“Prohibido silbar. Prohibido cantar. Prohibido tocar la armĂ³nica. Prohibido hacer mĂºsica con ningĂºn elemento de las celdas. ...

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     “Prohibido silbar. Prohibido cantar. Prohibido tocar la armĂ³nica. Prohibido hacer mĂºsica con ningĂºn elemento de las celdas. Prohibido recitar eructando. Prohibido roncar. Prohibido hacer el tonto. Prohibido quejarse. Prohibido suicidarse”.

     “Era una noche oscura y tormentosa…” El Justicia resoplĂ³ una especie de risa sarcĂ¡stica. Le encantaban las novelas de misterio y policĂ­acas y aquĂ©l era, sin lugar a dudas, el comienzo mĂ¡s manido y manoseado que se pudiera utilizar. OjalĂ¡ se equivocase, pero mucho se temĂ­a que aquĂ©lla historia no iba a ser muy buena. Le esperaba una larga noche de guardia y, si la novela que habĂ­a escogido no le seducĂ­a, iba a ser mĂ¡s larga todavĂ­a. Por si fuera poco, desde las celdas le volviĂ³ a llegar el ruido:

     —Swiiiing looooooooooow… sweet chaaaaaaaaaaaa-riooooooot… come for to carry me hooooooome…

     Irritado, se asomĂ³ al pasillo y voceĂ³:

     —¡Lee los carteles, TAMBIÉN estĂ¡ prohibido cantar!

     —¡No eres precisamente el Justicia mĂ¡s amable del mundo, ¿sabes?!

     —No tengo por quĂ© serlo — sonriĂ³, malicioso — Duerme y calla de una vez.

     ¡QuĂ© tranquila habĂ­a sido la colonia hasta que llegĂ³ ella, pensĂ³ Gabro! El Justicia habĂ­a disfrutado de un trabajo razonablemente manejable hasta hacĂ­a cosa de un par de meses, cuando ella volviĂ³ a la colonia, si bien la paz era intermitente desde que ella llegĂ³ por primera vez allĂ­, hacĂ­a ya varios años. Hierbabuena habĂ­a sido un pequeño asentamiento agrĂ­cola y ganadero que gozaba de los adelantos donados por el ejĂ©rcito y la CIP (ConfederaciĂ³n Interplanetaria PacĂ­fica). Con sus poco mĂ¡s tres mil habitantes, producĂ­a grano, carne, lana y leche para mĂ¡s de del doble, con lo que vivĂ­an desahogada y aĂºn prĂ³speramente. Sus habitantes, aunque en su mayorĂ­a eran humanos, habĂ­an sido instalados juntos a lilius, herbos y otras razas, y, puesto que todos deseaban una vida tranquila, todos convivĂ­an en armonĂ­a. De eso hacĂ­a veinticinco años, cuando la colonia era de apenas dos mil personas, y Gabro era un mocoso que ni la conocĂ­a, aĂºn estudiaba para ser Justicia. HacĂ­a diez que cuidaba de ella y de sus habitantes, resolviendo los escasos conflictos, oficiando las bodas civiles y persiguiendo a los aĂºn mĂ¡s escasos criminales. Por mĂ¡s que su labor era mĂ¡s de la de mediador que la de policĂ­a, le gustaba considerarse como tal, y equipararse a los detectives de las novelas y holografĂ­as que tanto le gustaban. A veces hacĂ­a deseado encontrarse con algĂºn caso importante de verdad, un buen misterio, o un criminal consumado. “En quĂ© hora…”, pensĂ³, y se sentĂ³ de nuevo en su escritorio, tras el cual, tambiĂ©n allĂ­, llovĂ­a. “Ahora podrĂ­a estar en mi camita, y no montando guardia como un imbĂ©cil”.

