. Bien, no puedo probar tu delito, tus amos te reclaman y ya no tengo mĂ¡s excusas. Eres libre.

     La sensaciĂ³n de sorpresa le llegĂ³ como un soplo de aire fresco. No habĂ­a felicidad ni alegrĂ­a en Bainiq. Estaba demasiado maltratado para ello, pero sĂ­ habĂ­a cierto alivio al pensar que habĂ­a terminado. Viendo a travĂ©s de los ojos del hombre, vio sus manos extenderse hacia algo que parecĂ­a una mesa, y apoyarse en ella para ponerse de pie. Con dificultad, se extendieron hacia las cortinas y tambiĂ©n se agarraron a ellas para lograr caminar hacia la puerta. Mientras, como de muy lejos, llegaba la voz del rantĂ­gono diciendo que le proporcionarĂ­an una nave equipada para el viaje. Nagui supo que lo tenĂ­a. SĂ³lo un sĂ¡dico lo habrĂ­a puesto allĂ­, alguien que sabĂ­a que su prisionero estaba tan dĂ©bil, que precisaba apoyarse en todo para desplazarse: habĂ­a empapado de veneno las cortinas, y probablemente tambiĂ©n el suelo y los muebles, para que, al tocarlas, lo absorbiera a travĂ©s de la piel.

      Bainiq abriĂ³ los ojos cuando ella separĂ³ la mano de su frente y rompiĂ³ el contacto, y vio que la mujer de piel azulada, cabellos color añil y grandes ojos violetas de rasgadas pupilas felinas, le tomaba las manos y examinaba las palmas con un escĂ¡ner. La mujer le rascĂ³ la piel de las palmas y comprobĂ³ al microscopio las muestras. La oyĂ³ murmurar y la vio sonreĂ­r. SaliĂ³ del camarote y volviĂ³ minutos mĂ¡s tarde, con un inyectable en las manos, que le aplicĂ³ en el antebrazo y en el cuello. Fue como si hubiera tenido los mĂºsculos agarrotados y no lo hubiera notado hasta ese momento, y apenas la sustancia del inyectable comenzĂ³ a expandirse, notĂ³ que podĂ­a relajarlos. Vio la sonrisa de la mujer abrirse sobre su rostro, dejando ver los colmillos, pequeños pero muy afilados, de los somnia. Y le pareciĂ³ la sonrisa mĂ¡s bonita que habĂ­a visto en su vida. MĂ¡s aĂºn que la de Adaria.



       “Me gustarĂ­a dejar este cuadrante cuanto antes” pensaba DrĂ³nagai. AĂºn tenĂ­a que recargar mĂ¡s hidrĂ³geno para poder dar un salto que la dejase cerca de su zona, pero serĂ­a mejor arriesgarse a un salto mediocre que les permitiera dejar atrĂ¡s el territorio rantĂ­gono y, una vez a distancia prudente, recargar de nuevo con tranquilidad. HabĂ­a pasado mĂ¡s de un dĂ­a, y Bainiq habĂ­a mejorado mucho. El veneno habĂ­a sido contrarrestado con el antĂ­doto y, aunque el pasajero aĂºn estaba muy dĂ©bil, el agua y el alimento habĂ­an hecho milagros. No se trataba de un hombre joven, era ya maduro, pero su constituciĂ³n era robusta y sin duda se recuperarĂ­a sin problemas, pensĂ³ mientras se dirigĂ­a al camarote de Ă©ste. Apenas la vio entrar, Bainiq sonriĂ³.

     —Me alegra encontrarle despierto, tenĂ­a que hablarle — “no le gusta andarse con rodeos, es una mujer muy directa”, pensĂ³ Ă©l —. Quiero dejar esta zona cuanto antes. Por lo que he visto en sus recuerdos, es usted un esclavo. En mi planeta no existe la esclavitud, puedo dejarle allĂ­ o en algĂºn mundo cercano donde serĂ¡ libre, pero, ¿tiene algĂºn medio de ganarse la vida?

     —Me parece una medida juiciosa — contestĂ³ Bainiq —. Y sĂ­, lo tengo. Soy profesor.

     —¿Profesor?

     —Maestro, tutor — se explicĂ³, y Nagui sonriĂ³.

     —SĂ­, sĂ© lo que es un profesor, pero… ¿QuĂ© hace uno en este cuadrante? Las mujeres guerrero no admitirĂ­an a un hombre maestro, y los rantĂ­gonos son xenĂ³fobos, ¿a quiĂ©n daba clases?

     —A los hijos de uno de los miembros del Consejo de ese planeta — ContestĂ³. Su voz era segura y muy bella, profunda como la de alguien que estĂ¡ acostumbrado a usarla y sabe llamar la atenciĂ³n con ella —. Saben que soy un gran experto en fĂ­sica teĂ³rica y en lenguas vivas y muertas. Uno de los mejores, aunque me estĂ© mal el decirlo. El cogerme a mĂ­ como tutor privado de sus hijos no iba en contra de sus ideales si le libraba de tener que buscar tres profesores a los que tendrĂ­a que pagar.

     —¿Por quĂ© le torturaron? — Bainiq tardĂ³ ahora unos segundos en contestar.

     —Sora AlĂ¡ntanos, el hombre que me alquilĂ³, no estaba conforme con algunos extremos de la educaciĂ³n que di a sus hijos — dijo al fin —. Yo intentĂ© enseñarles que ninguna raza es superior a otra, que todos somos iguales en el universo y que la xenofobia no tiene sentido. Cuando el Sora lo descubriĂ³, montĂ³ en cĂ³lera. Me torturĂ³ durante varios dĂ­as y su intenciĂ³n era acabar con mi vida. Pero mis dueños legales, una familia de feralihi, me reclamaron. Si me mataba, tendrĂ­a que pagarles a ellos mi valor Ă­ntegro y, probablemente, se expondrĂ­a a un juicio. No estaba dispuesto a ello, asĂ­ que me dejĂ³ en libertad. PoniĂ©ndome en una nave sin apenas combustible ni vĂ­veres, y llevando un veneno en mi sangre.

     “Es la verdad. Pero no toda la verdad” pensĂ³ DrĂ³nagai.

     —Los rantĂ­gonos son crueles — sentenciĂ³ Nagui y, para su sorpresa, Bainiq negĂ³ con la cabeza.

      —Oh, no. No — sonriĂ³ —. Sora AlĂ¡ntanos es cruel. Y muchos otros como Ă©l tambiĂ©n lo son. Pero sus hijos eran unos niños encantadores. Hay mucha gente buena en Rantiga, gente que desea abrirse al mundo y que no comparten las ideas hermĂ©ticas y xenĂ³fobas. Es un error juzgar a toda una sociedad, sĂ³lo por aquĂ©llos que hacen mĂ¡s ruido.

     —Si toda esa gente buena no hace nada por detener a los malos, son malos ellos tambiĂ©n — arguyĂ³ Nagui —. Esos niños encantadores que dice, crecerĂ¡n con un padre que les enseñarĂ¡ a odiar y a despreciar a todos los seres del universo. SerĂ¡n como Ă©l.

     El rostro de Bainiq se ensombreciĂ³. ParecĂ­a a la vez iracundo, y triste.

     —Lo sĂ© — admitiĂ³ —. Durante mi cautiverio, les hizo entrar un par de veces, y les incitĂ³ a divertirse torturĂ¡ndome. Al principio no quisieron hacerlo, pero el Sora les convenciĂ³ uno por uno. Durante horas me pincharon, me quemaron y me fustigaron. Fue lo que mĂ¡s me doliĂ³. No… no pudo inventar nada que me hiciera tanto daño como eso.

