“¡Itadakimaaaaasu!” CanturreĂ³ el dispensador automĂ¡tico de comida y devolviĂ³ un sabroso plato de pasta al queso con carne es...

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     “¡Itadakimaaaaasu!” CanturreĂ³ el dispensador automĂ¡tico de comida y devolviĂ³ un sabroso plato de pasta al queso con carne estofada en salsa. Los spaguetti habĂ­an sido moldeados para dar la imagen de la cara de un conejito, y la salsa de la carne era de color rosa pĂ¡lido. A Queena le encantaban todas esas moñerĂ­as, procedentes de una vieja cultura de Tierra Antigua que se habĂ­a adaptado a los tiempos actuales y que se conocĂ­a como “Kauaii”. Gabro no sĂ³lo lo encontraba absurdo e infantil, sino tambiĂ©n ridĂ­culo, pero se encontraba en aquella nave sĂ³lo “de prestado”, se consolĂ³. Queena le habĂ­a robado la suya, y eso y su fuga habĂ­an hecho que le forzaran a coger vacaciones en la colonia donde trabajaba de Justicia, asĂ­ que habĂ­a decidido aprovechar las mismas para salir en busca y captura de la mujer.

     La comida estaba sorprendentemente buena, pensĂ³. La verdad era que, si se mantenĂ­a dentro de los platos corrientes y con nombres normales, podĂ­a contar con un alimento bastante decente. Pero tenĂ­a que prescindir por completo de comidas con nombres exĂ³ticos, postres y pedir las bebidas extra amargas si no querĂ­a morir de diabetes; la primera vez que se le ocurriĂ³ pedir un chocolate, sus arterias gritaron de terror al comprobar que la cucharilla ni siquiera se movĂ­a. Al lado de aquel mejunje, el arrope serĂ­a vinagre.

     Gabro llevaba mĂ¡s de dos semanas en la nave, recorriendo planetas y buscando en ellos a la fugitiva, como la llamaba Ă©l. Como camaleĂ³nico de sangre frĂ­a, la ausencia de sol durante tantos dĂ­as no le era nada cĂ³moda, y eso que Hierbabuena, su colonia, no era tampoco conocida precisamente por la benignidad de su clima, pero allĂ­ al menos, se podĂ­a contar con sol uno o dos dĂ­as a la semana, y a veces hasta una semana completa si era verano. AquĂ­ se veĂ­a obligado a comer seis veces al dĂ­a y tener la calefacciĂ³n tan alta, que un humano hubiera podido ir en bañador, pero todo eso le parecĂ­a soportable si lograba dar con ella.

     Todos los dĂ­as consultaba las noticias locales de la colonia, y allĂ­ no habĂ­a regresado, y comprobaba tambiĂ©n los mundos vecinos, para ver si en ellos habĂ­a alguna noticia relativa a perfumistas o echadoras de cartas. No habĂ­a descuidado las compras mayoristas de perfumes, jabones, o de ingredientes que ella precisaba para fabricarlos, desde hierbas a grasas animales. Conociendo los gustos de la mujer, tambiĂ©n visitaba los foros kauaii y las tiendas que vendĂ­an aquellos productos, con la esperanza de encontrar algĂºn rastro de ella allĂ­. Durante los seis primeros dĂ­as todo fue en vano, pero el sĂ©ptimo, al conseguir acceder a los diarios de a bordo, encontrĂ³ su respuesta. Literalmente, porque iba dirigida a Ă©l.

     Romper los accesos a los diarios de a bordo no habĂ­a sido tarea fĂ¡cil. Protegidos con doble sistema de seguridad, no respondĂ­an al reseteo ni a los programas de recuperaciĂ³n de contraseñas habituales, y el intentar averiguar la contraseña al tuntĂºn era imposible, de modo que tuvo que utilizar un generador de contraseñas, y eso sĂ³lo despuĂ©s de romper el sistema de bloqueo, que provocaba la inutilizaciĂ³n del sistema si se metĂ­a mal la contraseña tres veces seguidas. Naturalmente, el generador de contraseñas, a base de probar y probar, acababa encontrando la palabra (o palabras) clave, pero, por rĂ¡pido que fuese, no lo conseguĂ­a en una hora ni en dos. HabĂ­a tardado siete dĂ­as en hallar la clave. Claro que despuĂ©s de eso, todo fue muy fĂ¡cil y el Justicia volviĂ³ a cambiar la clave, para evitar que ella pudiera acceder de nuevo, ni siquiera en remoto.

     En los diarios de a bordo estaban todas las rutas usadas por la mujer, pero en el correo estaba el premio gordo. Y un nuevo insulto, eso tambiĂ©n. El Ăºltimo correo entrante tenĂ­a un asunto dirigido a Ă©l: “para Gabro el narizotas, que se obstina en meterlas donde nadie le llama”. El Justicia lo abriĂ³, y el programa proyectĂ³ un gran sobre rosa rodeado de gatitos bailarines que cantaban “¡tienes correo electrĂ³nicooooooo!”, y el sobre se abriĂ³ en un espectĂ¡culo de estrellas y chispas que daba vergĂ¼enza ajena. Y conjuntivitis.

     “¡Hola, Gabro!” decĂ­a el mensaje, en letras rosas con brillantina “MandĂ© este mensaje poco despuĂ©s de marcharme de Hierbabuena, ¡espero que no te haya costado mucho dar con Ă©l! Ya presumo que querrĂ¡s que te devuelva tu aburrida nave, y como sĂ© que no serĂ¡s capaz de encontrarme (no es que seas tonto… bueno, un poco sĂ­, pero sobre todo lo que te falla, es la rigidez de pensamiento), te dirĂ© dĂ³nde quedamos para que tĂº puedas darme a mi Preciosidad, ¡y espero que estĂ© en perfecto estado de revista! Las coordenadas son las siguientes, sĂ³lo tienes que copiarlas en el navegador, y Preciosidad te llevarĂ¡ solita. Si la has cuidado bien, quizĂ¡ incluso te bese de nuevo, ¡pusiste una carita tan mona cuando lo hice la otra vez...!

      Un abrazo de tu delincuente favorita:
                                                                                                              Queena.”


     Gabro resoplĂ³. Lo de “narizotas”, pase; lo de “tonto”, bueno. Pero la condescendencia, la insinuaciĂ³n de que aquella repugnancia le habĂ­a gustado, eso no. Él tenĂ­a la sangre frĂ­a en todos los aspectos. PodĂ­a parecer humano, pero sĂ³lo por fuera; Gabro se jactaba de haber sido separado de su madre antes de los ocho meses, cuando la mayorĂ­a de bebĂ©s de su raza conservaba el vĂ­nculo hasta el año. Su matrimonio habĂ­a fracasado precisamente porque su esposa le abandonĂ³ por un hombre -segĂºn ella- “que al menos ofrecĂ­a mĂ¡s compañía que una planta”. No habĂ­a nadie en la colonia, hombre, mujer o niño, que pudiera decir que sentĂ­a debilidad por Ă©l, y asĂ­ era como debĂ­a ser: un Justicia tiene que ser frĂ­o y lĂ³gico y como tal, con el menor nĂºmero de relaciones posibles. Las relaciones humanas eran una fuente de debilidad, de favoritismos y amiguismos. Y los rituales de cortejo y apareamiento eran ridĂ­culos hasta la vergĂ¼enza. Y aquĂ©lla insolente mujer se atrevĂ­a a insinuar que a Ă©l le habĂ­a gustado aquella estĂºpida caricia.

     Gabro recordĂ³ cĂ³mo, en su juventud, habĂ­a pensado que debĂ­a fomentar las relaciones humanas, ya que iba a vivir entre ellos. Sus supuestos amigos sĂ³lo le querĂ­an para que consiguiera respuestas de exĂ¡menes o cosas semejantes, gracias a su habilidad para el camuflaje. Su esposa se interesĂ³ por Ă©l y hasta llegĂ³ a casarse sĂ³lo por dar celos a otro hombre, y pasaron muchos meses hasta que ella sugiriĂ³ el dĂ©bito conyugal, por el que Gabro no sentĂ­a mĂ¡s que una ligera curiosidad, y que sĂ³lo le causĂ³ sudor y vergĂ¼enza. El efĂ­mero escalofrĂ­o de la sensualidad era un pago muy pobre por aquella indignidad. SuponĂ­a que, igual que Ă©l se dio cuenta de su mujer deseaba a otro hombre, ella se dio cuenta de que Ă©l no deseaba nada en absoluto, y sĂ³lo un puñado de veces tuvo que verse de nuevo en tan incĂ³moda situaciĂ³n. Claro que a Ă©l no le disgustaba tenerla allĂ­, su compañía daba cierto calor a la casa, pero cuando quiso irse, tampoco lo lamentĂ³; era como perder un pececito de colores: su presencia podĂ­a animar la casa, pero no representaba nada importante. El que ahora viniese aquĂ©lla bruja de Queena a hacerle insinuaciones y amenazarle con besitos, le parecĂ­a de escuela elemental.