     Se obligaba a ello porque a Queena habĂ­a que vigilarla. Metida en una celda de campo de fuerza, con Ă©l ahĂ­ fuera, y era muy capaz de intentar escaparse. Otra vez. La primera vez que lo hizo, fue harĂ¡ ya mĂ¡s de cinco años. Entonces habĂ­a parecido una inmigrante mĂ¡s, otro colono en medio de los quince o veinte que llegaron, pero ella no venĂ­a para cultivar la tierra o apacentar ovejas ni reses. Ella venĂ­a para estafar a todo lo que se moviera. SegĂºn decĂ­a, era perfumista y vendĂ­a ungĂ¼entos, colonias, maquillaje… afeites. Y sĂ­, es cierto que se dedicaba a ello, pero su principal negocio no era hacer potingues ni jaboncillos con formas ridĂ­culas; su principal fuente de ingresos era leer las cartas y estafar a los crĂ©dulos. Para desgracia de Gabro, habĂ­a muchos crĂ©dulos allĂ­. TardĂ³ mĂ¡s de un año en conseguir que alguien presentase cargos contra ella, pero para cuando fue a buscarla, para su sorpresa, la mujer desapareciĂ³ ante sus ojos. Literalmente. Él mismo era lo que llamaban un camaleĂ³nico y podĂ­a mimetizarse con el entorno, pero nunca habĂ­a visto a nadie capaz de volverse invisible por completo, y asĂ­ logrĂ³ darle esquinazo y escapar. Y por lo visto, aquĂ©lla no era su Ăºnica habilidad; su aspecto delataba otras que Ă©l, dada su ignorancia de la raza a la que pertenecĂ­a aquĂ©lla artera criatura, no habĂ­a sabido ver.

     La primera vez que la vio, pensĂ³ que el cabello de Queena era canoso, pero apenas se dio la vuelta, le quedĂ³ claro que aquĂ©l era su color natural. A no ser que tambiĂ©n tuviera canas exactamente idĂ©nticas en el rabo. Gabro no habĂ­a visto jamĂ¡s una criatura asĂ­. Ni nadie. La mujer tenĂ­a una espesa melena oscura con dos rayas blancas, nĂ­veas, que le nacĂ­an de las sienes, pero lo extraordinario era el no menos espeso rabo que le salĂ­a de la falda, que movĂ­a a su antojo y que lucĂ­a idĂ©nticos colores.

    AquĂ©lla primera vez que Queena se hizo invisible y se marchĂ³, pensĂ³ que habĂ­an logrado deshacerse de ella; ya habĂ­a sacado el dinero a los ignorantes de aquĂ©lla colonia, habĂ­a conseguido que una mujer testase en su favor, sin duda eso le bastaba, se largarĂ­a a buscar a otros de quienes aprovecharse. Pero, para su indignada sorpresa, seis meses despuĂ©s, volviĂ³. Y para su mayor indignaciĂ³n, la prĂ¡ctica totalidad de la colonia la recibiĂ³ con los brazos abiertos. El delito (la falta mĂ¡s bien, pero para Ă©l era un delito), no sĂ³lo habĂ­a prescrito en ese tiempo, sino que el hombre que presentĂ³ cargos contra ella se desdijo (¡y aĂºn volviĂ³ a acudir a ella!), de modo que tuvo que aguantarse con ella allĂ­, pero en esa ocasiĂ³n decidiĂ³ que no le pillarĂ­a de sorpresa y estudiĂ³ todo lo que pudo sobre ella.