     Nagui se sintiĂ³ indignada, ¿quĂ© tipo de persona, quĂ© clase de padre hacĂ­a algo asĂ­? Sin poder contenerse, colocĂ³ su mano en la frente de Bainiq. El recuerdo estaba allĂ­, vĂ­vido y nĂ­tido como un holograma. Los tres pequeñuelos miraban a su maestro que colgaba de los brazos, sin comprender quĂ© sucedĂ­a. El mayor de ellos tendrĂ­a unos once años. Su padre les decĂ­a que ese maestro al que tanto admiraban, no era mĂ¡s que una bestia, un animal que carecĂ­a de distinciĂ³n o refinamiento, ni siquiera tenĂ­a inteligencia; no era mĂ¡s que un loro que repetĂ­a lo que venĂ­a en los libros, su trabajo podĂ­a hacerlo el computador recitando lecciones. “Es como un animal” DecĂ­a su padre, aquĂ©l rantĂ­gono tan hermoso como cabrito. “Es como un tajat salvaje, ¿sentirĂ­ais pena por un tajat, una bestia que se come a sus propios cachorros?” Los niños negaban con la cabeza. “Entonces, no estĂ¡ mal que nos divirtamos con Ă©l. Él nos matarĂ­a a nosotros si pudiese. Lo que hay que hacer, es matarle a Ă©l antes”. Los niños pegaban con timidez primero, pero al cabo del tiempo, animados por su padre y llevados por su propia bestialidad, pegaban con fuerza y se reĂ­an alegremente. No lo veĂ­an importante, eran como gatitos arrancĂ¡ndoles las alas a un insecto. Resultaba terrorĂ­fico oĂ­r aquellas risas tan alegres, tan infantiles, en boca de unas criaturas que hacĂ­an daño a otra por puro placer. El dolor fĂ­sico, no obstante, no era tan duro como el espiritual.

      “Alantasii, tĂº me admirabas. TĂº sabes que no soy un loro, ¿cuĂ¡ntas veces te he explicado cosas que no entendĂ­as? ¿Hace eso un computador? Adarina, si tĂº me quieres, si tĂº eres la pequeña que viene siempre corriendo hacia mĂ­ y me abraza, ¿por quĂ© me haces tanto daño? Yo siempre os he querido, desde el momento en que os vi, y siempre hemos sido amigos…”. Un sinnĂºmero de pensamientos de lĂ¡stima cruzaba por la mente del torturado. La pena era tan inmensa que a Nagui se le partĂ­a el corazĂ³n, pero sentĂ­a que aquello era su deber tanto como curarle o aplicarle el antĂ­doto.

      Bainiq la miraba con ojos asombrados y la frente perlada de sudor. La tomĂ³ de la mano y la apretĂ³ entre las suyas.

     —Me… siento mejor — dijo, asombrado — ¿QuĂ© ha hecho?

     —He compartido su dolor. Es una especie de empatĂ­a, pero a un nivel mĂ¡s hondo — explicĂ³ Nagui —. Entre los humanos, es habitual hablar de aquello que les aflige para encontrar alivio compartiĂ©ndolo. Entre los somnia, directamente compartimos el recuerdo y nos llevamos parte del dolor. Esa pena por la traiciĂ³n proveniente de los niños que usted amaba, ahora tambiĂ©n la siento yo. Y es horrible, pero me alegro de haberlo hecho.

    Las lĂ¡grimas brillaban en los ojos de la mujer. En parte eran de pena, era demoledor sentir tanto cariño por esos pequeños y ver la feroz diversiĂ³n en sus ojos cuando le infligĂ­an dolor y le oĂ­an gritar, cĂ³mo se burlaban de su tortura. Pero en parte, tambiĂ©n eran de alegrĂ­a. HabĂ­a proporcionado alivio a Bainiq, y la sensaciĂ³n de gratitud que emanaba del profesor era inmensa. Maestro y botĂ¡nica se quedaron mirando, con las manos apretadas. Nagui ya sabĂ­a que el enlace mental, con otras especies, era una prĂ¡ctica peligrosa por los sentimientos que tocaba; tanto los somnia como sus “primos evolutivos”, los lilius, sabĂ­an aquĂ©llo. Pero sabĂ­a la falta que le hacĂ­a a Bainiq, serĂ­a inhumano negĂ¡rselo.

      —Soy maestro en once lenguas. Y no se me ocurre una palabra que exprese lo suficientemente mi gratitud en ninguna de ellas. No sĂ³lo ha curado mi cuerpo, tambiĂ©n mi alma, ¿quĂ© puedo hacer para compensarle?

     —Ya lo ha hecho — sonriĂ³ ella —. Igual que veo su dolor, veo todas sus emociones. SĂ© que no me miente. En esto — recalcĂ³ —. Saltaremos dentro de una hora.



*************



     —Hemos encontrado la nave, Sora AlĂ¡ntanos. VacĂ­a. — dijo el recadero. El bello rostro del Sora no dejĂ³ traslucir ninguna emociĂ³n, pero los colores irisados que bailaban en su piel, se juntaron en ondas apretadas.

     —AlĂ¡ntanos, dĂ©jalo en paz, te lo ruego — susurrĂ³ la mujer que tenĂ­a a su lado. Tan hermosa como Ă©l y con vestimentas que rivalizaban en lujo, expandiĂ³ la cola multicolor de su cuello para verse mĂ¡s atractiva para su esposo, y lo consiguiĂ³ —. Quien quiera que le encuentre, volverĂ¡ a venderlo como esclavo o lo devolverĂ¡ a sus dueños para cobrar la recompensa. OlvĂ­dalo, por favor. Y dĂ©jame olvidarlo a mĂ­, es lo Ăºnico que deseo, olvidar a ese violador.

     El bofetĂ³n fue tan rĂ¡pido que la mujer no terminĂ³ la palabra. No se quejĂ³, a pesar del hilo de sangre azul que manaba de su nariz, ni tampoco limpiĂ³ esta.

      —No… digas esa palabra en mi presencia, ramera — mascullĂ³ el Sora. — TĂº y yo sabemos la verdad.

     —La Ăºnica verdad es esa, ¡Ă©l mismo lo admitiĂ³! ¿Quieres cruzar los cuadrantes y gastar naves y hombres buscĂ¡ndole? ¡Hazlo, si te hace feliz! Eso no cambiarĂ¡ nada.

     La mujer recogiĂ³ ligeramente el bajo de su largo vestido y abandonĂ³ la estancia, sin cuidarse lo mĂ¡s mĂ­nimo de las gotas que sangre que caĂ­an sobre su ropa. El Sora no le dedicĂ³ ni una mirada.

      —Encontradle — dijo a sus recaderos —. Y matadle. Lejos. Y aseguraos de que la Sorina se entera de su muerte. Veremos entonces si es verdad que eso, no cambia nada.



***********



          Nagui hundiĂ³ las manos en la tierra perfumada y recogiĂ³ el brote entre ambas. Con cuidado, lo colocĂ³ en una maceta mayor y la rellenĂ³ con mantillo violeta. AĂºn quedaba casi media hora para que los motores estuviesen calientes y listos para el salto, y en su laboratorio aprovechaba mejor el tiempo que en ningĂºn otro lugar. Estaba tan ensimismada que el silbido de la puerta casi la sobresaltĂ³.
 
      —¡Bainiq! — la sorpresa de su voz, no estaba privada por completo de agrado, aunque se apaĂ±Ă³ para convertirla en un ligero reproche — ¿QuĂ© hace levantado? DeberĂ­a estar en su camarote, reposando.