     Como decĂ­a el mensaje, siguiĂ³ el enlace a las coordenadas, y la nave corrigiĂ³ el rumbo de inmediato. De eso hacĂ­a un par de dĂ­as, y aĂºn no habĂ­an llegado. En un primer momento, habĂ­a desconfiado, ¿y si esas coordenadas le llevaban a algĂºn lugar peligroso? No creĂ­a a Queena capaz de algo asĂ­, pero, de todos modos, investigĂ³, pero apenas puso las coordenadas en Googlevac, el sistema generĂ³ el holograma de una muñequita vestida de policĂ­a que guiñaba un ojo y negaba con un dedo: “¡Ah-ah, no estropees la sorpresa! ¡Niño curioso!”, decĂ­a una y otra vez. Gabro intentĂ³ hackear el sistema, pero despuĂ©s de tres horas oyendo sin parar “¡Ah-ah, no estropees la sorpresa! ¡Niño curioso!” con esa voz de pito, decidiĂ³ dejarlo y esperar.

     El Justicia estaba dejando el plato vacĂ­o en el recuperador de residuos, cuando el ordenador de a bordo le informĂ³ que estaba aproximĂ¡ndose a destino. De inmediato comprobĂ³ dĂ³nde estaba, pero no reconociĂ³ nada. Hasta que apareciĂ³ un planeta que empezĂ³ a hacerse paulatinamente mayor, revelando sus colores verde, rosa y azul.

      —No — susurrĂ³, casi horrorizado —. AllĂ­ no. DebĂ­ suponerme algo asĂ­, ¡allĂ­ no! ¡Ordenador, rectifica el rumbo!

      —Lo siento, orden no reconocida — canturreĂ³ la voz de Queena, y no la del ordenador.

      —¿Queena? ¿CĂ³mo…?

     —No te gastes, gatito. Soy una grabaciĂ³n inteligente; contestarĂ© algunas cosas, pero no puedo contestar todo. Si me he puesto en marcha, es porque ya estĂ¡s muy cerca de nuestro punto de encuentro. RelĂ¡jate, tu espera casi ha terminado, ¿me has echado de menos?

     —¿Por quĂ© no puedo cambiar el rumbo? — tragĂ³ bilis e intentĂ³ conservar la calma.

     —Mi ordenador estĂ¡ modificado para que no puedas cambiar el rumbo; una vez metiste las coordenadas del mensaje, se bloqueĂ³. Te llevarĂ¡ al destino intentes lo que intentes, ¡ni siquiera funcionarĂ¡ la autodestrucciĂ³n! No te apures, que he programado una ruta segura, y el destino es amistoso.

     —¡Demasiado!

     —No te gastes, gatito. Soy una grabaciĂ³n inteligente; contestarĂ© algunas cosas, pero no puedo contestar todo. Si me he puesto en marcha…

     —¿QuĂ© puedo hacer? — se lamentĂ³ en voz alta.

     —Vamos, ¿en serio? — contestĂ³ la grabaciĂ³n — EstĂ¡s en mi Preciosidad, en una nave que se conduce sola, que tiene programas hologrĂ¡ficos, servicio de comidas amplĂ­simo y prĂ¡cticamente inagotable, suministro de bebidas, y que te lleva a un destino amistoso por una ruta segura, ¿y me preguntas quĂ© puedes hacer? ¡RelĂ¡jate y disfruta del viaje!

      Gabro emitiĂ³ un gruñido de frustraciĂ³n que, afortunadamente, no provocĂ³ la respuesta de la grabaciĂ³n. DebĂ­a quedar al menos una hora para el aterrizaje, pensĂ³, y a la vista estaba que no tenĂ­a manera de evitarlo. SerĂ­a mejor que… bueno, que empezara a desnudarse.




      “¡Bienvenidos a Nude Heaven, el primer planeta liberal Ă­ntegramente naturista!” Una voz muy alegre saludĂ³ la llegada de la Preciosidad. Dentro, y colorado como un pimiento (cosa que podĂ­a apreciarse en su totalidad), iba Gabro. “Recordamos a nuestros visitantes que estĂ¡n en una zona de sexo libre; los encuentros Ă­ntimos estĂ¡n permitidos en todos los puntos del complejo y todos los visitantes estĂ¡n autorizados a mirar, e incluso a ser invitados si lo desean, pero nunca a participar si no son invitados, ni a ser obligados a participar. Igualmente, les recordamos que los dispositivos de grabaciĂ³n o captaciĂ³n de imĂ¡genes estĂ¡n permitidos en todo el complejo”.

     —Encima, eso. — dijo Gabro.

     “Tan pronto como aterricen, encontrarĂ¡n el marcador de equipajes; marque todo lo que desee tener a mano, y le serĂ¡ enviado a su habitaciĂ³n. TambiĂ©n encontrarĂ¡ una guĂ­a del complejo, sandalias y una toalla que podrĂ¡ utilizar si lo desea. Pero le aconsejamos que se integre en el espĂ­ritu nudista de nuestra colonia y disfrute Ă­ntegramente de la misma, ¡que goce de su estancia en Nude Heaven!”

      La nave terminĂ³ de descender y finalmente se detuvo. Casi sin transiciĂ³n, se abriĂ³ la puerta lateral y las escaleras plegables. Una riada de luz solar entrĂ³ sin permiso en la Preciosidad, y al Justicia le pareciĂ³ que acababa de tragarse una canica; la notaba allĂ­, en su trĂ¡quea, subiendo y bajando por su laringe. ReuniĂ³ valor y se asomĂ³.

     En el aparcamiento no parecĂ­a haber nadie, pero sĂ­ estaba el brazo mecĂ¡nico con el marcador prometido, la guĂ­a, las sandalias y sobre todo, la bendita toalla. EstirĂ³ el brazo todo lo que pudo para cogerla sin salir de la nave, y emitiĂ³ un hondo suspiro de alivio cuando la tuvo en su poder. Se la enrollĂ³ en torno a la cintura, y se sintiĂ³ mejor.


     SabĂ­a que no dejaba de atraer miradas, y era normal; ver lo que parecĂ­a una toalla enrollada en torno al aire y caminando sola, no era cosa de todos los dĂ­as. Al ser camaleĂ³nico, podĂ­a mimetizarse con el ambiente de forma casi perfecta, y habĂ­a que ser buen observador para darse cuenta de que el camuflaje no era completo, sino que parecĂ­a mĂ¡s bien que el fondo se moviera ligeramente a cada paso que daba, y que sus ojos verdes flotaban en el aire. Aunque distaba mucho de sentirse cĂ³modo yendo por el caminito entre los hermosos jardines, una parte de Ă©l se relajĂ³ un poco al ver que algunas personas optaban por llevar la toalla enrollada en torno al cuerpo y sĂ³lo se la quitaban para meterse en las piscinas, jacuzzis… o en los arbustos. Nude Heaven era un planeta nudista y tenĂ­a muchos complejos de vacaciones como aquĂ©l, en el que solteros o casados en busca de nuevas experiencias, acudĂ­an a tener sexo al aire libre en presencia de terceros bajo la excusa de la relajaciĂ³n. HabĂ­a en el planeta muchas zonas nudistas en las que no habĂ­a sexo libre, sĂ³lo nudismo, pero Queena habĂ­a elegido, cĂ³mo no, en la que mĂ¡s incĂ³modo podĂ­a sentirse. Gabro procurĂ³ mirar sĂ³lo al frente y al fin, encontrĂ³ la recepciĂ³n. Ni siquiera allĂ­ dejĂ³ su camuflaje, pero parpadeĂ³ repetidas veces para que le vieran los ojos.

      —¿QuĂ© desea el señor? — el lilius del mostrador le sonreĂ­a sinceramente.

     —Eeeh… acabo de llegar y estoy buscando a una persona — todo su ser se rebelaba contra la idea de llamarla “amiga” — Se llama Queena Salvaje.

     —Ah, entonces usted debe ser el señor Narizotas; sĂ­, ella nos dijo que vendrĂ­a — sĂ³lo por un ejercicio de control de pensamiento que hubiera hecho palidecer de envidia a un jedi, no notĂ³ el recepcionista los sentimientos del Justicia al ser llamado por el estĂºpido apodo de “Narizotas” —. Tienen ustedes un alojamiento conjunto, ¿desea subir a verlo, o esperarla aquĂ­?