     Por lo que encontrĂ³ consultando archivos y librerĂ­as en Googlevac, Queena pertenecĂ­a a una raza casa extinta, conocida como Las hijas de lo Salvaje. SegĂºn decĂ­a la leyenda, muchos milenios atrĂ¡s, tuvieron un planeta y eran humanoides vulgares, sin ningĂºn poder. VivĂ­an esclavizadas por los hombres de su planeta y carecĂ­an de derechos. En cierta ocasiĂ³n, una criatura cayĂ³ del cielo a ese mundo y las mujeres lo cuidaron hasta que se repuso. La criatura resultĂ³ ser un dios salvaje, sin fieles, y les asegurĂ³ que les concederĂ­a un deseo por haberle salvado, y las mujeres pidieron equipararse a sus maridos. El Salvaje se lo concediĂ³, pero los hombres no quisieron saber nada de aquella nueva raza de mujeres, y las desterraron fuera del planeta. El dios Salvaje, seguĂ­a contando la leyenda, enfurecido con aquellos hombres, los destruyĂ³ a todos, pero dio a las mujeres algunos dones especiales, a fin de que, fueran donde fueran, pudieran emparejarse con machos de cualquier raza y no quedarĂ¡n jamĂ¡s ante ellos en desventaja.

      De las Hijas de lo Salvaje se decĂ­a que sĂ³lo concebĂ­an niñas, que eran inmortales, que podĂ­an vivir sĂ³lo alimentĂ¡ndose de luz y calor, embrujar a un hombre sĂ³lo con mirarlo y mil bobadas mĂ¡s. La verdad era que tenĂ­an algunas caracterĂ­sticas animales y poco mĂ¡s. Queena en concreto, tenĂ­a su precioso cabello y su curioso rabo funcional, tenĂ­a tambiĂ©n colmillos afilados que mostraba cuando sonreĂ­a, cosa que hacĂ­a muy a menudo, y su invisibilidad. En un principio, Gabro pensĂ³ que el animal del que ella tenĂ­a caracterĂ­sticas, era un vulgar gato. Y caro pagĂ³ ese error. Cuando, en cierta ocasiĂ³n, la agarrĂ³ de un brazo dispuesto a llevarla a la celda a la fuerza, ella sonriĂ³ con malicia, y de pronto, el aire se volviĂ³ verde. Un pestazo tan agresivo hiriĂ³ su nariz con tal fuerza que le hizo llorar los ojos y se vio atacado por una violenta sensaciĂ³n de nĂ¡usea. Para cuando logrĂ³ parar de vomitar, la muy… ya habĂ­a desaparecido. Queena no era un gatito, sino una temible alimaña de Tierra Antigua llamada “mofeta”.

      EclipsĂ¡ndose cuando veĂ­a las cosas oscuras y dejĂ¡ndose proteger por la gente de Hierbabuena que, inexplicablemente, la adoraban, Queena habĂ­a pasado los tres Ăºltimos años yendo y viniendo de la colonia. En vano habĂ­a Gabro publicado bandos contra ella, dado charlas contra los adivinos y quiromĂ¡nticos, y ofrecido recompensas; la gente no pensaba denunciarla, ni siquiera protestar contra ella por nada. Si querĂ­a detenerla, tendrĂ­a que actuar de oficio y aĂºn se encontrarĂ­a sin testigos. Pero Gabro no era alguien que se rindiera asĂ­ como asĂ­, ni que dejara de hacer su trabajo sĂ³lo porque no se lo agradecieran o hasta se lo reprocharan. Él sabĂ­a que Queena era una embustera, y encontrarĂ­a la forma de detenerla y, si no conseguĂ­a que la condenaran, conseguirĂ­a al menos que la expulsaran sin posibilidad de volver. TambiĂ©n pensaba en molestarla tanto que no le viniese a cuenta parar por allĂ­, pero cada vez que iba a interrogarla, que registraba su casa o que la interpelaba por la calle, ella siempre le contestaba con una abierta sonrisa y parecĂ­a encantada de que lo hiciera, o hasta se atrevĂ­a a tomarle del brazo mientras caminaban.

     Un sonido de armĂ³nica, triste y melancĂ³lico, interrumpiĂ³ sus pensamientos y se levantĂ³ de nuevo, ¿es que esa mujer no se cansaba de incordiar jamĂ¡s?