     —No podĂ­a seguir acostado, y ya me encuentro mucho mejor — sonriĂ³ Ă©ste —. Seguro que hay algo en lo que pueda ayudar un ratĂ³n de biblioteca como yo.

     La somnia no pudo dejar de sonreĂ­r. Es cierto que se conocĂ­an desde hacĂ­a poco mĂ¡s de un dĂ­a, pero habĂ­an compartido mucho en ese tiempo; eran amigos y no tenĂ­a sentido negarlo.

     —Si no le importa mancharse las manos, puede ayudarme a trasplantar brotes de sagenja.

     —Con mucho gusto — contestĂ³ enseguida Bainiq, y se puso manos a la obra. La mujer -cielo bendito, ella habĂ­a compartido su dolor, y Ă©l ni siquiera sabĂ­a aĂºn su nombre- daba Ă³rdenes concretas y tan directas como ella. Su conversaciĂ³n era escasa, se notaba que no le gustaba la charlita insustancial, pero no era huraña. El maestro sabĂ­a que no le convenĂ­a acercarse mĂ¡s, pero aquello no era sino simple cortesĂ­a —. Acabo de darme cuenta de que no conozco el nombre de mi huĂ©sped. Me gustarĂ­a saber a quiĂ©n debo toda mi vida.

     —No sea tan exagerado, Bainiq — sonriĂ³ ella. Y una nota de vanidad en su risa, delataba que aquella exageraciĂ³n, no le resultaba desagradable. —. Yo sĂ³lo cumplĂ­ con mi obligaciĂ³n. Me llamo DrĂ³nagai, pero puede llamarme Nagui, a secas.

     El maestro se rio. IntentĂ³ contenerse, pero se le escapĂ³ la risa. La mujer le interrogĂ³ con la mirada, y Ă©l pareciĂ³ no querer darse por aludido, asĂ­ que insistiĂ³.

     —¿QuĂ© le hace tanta gracia?

     —Nada. SĂ³lo… el darme cuenta de que existe un nĂºmero limitado de sĂ­labas en el universo, supongo.

     —¿QuĂ© quiere decir? — le urgiĂ³. “Bien, viejo chupatintas, tĂº solito te has metido en esto”, se dijo Bainiq, y confesĂ³.

     —Su nombre estĂ¡ compuesto de dos sĂ­labas que, en lengua lilius, se usan para definir las mamas y para denotar afecto en forma de diminutivo — sin poder dejar de sonreĂ­r, continuĂ³ —. En lilius, su nombre podrĂ­a traducirse como “pezoncitos”.

     —…Ahora entiendo por quĂ© los lilius sonrĂ­en y me miran fijo a los ojos cuando les digo mi nombre — Nagui intentĂ³ contenerse, pero al final soltĂ³ la risa. MirĂ³ a Bainiq y estĂ© la hizo coro sin poderse contener, y acabaron los dos riendo a carcajadas. De pronto, la risa del hombre no se cortĂ³. Fue mĂ¡s bien como si se la tragara, como si pretendiera eliminar cualquier sonido. Se quedĂ³ clavado en el sitio, mirando por una de las ventanas de la nave, con gesto de horror. La mujer volviĂ³ la cara y distinguiĂ³ la nave rantĂ­gona. Se acercĂ³ a su invitado y le tomĂ³ del brazo.

     —Son ellos, ¿verdad? — Bainiq asintiĂ³, mudo. — Bueno, mantengamos la calma, quizĂ¡ no quieran… — sonĂ³ la peticiĂ³n de canal de comunicaciĂ³n —. EstĂ¡n llamando.

    No dieron tiempo a que DrĂ³nagai abriese la comunicaciĂ³n, la voz saltĂ³ por el canal de urgencia. La voz clara y musical de un rantĂ­gono se hizo oĂ­r por el altavoz.

     —Nave desconocida, se encuentra en espacio rantĂ­gono. IdentifĂ­quese. — exigieron.

     —Carguero de investigaciĂ³n botĂ¡nica. Bastidor Drona 01-71, en carga de hidrĂ³geno para salto inminente — contestĂ³ la mujer.

     —Carguero Drona, exigimos entrada de vĂ­deo.

     —¿Con quĂ© propĂ³sito? — inquiriĂ³ Nagui, al tiempo que hacĂ­a señas a Bainiq, y Ă©ste se ocultĂ³ de inmediato.

     —No necesitamos darle explicaciones, se encuentra usted en nuestro territorio. Abra canal de vĂ­deo o abriremos fuego.

     —Eso es una amenaza directa hacia una nave pacĂ­fica, ¡ustedes pueden ver que no tengo equipos ofensivos!

     —Precisamente por eso, le conviene obedecer. Sus escudos no aguantarĂ­an un segundo ataque. Abra canal de vĂ­deo AHORA.

     Nagui comprobĂ³ que Bainiq se habĂ­a escondido bajo uno de los terrarios, en un punto ciego de la cĂ¡mara, y pulsĂ³ la clavija de vĂ­deo. En holograma, se hizo visible la imagen del rantĂ­gono que hablaba.

     —Carguero Drona, debe saber que perseguimos a un criminal. Un esclavo fugado, acusado de un crimen muy serio. Necesitamos saber que no se encuentra en su nave, y a la vez queremos prevenirla contra Ă©l.

    —En mi nave sĂ³lo estoy yo, ¿quĂ© ha hecho ese esclavo?

    —Es una bestia sin respeto por sus semejantes; ultrajĂ³ a la Sorina Adaria, y cuando el marido de ella, el Sora AlĂ¡ntanos, le descubriĂ³, se lanzĂ³ contra Ă©l y atentĂ³ contra su vida. SĂ³lo gracias a la extraordinaria fuerza y agilidad del Sora, se logrĂ³ reducirle. Cuando Ă­bamos a aplicarle su justo castigo, huyĂ³ cobardemente.

     Por el rabillo del ojo distinguĂ­a Nagui los esfuerzos que hacĂ­a Bainiq por no delatarse al oĂ­r aquella retahĂ­la de mentiras.

     —¿UltrajĂ³ a una rantĂ­gona? Se supone… presumen ustedes de ello, que la violaciĂ³n no existe entre sus mujeres. Que ningĂºn rantĂ­gono caerĂ¡ tan bajo, y que ninguna rantĂ­gona se dejarĂ¡ violar por un macho de otra especie, que antes morirĂ¡ luchando o de asco, ¿acaso la matĂ³ tambiĂ©n?

     —Carguero Drona, el fugitivo es un hombre despreciable dotado de fuerza asombrosa — el encargado apenas habĂ­a titubeado —. LogrĂ³ dejar inconsciente a la Sorina gracias a su brutalidad, pero no acabĂ³ con su vida.

     —Entonces… logrĂ³ inutilizar a la Sorina, pero, ¿ademĂ¡s logrĂ³ escaparse de ustedes? ¿CĂ³mo consiguiĂ³ dar esquinazo a los rantĂ­gonos, los Ăºnicos seres inteligentes del universo?

     —Carguero Drona, no voy a darle mĂ¡s detalles de lo que es un secreto de estado. PrepĂ¡rese a que subamos a su nave para registrarla.

      —Legionario rantĂ­gono, no voy a cederle el acceso a mi nave sin una orden de la CIP que me obligue a ello — La cĂ³lera subĂ­a al rostro del emisario. No sĂ³lo le plantaban cara, ademĂ¡s le insultaban llamĂ¡ndole “legionario” cuando su rango era de centuriĂ³n. Él habĂ­a hecho lo mismo, ella era capitana en su nave, no una carguero, claro. Pero ella no era mĂ¡s que una somnia, una raza inferior que pretendĂ­a caer simpĂ¡ticos a los demĂ¡s a base de leer sus pensamientos y acoplarse a lo que los demĂ¡s esperaban de ellos, ¿cĂ³mo se atrevĂ­a semejante basura a mirarle a los ojos?