     Gabro echĂ³ un vistazo a la recepciĂ³n. HabĂ­a una bonita biblioteca, un dispensador de bebidas y snacks, un par de puestos de holografĂ­as, uno de DreamScience y varios cĂ³modos sillones. Y en uno de ellos, una mujer tirando a gorda tenĂ­a las piernas abiertas, y a un hombremucho mayor con la cara metida entre ellas.

     —SubirĂ© a la habitaciĂ³n.



      El cuarto no era mucho mejor. SĂ­, era amplio y precioso, con una gran ImperioVisiĂ³n, un jacuzzi privado, una consola de DreamScience y una enorme cama de agua. Pero tambiĂ©n habĂ­a un espejo sobre la cama, una colecciĂ³n de dildos y vibradores en la estanterĂ­a junto a la cama, y lo quera infinitamente peor: una sola cama. En las paredes, de colores suaves, se veĂ­a pasar una filigrana de ilusiĂ³n que, si uno miraba bien, notaba que se trataba de un sinfĂ­n de figuras de todo sexo teniendo sexo en diferentes posturas. De vez en cuando, sonaba un suave gemido. "¿Es que no hay ningĂºn sitio ni medio normal en este hotel de pervertidos?”, pensĂ³.

     —¡Has venido! — una voz muy cantarina sonĂ³ a su espalda, pero antes de poder volverse, ella se le habĂ­a echado encima y le abrazĂ³ por detrĂ¡s. “Lleva toalla, gracias a Dio, al menos lleva una toalla” — ¡Vine en cuanto me avisaron, ya creĂ­ que no llegarĂ­as nunca! ¡Me alegro de verte aquĂ­!

     —¿Te alegras? ¡Pues el señor Narizotas estĂ¡ hasta las mismĂ­simas de guarradas y de porno barato hasta en la sopa! No llevo aquĂ­ media hora y me han puesto ojitos tres veces, he visto a una pareja teniendo sexo en recepciĂ³n, y el botones que me ha subido, pretendĂ­a hacerme una demostraciĂ³n de dildos anales… estoy mĂ¡s que harto. ¡Ahora mismo se ha terminado tu fiestecita libertina; quedas detenida por el robo de mi nave, nos vamos!

    Queena sonriĂ³, y su colmillo izquierdo robĂ³ un destello a la luz.

     —Pero, Gabro, ¡si ya te devolvĂ­ tu nave! — ante la mirada sorprendida del Justicia, continuĂ³ —. Tan pronto como lleguĂ© aquĂ­, puse tu nave en piloto automĂ¡tico y la programĂ© para el regreso. A estas alturas, ya debe llevar dĂ­as allĂ­.

      —Eso no te va a servir, me robaste mi nave, y yo tengo una orden de detenciĂ³n contra ti.

      —¿De veras? ¿Y dĂ³nde la llevas? — No iba a hacerlo, pero la mujer hizo ademĂ¡n de tirar de la toalla del Justicia para mirar si la tenĂ­a allĂ­, y Ă©ste pegĂ³ un brinco y se agarrĂ³ la entrepierna con gesto de horror, mientras ella se reĂ­a sin poder contenerse. Gabro pensĂ³ “La orden de detenciĂ³n… la orden estaba entre mis ropas. SĂ­, esas que NO he marcado porque, ¿quĂ© falta me iban a hacer, si ademĂ¡s iba a ser encontrarla y marcharnos? Esta mujer me descentra. Me ataca por donde sabe que soy vulnerable y aprovecha mi disgusto por todo lo carnal para ponerme nervioso. Tengo que hacerme a la idea de que el sexo no debe incomodarme, sĂ³lo es una funciĂ³n fisiolĂ³gica como comer o dormir; asĂ­ no tendrĂ¡ poder sobre mĂ­”.

     —Escucha, te aseguro que dejarĂ© que me detengas. Y luego, podrĂ¡s llevarme a Hierbabuena, juzgarme e imponerme el castigo que creas justo. Pero a cambio de una condiciĂ³n.

     —¿CuĂ¡l? — quĂ© poco se fiaba de las condiciones.

     —Que pases aquĂ­ una semana conmigo.

     —¡TĂº tienes menos seso aĂºn de lo que parece!

    —¡Venga, sĂ© que estĂ¡s de vacaciones! — el rostro de Gabro reflejĂ³ su estupor, ¿cĂ³mo sabĂ­a ella…? — Me fui en tu nave, ¿recuerdas? Me bastĂ³ conectar el intercomunicador de emergencia, asĂ­ oĂ­a todo lo que pasaba en tu despacho sin necesidad de que tĂº aceptaras la escucha. — sonriĂ³ —. Estando de vacaciones, puedes quedarte aquĂ­ perfectamente, y el alcalde estarĂ­a de acuerdo conmigo. AquĂ­ no todo es sexo a destajo, hay muchas cosas que puedes hacer; arte, deporte, juegos… todo estĂ¡ incluido, paguĂ© el paquete completo.

      —¿Y se puede saber por quĂ© tienes tĂº tanto interĂ©s en que me tome aquĂ­ las vacaciones?

     La carita afilada y pĂ¡lida de Queena era el arquetipo del candor.

     —Gabro… me da mucha compasiĂ³n todo lo que has ido inĂºtilmente detrĂ¡s de mĂ­. Te he visto consumirte de rabia cada vez que me escapaba entre tus dedos. He visto tu cara de indignaciĂ³n cada vez que te decĂ­an que no presentaban cargos contra mĂ­, de fastidio cada vez que me iba, y de ilusiĂ³n cada vez que volvĂ­a.

     —Cambias el orden de las dos Ăºltimas.

     —Como sea, el caso es que no podĂ­a dejar de pensar que en Hierbabuena no tienes amigos con los que desahogarte, ni una pareja, ni una mascota, ni nadie con quien distraerte, sĂ³lo parecĂ­as hablar conmigo, ¡ni siquiera parecĂ­as tener aficiones para distraerte un poco, aparte de tus vetustas novelas! AquĂ­ puedes explorar tu ocio. Puedes descubrir quĂ© te gusta, y hacerlo.

     El Justicia permaneciĂ³ pensativo unos segundos. La verdad era que trabajaba mĂ¡s de diez horas diarias, incluyendo domingos y festivos. Fuera del trabajo, ni siquiera sabĂ­a quĂ© hacer con su tiempo. En una ocasiĂ³n, su ex esposa le dijo que era “una acelga”, apelativo que no entendĂ­a quĂ© querĂ­a decir, pero se temĂ­a que hacĂ­a referencia a su escasa cantidad de gustos.

     —Y piensa… que cuando acabe la semana, dejarĂ© que me detengas. — Queena sonriĂ³. Y el Justicia pensĂ³ que Phillip Marlowe, Mike Hammer y los detectives de las novelas que le gustaban, siempre sabĂ­an controlar a las mujeres con las que se encontraban a base de alternar los besos y las bofetadas, pero ellos nunca se encontraron a una pieza como Queena. ¿QuĂ© remedio le quedaba? AsintiĂ³.



     —¿Hay algĂºn sitio donde no pinten o esculpan “del natural”? — preguntĂ³ Gabro con voz calmada, y Queena sonriĂ³ y se encogiĂ³ de hombros.

      DespuĂ©s del almuerzo, el Justicia habĂ­a accedido a buscar alguna aficiĂ³n para Ă©l, y reconociĂ³ que el mundo del arte siempre le habĂ­a llamado la atenciĂ³n, pero en una colonia nudista liberal sĂ³lo para adultos, las opciones de arte eran muy variadas, sĂ­, pero los modelos eran todos desnudos o posturas sexuales. Por no hablar de aquĂ©llos que pintaban mientras otra persona los tocaba o chupaba. “¿Por quĂ© lo harĂ¡n? ¿Para probar el pulso?” pensĂ³ Gabro, pero no dijo nada.

     —Bueno, aunque se trate de pintar desnudos, podrĂ­as probar — sonriĂ³ Queena.

     —La figura humana es muy difĂ­cil para empezar; me gustarĂ­a intentar algo mĂ¡s sencillo. Un cuenco de frutas, o un jarrĂ³n… — el Justicia se habĂ­a decidido a no dejarse poner nervioso pese a la imperante cantidad de sexo de los alrededores. La mujer estaba extrañada por eso, y se le notaba, pero no parecĂ­a que le afectase de ningĂºn modo en particular.

     —¿Baños de barro? — sugiriĂ³.

     —Demasiado pringoso.

     —¿Y el solĂ¡rium? — Gabro titubeĂ³. DespuĂ©s de tantos dĂ­as en el frĂ­o espacial con la calefacciĂ³n a tope, tomar un poco de sol natural era interesante. Su idea inicial era decir que no a todo, pero aquello podĂ­a gusta… podĂ­a serle Ăºtil. AsintiĂ³.

