“Prohibido silbar. Prohibido cantar. Prohibido tocar la armónica. Prohibido hacer música con ningún elemento de las celdas. ...

0 Comments

    
     “Prohibido silbar. Prohibido cantar. Prohibido tocar la armónica. Prohibido hacer música con ningún elemento de las celdas. Prohibido recitar eructando. Prohibido roncar. Prohibido hacer el tonto. Prohibido quejarse. Prohibido suicidarse”.

     “Era una noche oscura y tormentosa…” El Justicia resopló una especie de risa sarcástica. Le encantaban las novelas de misterio y policíacas y aquél era, sin lugar a dudas, el comienzo más manido y manoseado que se pudiera utilizar. Ojalá se equivocase, pero mucho se temía que aquélla historia no iba a ser muy buena. Le esperaba una larga noche de guardia y, si la novela que había escogido no le seducía, iba a ser más larga todavía. Por si fuera poco, desde las celdas le volvió a llegar el ruido:

     —Swiiiing looooooooooow… sweet chaaaaaaaaaaaa-riooooooot… come for to carry me hooooooome…

     Irritado, se asomó al pasillo y voceó:

     —¡Lee los carteles, TAMBIÉN está prohibido cantar!

     —¡No eres precisamente el Justicia más amable del mundo, ¿sabes?!

     —No tengo por qué serlo — sonrió, malicioso — Duerme y calla de una vez.

     ¡Qué tranquila había sido la colonia hasta que llegó ella, pensó Gabro! El Justicia había disfrutado de un trabajo razonablemente manejable hasta hacía cosa de un par de meses, cuando ella volvió a la colonia, si bien la paz era intermitente desde que ella llegó por primera vez allí, hacía ya varios años. Hierbabuena había sido un pequeño asentamiento agrícola y ganadero que gozaba de los adelantos donados por el ejército y la CIP (Confederación Interplanetaria Pacífica). Con sus poco más tres mil habitantes, producía grano, carne, lana y leche para más de del doble, con lo que vivían desahogada y aún prósperamente. Sus habitantes, aunque en su mayoría eran humanos, habían sido instalados juntos a lilius, herbos y otras razas, y, puesto que todos deseaban una vida tranquila, todos convivían en armonía. De eso hacía veinticinco años, cuando la colonia era de apenas dos mil personas, y Gabro era un mocoso que ni la conocía, aún estudiaba para ser Justicia. Hacía diez que cuidaba de ella y de sus habitantes, resolviendo los escasos conflictos, oficiando las bodas civiles y persiguiendo a los aún más escasos criminales. Por más que su labor era más de la de mediador que la de policía, le gustaba considerarse como tal, y equipararse a los detectives de las novelas y holografías que tanto le gustaban. A veces hacía deseado encontrarse con algún caso importante de verdad, un buen misterio, o un criminal consumado. “En qué hora…”, pensó, y se sentó de nuevo en su escritorio, tras el cual, también allí, llovía. “Ahora podría estar en mi camita, y no montando guardia como un imbécil”.

     Se obligaba a ello porque a Queena había que vigilarla. Metida en una celda de campo de fuerza, con él ahí fuera, y era muy capaz de intentar escaparse. Otra vez. La primera vez que lo hizo, fue hará ya más de cinco años. Entonces había parecido una inmigrante más, otro colono en medio de los quince o veinte que llegaron, pero ella no venía para cultivar la tierra o apacentar ovejas ni reses. Ella venía para estafar a todo lo que se moviera. Según decía, era perfumista y vendía ungüentos, colonias, maquillaje… afeites. Y sí, es cierto que se dedicaba a ello, pero su principal negocio no era hacer potingues ni jaboncillos con formas ridículas; su principal fuente de ingresos era leer las cartas y estafar a los crédulos. Para desgracia de Gabro, había muchos crédulos allí. Tardó más de un año en conseguir que alguien presentase cargos contra ella, pero para cuando fue a buscarla, para su sorpresa, la mujer desapareció ante sus ojos. Literalmente. Él mismo era lo que llamaban un camaleónico y podía mimetizarse con el entorno, pero nunca había visto a nadie capaz de volverse invisible por completo, y así logró darle esquinazo y escapar. Y por lo visto, aquélla no era su única habilidad; su aspecto delataba otras que él, dada su ignorancia de la raza a la que pertenecía aquélla artera criatura, no había sabido ver.