     —CreĂ­ haberte dicho que estĂ¡ prohibido hacer mĂºsica. Por Ăºltima vez: no se permite usar armĂ³nica, ni silbar, ni cantar, ni hacer mĂºsica con tazas, ni con los barrotes de la cama, ni hacer percusiĂ³n con ninguna parte del cuerpo, ni eructar, ¡ni hacer ningĂºn tipo de sonido que no sea la respiraciĂ³n!

     El sonido tardĂ³ un poco en extinguirse, pero Gabro suspirĂ³, satisfecho. Por un segundo. Al momento, le invadiĂ³ una terrible sospecha; tocar la armĂ³nica fue lo primero que hizo y lo primero por lo que la reprendiĂ³, ¿por quĂ© lo repetĂ­a? CorriĂ³ a las celdas y le dieron ganas de estrellarse la cabeza contra la pared cuando vio que en ella, habĂ­a sĂ³lo un pequeño altavoz de reproducciĂ³n.

     —Maldita sea… maldita sea, ¡maldita sea! — rugiĂ³ y soltĂ³ el campo de fuerza, braceĂ³ por la celda en un intento de comprobar si seguĂ­a allĂ­, y cuando el altavoz empezĂ³ a hacer ruidos de palmadas, volcĂ³ la cama de hierro y aplastĂ³ el aparato bajo su pie. CorriĂ³ de nuevo al piso de arriba, mascullando maldiciones, y en la escalera resonaron los pasos de sus botas al subir, recoger el abrigo (y quizĂ¡ tirar el perchero), y salir dando un portazo, dispuesto a encontrarla en los hangares antes de que se le escabullese una vez mĂ¡s.

     SĂ³lo entonces, alguien que hubiese estado muy cerca de la celda, o directamente en ella, hubiera podido escuchar una risita.

     Queena se hizo visible en un rincĂ³n de la celda. Era una mujer menuda, de pequeña estatura, cara afilada y grandes y brillantes ojos negros, enmarcados por espesas pestañas. Su cabello y su cola blanquinegros eran abundantes, de aspecto sedoso, y sus ropas eran del mismo color, negro brillante con dos rayas blancas. TenĂ­a el aspecto de un bombĂ³n de dos chocolates, si hubiera bombones con colmillos y botines de tacĂ³n.

     —Cuando tirĂ³ la cama, pensĂ© que ahora sĂ­ me pescaba — sonriĂ³, y saliĂ³ de la celda. Estuvo a punto de subir por la escalera, pero al ver que llovĂ­a, tomĂ³ una manta gris de la cama, y se la colocĂ³ a guisa de mantilla —. Supongo que no le importarĂ¡ que la tome prestada.

     —AjĂ¡. Ahora tambiĂ©n puedo acusarte de hurto de propiedad pĂºblica de la colonia. — Queena pegĂ³ un brinco y mirĂ³ a su alrededor. Pegado a la pared del pasillo, le distinguiĂ³: dos ojos verdes que flotaban en la oscuridad. La mujer se habĂ­a llevado un buen susto, pero se recobrĂ³ con mucha rapidez.

     —¿El Justicia usando trucos de camaleĂ³nico, los mismos que a mĂ­ me reprocha? — sonriĂ³ con cierta coqueterĂ­a —. Eso no es deportivo.

     Los ojos verdes se achinaron, como si su dueño sonriera (“admitiendo que sepa sonreĂ­r”, pensĂ³ Queena), y parecieron flotar hacia ella cuando se acercaron.

     —No serĂ¡ deportivo, pero es prĂ¡ctico. No se puede tratar contigo de forma honrosa, ni siquiera civilizada. Hay que combatirte con tus mismas armas — Queena sonriĂ³, mostrando uno de los colmillos por entre los labios, y se esfumĂ³. La manta gris saltĂ³ en direcciĂ³n a Gabro, pero Ă©ste estaba ya preparado, y la manta aterrizĂ³ en el suelo sin rozarle. Un gran silencio inundĂ³ la estancia, desde el pasillo a las celdas. Cualquiera, salvo quizĂ¡s un ciego, hubiera podido pensar que estaba vacĂ­a.