    Nagui aguardĂ³. Eran muy capaces de largarle una andanada de energĂ­a y reducirles a fotones, pero su nave estaba inscrita en el registro de la CIP y, si no volvĂ­a, se interesarĂ­an por ella, se armarĂ­a revuelo. A los rantĂ­gonos no les gustaba en absoluto que nadie se metiera en sus asuntos y solĂ­an ser prudentes para no llamar la atenciĂ³n de la CIP. El rantĂ­gono le dedicĂ³ una sonrisa paternal, desagradable, y hablĂ³ de nuevo.

     —Señorita Drona, capitana — su voz era ahora melosa —. Tiene razĂ³n en lo que ha dicho: no se puede violar a una rantĂ­gona. La Sorina insiste en que fue forzada, pero su esposo tiene serias dudas acerca de esa afirmaciĂ³n. Precisamos capturar al humano para investigar su versiĂ³n. Si no le encontramos, la Sorina Adaria serĂ¡ ejecutada antes de una hora.

     —¿Ejecutada por ser violada? ¿QuĂ© clase de justicia es esa? — se indignĂ³ Nagui.

     —La justicia rantĂ­gona. En la que usted no debe meterse. Pero, claro estĂ¡, si supiera cualquier cosa del paradero de ese humano, podrĂ­a serle a la Sorina de gran utilidad. El tiempo se le estĂ¡ acabando. Y sin duda sabe que los mĂ©todos de ejecuciĂ³n de Rantigo, estĂ¡n destinados a ser ejemplarizantes: no son ni rĂ¡pidos, ni piadosos. La Sorina Adaria serĂ¡ primero expuesta desnuda para que todo aquĂ©l que lo desee, la humille como guste, escupiĂ©ndola, azotĂ¡ndola, orinĂ¡ndose sobre ella… mĂ¡s tarde, serĂ¡ presentada, cubierta con cualquier suciedad que le hayan echado encima, a sus hijos, para que estos le hagan saber cuĂ¡nto les avergĂ¼enza y renieguen de ella. Y finalmente, serĂ¡ encajonada, ¿no conoce la muerte por encajonamiento, capitana? — la mujer tratĂ³ de interrumpirle, pero el oficial elevĂ³ la voz y prosiguiĂ³ — Oh, es muy divertida. No, no corte la comunicaciĂ³n, por favor, dĂ©jeme contĂ¡rselo. Se encerrarĂ¡ a la Sorina Adaria en un arca de cristal que deja fuera la cabeza y las manos. El arca es transparente para que pueda contemplar todo el proceso, porque dentro de la caja, hay pequeñas larvas de gusĂ¡caros. Como la Sorina Adaria tendrĂ¡ que orinar y defecar en el arca, las larvas crecerĂ¡n gracias a ese alimento. Y empezarĂ¡n a meterse por su recto, y su vagina, y procederĂ¡n a comerla viva de dentro a fuera, muy despacio, y ella podrĂ¡ verlo to…

     —¡Basta! ¡SĂ­! ¡La violĂ©! — Bainiq saliĂ³ de su escondite y se colocĂ³ frente a la cĂ¡mara. Nagui se llevĂ³ las manos a la frente. El maestro habĂ­a sido muy caballeroso, pero habĂ­a caĂ­do en la trampa del oficial como un cachorro reciĂ©n nacido. Éste luciĂ³ una sonrisa victoriosa tan desagradable que hubiese agriado la leche. — La forcĂ©. La estuve acosando durante semanas, ella se negaba a mirarme, yo no podĂ­a soportarlo, y la amenacĂ© con violar a su hija menor si ella no me concedĂ­a su cuerpo, ¿es eso lo que querĂ­a oĂ­r? DĂ­gale al Sora AlĂ¡ntanos que lo repetirĂ© delante de su Consejo. Puede torturarme otros seis dĂ­as, y mi palabra seguirĂ¡ siendo la misma.

     El oficial tamborileaba con los dedos en el brazo de su sillĂ³n, aparentemente muy satisfecho. Pero Nagui no estaba dispuesta a ceder asĂ­ como asĂ­.

     —Bien, carguero Drona. Admita el teletransporte para que podamos llevarnos a nuestro prisionero, y olvidaremos que nos ha mentido.

     —No — contestĂ³, y la mirada de estupor le llegĂ³ a la vez de Bainiq y del oficial.

     —Sin duda no la he entendido bien…

     —Me ha entendido perfectamente, oficial. No pienso cederle a este hombre — el rantĂ­gono intentĂ³ hablar, y casi lo consiguiĂ³, pero Nagui siguiĂ³ hablando, elevando la voz y, como al rantĂ­gono le interesaba enterarse de lo que decĂ­a, acabĂ³ por callarse —. Lo Ăºnico que tengo es su palabra, no una orden de detenciĂ³n. Y sin ella, no puedo confiar en que sea realmente culpable. Es un esclavo, y mi planeta no admite tal rĂ©gimen. Esta nave forma parte de mi planeta, es territorio Hipnos, y todo lo que hay en ella, incluyendo al humano, pertenece a mi planeta. Le he dado asilo polĂ­tico y lo ha aceptado.
 
     —No puede hablar en serio — se rio con superioridad su interlocutor —. Ese humano es un esclavo y nos pertenece, no puede negarse a devolverlo.

     —Este hombre se encuentra en una nave neutral de un planeta no esclavista. No puedo entregarlo sabiendo que le van a ejecutar, y no lo harĂ©.

     —¡Si no lo entrega, abriremos fuego! — Bainiq intentĂ³ mediar, quiso decirle a Nagui que no valĂ­a la pena, que Ă©l se entregarĂ­a, pero la mujer le agarrĂ³ del brazo y continuĂ³.

     —La CIP estĂ¡ informada de mi posiciĂ³n, y saben que llevo un humano herido a bordo. Si desaparezco, querrĂ¡n saber la razĂ³n, y usted y yo sabemos las ganas que tiene la ConfederaciĂ³n de iniciar una investigaciĂ³n lo mĂ¡s exhaustiva posible en este sector. Sin duda, les parecerĂ¡ muy curioso el hallazgo de un humano en este cuadrante xenĂ³fobo, pero mĂ¡s aĂºn la desapariciĂ³n de la nave en la que era transportado, ¿no cree, legionario? Los humanos son una raza muy celosa de sus derechos y libertades, y tienen mucho peso en la CIP. Y llevan mĂ¡s de dos dĂ©cadas intentando establecer colonias en este cuadrante, cosa a la que ustedes siempre han podido negarse, amparĂ¡ndose en su polĂ­tica de no agredir jamĂ¡s a terceros. Si la CIP llegara a enterarse de que los rantĂ­gonos tienen esclavos de otras razas y que no vacilan en destruir una nave pacĂ­fica extranjera para acabar con uno… — Nagui sonriĂ³ —. Seguro que le agradecerĂ¡n durante muchos siglos, que les diese este pretexto.

     El oficial tenĂ­a los labios tensos y apretados como un esfĂ­nter, los puños rĂ­gidos contra los brazos de su sillĂ³n. DrĂ³nagai no apartaba la mirada. Bainiq estaba nervioso, pero luchaba por permanecer impasible.