     —¡Ven conmigo! — Queena dio rĂ¡pido la media vuelta, y le sacudiĂ³ con el rabo peludo en toda la cara. No era la primera vez, y el Justicia ya no se creĂ­a lo que venĂ­a a continuaciĂ³n — Huy… fue sin querer.

     —No tiene importancia — contestĂ³. Se habĂ­a hecho el firme propĂ³sito de permanecer calmado, e iba a hacer todo lo posible por lograrlo. La mujer le tomĂ³ del brazo y le acompaĂ±Ă³ hasta el solĂ¡rium.

     —Si no te importa, yo me irĂ© un ratito a la piscina — sonriĂ³ ella y Gabro devolviĂ³ el gesto, y lo hizo con sinceridad; lo Ăºltimo que le apetecĂ­a, era tenerla pegada a Ă©l, aguantar su charla inacabable y sin duda tener que soportar bromitas subidas de tono.

     El solĂ¡rium era una gran extensiĂ³n llena de tumbonas acolchadas. Como camaleĂ³nico, a Gabro no sĂ³lo le encantaba el sol, sino que tenĂ­a necesidad de Ă©l. Cuando viajaba por el espacio, podĂ­a apañarse con suplementos de vitamina D y subiendo la calefacciĂ³n de allĂ­ donde estuviese, pero la luz natural era insuperable. OcupĂ³ una de las tumbonas, y de inmediato una mesita se elevĂ³ a su lado y una suave voz le saludĂ³.

     —Bienvenido al solĂ¡rium. Por favor, no olvide protegerse la piel con el aceite que sea de su agrado. Le recordamos que la cĂ¡mara estĂ¡ activada. Pulse el llamador si desea un masaje o algĂºn refrigerio. — el Justicia echĂ³ un vistazo a los frasquitos de aceites que habĂ­a en la mesita. Esencia de rosas y robaigas salvajes, hidratante, coco, guraps, bercĂºlia, aloe… TambiĂ©n habĂ­a un protector ocular y una nota: “No se prive de todos los beneficios del sol por timidez. QuĂ­tese la toalla y disfrute sin pensar en nada”. Gabro echĂ³ un vistazo a su alrededor. Las otras tumbonas estaban razonablemente lejos, y todas ocupadas por hombres solos; a la hora de la siesta las parejas no frecuentaban aquella zona. PodĂ­a permitirse aquĂ©l pequeño lujo, pensĂ³, en caso de que se sintiera incĂ³modo siempre podĂ­a mimetizarse. TomĂ³ el aceite de flores y se lo untĂ³ en la cara y el cuerpo, y, cuando llegĂ³ a la lĂ­nea de la toalla, mirĂ³ de nuevo en torno a sĂ­. Nadie le prestaba la menor atenciĂ³n. Se abriĂ³ la toalla.

     Un pequeño cosquilleo naciĂ³ en su pene y le hizo sonreĂ­r involuntariamente cuando repartiĂ³ aceite tambiĂ©n allĂ­, ademĂ¡s de en sus piernas. Se secĂ³ las manos a base untarse el aceite sobrante aquĂ­ y allĂ¡, y finalmente se tumbĂ³ y suspirĂ³.

     El sol le acariciaba la piel y el calor parecĂ­a llegarle hasta los huesos. Su sangre frĂ­a cogĂ­a temperatura con rapidez y le devolvĂ­a una ligera, creciente sensaciĂ³n de bienestar. Le molestaba reconocerlo, pero aquello no estaba nada mal. Sin darse cuenta, una sonrisa empezĂ³ a aparecer en su rostro y, dĂ¡ndose cuenta, su pene comenzĂ³ a crecer, pero decidiĂ³ no darse cuenta. Al fin y al cabo, no habĂ­a ninguna mujer (Queena) cerca. Una especie de cosquilleo muy dulce acompaĂ±Ă³ la erecciĂ³n, como si su polla gozase tambiĂ©n con el calor del sol. “Si el sexo fuera asĂ­, no estarĂ­a mal del todo”, pensĂ³.

     No era que no le gustase el placer, claro que le gustaba. Lo que no le gustaba, era la ridiculez y el grotesco desgaste fĂ­sico al que habĂ­a que someterse para recibirlo. Claro estĂ¡ que Ă©l sĂ³lo lo habĂ­a probado con su ex mujer y no sentĂ­a por ella mĂ¡s que una ligera tolerancia, ni siquiera simpatĂ­a, pero, por lo que habĂ­a oĂ­do, los humanos eran mĂ¡s que capaces de mantener relaciones sexuales satisfactorias incluso entre desconocidos. Durante un tiempo, se habĂ­a preguntado por que Ă©l no era capaz de encontrarle esa “gracia” que le veĂ­an los demĂ¡s y habĂ­a llegado a la conclusiĂ³n inevitable: porque Ă©l no era humano.

    Los de su raza eran ferozmente independientes e individualistas. HabĂ­an evolucionado en un planeta hostil y lleno de peligros y privaciones, donde las asociaciones eran toleradas sĂ³lo como medio de supervivencia. Desde muy pequeños, los camaleĂ³nicos aprendĂ­an a valerse solos. Habituados a la posibilidad de tener que abandonar a los niños pequeños, a los ancianos o a los dĂ©biles, las relaciones familiares eran frĂ­as y distantes, y con frecuencia las parejas no vivĂ­an juntas. A raĂ­z de mezclarse con otras razas y culturas, habĂ­an empezado a variar ese comportamiento, a practicar sexo recreativo y no reproductivo, y hasta a vivir en familia, pero eso no se habĂ­a escrito para todos. Por lo que parecĂ­a, no se habĂ­a escrito para Ă©l, y el pensamiento no dejaba de darle cierto orgullo. Los otros miembros de su raza podĂ­an hacer lo que quisieran, pero Ă©l seguĂ­a siendo un ejemplar fiel a los principios que les habĂ­an permitido evolucionar y conquistar el planeta y el espacio. Claro estĂ¡, eso no significaba que no supiese reconocer un placer cuando lo tenĂ­a delante, como en aquĂ©l momento.

     La caricia del sol recorrĂ­a sus miembros dejando en ellos una dulzura cĂ¡lida y reconfortante. DespuĂ©s de tantos dĂ­as en el espacio, era muy agradable y relajante. Tan relajante que, sumido en sus pensamientos, poco despuĂ©s se quedĂ³ dormido.

      Lo suficientemente lejos como para que no la delatase su propia respiraciĂ³n, pero a la vez lo bastante cerca para no perder detalle, invisible, estaba Queena contemplĂ¡ndole. HacĂ­a mucho que tenĂ­a el capricho de ver desnudo al Justicia, y no acababa de creer que hubiera sido tan sencillo. No podĂ­a dejar de sonreĂ­r al mirarle. Como todos los camaleĂ³nicos, que tienen que gastar ingentes cantidades de energĂ­a en mantenerse calientes, el Justicia estaba muy delgado. Su cuerpo era un junco, carente de vello salvo en la cabeza, de apariencia casi delicada, aunque la joven sabĂ­a bien que no era asĂ­, y que aquellos miembros, frĂ¡giles en apariencia, escondĂ­an una fuerza sorprendente. El colmillo izquierdo de la mujer asomĂ³ por la comisura de sus labios, aunque nadie lo pudiera ver, cuando prestĂ³ atenciĂ³n a uno muy concreto de sus miembros. “Es muy probable que yo sea la primera mujer en ver eso desde hace mĂ¡s de una dĂ©cada”, pensĂ³, divertida. Por lo que se decĂ­a en la colonia, nadie le habĂ­a conocido relaciones al Justicia, dejando aparte la mujer con la que estuvo casado tiempo atrĂ¡s. A las mujeres de Hierbabuena no les era indiferente; era atractivo pese a su nariz aguileña y sus cabellos aceitados, quizĂ¡ lo que mĂ¡s le estropeaba era su poca prodigalidad en sonreĂ­r, pero era un hombre amable y educado, a su manera frĂ­a, pero cortĂ©s. No obstante, todas las intentonas de las mujeres de la colonia habĂ­an caĂ­do en saco roto. No sĂ³lo eso, es que, si le preguntaban a Gabro, Ă©l probablemente ni siquiera se hubiera dado cuenta de ello.