     —¿Ahora ya no tienes ganas de cantar? — bromeĂ³ Gabro, buscando picarla, pero sĂ³lo el silencio le contestĂ³. “SĂ© que estĂ¡s aquĂ­, puedo sentirte aunque no te vea”, pensĂ³. Alguien le pellizcĂ³ una oreja, y se volviĂ³ como un rayo, pero sĂ³lo tocĂ³ aire. Una risita.

     —Me has roto mi IRplay — susurrĂ³, y el Justicia activĂ³ el campo de fuerza de las celdas. Unos pasitos rĂ¡pidos. — ¡Ay! — y Queena se dio de narices contra el pecho del Justicia, creyendo que la puerta del pasillo estarĂ­a libre, ¿cĂ³mo habĂ­a llegado tan sigiloso hasta allĂ­? Dos brazos de hierro la atenazaron, y al momento el aire se volviĂ³ de un repugnante color verde grisĂ¡ceo — ¡Espero que te haya gustado la cena, porque vas a volver a saborearla!

     Se debatiĂ³, intentĂ³ que la soltara antes de que la vomitara encima, pero la presa no aflojĂ³ un Ă¡pice.
 
     —Do pueded edperad que te funcione ed midmo truco dod veced — la voz del Justicia sonaba rara; la mujer se volviĂ³ y Gabro bajĂ³ el camuflaje. Llevaba una pinza en la nariz. Otro tipo de persona quizĂ¡ hubiera gritado “¡tramposo!”, o se hubiera indignada, pero Queena sonriĂ³. ParecĂ­a incluso halagada por aquello.

     —Tienes razĂ³n, hacen falta tretas nuevas. Como esta — canturreĂ³, y besĂ³ a Gabro en los labios. Este no se lo esperaba, y aflojĂ³. Un segundo fue cuanto precisĂ³ ella; se soltĂ³, desapareciĂ³ y huyĂ³.

     —¡Eh! ¡A-alto! ¡Alto! — gritĂ³ el Justicia y corriĂ³ tras -eso esperaba- ella. Vio la puerta abrirse y saliĂ³ como una exhalaciĂ³n.

     Dentro del despacho, se oyĂ³ una risita contenida, como si alguien estuviera intentando aguantar la carcajada. Enseguida la puerta se cerrĂ³. Alguien echĂ³ la llave por dentro, y Ă©stas flotaron en el aire, se balancearon, y, por un segundo, parecieron caer y se desvanecieron, como si alguien las hubiese dejado caer dentro de un escote. El sonido de unos tacones se acercĂ³ a la mesa del Justicia y se produjo un suave canturreo que acabĂ³ en un satisfecho “¡ajĂ¡!”, y una tarjeta de activaciĂ³n de activaciĂ³n de una astronave flotĂ³ fuera de un cajĂ³n, y desapareciĂ³.
    


     Gabro no necesitaba ver para saber a dĂ³nde iba ella, ¡a los hangares! Él le habĂ­a requisado su nave, y la tenĂ­a retenida allĂ­, con un bonito cepo electrĂ³nico puesto que imposibilitaba el acceso; aunque ella tuviera una copia de la tarjeta de activaciĂ³n, no podrĂ­a ni entrar en la nave, ¡allĂ­ la pescarĂ­a! Y ademĂ¡s, podĂ­a endosarle delito de intento de fuga, ¡ahora sĂ­ que era suya! Apenas llegĂ³ a los hangares, pulsĂ³ el intercomunicador y avisĂ³ al alcalde.

     —Señor Gabro… son casi las dos de la mañana, espero que sea importante. — contestĂ³ la voz soñolienta del alcalde.

     —Lo es, señor — dijo, triunfal — ¿Recuerda que puse a Queena en prisiĂ³n preventiva? Pues ha intentado fugarse una vez mĂ¡s, pero la tengo acorralada en los hangares. Debo pedirle que venga, alcalde, he de disponer de un testigo en su detenciĂ³n, para que no pueda alegar que la he maltratado, ni nada semejante.

     —Gabro, la obsesiĂ³n que tiene usted con esa mujer empieza a ser enfermiza. Cualquiera dirĂ­a que estĂ¡ usted enamorado de ella. — No era lo que el Justicia necesitaba oĂ­r, pero el alcalde terminĂ³ — IrĂ© enseguida. Pero mĂ¡s vale que estĂ© allĂ­ y que realmente haya intentado fugarse.

     CortĂ³ la comunicaciĂ³n, y Gabro asintiĂ³, satisfecho de sĂ­ mismo. MirĂ³ al interior de los hangares, donde habĂ­a un par de naves mĂ¡s, y la ridĂ­cula “Preciosidad”, la nave rosa con orejas de gato que pertenecĂ­a a Queena. PodĂ­a adivinar a la mujer allĂ­, trasteando con su tarjeta de acceso, rabiosa, preguntĂ¡ndose por quĂ© no se abrĂ­a, y se frotĂ³ las manos de contento. “Ya te tengo”, pensĂ³. Y lo siguiĂ³ pensando durante dos maravillosos segundos. Hasta que oyĂ³ el zumbido de una nave acercĂ¡ndose a Ă©l.

     De inmediato saliĂ³ del hangar y, volando sobre Hierbabuena, con un brazo por fuera de la ventanilla que le decĂ­a adiĂ³s y alejĂ¡ndose a cada vez mayor velocidad, vio…

      —¡Mi nave! — el fracaso le golpeĂ³ como un mazo. Mientras la lluvia le escurrĂ­a por sus aceitados cabellos rubios y la nariz aguileña, y le empapaba las ropas, sintiĂ³ su derrota como un golpe fĂ­sico. “No saliĂ³ delante de mĂ­. PerseguĂ­ a la nada. Se quedĂ³ tranquilamente en mi despacho, sin mover un dedo, y me hizo correr como un loco persiguiendo fantasmas, ¡bajo la lluvia! Y a ella le bastĂ³ coger MI tarjeta de acceso, bajar con toda calma a MI garaje, y robar MI NAVE. Soy un cretino. ¡Soy un cretino, un cretino, un cretino…!”




     —Con toda sinceridad, Gabro, creo que lo mejor es que se tome usted unas vacaciones, e intente olvidarse de todo este asunto — el tono del alcalde era cordial. Demasiado cordial, pensĂ³ Gabro. Éste, calado hasta los huesos, tiritando y con los dientes castañeteĂ¡ndole de frĂ­o, intentaba obviar no sĂ³lo eso, sino tambiĂ©n el trasteo del cerrajero en la puerta de su despacho, que ELLA habĂ­a cerrado y cuya llave se habĂ­a llevado. Y luego tendrĂ­a que abrir tambiĂ©n la puerta del garaje, era lĂ³gico pensar que lo habrĂ­a cerrado por dentro tambiĂ©n. “Y lo ha hecho sĂ³lo para humillarme”, se dijo el Justicia, escurriĂ©ndose las mangas de su traje gris. No arreglaba gran cosa con ello, pero asĂ­ evitaba mirar a los ojos al alcalde y leer en ellos conmiseraciĂ³n. “PodĂ­a haberse ido sin mĂ¡s, pero ha tenido que echar cerraduras a todas las puertas, por lo mismo que pasĂ³ por encima de los hangares y me saludĂ³ con la mano: para reĂ­rse de mĂ­”.

     —Alcalde, sĂ© que he fallado, pero mi puesto estĂ¡ aquĂ­, en Hierbabuena, ¿quĂ© pasarĂ¡ si alguien tiene necesidad de un juicio, o si se presenta ella de nuevo?

    El alcalde suspirĂ³, y su prominente tripa temblĂ³ al hacerlo.

     —Gabro, si alguien necesita un juez, yo mismo podrĂ© hacerlo, y en cuanto a Queena, de veras… intente dejarla en paz. — el Justicia emitiĂ³ un resoplido molesto — Ya sĂ© que usted la llama estafadora porque echa las cartas…

     —Y porque los productos que vende son todos un timo, “jabĂ³n de la pasiĂ³n, perfume del deseo, crema adelgazante…” ¡Hay mujeres en esta colonia que se han gastado fortunas en sus tonterĂ­as!

     El alcalde puso mala cara y se estirĂ³ la tĂºnica de la cintura.

     —Bien, de acuerdo, pero vender esos productos es legal, ¡y a mucha gente le funcionan! Y ella no obliga a nadie a comprarlas, igual que no obliga a nadie a la lectura de cartas. CrĂ©ame, dĂ©jela en paz. Ya sĂ© que va a echarla de menos, pero… — el Justicia se indignĂ³, pero un poderoso estornudo le impidiĂ³ contestar, asĂ­ que el alcalde siguiĂ³ hablando — SĂ­, echarla de menos. ¡Vamos, Gabro! ¡Cada vez que esa mujer viene a la colonia, a usted le brillan los ojos! ¡Cada vez que la detiene, se pasa horas enteras hablando con ella! ¡No deja de buscarse excusas para ir a su tienda, a su casa, para buscarla en el mercado…! Diga a quien quiera que es celo profesional, y yo le secundarĂ©, Justicia. ¡Pero entre usted y yo, tanta persecuciĂ³n a una mujer, no puede ser simplemente legal!

     —¡Esa mujer consiguiĂ³ que la señora Taia testificara a su nombre y desheredara a su hijo! ¿Eso no es ilegal?

     —Oh, todos sabemos que el hijo de Taia era un interesado que la tenĂ­a abandonada y no se arrimĂ³ a ella mĂ¡s que cuando vio que la pobre mujer tenĂ­a algunos ahorros… ¡era Queena quien pasaba con ella tardes enteras, y le dejaba perfumes y jabones, y la peinaba a mitad de precio, cuando se acordaba de cobrarle! ¡La mujer hizo lo que creyĂ³ justo!

     —¡Pero no legal!

     —De acuerdo, Gabro. No legal. Pero de veras, dĂ©jelo — el alcalde subiĂ³ el tono cuando vio que el Justicia pretendĂ­a volver a la carga —. Va usted a tomarse vacaciones, y punto. Las necesita y lleva dos años sin disfrutarlas; le hacen falta. Y le quiero fuera del planeta.

     —¿Fuera del…?

     —Planeta, eso he dicho y me ha oĂ­do perfectamente. Se lo digo como amigo, Gabro: si te quedas aquĂ­, antes del segundo dĂ­a estarĂ¡s en el despacho, te conozco demasiado bien. AsĂ­ que te irĂ¡s a alguna colonia de vacaciones. A Lilium-Arcadia Paradise, a Venusia D´Or, a… ¡a donde sea, pero donde hagas vacaciones de verdad!

     Gabro masticaba su cabreo. Ya a solas, tenĂ­a ganas de emprenderla a golpes con todos los muebles, de darse Ă©l mismo de bofetones, y todo eso sĂ³lo le ponĂ­a de peor humor; perder el dominio de sĂ­ mismo, su frialdad de la que se jactaba, era como quitarle lo mĂ¡s valioso que poseĂ­a, el peor insulto que podĂ­an dedicarle. “Si la cojo, si… si vuelve por aquĂ­, la…”, y en ese momento, sonriĂ³.

     Vacaciones. Fuera del planeta. Claro que sĂ­. “Tengo casi cuatro meses para encontrarte, y lo harĂ©. Tengo que devolverte tu nave”.

     Hay sonrisas que hacen hervir el chocolate. Sonrisas que hacen agriar la leche. La del Justicia en aquĂ©l momento, hubiera convertido un iceberg en cubitos para limonada.


      (Fin de la primera parte).



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