     La primera vez que la vio, pensó que el cabello de Queena era canoso, pero apenas se dio la vuelta, le quedó claro que aquél era su color natural. A no ser que también tuviera canas exactamente idénticas en el rabo. Gabro no había visto jamás una criatura así. Ni nadie. La mujer tenía una espesa melena oscura con dos rayas blancas, níveas, que le nacían de las sienes, pero lo extraordinario era el no menos espeso rabo que le salía de la falda, que movía a su antojo y que lucía idénticos colores.

    Aquélla primera vez que Queena se hizo invisible y se marchó, pensó que habían logrado deshacerse de ella; ya había sacado el dinero a los ignorantes de aquélla colonia, había conseguido que una mujer testase en su favor, sin duda eso le bastaba, se largaría a buscar a otros de quienes aprovecharse. Pero, para su indignada sorpresa, seis meses después, volvió. Y para su mayor indignación, la práctica totalidad de la colonia la recibió con los brazos abiertos. El delito (la falta más bien, pero para él era un delito), no sólo había prescrito en ese tiempo, sino que el hombre que presentó cargos contra ella se desdijo (¡y aún volvió a acudir a ella!), de modo que tuvo que aguantarse con ella allí, pero en esa ocasión decidió que no le pillaría de sorpresa y estudió todo lo que pudo sobre ella.

     Por lo que encontró consultando archivos y librerías en Googlevac, Queena pertenecía a una raza casa extinta, conocida como Las hijas de lo Salvaje. Según decía la leyenda, muchos milenios atrás, tuvieron un planeta y eran humanoides vulgares, sin ningún poder. Vivían esclavizadas por los hombres de su planeta y carecían de derechos. En cierta ocasión, una criatura cayó del cielo a ese mundo y las mujeres lo cuidaron hasta que se repuso. La criatura resultó ser un dios salvaje, sin fieles, y les aseguró que les concedería un deseo por haberle salvado, y las mujeres pidieron equipararse a sus maridos. El Salvaje se lo concedió, pero los hombres no quisieron saber nada de aquella nueva raza de mujeres, y las desterraron fuera del planeta. El dios Salvaje, seguía contando la leyenda, enfurecido con aquellos hombres, los destruyó a todos, pero dio a las mujeres algunos dones especiales, a fin de que, fueran donde fueran, pudieran emparejarse con machos de cualquier raza y no quedarán jamás ante ellos en desventaja.

      De las Hijas de lo Salvaje se decía que sólo concebían niñas, que eran inmortales, que podían vivir sólo alimentándose de luz y calor, embrujar a un hombre sólo con mirarlo y mil bobadas más. La verdad era que tenían algunas características animales y poco más. Queena en concreto, tenía su precioso cabello y su curioso rabo funcional, tenía también colmillos afilados que mostraba cuando sonreía, cosa que hacía muy a menudo, y su invisibilidad. En un principio, Gabro pensó que el animal del que ella tenía características, era un vulgar gato. Y caro pagó ese error. Cuando, en cierta ocasión, la agarró de un brazo dispuesto a llevarla a la celda a la fuerza, ella sonrió con malicia, y de pronto, el aire se volvió verde. Un pestazo tan agresivo hirió su nariz con tal fuerza que le hizo llorar los ojos y se vio atacado por una violenta sensación de náusea. Para cuando logró parar de vomitar, la muy… ya había desaparecido. Queena no era un gatito, sino una temible alimaña de Tierra Antigua llamada “mofeta”.

      Eclipsándose cuando veía las cosas oscuras y dejándose proteger por la gente de Hierbabuena que, inexplicablemente, la adoraban, Queena había pasado los tres últimos años yendo y viniendo de la colonia. En vano había Gabro publicado bandos contra ella, dado charlas contra los adivinos y quirománticos, y ofrecido recompensas; la gente no pensaba denunciarla, ni siquiera protestar contra ella por nada. Si quería detenerla, tendría que actuar de oficio y aún se encontraría sin testigos. Pero Gabro no era alguien que se rindiera así como así, ni que dejara de hacer su trabajo sólo porque no se lo agradecieran o hasta se lo reprocharan. Él sabía que Queena era una embustera, y encontraría la forma de detenerla y, si no conseguía que la condenaran, conseguiría al menos que la expulsaran sin posibilidad de volver. También pensaba en molestarla tanto que no le viniese a cuenta parar por allí, pero cada vez que iba a interrogarla, que registraba su casa o que la interpelaba por la calle, ella siempre le contestaba con una abierta sonrisa y parecía encantada de que lo hiciera, o hasta se atrevía a tomarle del brazo mientras caminaban.