     “En una situaciĂ³n similar, Adaria me vendiĂ³. Siendo la Sorina podĂ­a mentir, engañar, negociar… pero prefiriĂ³ venderme para salvar el pellejo. Me prometiĂ³ amor eterno y un segundo mĂ¡s tarde, me echĂ³ a los lobos. Y Nagui, una mujer que apenas me conoce, para quien no significo nada, arriesga su propia vida para intentar protegerme. QuĂ© mujer tan extraordinaria”, pensĂ³ el maestro. Y Ă©l no lo sabĂ­a pero, al estar agarrado a Nagui, ella podĂ­a oĂ­r todo lo que Ă©l pensaba.

     —Carguero Drona, esto ha de quedarle claro — contestĂ³ al fin el rantĂ­gono —: ese hombre no es una criatura de fiar. Es un violador y un asesino que no le agradecerĂ¡ lo mĂ¡s mĂ­nimo lo que estĂ¡ haciendo, sino que intentarĂ¡ aprovecharse de usted todo lo que pueda. Si insiste en compartir su nave con una fiera, es decisiĂ³n suya, pero aquĂ­ pesan cargos contra Ă©l, que pueden incluso ser llevados ante la CIP. No tenemos miedo de ocultar nada, y tampoco nos interesa crear un conflicto estĂºpido por una bestia que no lo merece; bastante daño ha causado ya. Voy a consultar con el Sora AlĂ¡ntanos, y me pondrĂ© en contacto con usted nuevamente en veinte minutos. No abandone nuestro espacio, o la consideraremos culpable de complicidad con un criminal.

     El rantĂ­gono no aguardĂ³ respuesta, cortĂ³ la comunicaciĂ³n y la imagen hologrĂ¡fica se esfumĂ³. Bainiq contemplĂ³ el rostro azulado de la mujer, sus mejillas elevadas y sus ojos felinos. Puede que no fuese una beldad, pero era arrojada, valiente, generosa… y sĂ­, tambiĂ©n guapa. Estuvo a punto de deshacerse en agradecimientos hacia ella, pero la mirada de DrĂ³nagai era frĂ­a, dura.

     —¿Por quĂ© no me contĂ³ eso? SabĂ­a que me ocultaba algo, pero no que abusase de una mujer o que la amenazase con…

     —No hice nada de eso. Creo que usted lo sabe — se defendiĂ³ Bainiq —. Tuve miedo de contarle de quĂ© me acusaban. Usted es mujer, y ante una violaciĂ³n, no puedo esperar que nadie se ponga de parte mĂ­a, pero una mujer menos aĂºn.

     —Aun asĂ­, ¡debiĂ³ habĂ©rmelo contado! ¡Es bastante serio! ¡Si no le entrego, es posible que maten a esa mujer, y si lo hago, le ejecutarĂ¡n a usted!

    —¡Era doloroso! — confesĂ³ el hombre, y Nagui se apaciguĂ³. El hombre intentĂ³ explicarse, pero era indudable que no sĂ³lo el dolor de su corazĂ³n, tambiĂ©n la vergĂ¼enza le hacĂ­a difĂ­cil sincerarse. TendiĂ³ su mano, y suplicĂ³ con la mirada. Nagui asintiĂ³ y la tomĂ³ entre las suyas. SuponĂ­a que, dentro de lo embarazoso, aquello le resultaba menos incĂ³modo.

     En las imĂ¡genes que vio, no sĂ³lo habĂ­a alegrĂ­a. HabĂ­a felicidad. La felicidad sencilla, pura, de un hombre rodeado de personas a las que amaba y por quienes creĂ­a ser amado. Tres niños, dos chicos y una chica, cada uno mĂ¡s guapo que el otro, saltaban entre la hierba y las flores multicolor de un gran jardĂ­n, jugando con una cometa. Sus rostros irisados estaban cargados de colores, ruborizados por el ejercicio y el calor, y todos revoloteaban en torno al maestro, haciĂ©ndole mil preguntas, piando como polluelos, intentando llamar su atenciĂ³n y obtener a cambio una sonrisa, una caricia. Era evidente que le admiraban y respetaban, pero tambiĂ©n le querĂ­an. Junto a Bainiq, estaba ella.

     La madre de los tres niños era una rantĂ­gona bellĂ­sima. Su piel parecĂ­a porcelana de colores, y ella daba la impresiĂ³n de ser casi tan frĂ¡gil. Su cola occipital se desplegaba y sacudĂ­a graciosamente, mostrando los bellos reflejos, en plumas que debĂ­an alcanzar el metro y medio de longitud. Su sonrisa podĂ­a iluminar todo el jardĂ­n, y sus ojos violetas despedĂ­an timidez y pasiĂ³n por igual. “No es extraño que perdiera la cabeza por ella”, pensĂ³ Nagui.

    “Era mucho mĂ¡s que una criatura hermosa” contestĂ³ el maestro. A travĂ©s de otras imĂ¡genes, la mujer vio cĂ³mo Bainiq y la Sorina se habĂ­an conocido e intimado. CĂ³mo ella le habĂ­a hablado de su soledad, cĂ³mo su marido la descuidaba y lo abandonada que ella se sentĂ­a, cĂ³mo el Sora era tan rĂ­gido y autoritario con sus hijos, que les asustaba, mientras que Ă©l era capaz de imponer disciplina y educarlos con la palabra y no a bofetones. Vio muchas miradas de complicidad entre ambos. Manos tocadas y cogidas a escondidas. Besos robados en pasillos desiertos. Citas a medianoche para burlar la seguridad. Una intensa sensaciĂ³n de vergĂ¼enza cuando vio una imagen de aquella mujer desnuda, debajo de Bainiq. VergĂ¼enza y autodesprecio. El humano se sentĂ­a un iluso, un crĂ©dulo engañado, un bobo. DespuĂ©s, dolor. Un dolor que laceraba el corazĂ³n como una aguja al rojo que atravesase el pecho hasta salir por la espalda. La imagen mostraba a un soldado rantĂ­gono, y a la Sorina llorando a gritos, tirĂ¡ndose de las plumas de la cola, y gritando que Ă©l la habĂ­a ultrajado, que habĂ­a accedido a ello porque Ă©l la habĂ­a amenazado con tomar a la pequeña Adarina si ella seguĂ­a negĂ¡ndose. Rogando que lo mataran enseguida y que no avisaran a su amo y esposo para no avergonzarlo, exigiendo la cabeza de Bainiq el violador.

     Nagui sentĂ­a la decepciĂ³n y el corazĂ³n destrozado de su amigo, como si hubiera sido ella misma quien sufriese la traiciĂ³n. Bainiq, con la mano aĂºn entre las suyas, permanecĂ­a con el semblante bajo y embarazado. La somnia tenĂ­a muchas ganas de abrazarle o, cuando menos de acariciarle el rostro para intentar confortarle, pero sabĂ­a que un gesto de cariño de una mujer, le recordarĂ­a lo que acababa de perder. “Si lo desea, tiene que salir de Ă©l”, se dijo.

     —No nos dejarĂ¡n escapar fĂ¡cilmente — dijo Bainiq, quizĂ¡ mĂ¡s para romper el silencio que para expresar lo que pensaba —. La amenaza de la CIP les asusta, pero su orgullo es mayor que su miedo.
    Nagui pensĂ³. “Miedo…”.


************



          —Sora, si la obligamos a cederlo, avisarĂ¡ a la CIP. Y si la matamos, tambiĂ©n lo sabrĂ¡n, ¡la ConfederaciĂ³n estĂ¡ enterada de que estĂ¡ aquĂ­!

     —Y si le dejo ir, la Sorina dirĂ¡ que fue violada — contestĂ³ el Sora —. Es un insulto a mi honor como marido y Sora, y una afrenta hacia todas las mujeres rantĂ­gonas. ¿QuĂ© opinarĂ¡n ellas, si llega alguien a decirles que pueden ser violadas, que son tan vulnerables al crimen sexual como cualquier raza inferior? Ese humano tiene que desaparecer, y la CIP no ha de tomar parte en lo que no le concierne. Haz lo que sea preciso, pero que desaparezca.