      “Yo misma he estado a punto de darme por vencida en alguna ocasiĂ³n”, se dijo, sin dejar de comerse con los ojos la erecciĂ³n del Justicia. Le estaban dando muchos cosquilleos, asĂ­ que se llevĂ³ las manos a los pezones y los pellizcĂ³, conteniendo un gemido. Queena llevaba mucho tiempo interesada (¿encaprichada? ¿quizĂ¡s incluso…?) en Gabro, y sin duda por lo antojadizo de su carĂ¡cter, cuanto mĂ¡s frĂ­o era Ă©l, mĂ¡s atraĂ­da se sentĂ­a ella. En realidad, eso de echar las cartas o leer el futuro, era algo que, antes de llegar a la colonia, habĂ­a pasado años sin hacer. PodĂ­a y le gustaba vivir sĂ³lo de vender sus propios perfumes y maquillajes, pero el ejercer una actividad de legalidad dudosa le aseguraba la perpetua atenciĂ³n del Justicia. Hacerle rabiar era divertido, y escapar de Ă©l le hacĂ­a permanecer en un juego de inteligencia permanente. Y era agradable darse cuenta de que, por mĂ¡s que siempre ganase ella, el Justicia no era en absoluto mal enemigo. La mujer sabĂ­a que Gabro se reprochaba sus derrotas contra ella, pero lo cierto es que, de no ser por su capacidad de hacerse invisible y expulsar gas apestoso, era probable que la ventaja no estuviese de su parte.

     “Vas a ser mĂ­o, Gabro. Quieras o no. Porque ya me encargarĂ© yo de que quieras”, pensĂ³, sonriente, mientras su mano derecha bajaba por su vientre y cosquilleaba su pubis. Queena, en ocasiones, habĂ­a pensado que le era completamente indiferente al Justicia, y estuvo a punto de abandonar sus esfuerzos alguna vez, pero al final nunca lo habĂ­a hecho, siempre habĂ­a pequeños gestos que se lo impedĂ­an. Una mirada de excesivo triunfo cada vez que se dejaba coger. Una sonrisa demasiado feliz cada vez que ella volvĂ­a a la colonia. Largas conversaciones sĂ³lo con ella mientras la tenĂ­a encerrada, miramientos que no dedicaba a los otros presos, ni siquiera de sexo femenino. Y lo Ăºltimo, la reacciĂ³n con el beso.

     QuĂ© duda cabĂ­a que un beso por sorpresa afecta a todo el mundo, pero no era sĂ³lo eso. Era su paralizaciĂ³n. No es que sus brazos hubiesen perdido fuerza, es que se quedĂ³ literalmente laxo durante mĂ¡s de dos segundos. PodĂ­a parecer poco tiempo, pero en alguien de reacciones tan veloces como un camaleĂ³nico, era un tiempo muy largo. Por no hablar de la mirada repentinamente embobada de sus ojos, y el tartamudeo posterior. “Le gusto”. Se dijo la mujer, acariciando su clĂ­toris hĂºmedo sin dejar de mirar al Justicia. “No lo quiere admitir, pero yo le gusto”.

     Los labios de Gabro se separaron ligeramente y su respiraciĂ³n se hizo regular. Se habĂ­a dormido. Una traviesa tentaciĂ³n invadiĂ³ la mente de la mujer. No debĂ­a… era casi como una violaciĂ³n… pero de todos modos se acercĂ³, tomĂ³ una buena porciĂ³n de lociĂ³n floral entre sus dedos, y se acercĂ³ con todo cuidado a los pezones del durmiente. Antes de tocarle, un pequeño gemido se escapĂ³ de sus labios, y formĂ³ una palabra:

     —´ueena… — musitĂ³, y la mujer ahogĂ³ un grito y retirĂ³ las manos de golpe, con tal rapidez, que las gotas de la lociĂ³n describieron un arco y cayeron en el pecho del Justicia. De inmediato se alejĂ³ de allĂ­, sintiendo sus mejillas coloradas como cerezas. Aquello hubiera pasado de travesura. No es que a Gabro le gustara, es que hasta soñaba con ella; sin duda estaba interesado en ella de verdad, y traicionar su confianza de aquella manera, no serĂ­a divertido. EstarĂ­a mal.

     En su tumbona, Gabro despertĂ³ con un inusual picor en su miembro. No sĂ³lo aĂºn estaba erecto, sino que goteaba alegremente, y las lĂ¡grimas transparentes se escurrĂ­an por su tronco y le causaban unas cosquillas irresistibles, tenĂ­a ganas de frotarse hasta el orgasmo y sĂ³lo el recordar que algo semejante serĂ­a vergonzoso aĂºn si no estuviera en pĂºblico, le frenĂ³. Pero lo terrible, era el sueño que habĂ­a tenido. Su cerebro no habĂ­a tenido mejor idea que proporcionarle una fantasĂ­a sexual de lo mĂ¡s explĂ­cita, pero ademĂ¡s, ¡con ELLA! Queena se habĂ­a colado en sus sueños y en ellos, Ă©l era el detenido.

     “¡Voy a hacerte confesar!” recordĂ³ que le decĂ­a, y le acariciaba los pezones con los suyos. Recordarlo hacĂ­a que le picasen e involuntariamente se los rascĂ³. Estaban hĂºmedos. Una sustancia aceitosa. La llevĂ³ a su nariz y olisqueĂ³. Era el aceite de rosas. Si en todo su cuerpo el aceite se habĂ­a absorbido ya, ¿cĂ³mo era posible que…? Una profunda sensaciĂ³n de indignaciĂ³n se apoderĂ³ de Ă©l, y se apresurĂ³ a cubrirse con la toalla.

     Queena. HabĂ­a sido ella, se habĂ­a atrevido no sĂ³lo a espiarle desnudo, ¡sino a tocarle mientras dormĂ­a! Sin duda eso habĂ­a provocado su estĂºpido sueño, ¿cĂ³mo se habĂ­a atrevido? Bien, ahora ya tenĂ­a otro cargo mĂ¡s que… No.

     Ahora no era Justicia, ¿verdad? Ahora estaba de vacaciones, no tenĂ­a porquĂ© jugar con las reglas legales. Si ella querĂ­a hacerlo asĂ­, asĂ­ jugarĂ­a Ă©l tambiĂ©n. SĂ³lo esperaba que Queena no anduviera aĂºn invisible cerca de allĂ­, porque su sonrisa maliciosa lo decĂ­a todo.


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     —¿No te han dicho nunca que eres mĂ¡gica? — preguntĂ³ el Justicia, y Queena sonriĂ³ de oreja a oreja. Cuando sugiriĂ³ a Gabro cenar juntos, no pensĂ³ en que Ă©l aceptarĂ­a, pero ademĂ¡s de aceptar, estaba resultando la mejor cena de su vida. El hombre era un prodigio de amabilidad, cortesĂ­a, caballerosidad, ¡y hasta le estaba echando piropos! — De veras. Me has hecho descubrir la relajaciĂ³n, la diversiĂ³n… Yo era incapaz de darme cuenta de que existĂ­an mĂ¡s cosas en el mundo aparte de mi trabajo. Mañana, irĂ© al taller de pintura. Me da igual que haya que pintar desnudos, lo harĂ©.

      Queena le mirĂ³ con arrobo. DespuĂ©s de su sesiĂ³n de solĂ¡rium, el Justicia habĂ­a ido a buscarla con una gran sonrisa, y le dijo que se sentĂ­a maravillosamente. En Hierbabuena el clima era muy hĂºmedo; incluso en verano era difĂ­cil encontrar mĂ¡s de una semana seguida de sol. SegĂºn Ă©l, el poder disfrutar de un sol tan intenso en todo su cuerpo, le habĂ­a hecho un bien maravilloso, y no pensaba privarse de ningĂºn placer que aquĂ©l bendito complejo turĂ­stico pudiese ofrecerle. A la mujer poco le faltĂ³ para aplaudir, y habĂ­an pasado una tarde de ensueño en las diversas piscinas del spa, el baño turco, la sauna… y en todos aquellos sitios, tan pronto como ella se despojĂ³ de la toalla, el Justicia no demostrĂ³ el menor embarazo e hizo alegremente lo propio. Bien es cierto que ambos habĂ­an intentado mirarse sĂ³lo a los ojos, pero el esfuerzo de Gabro por vencer sus prejuicios era evidente, y Queena se lo agradecĂ­a. Sus ojos despedĂ­an chispas por Ă©l. Ahora, de nuevo ambos con sus respectivas toallas, estaban regalĂ¡ndose con la estupenda cena. Y Gabro no dejaba de rellenarle la copa una y otra vez.



      —QuizĂ¡ me pashĂ© con el licor un poquitĂ­n… — la voz de Queena era pastosa y arrastraba las sĂ­labas, sobre todo las eses, letra que tambiĂ©n estarĂ­a presente en sus pasos, de no ser poqrue el Justicia la tomaba de la cintura y la llevaba casi en brazos.