     Un sonido de armónica, triste y melancólico, interrumpió sus pensamientos y se levantó de nuevo, ¿es que esa mujer no se cansaba de incordiar jamás?

     —Creí haberte dicho que está prohibido hacer música. Por última vez: no se permite usar armónica, ni silbar, ni cantar, ni hacer música con tazas, ni con los barrotes de la cama, ni hacer percusión con ninguna parte del cuerpo, ni eructar, ¡ni hacer ningún tipo de sonido que no sea la respiración!

     El sonido tardó un poco en extinguirse, pero Gabro suspiró, satisfecho. Por un segundo. Al momento, le invadió una terrible sospecha; tocar la armónica fue lo primero que hizo y lo primero por lo que la reprendió, ¿por qué lo repetía? Corrió a las celdas y le dieron ganas de estrellarse la cabeza contra la pared cuando vio que en ella, había sólo un pequeño altavoz de reproducción.

     —Maldita sea… maldita sea, ¡maldita sea! — rugió y soltó el campo de fuerza, braceó por la celda en un intento de comprobar si seguía allí, y cuando el altavoz empezó a hacer ruidos de palmadas, volcó la cama de hierro y aplastó el aparato bajo su pie. Corrió de nuevo al piso de arriba, mascullando maldiciones, y en la escalera resonaron los pasos de sus botas al subir, recoger el abrigo (y quizá tirar el perchero), y salir dando un portazo, dispuesto a encontrarla en los hangares antes de que se le escabullese una vez más.

     Sólo entonces, alguien que hubiese estado muy cerca de la celda, o directamente en ella, hubiera podido escuchar una risita.

     Queena se hizo visible en un rincón de la celda. Era una mujer menuda, de pequeña estatura, cara afilada y grandes y brillantes ojos negros, enmarcados por espesas pestañas. Su cabello y su cola blanquinegros eran abundantes, de aspecto sedoso, y sus ropas eran del mismo color, negro brillante con dos rayas blancas. Tenía el aspecto de un bombón de dos chocolates, si hubiera bombones con colmillos y botines de tacón.

     —Cuando tiró la cama, pensé que ahora sí me pescaba — sonrió, y salió de la celda. Estuvo a punto de subir por la escalera, pero al ver que llovía, tomó una manta gris de la cama, y se la colocó a guisa de mantilla —. Supongo que no le importará que la tome prestada.

     —Ajá. Ahora también puedo acusarte de hurto de propiedad pública de la colonia. — Queena pegó un brinco y miró a su alrededor. Pegado a la pared del pasillo, le distinguió: dos ojos verdes que flotaban en la oscuridad. La mujer se había llevado un buen susto, pero se recobró con mucha rapidez.

     —¿El Justicia usando trucos de camaleónico, los mismos que a mí me reprocha? — sonrió con cierta coquetería —. Eso no es deportivo.

     Los ojos verdes se achinaron, como si su dueño sonriera (“admitiendo que sepa sonreír”, pensó Queena), y parecieron flotar hacia ella cuando se acercaron.

     —No será deportivo, pero es práctico. No se puede tratar contigo de forma honrosa, ni siquiera civilizada. Hay que combatirte con tus mismas armas — Queena sonrió, mostrando uno de los colmillos por entre los labios, y se esfumó. La manta gris saltó en dirección a Gabro, pero éste estaba ya preparado, y la manta aterrizó en el suelo sin rozarle. Un gran silencio inundó la estancia, desde el pasillo a las celdas. Cualquiera, salvo quizás un ciego, hubiera podido pensar que estaba vacía.

     —¿Ahora ya no tienes ganas de cantar? — bromeó Gabro, buscando picarla, pero sólo el silencio le contestó. “Sé que estás aquí, puedo sentirte aunque no te vea”, pensó. Alguien le pellizcó una oreja, y se volvió como un rayo, pero sólo tocó aire. Una risita.

     —Me has roto mi IRplay — susurró, y el Justicia activó el campo de fuerza de las celdas. Unos pasitos rápidos. — ¡Ay! — y Queena se dio de narices contra el pecho del Justicia, creyendo que la puerta del pasillo estaría libre, ¿cómo había llegado tan sigiloso hasta allí? Dos brazos de hierro la atenazaron, y al momento el aire se volvió de un repugnante color verde grisáceo — ¡Espero que te haya gustado la cena, porque vas a volver a saborearla!