     El oficial intentĂ³ objetar algo mĂ¡s, pero el Sora cortĂ³ la comunicaciĂ³n. “Que desaparezca. Eso pronto estĂ¡ dicho”. SabĂ­a que era poco menos que una traiciĂ³n, pero empezĂ³ a pensar si aquella mujer, no se avendrĂ­a a algĂºn tipo de acuerdo que no les restase dominio… En aquel momento, sonĂ³ la peticiĂ³n de comunicaciĂ³n de parte de la nave de la somnia. Sin duda, venĂ­a a decirle que tenĂ­an a una nave de la CIP de camino, pensĂ³, y estuvo tentado de ignorar la peticiĂ³n, pero la abriĂ³. Y lo que vio le dieron ganas de batir palmas.

      —Oficial, vamos a hacer un trato usted y yo, ¡estate quieta, zorra! — gritĂ³ Bainiq, zarandeando a Nagui, a la que tenĂ­a sujeta con el antebrazo en la garganta y las pĂºas metĂ¡licas del rastrillo muy cerca de su cuello, herramienta que la mujer no dejaba de mirar, con el terror pintado en los ojos — Ustedes no quieren que la CIP meta sus narices aquĂ­, y yo no quiero volver a que me maten en su planeta.

      —Por favor… ¡ayĂºdenme! — gaĂ±Ă³ Nagui, con una lĂ¡grima escurriendo de su ojo derecho, y el humano atenazĂ³ mĂ¡s el brazo. La mujer gorgoteĂ³ y se callĂ³.

     —¿Por quĂ© deberĂ­amos hacer ningĂºn tipo de trato, humano? — preguntĂ³ el oficial.

     —Por que serĂ¡ bueno para ustedes, para el Sora, y para mĂ­ — el rantĂ­gono no contestĂ³, señal de que esperaba que Bainiq siguiese hablando. —. Ustedes me dejan saltar con esta zorra, me pierden de vista, y yo me encargarĂ© de que ella no vuelva a incordiarles con la CIP. A cambio, le dicen al Sora que me han matado, que me han volatilizado, y me dejan en paz.

     —Humano, nos estĂ¡ pidiendo que mintamos… quizĂ¡ usted sea capaz de algo asĂ­, pero nosotros no nos rebajamos a…

     —¡DecĂ­dase, porque si no lo hace, violarĂ© a esta golfa delante de usted, y tendrĂ¡ que explicarle a la CIP que me vio atentar contra ella, y no hizo nada para detenerme! — Bainiq babeaba al gritar, y la mujer sollozaba de terror. Sus labios formaron una palabra: “socorro”. El oficial la mirĂ³ con superioridad.

     —Carguero Drona, ya le advertimos sobre este hombre. Le dijimos que no debĂ­a usted acogerlo en su nave, que era una bestia sin autocontrol. Nos ofrecimos amablemente a librarle de Ă©l, a protegerla… pero usted prefiriĂ³ amenazarnos. Ahora ve las consecuencias de su desafĂ­o. Ahora, tiene que aprender una lecciĂ³n — cambiĂ³ el foco al humano —. Sea. Salte, y no se le ocurra volver por este cuadrante.

     —Pierda cuidado, lo Ăºltimo que me apetece es echarle la vista encima a otro de ustedes en mi vida, ¡hasta nunca! — Bainiq pulsĂ³ el botĂ³n de suelta de motores y el salto fue casi instantĂ¡neo. Donde habĂ­a estado la pequeña nave de carga, de pronto ya no quedaba nada. El oficial sonriĂ³, satisfecho.

     —Señor, ¿quĂ© le diremos al Sora AlĂ¡ntanos? — preguntĂ³ el segundo.

     —Le diremos la verdad: que el humano intentĂ³ violar a su benefactora, ella nos suplicĂ³ ayuda, y nosotros atomizamos la nave. Ha desaparecido, como el Sora deseaba, y la CIP no nos pedirĂ¡ explicaciones, puesto que el humano estĂ¡ vivo, y la nave ha salido de nuestro cuadrante. Si Ă©l decide matar a la somnia, ese ya serĂ¡ su problema.


***********


     Bainiq dejĂ³ caer el rastrillo, pero no soltĂ³ a la mujer, ni esta se separĂ³ de Ă©l cuando preguntĂ³ al ordenador de a bordo la distancia a la nave rantĂ­gona mĂ¡s cercana.

     —Datos desconocidos — contestĂ³ el ordenador — la nave rantĂ­gona mĂ¡s cercana se encuentra fuera del espacio años-luz detectable.

     Nagui sonriĂ³, y a sus oĂ­dos llegĂ³ tambiĂ©n el sonido de la sonrisa del maestro, el alivio que pareciĂ³ emanar de su cuerpo, y cuando se volviĂ³, vio algo mĂ¡s que gratitud en su mirada. El brazo de Bainiq, antes en su garganta, se paseĂ³ lentamente por su espalda, casi hasta sus nalgas, cuando ella se dio la vuelta para mirarle. El hombre estuvo a punto de hablar, pero no lo hizo, ¿quĂ© falta hacĂ­a, si ella ya sabĂ­a todo lo que pensaba? La abrazĂ³. Al principio un abrazo amistoso. Al segundo, la apretĂ³ contra sĂ­, y cuando Nagui devolviĂ³ el abrazo, buscĂ³ su boca con la suya, besĂ³ su frente, sus ojos cerrados y finalmente la besĂ³ en los labios.

     “¿AĂºn piensas que vas a lamentarte por subirme a bordo?” pensĂ³ Bainiq, y la mujer le mirĂ³ con asombro.

     —TenĂ­as el micrĂ³fono abierto para intentar que te contestara — se explicĂ³ —. No podĂ­a hablar, pero sĂ­ oĂ­a todo lo que decĂ­as. Dime, ¿aĂºn crees que puedo ser un asesino, una fiera?

     Nagui asintiĂ³.

     —Antes, lo temĂ­a. Pero ahora estoy convencida. — Suavemente se deslizĂ³ contra su pecho y le besĂ³ de nuevo, dejando a su lengua abrirse paso entre sus labios. La caricia fue dulce y apasionada a la vez, y Bainiq sintiĂ³ que su erecciĂ³n se hacĂ­a patente bajo su sencilla tĂºnica de esclavo. Las manos de la mujer se dirigieron al cinto rojo que la cerraba, y lo soltaron de golpe. El maestro se sintiĂ³ tan sorprendido que tuvo que soltarle la boca. Si Nagui era directa para conversar, lo era tanto o mĂ¡s para otros menesteres.

    DrĂ³nagai sintiĂ³ la rĂ¡faga de sobresalto de su compañero. La Ăºltima vez que alguien le desnudĂ³, fue para humillarle y someterle, y ella lo sabĂ­a. Le acariciĂ³ la calva cabeza hasta la cara, con ternura, y sonriĂ³. “Te deseo, Bainiq”, pensĂ³ para Ă©l “Quiero darte cariño. Placer y cariño”. El maestro le besĂ³ las muñecas, y cerrĂ³ los ojos de gusto cuando ella bajĂ³ las caricias por su cuello, su nuca, su pecho peludo y sus costados, por dentro de la basta tela roja de la tĂºnica cruzada, bajo la cual no habĂ­a prenda alguna. Se dejĂ³ abrazar y tocar, mientras los gemidos querĂ­an escapĂ¡rsele y sus manos buscaban a la vez los cierres de la ropa de Nagui, sin hallarlos. Él estaba acostumbrado a vestidos que se abrochaban en la espalda, no a ropa que se cerraba en el frente, y la propia somnia le llevĂ³ la mano derecha al cierre imĂ¡n de su pecho.