     —El licor estĂ¡ para eso — sonriĂ³ Gabro y tirĂ³ de ella hasta llevarla en volandas a la habitaciĂ³n. Mientras Ă©l abrĂ­a con su huella, ella se le quedĂ³ mirando, toda sonrisas, ojos brillantes y coloretes, y antes de que pudiera impedĂ­rselo, se colgĂ³ de su cuello y le besĂ³. Un beso largo, intenso, con sabor a licor de milflores y mushatĂ©. La puerta de la suite se abriĂ³, pero no tanto como los ojos del Justicia.

     —No creash que no shĂ© quĂ© pretendes — sonriĂ³ ella, con risa boba —. Me hash hecho beber para pensar que ashĂ­ mañana, no me acordarĂ© de nada, y no podrĂ© preshumir de que te he hecho el amor. — se rio de nuevo — Ah, pillĂ­n, pillĂ­n, ¡no me importa! Me acodra… me acroda… bueno, no she me olvidarĂ¡. ¿Y shabes por quĂ©? Porque te quiero.

     Le besĂ³ la mejilla y sonriĂ³. Afortunadamente, no pareciĂ³ que ella esperase respuesta alguna, sino que entrĂ³ tambaleĂ¡ndose en la habitaciĂ³n, y se dejĂ³ caer de bruces sobre la cama con un gruñido derrotado, y al momento empezĂ³ a roncar con suavidad.

      “Bien, llegĂ³ la hora”, se dijo el Justicia. “Donde las dan, las toman”, se dijo el Justicia. “Esto es una lecciĂ³n objetiva”, se dijo el Justicia.

     “No voy a ser capaz”, se dijo el Justicia.

     Él no era un hombre sensible. Seamos claros, su mujer le abandonĂ³ porque no habĂ­a diferencia entre vivir con Ă©l o con una planta, no era alguien que se emocionase fĂ¡cilmente. Ni que se emocionase, punto. Pero aquella declaraciĂ³n en la que ella pretendĂ­a que fuese Ă©l quien no se sintiese incĂ³modo a la mañana siguiente, aquĂ©l “te quiero”, eran excesivos hasta para Ă©l. Aquello no era una travesura, no era la devoluciĂ³n de una broma. Era aprovecharse de una mujer que sentĂ­a algo por Ă©l. No podĂ­a.

     Con esfuerzo, girĂ³ a Queena en la cama para acostarla y, cuando esta se dio la vuelta, se le soltĂ³ la toalla, de modo que sus pechos quedaron al descubierto. Gabro no cerrĂ³ los ojos lo bastante rĂ¡pido y aquel pecho blanco y rosa, redondo y firme quedĂ³ grabado en sus retinas sin que pudiese evitarlo. Se volviĂ³ y arropĂ³ a la mujer con la colcha tĂ©rmica, y Ă©l se tendiĂ³ a su lado. SabĂ­a que debĂ­a quitarse la toalla, era una guarrerĂ­a acostarse con la prenda que habĂ­a usado para secarse todo el dĂ­a, pero no querĂ­a ni pensar en acostarse desnudo junto a la mujer, asĂ­ que se la dejĂ³. Apenas se acostĂ³, Queena dio un gemido perezoso y se abrazĂ³ a Ă©l. Una sensaciĂ³n de horror le invadiĂ³ cuando el brazo de la mujer le rodeĂ³ el pecho, pero lo peor fue notar que su pene se elevaba de nuevo, y Ă©l no podĂ­a hacer nada por evitarlo.

     “Soy un camaleĂ³nico”, pensĂ³. “Soy frĂ­o, mi cuerpo estĂ¡ completamente bajo mi control, y Ă©ste no va a reaccionar si yo no se lo permito”. Se concentrĂ³ en recordar nombres y modelos de armas clĂ¡sicas para calmarse; Walter PPK, Browning P38, Beretta… por primera vez, se le ocurriĂ³ que los revĂ³lveres tenĂ­an cierta forma fĂ¡lica y sin duda por eso, su tĂ¡ctica no funcionĂ³. La tenĂ­a tan dura que el mero roce de la toalla le hacĂ­a temblar. De forma muy poco oportuna, recordĂ³ que llevaba muchos meses sin masturbarse. No era algo que precisase, y lo hacĂ­a con muy poca frecuencia; a diferencia de los humanos no tenĂ­a poluciones nocturnas porque, con el gasto energĂ©tico que suponĂ­a para Ă©l mantener el calor, su cuerpo no almacenaba recursos que no fuese a utilizar de forma inmediata, de modo que no almacenaba esperma. Pero ahora mismo, notaba los testĂ­culos hinchados y pesados como si tuviera dos litros de semen en ellos.

     Queena se pegĂ³ mĂ¡s aĂºn a su espalda y Gabro fue consciente de la caricia de sus pechos, blanditos y calientes. CerrĂ³ los ojos para buscar el sueño, pero fue peor; privado de la vista, su cuerpo se centrĂ³ en las sensaciones tĂ¡ctiles. En medio de un ronquido suave, la mujer abrazĂ³ con la pierna tambiĂ©n, y su muslo rozĂ³ la erecciĂ³n del hombre. El Justicia temblĂ³ de pies a cabeza, ¡quĂ© gusto! Era una calidez deliciosa, ¿por quĂ© daba tanto gusto? ¡Era delicioso! ¿Se habĂ­a sentido asĂ­ alguna vez? No. Desde luego que no. “Vacaciones… ¡ja! ¡Nunca mĂ¡s abandonarĂ© Hierbabuena, con su lluvia, sus tormentitas, su mal tiempo y su trempe… su temperatura, que jamĂ¡s sube de 25º! El calor es cruel, le hace cosas horribles a mi cuerpo”, pensĂ³, fantaseando con una ducha frĂ­a. Pero apenas intentĂ³ moverse para salir de la cama, Queena gimiĂ³ una protesta y le atenazĂ³ contra ella, y su muslo volviĂ³ a rozar… haaaaaaaaaaah… si no querĂ­a manchar la cama, era mejor que se estuviese quietecito.

     Estaba sitiado en la orillita de la cama, apresado sin poder moverse, con los ojos como platos y un feroz dolor en los testĂ­culos que, muy poco a poco, pero no dejaba de aumentar. Si le esperaban seis o siete horas mĂ¡s asĂ­ hasta la mañana, no estaba seguro de llegar vivo a ella. TratĂ³ de contar ovejitas, a ver si lograba dormir, pero al llegar a la centĂ©simoprimera ovejita, tuvo que convencerse de que nunca habĂ­a estado tan despierto en toda su vida. Y en ese preciso momento, quiĂ©n sabe por quĂ©, a Queena debiĂ³ entrarle nostalgia de su infancia, porque sus labios encontraron el lĂ³bulo de la oreja del Justicia y, despuĂ©s de acariciarlo suavemente con su respiraciĂ³n, lo tomaron entre ellos y empezĂ³ a mamarlo con delicadeza.

     El escalofrĂ­o que recorriĂ³ el cuerpo de Gabro fue tan potente que hasta Queena protestĂ³, pero no sĂ³lo no se separĂ³ un milĂ­metro, sino que le pegĂ³ un cĂ¡lido lametĂ³n en la oreja y le hizo poner los ojos en blanco. ¡Por la Diosa…! ¿Desde cuĂ¡ndo eran tan agradables un simple abrazo y un beso, por muy desnuda que estuviese la abrazadora? ¡No era justo! CayĂ³ entonces en que Ă©l aĂºn llevaba la toalla, y… “Si me alivio, mi vergĂ¼enza no caerĂ¡ en la cama, sino en una toalla que ya estĂ¡ sucia y podrĂ© cambiar mañana sin que ella me vea”, pensĂ³. Y era fĂ¡cil hacerse una idea de lo necesitado que estaba, si tenemos en cuenta que no se lo pensĂ³ dos veces; en el acto se echĂ³ mano a la erecciĂ³n, abriĂ³ la toalla y apenas sus dedos rozaron el ansioso glande, una corriente de placer hizo que se le escapase un gemido del centro del alma.

     Ahora sĂ­ que se centrĂ³ en las sensaciones. El suave roce de las tetas de Queena en su espalda, su pierna sobre las suyas, su pie en sus pantorrillas, el delicado calor que desprendĂ­a, y la lengua de la mujer acariciando su lĂ³bulo, sus labios apretĂ¡ndolo suavemente, sus caderas frotĂ¡ndose contra Ă©l… Espera, ¿quĂ©? Sin dejar de sacar y esconder la sensible punta en su propia piel, notĂ³ que la mujer ya no respiraba acompasadamente como hacĂ­a poco rato, sino en inspiraciones largas y profundas, y sus caderas se movĂ­an. Su pubis se frotaba contra Ă©l, de no ser por la toalla (maldita la hora en que NO se la quitĂ³), se frotarĂ­a directamente contra sus nalgas. “Se estĂ¡ dando placer con mi cuerpo…” pensĂ³, con un mar de cosquillas entre las piernas. “DeberĂ­a despertarla y frenarla”, se dijo. “Esto no es correcto, no estĂ¡ bien”. El movimiento rĂ­tmico de la mujer acabĂ³ por bajarle la toalla y notĂ³ el cĂ¡lido (tĂ³rrido) roce de su piel desnuda en el final de su espalda. El aire se le escapĂ³ del pecho en un golpe casi doloroso, pero el calor hĂºmedo que notaba tan cerca de sus nalgas le daba un bienestar maravilloso. “Tengo que pararla. No somos pareja, no deberĂ­amos hacer algo asĂ­, no estĂ¡ bien para ninguno de los dos, estĂ¡ mal… haaaaaah, quĂ© dulce, ¡quĂ© dulce!”.

     En medio de aquĂ©l exquisito tormento de cuerpo y mente podrĂ­a el Justicia haber pasado horas y horas, pero Queena soltĂ³ un gemido algo mĂ¡s fuerte y pareciĂ³ que intentaba pasar por encima de Ă©l. GabrĂ³ se llevĂ³ un buen susto al pensar que ella se despertaba, e intentĂ³ enrollarse en la toalla y taparse para dejarla pasar, pero ante su sorpresa, la mujer no saliĂ³ de la cama. Le montĂ³.

     —¡Queena! — el grito le saliĂ³ sin poderse contener, sĂ³lo de milagro no le habĂ­a ella metido hasta el fondo, sino que se montĂ³ sobre su vientre, pero el susto se lo llevĂ³ igual. La mujer levantĂ³ una cara de ojos entornados y fijos, inexpresivos, y empezĂ³ a hacer movimientos inequĂ­vocamente sexuales — ¿Queena? ¿EstĂ¡s dormida?

     Como es lĂ³gico, la mujer no contestĂ³, siguiĂ³ saltando y gimiendo, pero no dio muestras de haber oĂ­do al Justicia. “SonĂ¡mbula. Encima es sonĂ¡mbula”. El sabĂ­a de oĂ­das que no habĂ­a que despertar bruscamente a un sonĂ¡mbulo, asĂ­ que intentĂ³ hacerlo lo mĂ¡s despacio que pudo, y le frotĂ³ los muslos (suaves, cĂ¡lidos).

     —Queena… Queena, despierta — susurraba, subiendo un poco la voz. La mujer se quedĂ³ de pronto quieta y emitiĂ³ un “¿hmmm?” al tiempo que sus ojos parecĂ­an enfocar. MirĂ³ a su alrededor. MirĂ³ frente a sĂ­. Y una expresiĂ³n de horror absoluto creciĂ³ en su rostro. AbriĂ³ muchĂ­simo los ojos, la nariz y la boca.

     —¡AAAAAAAAAH…mff! — GabrĂ³ la tumbĂ³ de lado y le tapĂ³ la boca.

     —¡No grites! ¿Quieres que venga alguien del hotel y nos pesque… asĂ­? — Queena asintiĂ³, con la cara tan colorada, que quemaba la mano del Justicia, que Ă©ste apartĂ³.

     —Oh, Salvaje, buen Salvaje… ¡te he violado! ¡Te he violado! ¡Yo no querĂ­a, Gabro, te juro que no era consciente! ¡Lo siento!

     —Lo sĂ©, no importa. No importa esta vez.

     —¿QuĂ© quieres decir?

     —Esta tarde. El solĂ¡rium — Queena se subiĂ³ la colcha hasta los ojos. — El aceite de rosas se habĂ­a secado en todo mi cuerpo, ¿por quĂ© iba a seguir hĂºmedo en mis pezones? — sonidos inarticulados amortiguados por la colcha — ¿QuĂ©?

     —¡Que yo ni te toquĂ©! ¡Iba a hacerlo, pero retirĂ© las manos tan deprisa, que me gotearon, ¿y quieres saber por quĂ©?! Porque dijiste mi nombre en sueños. — Queena se quitĂ³ la colcha para contestar, y el Justicia resoplĂ³.

     —El caso, Queena — ¿por quĂ© le gustaba tanto decir su nombre? — es que podrĂ­a colocarte un cargo de abuso sexual y acoso sĂ³lo por intentarlo. Pero no lo voy a hacer — la mujer le mirĂ³ con tal sonrisa de ternura, que el Justicia sintiĂ³ dolor, un dolor maravilloso y dulce que estaba seguro de no haber sentido nunca. — He visto que estĂ¡s muy arrepentida, y eso a mĂ­ me basta.

     La mujer le abrazĂ³ la cara con ambas manos y pareciĂ³ achicharrarle con los ojos.

     —Gracias — TratĂ³ de atraerle hacia ella, y Gabro casi cediĂ³, pero al momento se detuvo con decisiĂ³n.

     —No. Queena, no esta bien que me beses, ni que… ¡yo vine aquĂ­ a detenerte! TĂº eres, no te ofendas, pero eres una estafadora, y yo un Justicia. Vine a detenerte, y sĂ³lo me quedĂ© porque me prometiste que vendrĂ­as conmigo retenida a la colonia. Esto no es Ă©tico.

     —¿QuĂ© no es Ă©tico? ¿Que nos acostemos, o que yo tambiĂ©n te guste?

     —Ambas co… ¿QuĂ© quieres decir con “tĂº tambiĂ©n”? ¿CuĂ¡ndo he dicho yo que tĂº me gustes?

     —Huy, un montĂ³n de veces, queridito. No, no resoples asĂ­, lo has hecho, sĂ³lo que no te dabas ni cuenta. Todas esas veces que dejabas de lado otros asuntos sĂ³lo para venir tras de mĂ­…

     —¡Porque impedirte seguir estafando era prioritario!

     —¿Y todas las charlas que tenĂ­amos en las celdas, mientras ignorabas a los otros presos?

     —Porque a ti hay que tenerte vigilada, ¡en cuanto me daba la vuelta, te fugabas!

     —¿Y tu tartamudeo tan dulce cuando te robĂ© aquĂ©l beso?

     —A cualquiera le pesca de sorpresa que una mujer que le odia, le pegue un beso de golpe.

     Queena parecĂ­a emocionada, y su voz temblĂ³ ligeramente al contestar:

     —¿Crees que yo te odio?

     —TĂº odias todo lo legal, Ă©tico y moral. — Gabro la amonestĂ³ con el dedo Ă­ndice, dĂ¡ndole un toquecito en la nariz a cada palabra de la enumeraciĂ³n. Queena sonriĂ³ y besĂ³ aquĂ©l dedo, y Ă©l lo apartĂ³ como si su boca quemara.

     —Yo no te odio — contestĂ³, cariñosa. Le abrazĂ³ por la nuca y el Justicia puso los ojos en blanco; la ola de calor era demasiado agradable —. Yo sĂ³lo querĂ­a divertirme y que me prestaras atenciĂ³n, y el permanecer fuera de la Ley era la Ăºnica forma de conseguirlo.

     Gabro se asombrĂ³.

     —¿Me estĂ¡s diciendo que, en lugar de hablar conmigo como una persona normal, te hiciste una delincuente sĂ³lo para llamar mi atenciĂ³n?

     —Reconoce que funcionĂ³, ¿habrĂ­as ido a buscar a alguna otra mujer a la otra punta de la galaxia? — Gabro se quedĂ³ mudo un momento, pensativo. Y aprovechando su vacilaciĂ³n, Queena le atrajo hacia ella y le besĂ³.

      El Justicia intentĂ³ separarse. O al menos eso le gustaba pensar. En realidad, sĂ³lo se sorprendiĂ³ del tirĂ³n, pero apenas sus labios tocaron los de Queena, no intentĂ³ nada, salvo devolver aquĂ©lla caricia lo mejor que supiera. Que no era mucho, pero voluntad, le puso.

     “No puede ser” le dijo su cerebro, empeñado en continuar una lucha inĂºtil, derrotado antes de empezar, pero insistente. “Yo odio todo lo relativo al contacto fĂ­sico, soy un camaleĂ³nico orgulloso de mi frialdad, a mĂ­ no me gusta que me besen, ni que me abracen”. Pero por mĂ¡s que pensase aquello, su cuerpo se dejĂ³ dĂ³cilmente tumbar, abrazar, y acariciar, y cuando Queena volviĂ³ a montarle, le pareciĂ³ estallar de felicidad. Si su polla tuviese manos, hubiera batido palmas.

     —CuĂ¡nto te he deseado — susurrĂ³ ella, a la vez que se frotaba contra polla, baĂ±Ă¡ndola en jugos cĂ¡lidos, buscando la entrada entre deslizadas de tanta suavidad que daban ganas de llorar de felicidad —. Siempre pensĂ© que, cuando llegase este momento, te chuparĂ­a, te acariciarĂ­a y te harĂ­a muchas travesuras, ¡pero no puedo aguantar mĂ¡s!

     Gabro dejĂ³ escapar el aire en un gañido que le rasgĂ³ el pecho, y se agarrĂ³ a las caderas de su compañera, ¡estaba dentro! ¿CĂ³mo era posible que nunca hubiera gozado asĂ­ con su ex mujer? (QuizĂ¡ porque nunca me entreguĂ© realmente, quizĂ¡ porque a ella siempre la di por sentada. Queena es una delincuente y cada vez que se iba, pensaba que no iba a volver… que no la volverĂ­a a ver). El coño de Queena era un paraĂ­so de calor y humedad, pero lo mejor era la mirada de infinita ternura que emitĂ­an sus ojos.

      —Haaah… sĂ­, agĂ¡rrame asĂ­, ¡me vas a atravesar la carne! — GimiĂ³ la mujer y Gabro estuvo a punto de quitar las manos de sus caderas, pero ella le hizo dejarlas allĂ­, y le animĂ³ a apretarla mĂ¡s aĂºn. Los dedos delgados del Justicia se hincaban en sus nalgas temblorosas hasta dejar marcas rojizas en la piel, y la mujer se extasiaba en los regueros de calor y placer que producĂ­an esos agarrones.

     “No podĂ­a imaginarme que fuera asĂ­”. Gabro gemĂ­a sĂ³lo con la garganta, con la boca cerrada, temeroso de gritar, de soltar en chillidos su placer. “Tan hĂºmedo y caliente, tan suave, ¡tan dulce!”. Su polla estaba encantada, apretada en un lugar ardiente y acogedor, guardado y abrazado con infinito mimo, rodeado de seda. Cada restregĂ³n del coño de la mujer sobre ella le recorrĂ­a desde el glande a los testĂ­culos en un picor cosquilleante, un zumbido de placer sencillamente perfecto, que le hacĂ­a derretirse de gusto. AĂºn su cerebro querĂ­a hacerle pensar en quĂ© pasarĂ­a mañana, quĂ© tipo de relaciĂ³n iban a llevar… pero el mañana iba a tener que cuidarse solo, ahora mismo era momento de saborear, de sentir y gozar, algo que en realidad -como se demostraba- nunca habĂ­a hecho.

     —Me encantaaa… ¡me encantas! ¡Me encanta botar sobre ti! — Queena no sĂ³lo sentĂ­a su cuerpo lleno del Justicia, tambiĂ©n su clĂ­toris se frotaba contra Ă©l. Una quemazĂ³n exquisita, asombrosa, combinaba ambos placeres y la hacĂ­a estremecerse, con sus tetas botando libremente mientras ella se mecĂ­a cada vez con mayor rapidez.

     Fue consciente de que Gabro temblaba, que sus gemidos roncos subĂ­an de tono, y que separĂ³ las manos de ella para agarrar la colcha en convulsiones. Se iba a correr, ¡se iba a correr en su coño! ¡Le iba a dar El Placer! El pensamiento la hizo gritar y reĂ­r, y su placer se desbordĂ³. Un golpe de alegrĂ­a y gozo por igual, y una oleada de dulces sensaciones se cebĂ³ en su interior una y otra vez, contrayendo su interior en Ă©xtasis, dĂ¡ndole goces inenarrables, un baño de saciedad y ternura, de calma deliciosa, de agradable placer colmado por todo su cuerpo.

     Gabro tuvo ahora que abrir la boca para gemir, o se hubiera ahogado, ¡le estaba apretando dentro de ella! Sus puños se crisparon en la sĂ¡bana y un poderoso estallido de gozo le hizo temblar y estremecerse de pies a cabeza, a la vez que su polla se vaciaba en ella… ¡Diosa! ¡PodĂ­a sentir las contracciones de su polla al vaciarse, el semen siendo bombeado con pasiĂ³n, el delicioso placer final que lo coronaba todooo…! Y la mano de Queena que acariciĂ³ su brazo hasta la muñeca, buscĂ¡ndole la mano. Se la agarrĂ³ con fuerza, con los dedos entrelazados, y la apretĂ³.

     El Justicia no supo cuĂ¡nto tiempo estuvieron fusionados, mirĂ¡ndose a los ojos, acariciĂ¡ndose y besĂ¡ndose las manos y, por fin, abrazĂ¡ndose y estrechĂ¡ndose. SĂ³lo supo que, mĂ¡s tarde, cuando ella de nuevo se quedĂ³ dormida abrazada a su pecho y con una pierna rodeando las suyas, ya no le parecĂ­a en absoluto una tortura.


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     Queena y Gabro pasaron juntos una semana de ensueño, disfrutaron de los spas, juegos, deportes, del calor del sol y de la mutua compañía. Gabro no querĂ­a ponerse sentimental, pero no podĂ­a evitar pensar que la frialdad de su raza era algo a lo que habĂ­a que ponerle muchos peros. Era cierto que la cultura camaleĂ³nica promovĂ­a el individualismo, incluso el egoĂ­smo, bajo la premisa de que las relaciones siempre implican que una parte se aprovecha de la otra y que la soledad es menos dolorosa que la compañía ante casos de muerte, abandono, etc. Y quĂ© duda cabĂ­a que podĂ­a haber sido prĂ¡ctico en ocasiones en un planeta hostil. Pero ciertamente, habĂ­a dejado de serlo ahora.

     —Ay… ¡cuĂ¡nto voy a echar de menos Nude Heaven! — suspirĂ³ Queena, ya vestida, ambos en la Preciosidad, dispuestos a volver a Hierbabuena.

     —Bueno, yo no he terminado de gastar del todo mis vacaciones — dijo Gabro — Siempre podemos volver.

     Queena sonriĂ³, le echĂ³ los brazos al cuello y le besĂ³. El Justicia devolviĂ³ el beso, acariciando los brazos de la mujer hasta las muñecas “Como yo le hice en nuestra primera vez”, pensĂ³ ella, e intentĂ³ tomarle de las manos, pero algo se lo impidiĂ³. TenĂ­a las muñecas esposadas en un campo de fuerza.
     —¡Oh! — gritĂ³, indignada — ¡Esto es una mala pasada, una traiciĂ³n!

     —TĂº misma me dijiste que dejarĂ­as que te detuviera — sonriĂ³ el Justicia, malicioso. — SĂ³lo quiero asegurarme de que no se te olvida.

     De mala gana, Queena se sentĂ³ en el sillĂ³n del copiloto con cara de indignaciĂ³n, y a Gabro le dio pena.

      —Tenemos casi otra semana de viaje por delante, no te lo tomes a mal. Seguro que podemos hacer muchas cosas con esas esposas — sonriĂ³.

     Queena le mirĂ³. No, no le mirĂ³. MĂ¡s bien le congelĂ³ con una mirada tan cargada de frialdad, que hubiese extinguido todo el anisakis de doce restaurantes de sushi. Pero apenas un segundo mĂ¡s tarde no pudo evitar echarse a reĂ­r.

     —Claro que sĂ­ — dijo, y pulsĂ³ un botĂ³n. Un parpadeo de chispas, y el Justicia se encontrĂ³ fuera de la nave, sentado sobre el aire, y se cayĂ³ de culo, a tiempo para ver a la Preciosidad ponerse marcha y elevarse.

     —¡Eh! ¡Alto! ¡No puedes dejarme aquĂ­, no sale ningĂºn transporte hasta dentro de ocho horas! ¡Detente!

     La ventanilla de la nave se abriĂ³ y la cara sonriente de Queena se asomĂ³:

     —Dije que me dejarĂ­a detener, ¡pero nadie dijo durante cuĂ¡nto tiempo permanecerĂ­a detenida!

     Su brazo se moviĂ³ para decirle adiĂ³s, y se elevĂ³ definitivamente. Gabro se quedĂ³ con cara de tonto, hasta que se mirĂ³ las manos y vio sus propias esposas en ellas.

     —¡SerĂ¡…! ¡No me teletransportĂ³ fuera, teletransportĂ³ toda la nave y las esposas! — una parte de Ă©l quiso enfadarse. A otra se le escapĂ³ la sonrisa. Y luego la risa, y enseguida una carcajada que le hizo reĂ­r hasta que se le saltaron las lĂ¡grimas.



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2 comentarios:

  1. No sé porque Gabro me hizo pensar en David Bowie

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    1. ¡Gracias por leer y comentar! Me encanta que le hayas puesto a Gabro la cara del Duque Blanco :)

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