     Se debatió, intentó que la soltara antes de que la vomitara encima, pero la presa no aflojó un ápice.
 
     —Do pueded edperad que te funcione ed midmo truco dod veced — la voz del Justicia sonaba rara; la mujer se volvió y Gabro bajó el camuflaje. Llevaba una pinza en la nariz. Otro tipo de persona quizá hubiera gritado “¡tramposo!”, o se hubiera indignada, pero Queena sonrió. Parecía incluso halagada por aquello.

     —Tienes razón, hacen falta tretas nuevas. Como esta — canturreó, y besó a Gabro en los labios. Este no se lo esperaba, y aflojó. Un segundo fue cuanto precisó ella; se soltó, desapareció y huyó.

     —¡Eh! ¡A-alto! ¡Alto! — gritó el Justicia y corrió tras -eso esperaba- ella. Vio la puerta abrirse y salió como una exhalación.

     Dentro del despacho, se oyó una risita contenida, como si alguien estuviera intentando aguantar la carcajada. Enseguida la puerta se cerró. Alguien echó la llave por dentro, y éstas flotaron en el aire, se balancearon, y, por un segundo, parecieron caer y se desvanecieron, como si alguien las hubiese dejado caer dentro de un escote. El sonido de unos tacones se acercó a la mesa del Justicia y se produjo un suave canturreo que acabó en un satisfecho “¡ajá!”, y una tarjeta de activación de activación de una astronave flotó fuera de un cajón, y desapareció.
    


     Gabro no necesitaba ver para saber a dónde iba ella, ¡a los hangares! Él le había requisado su nave, y la tenía retenida allí, con un bonito cepo electrónico puesto que imposibilitaba el acceso; aunque ella tuviera una copia de la tarjeta de activación, no podría ni entrar en la nave, ¡allí la pescaría! Y además, podía endosarle delito de intento de fuga, ¡ahora sí que era suya! Apenas llegó a los hangares, pulsó el intercomunicador y avisó al alcalde.

     —Señor Gabro… son casi las dos de la mañana, espero que sea importante. — contestó la voz soñolienta del alcalde.

     —Lo es, señor — dijo, triunfal — ¿Recuerda que puse a Queena en prisión preventiva? Pues ha intentado fugarse una vez más, pero la tengo acorralada en los hangares. Debo pedirle que venga, alcalde, he de disponer de un testigo en su detención, para que no pueda alegar que la he maltratado, ni nada semejante.

     —Gabro, la obsesión que tiene usted con esa mujer empieza a ser enfermiza. Cualquiera diría que está usted enamorado de ella. — No era lo que el Justicia necesitaba oír, pero el alcalde terminó — Iré enseguida. Pero más vale que esté allí y que realmente haya intentado fugarse.

     Cortó la comunicación, y Gabro asintió, satisfecho de sí mismo. Miró al interior de los hangares, donde había un par de naves más, y la ridícula “Preciosidad”, la nave rosa con orejas de gato que pertenecía a Queena. Podía adivinar a la mujer allí, trasteando con su tarjeta de acceso, rabiosa, preguntándose por qué no se abría, y se frotó las manos de contento. “Ya te tengo”, pensó. Y lo siguió pensando durante dos maravillosos segundos. Hasta que oyó el zumbido de una nave acercándose a él.

     De inmediato salió del hangar y, volando sobre Hierbabuena, con un brazo por fuera de la ventanilla que le decía adiós y alejándose a cada vez mayor velocidad, vio…

      —¡Mi nave! — el fracaso le golpeó como un mazo. Mientras la lluvia le escurría por sus aceitados cabellos rubios y la nariz aguileña, y le empapaba las ropas, sintió su derrota como un golpe físico. “No salió delante de mí. Perseguí a la nada. Se quedó tranquilamente en mi despacho, sin mover un dedo, y me hizo correr como un loco persiguiendo fantasmas, ¡bajo la lluvia! Y a ella le bastó coger MI tarjeta de acceso, bajar con toda calma a MI garaje, y robar MI NAVE. Soy un cretino. ¡Soy un cretino, un cretino, un cretino…!”