     Nagui le dejĂ³ deslizar el imĂ¡n a lo largo de toda la costura que cruzaba en diagonal su pecho y bajaba hasta las caderas, y dejĂ³ caer al suelo el traje de trabajo. Nagui llevaba ropa interior elĂ¡stica, cĂ³moda y sin adornos. Pero a Bainiq le pareciĂ³ increĂ­blemente erĂ³tico, mucho mĂ¡s que toda la lencerĂ­a que habĂ­a visto en otras ocasiones. Los pechos de su compañera, redondos y tersos, se adivinaban bajo el top blanco, donde apuntaban los pezones erectos. El maestro no aguantĂ³ la tentaciĂ³n; sin darle tiempo a que se quitara la prenda, abrazĂ³ a Nagui y le apresĂ³ uno de los pezones entre los labios.

     La mujer gimiĂ³ y le abrazĂ³. “¡SĂ­!” pidiĂ³ dentro de la mente de su amante, y Ă©l se lo dio gustoso, a la vez que pellizcaba el otro. Las manos de Nagui no permanecieron quietas mucho tiempo, enseguida se colaron bajo la tĂºnica floja y perfilaron la espalda de Bainiq con las puntas de los dedos. Éste se estremeciĂ³ y soltĂ³ los brazos para que la inĂºtil prenda se deslizara por ellos. Le hubiera gustado que hubiera una cama, llevarla en brazos a uno de los camarotes y hacerlo cĂ³modos… pero no podĂ­a aguantar mĂ¡s. SabĂ­a que ella tampoco, y simplemente se arrodillĂ³ en el suelo frente a ella, y besĂ³ su vientre mirĂ¡ndola a los ojos, a la vez que sus dedos jugueteaban con la cinturilla de las bragas y la bajaban poco a poco.

     “SĂ­, por favor… sĂ­, por favor”. Apenas hubo bajado lo justo, Nagui le tomĂ³ de la nuca y le acercĂ³ a su sexo desnudo. Bainiq inhalĂ³ con deleite, ¡quĂ© maravilloso, quĂ© embriagador perfume! OlĂ­a salado y prohibido. OlĂ­a a placer y a exotismo. La abrazĂ³ por las nalgas y besĂ³ la indefensa rajita. Su lengua saliĂ³ casi sin que se diera cuenta, y lamiĂ³ justo la zona mĂ¡s alta, el principio donde comenzaba la abertura, y donde sabĂ­a que estaba el botoncillo mĂ¡gico. Nagui temblĂ³, y una sonrisa se escapĂ³ de los labios de Bainiq. AhĂ­ estaba.

    Notaba el bultito en su lengua, y apresĂ³ las piernas de Nagui entre sus brazos para impedir que las abriera, para centrarse en el clĂ­toris reciĂ©n despertado. El sabor y el aroma de los salados jugos de su compañera le inundĂ³ a la vez la boca y la nariz, ¡ah, quĂ© delicia! ¡QuĂ© extraña y asombrosa delicia! ¡QuĂ© divertido darle tanto placer con algo tan simple como un beso! Nagui se agarrĂ³ a los hombros de Bainiq y temblĂ³, ¡quĂ© rico! HacĂ­a al menos un año que no… ooooh, quĂ© bien lo hacĂ­a ese goloso, no dejaba de lamer y chupar su perlita, ¡quĂ© placer! El cosquilleo elĂ©ctrico crecĂ­a sin parar, su coño desbordaba de jugos y la lengua del maestro se deslizaba sobre su clĂ­toris y aleteaba sobre Ă©l y su sexo cerrado y apretado, donde se acumulaban el calor y el placer. ParecĂ­a que el picor luchaba por salir del encierro de su vulva apretada, y Nagui gimiĂ³ e intentĂ³ inclinarse, en parte por que las piernas apenas la sostenĂ­an, en parte por intentar que Bainiq le concediese un respiro, ¡era demasiado! ¡Era… era elĂ©ctrico, excesivo!

     El maestro vio su intento y se anticipĂ³. AbrazĂ³ con fuerza las piernas de la mujer y las apretĂ³ contra sĂ­ para desequilibrarla y que tuviera que echarse atrĂ¡s. Con la espalda apoyada en el arco de la ventana, Nagui no tenĂ­a escapatoria, y Ă©l siguiĂ³ chupando. Sin piedad. DrĂ³nagai ya no podĂ­a ni pensar. No en palabras. Pero las imĂ¡genes sĂ­ seguĂ­an acudiendo a su mente, y en ella se incrustaron los muslos, la punta del pene de Bainiq que vio a travĂ©s de su tĂºnica entreabierta la primera vez que le vio. Y ya no aguantĂ³ mĂ¡s.

     El gemido cambiĂ³ a grito y enseguida a chillido. El clĂ­toris de Nagui se contrajo con tal fuerza que ella lo sintiĂ³ retraerse, pero su amante no lo soltĂ³; sin estimularlo, pero lo mantuvo preso entre sus labios mientras ella tiritaba y ponĂ­a los ojos en blanco. El placer elĂ©ctrico la recorrĂ­a en olas de picor y estallidos, un cosquilleo delicioso; cada contracciĂ³n de su coño le mandaba sensaciones de picardĂ­a y placer, de gusto maravilloso, que se hacĂ­an mĂ¡s dulces a cada segundo. Bainiq depositĂ³ un beso en su vulva. LamiĂ³ los labios en largos cĂ­rculos mientras ella se calmaba, y cada vez que su lengua se colaba, juguetona, entre ellos, Nagui daba un respingo y un gritito.

     La mujer se dejĂ³ deslizar, desmadejada de gusto, pared abajo, hasta sentarse frente a Bainiq. Este subiĂ³ a besos por su vientre, hasta llegar a las tetas, y le quitĂ³ el top que aĂºn llevaba, y con Ă©l le secĂ³ el sudor de la cara.

      —Tengo mucho, mucho que agradecerte, Nagui — sonriĂ³ —. Apenas he empezado.

     Nagui le abriĂ³ los brazos y Ă©l la estrechĂ³ contra su pecho, haciendo que se deslizara por completo al suelo, cobijĂ¡ndole la cabeza entre sus brazos, delgados pero fuertes y cubiertos de vello entre negro y gris. El rostro azul de la somnia estaba purpĂºreo cuando separĂ³ las piernas y le abrazĂ³ entre ellas, pero no fue la Ăºnica que se ruborizĂ³. Cuando ella bajĂ³ las manos a las nalgas de Bainiq y le empujĂ³ de ellas para que la penetrara, Ă©l tambiĂ©n lo hizo. Nagui sabĂ­a que su amante estaba muy excitado, emocionado y deseoso. SabĂ­a que salĂ­a de la tortura y el miedo, para caer en el agradecimiento y la pasiĂ³n, y quizĂ¡ incluso en el amor. SabĂ­a que aquel encuentro sexual, no durarĂ­a gran cosa. SabĂ­a todo eso, y mucho mĂ¡s, pero querĂ­a tenerle dentro y que se saciara con ella, querĂ­a cumplir su promesa de darle placer y cariño. En los ojos de Bainiq habĂ­a un millĂ³n de chispas. EmbistiĂ³.

     La espalda del maestro se doblo como si pretendiera atravesar el vientre de Nagui, y asĂ­ lo sintiĂ³ ella. Le abrazĂ³ con las piernas y apretĂ³ los dientes. Los somnia, capaces de conseguir el Ă©xtasis de sus parejas con muchĂ­sima facilidad puesto que ven sus pensamientos y saben exactamente dĂ³nde y cĂ³mo tocar, han reducido su aparato reproductor a un mero conducto para los espermatozoides, un fino tubo retrĂ¡ctil que sĂ³lo sirve para fertilizar, pero que no produce placer alguno en la penetraciĂ³n. En cierta manera, Nagui era virgen, pues jamĂ¡s habĂ­a sido penetrada por nada mĂ¡s ancho que el tallo de una flor, ¡aquello era muy distinto! Era ancho, gordo, ¡quemaba! Pero de un modo extraño, no deseaba que se detuviera.

     Bainiq sintiĂ³ el dolor de su compañera, e intentĂ³ moverse con lentitud. Y no era fĂ¡cil. Era tan estrecho, tan cĂ¡lido y hĂºmedo… se sentĂ­a aprisionado por ella (“no deja de ser cierto, viejo roepĂ¡ginas, te ha hecho prisionero”), succionado. Apretado, abrazado con tanta plenitud como ternura. La besĂ³, con los dedos enroscĂ¡ndose en los cabellos color añil y acariciando en cĂ­rculos su rostro. Despacio, empezĂ³ a moverse. Nagui gimiĂ³. Un gemido en el que se mezclaban el alivio, y el placer. El cuerpo de la somnia se relajaba, y al hacerlo, la penetraciĂ³n se hacĂ­a placentera.

     “Si es asĂ­ como lo sienten las lilius, a las somnia nos han estafadoooo…” pensĂ³ Nagui mientras se dejaba llevar por el placer de sentirse llena. Ella siempre habĂ­a pensado que la penetraciĂ³n de la que sus “primas” lilius hacĂ­an tanta alharaca, era tan sĂ³lo una prĂ¡ctica sexual mĂ¡s, ni siquiera una de temperamento. ¿QuĂ© importancia podĂ­a tener que alguien te metiera una parte de su cuerpo, cuando tenĂ­as el clĂ­toris para procurarte orgasmos? Ahora veĂ­a lo equivocada que estaba. Era mĂ¡s, era mucho mĂ¡s que “meterte una parte de su cuerpo”. Era estar fundidos, era ser uno solo, era sentir el placer no sĂ³lo en el clĂ­toris, sino en mil y un sitios que habĂ­a tenido hasta entonces dormidos, era obtener algo que le parecĂ­a que habĂ­a deseado siempre, sin saber, sin poder definir de quĂ© se trataba.

      Bainiq vio en los ojos de Nagui el placer que ella sentĂ­a, y acelerĂ³. Apenas lo hizo, sintiĂ³ que la explosiĂ³n le llegaba, y era demasiado gozosa para contenerla. Nagui lo sintiĂ³ a travĂ©s de Ă©l, y se acoplĂ³ a su placer con su mente. ¡Diosa! ¡Pero quĂ© maravillaaaa…! Un bordoneo riquĂ­simo y electrizante le subĂ­a desde las profundidades de su coño penetrado y se hacĂ­a mĂ¡s agradable a cada embestida, a cada suave deslizamiento. Sus pies se elevaron mientras los de Bainiq daban latigazos, y el placer creciĂ³ a la vez en ambos. El maestro la mirĂ³ a los ojos y vio cĂ³mo ella se sorprendĂ­a de la intensidad del goce, cĂ³mo se ponĂ­a tensa y gemĂ­a mĂ¡s y mĂ¡s fuerte a la vez que Ă©l tambiĂ©n empujaba mĂ¡s rĂ¡pido y al fin el placer estallĂ³, estallĂ³ en un chispazo que les mordiĂ³ a un tiempo desde los riñones a sus cuerpos unidos y les hizo convulsionar uno sobre otro, en medio de un gemido infinito. De olas de gusto que cada uno pensaba y comunicaba al otro. De ternura que les hizo estrecharse, y prodigarse mil besos mutuos, la cabeza de Nagui entre los brazos de Bainiq, ella abrazĂ¡ndole con brazos y piernas.

      “Mi Nagui… mi Pezoncitos. Mi Nagui”. PensĂ³, mimoso, Bainiq, y ella sonriĂ³. “Ya no puedo llevarte a ningĂºn mundo donde seas libre, Bainiq”, bromeĂ³ ella “Ahora quiero que seas mi esclavo, que seas para mĂ­”.

      —¿Tu esclavo…? — jadeĂ³ Bainiq — Adelante.



**********


     En su despacho, el Sora AlĂ¡ntanos estudiaba exigencias del Consejo y peticiones de sus representados, leĂ­a informes y ordenaba complejas listas de tareas para prĂ³ximas reuniones, cuando llamaron a la puerta y Ă©l permitiĂ³ el paso. Adarina, su hija menor, se acercĂ³ a su mesa flotante.

     —QuerrĂ­a darle las buenas noches, augusto padre — musitĂ³ la niña, algo temerosa. El Sora no sonriĂ³, y apenas mirĂ³ a la niña, se limitĂ³ a decir “buenas noches”. Adarina hizo ademĂ¡n de retirarse, pero no pudo resistir — ¿CuĂ¡ndo volverĂ¡ el maestro Bainiq?

     Ante la pregunta, el Sora dedicĂ³ una mirada frĂ­a y despectiva a la pequeña.

     —Nunca — la niña dejĂ³ ver su desilusiĂ³n e hizo un puchero, y el Sora AlĂ¡ntanos, impaciente, resoplĂ³ y continuĂ³ — Adarina, ese humano era malo. Por eso le pegamos, ¿recuerdas?

     —Pero le pegamos para castigarle. Si ya le castigamos, ya sabe que no debe volver a ser malo, ¿no puede volver?

     —No, no puede volver. Su castigo no era sĂ³lo pegarle, su castigo era morir — la niña pareciĂ³ sorprendida hasta el horror —. Hizo mucho daño a tu madre, me hizo mucho daño a mĂ­, y os hubiera hecho daño a todos vosotros tambiĂ©n. Por eso le matamos, y por eso no volverĂ¡ nunca. AsĂ­ que deja de pedir por Ă©l, o conseguirĂ¡s que tu padre se enfade — empezĂ³ a desplegar el arco occipital y la niña se retirĂ³ un paso —. Y tĂº no querrĂ¡s que tu padre se enfade, ¿verdad?

     Adarina no pudo contestar. El llanto le cerrĂ³ la garganta y se echĂ³ a llorar. El Sora, molesto, agitĂ³ la campanilla que habĂ­a en su mesa, y entrĂ³ la Sorina, que se apresurĂ³ a espabilar a la niña. La tomĂ³ del hombro y la mano y, prometiĂ©ndole un bonito cuento antes de acostarse, la sacĂ³ de allĂ­. AlĂ¡ntanos mirĂ³ la espalda de su mujer. El vestido era descubierto en la espalda y dejaba las cicatrices a la vista, pero Ă©stas no se hubieran apreciado normalmente. El Sora sonriĂ³ al contemplar la nuca mutilada, aĂºn ensangrentada, de su mujer. En la chimenea todavĂ­a humeaban las hebras de aquellas plumas de las que esa puta se habĂ­a sentido tan orgullosa. Le habĂ­a serrado la cola occipital.
    



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2 comentarios:

  1. Magnifico relato. Me encantĂ³. Enhorabuena.
    Tienes un blog mĂ¡gnifico, y yo buena lectura para un rato.
    Un saludo
    Carla Mila

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    1. ¡MuchĂ­simas gracias por leer y comentar! Me alegra mucho que te gusten :)

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