     —Con toda sinceridad, Gabro, creo que lo mejor es que se tome usted unas vacaciones, e intente olvidarse de todo este asunto — el tono del alcalde era cordial. Demasiado cordial, pensó Gabro. Éste, calado hasta los huesos, tiritando y con los dientes castañeteándole de frío, intentaba obviar no sólo eso, sino también el trasteo del cerrajero en la puerta de su despacho, que ELLA había cerrado y cuya llave se había llevado. Y luego tendría que abrir también la puerta del garaje, era lógico pensar que lo habría cerrado por dentro también. “Y lo ha hecho sólo para humillarme”, se dijo el Justicia, escurriéndose las mangas de su traje gris. No arreglaba gran cosa con ello, pero así evitaba mirar a los ojos al alcalde y leer en ellos conmiseración. “Podía haberse ido sin más, pero ha tenido que echar cerraduras a todas las puertas, por lo mismo que pasó por encima de los hangares y me saludó con la mano: para reírse de mí”.

     —Alcalde, sé que he fallado, pero mi puesto está aquí, en Hierbabuena, ¿qué pasará si alguien tiene necesidad de un juicio, o si se presenta ella de nuevo?

    El alcalde suspiró, y su prominente tripa tembló al hacerlo.

     —Gabro, si alguien necesita un juez, yo mismo podré hacerlo, y en cuanto a Queena, de veras… intente dejarla en paz. — el Justicia emitió un resoplido molesto — Ya sé que usted la llama estafadora porque echa las cartas…

     —Y porque los productos que vende son todos un timo, “jabón de la pasión, perfume del deseo, crema adelgazante…” ¡Hay mujeres en esta colonia que se han gastado fortunas en sus tonterías!

     El alcalde puso mala cara y se estiró la túnica de la cintura.

     —Bien, de acuerdo, pero vender esos productos es legal, ¡y a mucha gente le funcionan! Y ella no obliga a nadie a comprarlas, igual que no obliga a nadie a la lectura de cartas. Créame, déjela en paz. Ya sé que va a echarla de menos, pero… — el Justicia se indignó, pero un poderoso estornudo le impidió contestar, así que el alcalde siguió hablando — Sí, echarla de menos. ¡Vamos, Gabro! ¡Cada vez que esa mujer viene a la colonia, a usted le brillan los ojos! ¡Cada vez que la detiene, se pasa horas enteras hablando con ella! ¡No deja de buscarse excusas para ir a su tienda, a su casa, para buscarla en el mercado…! Diga a quien quiera que es celo profesional, y yo le secundaré, Justicia. ¡Pero entre usted y yo, tanta persecución a una mujer, no puede ser simplemente legal!

     —¡Esa mujer consiguió que la señora Taia testificara a su nombre y desheredara a su hijo! ¿Eso no es ilegal?

     —Oh, todos sabemos que el hijo de Taia era un interesado que la tenía abandonada y no se arrimó a ella más que cuando vio que la pobre mujer tenía algunos ahorros… ¡era Queena quien pasaba con ella tardes enteras, y le dejaba perfumes y jabones, y la peinaba a mitad de precio, cuando se acordaba de cobrarle! ¡La mujer hizo lo que creyó justo!

     —¡Pero no legal!

     —De acuerdo, Gabro. No legal. Pero de veras, déjelo — el alcalde subió el tono cuando vio que el Justicia pretendía volver a la carga —. Va usted a tomarse vacaciones, y punto. Las necesita y lleva dos años sin disfrutarlas; le hacen falta. Y le quiero fuera del planeta.

     —¿Fuera del…?

     —Planeta, eso he dicho y me ha oído perfectamente. Se lo digo como amigo, Gabro: si te quedas aquí, antes del segundo día estarás en el despacho, te conozco demasiado bien. Así que te irás a alguna colonia de vacaciones. A Lilium-Arcadia Paradise, a Venusia D´Or, a… ¡a donde sea, pero donde hagas vacaciones de verdad!

     Gabro masticaba su cabreo. Ya a solas, tenía ganas de emprenderla a golpes con todos los muebles, de darse él mismo de bofetones, y todo eso sólo le ponía de peor humor; perder el dominio de sí mismo, su frialdad de la que se jactaba, era como quitarle lo más valioso que poseía, el peor insulto que podían dedicarle. “Si la cojo, si… si vuelve por aquí, la…”, y en ese momento, sonrió.

     Vacaciones. Fuera del planeta. Claro que sí. “Tengo casi cuatro meses para encontrarte, y lo haré. Tengo que devolverte tu nave”.

     Hay sonrisas que hacen hervir el chocolate. Sonrisas que hacen agriar la leche. La del Justicia en aquél momento, hubiera convertido un iceberg en cubitos para limonada.


      (Fin de la primera parte).



You may also like

No hay comentarios: